Anotación número 31.

SÍNTESIS: La gran operación. Lo he perdonado todo. Choque.

¡Salvado! Salvado en el último instante, cuando todo parecía perdido y ya no había manera de detenerlo, cuando ya todo parecía acabado…

Me sentía como si ascendiera los escalones de la máquina del Protector, como si la pantalla de cristal se hubiese cerrado con sordo ruido encima de la cabeza de uno y como por vez postrera mirase al puro azul del cielo…

De pronto, uno descubre que todo no ha sido más que un sueño. El sol luce dorado y alegre y los muros — ¡qué sensación tan agradable, poder acariciar los fríos muros! —, ¡y la almohada! ¡Uno se torna casi ebrio al contacto del hoyo mullido que el rostro ha dejado en la almohada!… Todas éstas fueron mis sensaciones cuando esta mañana lo leí en el Periódico Estatal.

Sí, lo que estuve viviendo ayer no fue más que un terrible sueño y todo ha concluido ya. Y eso que, en mi desesperación, sumido en la miseria de mi falta de ánimo, incluso había ya pensado en el suicidio. Me avergüenzo ahora de haber leído estas últimas páginas escritas ayer. Bueno, queden sin embargo como un recuerdo de aquello tan increíble que desde luego habría podido ser, pero que no será jamás.

En la primera plana del Periódico Estatal decía en gruesas letras de imprenta:

«Alegraos, pues a partir de ahora sois perfectos. Hasta el día de hoy vuestros hijos, los mecanismos, eran más perfectos que vosotros.

¿Por qué razón?

Cada chispa de la dinamo es una chispa de la razón más pura, cada impulso y cada golpe de la culata es un silogismo puro.

¿Acaso esta razón infalible no reside también en vosotros?

La filosofía de las grúas, de las prendas y de las bombas está cerrada y es clara como el círculo y su circunferencia. ¿Acaso vuestra filosofía no se mueve también en círculos?

La hermosura del mecanismo reside en su ritmo inalterable, concreto y exacto, idéntico al de un péndulo.

¿Acaso vosotros, que desde la primera infancia fuisteis educados según el sistema Taylor, no sois también tan exactos como un péndulo?

Pero si todo esto es decisivo más decisivo todavía es lo siguiente:

Los mecanismos no poseen fantasía.

Acaso habéis visto alguna vez que durante la labor se dibuje una sonrisa abstraída y soñadora en el rostro de un cilindro de bomba. ¿Es que habéis sabido jamás que las grúas, por la noche, durante las horas que deben consagrarse exclusivamente al descanso, comiencen a agitarse inquietas de un lado para otro y acaben por suspirar?

¡No!

Pero en vosotros — os debería dar vergüenza — los Protectores descubren esta sonrisa y estos suspiros cada vez con mayor frecuencia. Realmente, habéis de bajar la mirada, avergonzados por vuestra culpa. Los historiadores del Estado único piden su dimisión, porque no quieren dejar constancia en la historia de estas circunstancias trágicas e indignas. Pero no es vuestra la culpa…, estáis enfermos. Vuestra enfermedad se llama fantasía.

La fantasía es un gusano que carcome e imprime unos surcos negros en vuestras frentes, es una fiebre que os impulsa a seguir corriendo adelante y cada vez más adelante, aun cuando este avanzar comience ahí donde acaba vuestra dicha. La fantasía es el último obstáculo en el camino hacia la felicidad.

Alegraos, pues este obstáculo ha quedado eliminado.

La ciencia estatal ha hecho un gran descubrimiento recientemente: el centro de la fantasía es un diminuto nudo en la base craneal. Una triple irradiación aplicada sobre este nudo…, y ya, para siempre, podéis quedar curados de la fantasía ¡para siempre!

Sois perfectos, sois como máquinas, y el camino de la felicidad perfecta queda expedito. Acudid a los auditorios para dejaros operar. Viva la gran Operación y viva el Estado único. ¡Viva el Protector!»

Querido lector. Cuando lea esto en mis anotaciones, como en una novela anticuada y extraña, y si pudiera tener entre sus manos el Periódico Estatal oliendo a tinta de imprenta, y supiera que es la realidad y que si no es hoy lo será mañana, entonces seguramente se encontraría embargado por los mismos sentimientos con que lo escribo yo.

Le daría vueltas la cabeza, sentiría mareos y unos estremecimientos locos le correrían por los brazos y por la espalda. Creería que es un gigante, un Atlas, que infaliblemente ha de tropezar con el techo en el momento en que se enderece…

Cogí el auricular:

— I-330, sí, 330. — Y a continuación tartamudeé: — ¿Está usted en casa? ¿Ya lo ha leído? ¿No le parece maravilloso?

— Sí… — Luego un silencio largo y oscuro —. Tengo que verle sin falta hoy. Venga después de las 16 a casa.

¡Querida, queridísima! ¡Sin falta!… Sonreí. No podía contenerme por más tiempo. Y sonriendo fui por las calles. El viento me asaltaba. Aullaba, formaba torbellinos, silbaba y azotaba mi rostro. Pero todo esto me ponía todavía más alegre. Sí, sí, desahógate, aúlla, llora, ahora ya no podrás derribar nuestros muros. Por encima de mi cabeza pasaban raudas unas nubes gris plomizo; bueno, no podrán oscurecer el sol, las hemos forjado pegándolas al cielo. Nosotros, los sucesores de Jesús de Nazareth.

En la esquina se apiñaban los números. Apoyaban sus frentes contra los muros cristalinos del auditorio. Dentro alguien yacía encima de la blanca mesa, impecablemente blanca. Debajo de un paño blanco se asomaban las plantas de unos pies desnudos y amarillentos. Unos médicos uniformados con batas blancas se inclinaban sobre el cabezal de la mesa y una mano firme sostenía una jeringuilla con algún líquido indeterminado.

— ¿Por qué no entra usted también? — inquirí a uno cualquiera, o, mejor dicho, a todos.

— ¿Y usted? — uno de ellos se volvió para mirarme.

— Iré más tarde, antes tengo quehacer.

Un poco confuso, seguí mi camino. Desde luego, antes habré de ver todavía a I. Pero ¿por qué «antes»? Este porqué no encontraba una respuesta satisfactoria en mi interior…

En las gradas, el Integral lucía como un bloque de hielo azulado. En la sala de máquinas aullaba la dinamo, repitiendo cariñosamente siempre la misma palabra, mi palabra. Me agaché para acariciar el escape largo y frío del motor. Mañana vivirás, mañana una lluvia de chispas chisporroteará saliendo de tu cuerpo y te haré volar… ¿Con qué clase de ojos contemplaría a este monstruo cristalino, si todo seguía igual que ayer? Si hubiese sabido que mañana, a las doce, lo habrían traicionado…

Alguien me tocó suavemente en el codo. Me volví: apareció el rostro de plato de porcelana del Segundo Constructor.

— ¿Ya lo sabe? Sí, un asunto magnífico.

— ¿Qué? ¿La operación? Sí, un asunto magnífico.

— No, no me refiero a ella: han aplazado el vuelo de prueba hasta pasado mañana. Todo por causa de esta operación… Nos hemos esforzado en balde.

¡Todo por causa de la operación! ¡Qué hombre tan ridículo, tan corto de alcances! Si fuese por la operación de mañana, estaría sentado en la jaula cristalina, correría de un lado para otro como un loco…

En mi habitación: las 12.30. Al entrar, U estaba sentada delante de mi escritorio, apoyando su mejilla derecha en la mano huesuda. Se sienta siempre con absoluta rigidez. Debía de estar esperando desde hacía mucho, pues al levantarse sobresaltada para venir a mi encuentro, vi en su mejilla cinco profundas marcas, causadas por los cinco dedos.

Durante un instante me volví a acordar de aquella desgraciada mañana… Ella había estado al lado de I, de pie y cerca del escritorio, llena de ira… Pero todo este recuerdo fue fugaz, duró tan sólo unos instantes, pues el sol lo dejó todo borrado. Era como cuando, en un día claro, uno llega a la habitación para encender la luz… la lámpara está ardiendo pero parece no estarlo, pues es tan superflua, ridícula y miserable comparándola con la claridad natural…

Sin titubear le ofrecí la mano; se lo perdoné todo… Ella aceptó mis manos estrechándolas firmemente. Sus mejillas, que colgaban por encima de las mandíbulas como un adorno barroco, comenzaron a temblar. Me dijo:

— Le he esperado… Sólo quería hablarle un minuto… Quería decirle nada más lo feliz que soy y lo que me alegro por usted. Mañana o pasado habrá quedado totalmente curado… Estará como nuevo, como si hubiese nacido nuevamente…

Encima del escritorio vi las dos últimas páginas de mis anotaciones de ayer: seguían en la misma posición que anoche al dejarlas encima de la mesa. Si hubiese llegado a ver lo que allí decía… Bueno, de todos modos, ahora, lo mismo daba. Todo esto pertenece ya al pasado, es pura historia, y está ya tan distante como si lo hubiese visto a través de unos prismáticos al revés…

— Sí — le respondí —. Por lo demás, acabo de observar una cosa extraña en el Prospekt: unos pocos números caminaban delante de mí e, imagínese, sus sombras brillaban. Estoy absolutamente convencido de que mañana ni siquiera existirán ya sombras, ni de los hombres ni tampoco de los objetos; el sol lo traspasará todo…

— Es usted un soñador. No permitiría a mis hijos hablar de este modo… — me dijo con cariñosa severidad, para contarme a continuación que había conducido a toda la clase escolar a la operación, y que a los niños se les había tenido que atar a las mesas —. Pero, claro — siguió diciendo —, es necesario amar, sin contemplaciones.

Así, se habían decidido por fin a operarme… Me volvió a sonreír, como si quisiera inspirarme ánimos, y se marchó.

Por fortuna hoy el sol no se había «detenido»; eran las 16 horas. Y con el corazón ansioso llamé a la puerta de I.

— ¡Adelante!

Me arrodillé delante de su sillón, me abracé a sus rodillas, eché la cabeza hacia atrás, mirándola profundamente a los ojos.

Más allá del muro se oía una tormenta, las nubes eran cada vez más oscuras. Yo no hacía más que tartamudear cosas descabelladas:

— Me marché a volar con el sol, a cualquier lugar… No, no a cualquier lugar…, pues ahora conocemos la dirección de nuestro vuelo. A mis espaldas quedan unos planetas chisporroteantes, en los que crecen únicamente unas flores melodiosas y ardientes; luego pasan los planetas silenciosos y azules, donde unas piedras racionales se han agrupado en una sociedad organizada que, al igual que en nuestra Tierra, han alcanzado las cumbres de la dicha más sublime, de la felicidad perfecta…

De pronto una voz dijo desde lo alto:

— ¿No creerás que esas piedras razonables sean las cumbres?

Cada vez se tornaba más agudo, más oscuro el triángulo en su rostro:

— ¿Y la dicha? Los deseos son algo martirizante, ¿no te parece a ti también? Solamente se puede ser feliz cuando ya se queda libre de todo deseo. ¡Qué error tan grave, qué prejuicio tan ridículo, que hoy hayamos puesto un signo positivo delante de la felicidad, cuando, en cambio, delante de la dicha absoluta hemos colocado un signo negativo, el divino «menos»!

Recuerdo que murmuré distraído:

— El cero absoluto… 273 grados…

— Exacto, 273 grados con el signo negativo. Desde luego un poco frío, pero ¿acaso esto no atestigua que nos encontramos en la cumbre?

Prácticamente expresaba una propia idea mía, como ya lo había hecho en otra ocasión. Pero esto resultaba inquietante para mí; no podía soportarlo, y con gran esfuerzo conseguí decir que no.

— ¡No! — le dije —. Tú… estás bromeando…

Ella rió sonoramente, con demasiada fuerza. Se levantó, y poniendo con suavidad sus manos sobre mis hombros, me miró largamente. Luego me atrajo hacia ella y lo olvidé todo, sentir únicamente sus ardientes labios.

— ¡Adiós!

Esta palabra venía de mucha distancia, de muy arriba y pareció llegarme tan sólo después de dos o tres minutos.

— ¿Por qué adiós?

— Porque estás enfermo, y por mi culpa has cometido un delito.

— ¿Y esto te ha martirizado?

— Ahora te vas a la operación y entonces quedarás curado de mí. Esto significa: adiós.

— ¡No, no! — grité.

— ¿Cómo, es posible que desprecies la dicha?

Mi cabeza parecía estallar en dos mitades, dos rasgos lógicos chocaban entre sí, como si fuesen dos trenes que descarrilan.

— Puedes escoger: la operación y la dicha perfecta. O, sino…

— No puedo vivir sin ti — murmuré. Pero a lo mejor lo que decía no era más que una simple idea, un pensamiento; sin embargo, ella lo había oído.

— Lo sé — me respondió, mientras sus manos seguían reposando en mis hombros y también sus ojos seguían mirándome gravemente. Luego prosiguió:

— Pues entonces, hasta mañana. Mañana a las doce.

— No, ha sido aplazado por un día… Pasado mañana.

— Tanto mejor para nosotros. De modo que hasta pasado mañana.

Solo, absolutamente solo, anduve por las calles sumidas en la penumbra vespertina. El viento me agarró, arrastrándome como si fuese un trozo de papel, y de un cielo como hierro fundido caían grandes fragmentos… Volarán todavía por lo menos uno o dos días por el infinito… Los uniformes que se cruzaban conmigo me detuvieron, pero yo seguía caminando. Lo veía claro: todos estaban salvados, pero para mí ya no había salvación posible; ¡no quería ser salvado!

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