Anotación número 30.

SÍNTESIS: La última cifra. El error de Galileo. No será mejor, si…

Ayer me reuní con I en la Casa Antigua. En medio del loco desbarajuste armado por el cromatismo rojo, verde, amarillo bronce y blanco que me impedía reflexionar con lógica, y bajo la sonrisa marmórea del viejo poeta de nariz torcida, tuvimos una prolongada conversación. Quiero reflejarla aquí, palabra por palabra. ya que, según parece, ésta no solamente es de capital importancia para el Estado único, sino incluso para el Universo.

De pronto I dijo:

— Sé que el Integral despegará en su primer vuelo de prueba pasado mañana. Y este mismo día nos apoderaremos de él.

— ¿Cómo…, pasado mañana?

— Sí, siéntate y no te pongas nervioso. No podemos perder un solo minuto. Entre el centenar que fue detenido ayer por simple sospecha, hay doce mephi. Si esperamos todavía dos o tres días, estaremos perdidos.

Guardé silencio.

— Tenéis que tomar a bordo a mecánicos, electricistas, médicos y meteorólogos. A las doce, cuando toquen para el almuerzo y todos se vayan a comer, nos quedaremos en el pasillo, y nos encerraremos en la cantina. Entonces el Integral será nuestro… Hemos de hacerlo nuestro, cueste lo que cueste, ¿Me oyes? El Integral es nuestra arma, con cuya ayuda pondremos fin a todo, de un solo golpe. Sus aeronaves… ¡serán nada más que una nube de mosquitos contra un cuervo! Y si la cosa no pudiera realizarse sin violencia, entonces solamente habremos de utilizar el escape del Integral, dirigiéndolo hacia abajo. Con esto habrá suficiente.

Me levanté sobresaltado:

— Eso es una locura. ¿Es que no te das cuenta de que lo que proyectas es una revolución?

— Sí, una revolución…, pero ¿por qué ha de ser una locura?

— Porque nuestra revolución fue la última de todas, ya no puede haber una nueva revolución. Esto lo sabe todo el mundo.

I enarcó burlonamente las cejas.

— Mi querido amigo, eres un matemático, y aun más, eres un filósofo. Por favor, mencióname la última cifra.

— ¿Qué quieres decir con esto?… no comprendo… ¿La última cifra?

— Sí, la última, la más elevada, la mayor de todas las magnitudes.

— Pero, I, ¿no te das cuenta de que todo esto no son más que tonterías? ¿No ves que la sucesión de números es infinita? Así, ¿qué clase de cifra quieres?

— ¿Y cuál es la última revolución que tú dices? No existe ninguna revolución final o última, como quieras llamarla, pues la cifra de las revoluciones es también infinita. ¡La última!, parece que esto se ha dicho únicamente para los oídos de unos niños inocentes. Los niños temen al infinito; pero, claro, han de dormir tranquilos y no ser inquietados por nada, esto es lógico… y, naturalmente, por esta razón…

— Pero ¿qué sentido tiene todo esto, por la salud del Protector? ¿Qué sentido tiene, si todo el mundo es dichoso?

— Bien, supongamos que todo el mundo es dichoso. Pero… ¿y qué más?

— ¡Qué ridículo! Una pregunta verdaderamente pueril. Cuéntales a los niños cualquier cuento, nárraselo hasta el final… y te preguntarán: «¿Y qué más?»

— Claro; es que los niños son los únicos filósofos valientes. Y los filósofos valientes son como los niños, son verdaderamente infantiles. Pues, como los niños, hay que preguntar siempre: ¿Y qué más?

— No hay ningún «qué más». Punto, es el final. En todas partes, en el Universo, ha de imperar equidad y uniformidad…

— ¡Vaya!, uniformidad. Ahí lo tenemos: la virtud psicológica. ¿Es que como naturalista no te das cuenta de que solamente en la diferenciación… en las diferencias temperamentales, en los contrastes caloríficos… hay vida? Pero si en todas partes del Universo existen únicamente unos cuerpos de temperaturas análogas, ya sean fríos o calientes…, entonces éstos tienen que chocar entre sí, para que se origine fuego, una explosión, el Infierno. Y nosotros los haremos chocar.

— Pero I, procura comprender… Precisamente es esto lo que hicieron nuestros antepasados en la Guerra de los Doscientos Años…

— Ah, sí, y tenían razón. Pero cometieron un error: creyeron que eran la última cifra, algo que jamás existe en la Naturaleza…, ¡Jamás! Su error fue el error de Galileo: tenía razón al afirmar que la Tierra giraba alrededor de otro sistema; pero no sabía que la trayectoria real, y no la relativa, de la Tierra no es ni mucho menos un círculo simple…

— ¿Y vosotros?…

— ¿Nosotros? Hasta ahora sabemos que no existe una cifra definitiva última. Tal vez algún día lo olvidemos. Sí, seguramente lo olvidaremos al hacernos viejos. Y luego caeremos también, como las hojas marchitas en otoño, que caen de los árboles, y como también vosotros caeréis, pasado mañana… No, querido mío, tú no, porque eres uno de los nuestros.

Violenta, con los ojos fulgurantes, ardiendo de pasión (jamás la había visto tan encendida de ánimos), me abrazó. Luego me miró fijamente a los ojos, diciendo:

— Bien, de manera que… ¡a las doce en punto!

— Sí, no lo olvidaré — respondí.

Salió de la habitación y me quedé a solas con aquel escándalo policromo de los mil colores azules, rojos, amarillos, bronces y naranjas. Sí, a las doce… De pronto sentí en mi rostro algo extraño de lo cual no me podía librar. Me acordé de la mañana de ayer. Recordé a U, las palabras que había lanzado a I, al rostro… ¿Cómo se atrevió?… ¿Es que estaba loca?

Me puse rápidamente en camino para regresar…, rápido, muy rápido; era cuestión de llegar cuanto antes a casa. A mi espalda chillaba agudamente un pájaro encima del Muro Verde.

A mis pies yacía la ciudad al resplandor del sol de puesta como si estuviese bañada por un fuego de frambuesas, cristalizado, de crisol… Las cúpulas circulares, los enormes cubos de las edificaciones, las puntas de las torres con los acumuladores que parecían perfectos, geométricos, ¿debía destruirlo yo, con mis propias manos?… ¿Es que no había otra salida, otro remedio?

Pasé por delante de uno de los auditorios (el número se ha escapado de mi memoria). Dentro se veían grandes pilas de bancos amontonados y en el centro unas mesas cubiertas de trapos, vidrio blanco; encima de lo blanco, una mancha sangrienta iluminada por el sol. En todo se ocultaba un mañana temerario, peligroso y desconocido.

«Resulta sumamente anormal — fui pensando — que un ser tenga que pasar su vida entre irregularidades e incógnitas sin despejar. Es casi lo mismo que vendar los ojos a unas personas, obligándolas a vivir tanteando, tropezando y cayendo a cada paso. Saben que en algún lugar, muy cerca, existe un abismo y que solamente hace falta dar un paso… Y lo que quede de la humanidad puede ser un trozo de carne sangrienta, aplastada y herida. ¿Y qué sucederá si uno da un salto rápido, irrazonado, al abismo, sin titubeos de ninguna clase? ¿No sería, tal vez, ésta la mejor de las soluciones, no se resolverían así de una vez para siempre todas las incógnitas?»

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