Anotación número 7.

SÍNTESIS: La pestaña Taylor. El beleño y campánulas.

Es de noche. Verde, naranja, azul, un piano de cola de caoba, un vestido de color limón. Y un Buda de metal. De pronto éste levanta los metálicos párpados y por las cuencas sale jugo. También por el vestido amarillo corre jugo y en el espejo hay pequeñas gotas como perlas, la cama grande y las camitas de niños gotean y dentro de un instante también yo… Un sobresalto angustioso, dulce, me encoge…

Me desperté. Reinaba una luz azulada, uniforme, el vidrio de la pared relucía y también las sillas y la mesa de cristal. Esto me tranquilizó, y mi corazón ya no latió tan agitadamente. Jugo, Buda… ¡qué barbaridad, qué tontería! Tengo la sensación de estar enfermo. Antes jamás soñé. Sueños… algo que nuestros antepasados solían calificar como una cosa absolutamente normal y cotidiana. Claro, toda su existencia era un terrible y agitado tiovivo: verde, naranja, Buda, jugo. Pero, en cambio, nosotros sabemos que los sueños son una peligrosa enfermedad psíquica. Y yo también sé que hasta mi mente funcionaba cronométricamente. Era un mecanismo nítido y brillante en el que no existía ni un granito de polvo, pero ahora…

Sí, me estoy dando cuenta de que en mi cerebro existe un cuerpo extraño, como una fina pestaña en el ojo: uno se siente bastante bien, pero el pelito en el ojo… Ni siquiera por un segundo es posible olvidarlo. Dentro de mi almohada tintinea un sonido claro, cristalino: son las siete, hay que levantarse. A través de las paredes de cristal, a derecha e izquierda, como si fuese el reflejo de mí mismo: mi habitación, mi ropa, mis movimientos se multiplican hasta el infinito. Esta circunstancia me infunde valor, pues me siento como parte de un engranaje en un organismo gigantesco y uniforme. ¡Y hay que ver qué belleza tan completa; ni un gesto superfluo, ni una inclinación, ni un giro innecesario!

Desde luego, Taylor fue sin duda el hombre más genial de todos los tiempos. Claro que su método no llegó a fiscalizar toda la existencia, es decir, cualquier paso durante la totalidad de las veinticuatro horas del día; no fue capaz de integrar en su sistema cada instante del día y de la noche. Y, sin embargo…, ¿cómo pudieron ser capaces las gentes de entonces de escribir bibliotecas enteras sobre Kant, mientras que a Taylor, este profeta con facultades para prever el futuro de diez siglos más allá, apenas le mencionaron?

El desayuno había terminado. A los sones del himno del Estado único, marchábamos ahora en filas de a cuatro hacia el ascensor. Los motores producían un sordo zumbido y descendíamos rápidamente abajo, cada vez más abajo; sentí un ligero mareo…

Nuevamente me preocupó el descabellado sueño, e intenté achacarlo a alguna función oculta en la que aquél tenía su origen y causa. Ayer, al aterrizar el avión, tuve la misma sensación. Aunque sea como fuere, ahora todo aquello se acabó. ¡Basta!

Ha sido un gran acierto mi conducta tan decisiva y brusca frente a ella.

Con el metropolitano me desplacé a la factoría, donde el caparazón esbelto del Integral, aún no fulgurante por su aliento abrasador, permanece en la grada y reluce al sol. Cerré los ojos y soñé en ciertas fórmulas: así, a ojos cerrados, volví a calcular el índice que debía de tener la velocidad de despegue del Integral. Durante cada átomo de segundo ha de transformarse la masa del Integral (despidiendo calor explosivo). Así llegué a una ecuación en extremo complicada con magnitudes trascendentales.

Como en sueños, vi que alguien tomó asiento a mi lado, me dio un leve codazo y murmuró «perdón».

Abrí los ojos y al principio tuve la sensación de que volaba vertiginosamente por el espacio (en asociación con el Integral): era una cabeza que volaba, porque tenía unas orejas bajas, sonrosadas, que tenían apariencia de alas. Luego la curva del doblado cuello, la espalda. Era una figura doblada en dos sentidos, como una S…

Y entonces, a través de los muros de cristal de mi mundo algebraico, me volvió a herir un par de pestañas; ¡qué desagradable para mí, que hoy!…

— Oh, de nada, de nada. — Sonreí y me incliné ante mi vecino, esbozando un saludo. En su insignia brillaba el número S-4711 (seguro que por esta razón le había asociado siempre a la letra S). Se trataba, pues, de una impresión óptica, visual, no registrada por el consciente. Sus ojos relucían, eran dos barreras hirientes y afiladas que giraban cada vez más de prisa para penetrar poco a poco en lo más profundo de mi mente. Dentro de un momento darían contra el fondo y verían incluso lo que yo mismo me ocultaba…

De pronto comprendí lo que significaba el par de pestañas: era mi protector. Lo más sencillo sería confesárselo en seguida todo.

— ¿Sabe usted? Ayer estuve en la Casa Antigua… — Mi voz sonó ajada, como ajena a mí mismo: cascada y titubeante. Carraspeé…

— ¡Oh, eso es magnífico! — me respondió —. Nos puede proporcionar material para unas deducciones verdaderamente instructivas.

— Pero no estuve allí completamente solo. Me acompañó el número I-330 y entonces…

— ¿I-330? Le felicito. Se trata de una mujer muy interesante, dotada de un gran talento. Tiene muchos admiradores.

Ahora me acordé. Él la había acompañado durante aquel paseo. A lo mejor estaba incluso abonado a ella. No, no me sentía capaz de contarle nada de aquello… Era imposible decírselo…, no me cabía la menor duda.

— Es cierto, muy interesante. — Sonreí con una expresión bobalicona, cada vez más acentuada, y me di cuenta también de que mi sonrisa fracasada me ponía al descubierto con toda mi desnudez… con toda mi necesidad.

Las barrenas parecían taladrar hasta lo más hondo de mi ser, luego rápidamente retrocedían. S también sonrió misteriosamente, pero fue hacia la puerta. Abrí el periódico (me parecía que todo el mundo me miraba). Una noticia llamó especialmente mi atención; me afecté tanto, que por su texto olvidé el par de pestañas, las barrenas y todo lo demás. Se trataba de una noticia breve.

«Como se ha sabido por fuentes bien informadas, se descubrieron los indicios de una organización que hasta ahora no se ha podido desmembrar, cuya finalidad es liberar a los números del benefactor yugo del Estado».

¿Liberación? Resulta sorprendente darse cuenta de lo intensos y poderosos que son los instintos delictivos de la humanidad. Y lo digo a plena conciencia: delictivos. Pues los conceptos de libertad y delito están tan estrechamente vinculados como… digamos, por ejemplo, como el movimiento de un avión con su velocidad: si la velocidad de un avión es cero, entonces éste no se mueve; lo cual es absolutamente cierto. Si la libertad del hombre es cero, entonces no comete delitos. El único medio de preservar al hombre del crimen es salvaguardarse de la libertad. Apenas lo hemos conseguido, ya vienen unos miserables tunantes y…

¡No, no lo comprendo! No concibo por qué no fui ayer mismo a ver a los protectores. Pero hoy lo haré, sin falta, tan pronto como hayan dado las 16 horas…

A las 16.10 me marché de casa y en la esquina más próxima encontré a O. Me alegra haber tropezado con ella; así podré consultarle el caso — pensé —, pues tiene un sano sentido común. Seguramente me comprenderá y podrá ayudarme.

¡Pero si no necesitaba ninguna ayuda: la cosa estaba firmemente decidida!

Las chimeneas de la fábrica de música entonaban con estruendo el himno del Estado único, la marcha cotidiana. ¡Cuán agradable y satisfactoria es esta marcha de cada día!

O me cogió del brazo.

— Vamos a dar un paseo.

Sus ojos redondos y azules miraban abiertos y despejados; parecían dos ventanales grandes y claros, y sin obstáculo alguno yo podía penetrar en ellos sin tropezar con nada enigmático. Nada se ocultaba detrás, nada ajeno ni superfluo, absolutamente nada.

— No, no tengo tiempo, tengo que… — le dije adónde pensaba ir.

Pero cuál no sería mi sorpresa al observar que la boca redonda y rosada se convirtió en una media luna, con los vértices señalando hacia abajo, como si hubiese ingerido ácido. No pude disimular mi indignación:

— Ustedes, los números femeninos, estáis por lo visto incurablemente taradas por prejuicios, no tenéis la menor capacidad para el pensar abstracto. Perdóname, lo considero una insensatez.

— ¡Usted va con la intención de codearse con espías… bah! En cambio, yo he estado en el museo botánico y le he traído un ramito de campánulas.

¿Pero por qué «en cambio, yo», por qué este «en cambio»? Sí, sí, es el eterno femenino.

Enfurecido (sí, lo confieso, estaba furioso), acepté las campánulas diciéndole:

— Tome, huela un poco estas flores. Tienen buen olor, ¿verdad? Menos mal que posee bastante sentido de la lógica como para darse cuenta de esto: las campánulas tienen un aroma agradable. ¿Pero acaso puede esto decir lo mismo del concepto olfato, de si éste es bueno o malo? ¿Verdad que no? Hay aromas de campánulas y existe también el desagradable olor del beleño: los dos son olores. El Estado de nuestros antepasados tenía espías… y nosotros también los tenemos. Sí, sí, espías. Yo no le temo a esta palabra, pues es evidente que el espía de entonces, en aquellas épocas era el beleño, y, en cambio, los nuestros son las campánulas. Sí, las campánulas.

La medialuna sonrosada se contrajo. Supuse que estaba sonriendo, aunque ahora sé que tan sólo fueron figuraciones mías. Por eso dije con voz más fuerte:

— Sí, campánulas. Nada hay de risible en ello, absolutamente nada.

Nos cruzábamos continuamente con unas cabezas calvas y redondas, todas se volvían sorprendidas. O me tomó del brazo cariñosamente:

— Está usted muy raro, hoy. ¿No estará enfermo?

El sueño, el vestido amarillo… El Buda… Claro, tenía que ir al Departamento de Salud.

— Sí, realmente estoy enfermo — afirmé con gran satisfacción (¡qué contradicción tan inexplicable!). ¿Por qué me alegraba?

— Pues entonces tendrá que ir cuanto antes al médico. Ya sabe que tiene la obligación de conservar la salud… Resultaría ridículo que precisamente yo se lo tuviera que aconsejar y recordar.

— Desde luego, tiene usted toda la razón, mi querida O, toda la razón.

Así es que no fui a ver a los Protectores. No había otro remedio que encaminarse al Departamento de Salud. Allí me retuvieron hasta las 17 horas.

Por la noche vino a visitarme O (además, los Protectores no están por la noche). No corrimos las cortinas verdes, en cambio nos pusimos a resolver los problemas de un antiguo libro de matemáticas, pues una ocupación de esta clase tranquiliza y purifica el espíritu. O-90 se inclinaba encima de su libro, mantenía la cabeza ligeramente ladeada y, de tanto esforzarse, su lengua parecía querer perforar la mejilla izquierda. ¡Qué rato tan encantador y colmado de sencillez! También en mi interior todo era tranquilidad, nada quedaba por resolver, todo era exacto y simple.

Ella se marchó y volví a estar solo. Respiré dos veces hondamente (esto es muy bueno, antes de ir a descansar) y de pronto me di cuenta de un extraño olor que me repugnaba.

Pronto averigüé de dónde provenía: en mi lecho descubrí escondido el tallo de una campánula. Se me crisparon todos los nervios. El detalle me sublevaba, y de pronto hubo un nuevo caos en mi interior. Realmente, había sido una grave falta de tacto, meter estas campánulas en mi cama…

Bueno, hoy tampoco he ido a los Protectores… Pero no tengo yo la culpa de estar enfermo.

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