Capítulo 11

Porthill Green era un pueblo que parecía haber brotado, como una protuberancia anormal, de las tierras ricas en turba de los East Anglian Fens. El pueblo, cercano al centro del imaginario triángulo formado por las ciudades de Brandon, Mildenhall y Ely, pertenecientes a Suffolk y Cambridgeshire, era poco más que el cruce de tres, estrechan carreteras que serpenteaban, a través de campos de remolachas y atravesaban canales, gracias a puentes apenas más anchos que un coche. Se asentaba en un paisaje dominado por tonos gris, pardo y verde, debidos respectivamente al melancólico cielo invernal, los campos arcillosos moteados de nieve en algunos puntos, y la abundante vegetación que bordeaba las carreteras.

El pueblo carecía de grandes atractivos. La calle principal se componía de nueve edificios de pedernal descantillado y cuatro de yeso, enmaderados a medias como si un borracho se hubiera encargado de la tarea. Los locales comerciales anunciaban su condición mediante letreros de pintura desportillada y ennegrecida. Una solitaria gasolinera, que parecía fabricada en su mayor parte de orín y vidrio, se alzaba como un centinela en las afueras del pueblo. Y al final de la calle principal, señalado por una cruz céltica erosionada por el clima, se veía un círculo de nieve sucia bajo el cual, sin duda, crecía la hierba de la que el pueblo tomaba su nombre.

Lynley aparcó allí, pues la hierba se hallaba frente a Wine's the Plough, un edificio desvencijado que no se diferenciaba en nada de los demás. Los examinó mientras la sargento Havers, a su lado, se abrochaba el abrigo hasta la barbilla y tomaba el bloc y el bolso…

Lynley observó que, en su momento, la taberna se había llamado simplemente The Plough, y que se habían añadido las palabras Wines y Liquors, una a cada lado. La última se había desprendido mucho tiempo atrás, dejando una mancha oscura sobre la pared, pero la forma de las palabras todavía era legible. En lugar de volver a colocar Liquors, o aprovechar la ocasión para pintar de nuevo el edificio, se había añadido un apostrofe a la primera palabra mediante una jarra de hojalata embutida en la pared. De esta forma el edificio había sido bautizado por segunda vez, sin duda para regocijo de alguien.

– Es el mismo pueblo, sargento -dijo Lynley tras un somero examen a través del parabrisas.

Aparte de un perro que olfateaba un seto irregular, el lugar bien podía estar abandonado.

– ¿Cuál, señor?

– El del dibujo que había en el estudio de Joy Sinclair. La gasolinera, la verdulería. Allí está la casa con el jardín, detrás de la iglesia. Había estado aquí lo suficiente para familiarizarse con el lugar. Estoy seguro de que alguien se acordará de ella. Encárguese mientras yo charlo un poco con John Darrow.

– Siempre me toca caminar -refunfuñó ella.

– Después de lo de anoche, le irá bien para despejarse.

– ¿Lo de anoche? -preguntó ella, estupefacta. -La cena, la película. El chico del supermercado.

– Ah, eso. -Havers se revolvió en el asiento-. Créame, es mejor olvidarlo, señor. -Salió del coche, dejando entrar una ráfaga de aire que transportaba débiles olores a mar, peces muertos y desperdicios podridos, y se lanzó hacia el primer edificio, desapareciendo tras la estropeada puerta negra.

Habían tardado menos de dos horas en llegar desde Londres, y a Lynley no le sorprendió encontrar la puerta de Wine's the Plough cerrada. Era demasiado temprano para abrir la taberna. Dio la vuelta al edificio y vio que encima había una especie de piso, pero la observación no le sirvió de nada. Las fláccidas cortinas formaban una barrera que sus ojos escrutadores no podían atravesar. No se veía a nadie, y ningún automóvil o motocicleta indicaba que el edificio perteneciera a alguien. Sin embargo, cuando Lynley escudriñó por las sucias ventanas de la taberna, el hueco de una tablilla que faltaba en uno de los postigos reveló una luz que brillaba a través de una puerta lejana; probablemente conducía a las escaleras de la bodega.

Regresó a la puerta y llamó con los nudillos. Al cabo de unos momentos, unos fuertes pasos se encaminaron hacia la puerta.

– No está abierto -dijo la áspera voz de un hombre.

– ¿Señor Darrow?

– Sí.

– ¿Quiere abrir la puerta, por favor?

– ¿Qué desea?

– Scotland Yard.

Sus palabras obtuvieron una leve respuesta. La puerta se abrió unos quince o veinte centímetros.

– Aquí todo está en orden. -Ojos del tamaño y forma de avellanas, de un color pardo echado a perder por el amarillo, bajaron hacia la placa que Lynley sostenía.

– ¿Puedo entrar?

Darrow no levantó la vista mientras reflexionaba en la petición y en las escasas respuestas que le permitía.

– No es sobre Teddy, ¿verdad?

– ¿Su hijo? No tiene nada que ver con él.

El hombre abrió del todo la puerta, aparentemente satisfecho, se echó hacia atrás y dejó entrar a Lynley en la taberna. Era un establecimiento humilde, acorde con el pueblo al que servía. Su única decoración parecía ser una variedad de letreros apagados situados detrás y por encima de la barra de formica, que identificaban los licores disponibles. Había muy pocos muebles: media docena de mesas pequeñas rodeadas de taburetes y un banco que corría bajo las ventanas del frente. Estaba acolchado, pero el sol había transformado el rojo original en un rosa oxidado. Exhibía una abundante colección de manchas. En el aire flotaba un intenso olor a quemado, una combinación de humo de cigarrillos, fuego apagado en un hogar ennegrecido y ventanas que llevaban cerradas demasiado tiempo para protegerse del invierno.

Darrow se situó detrás de la barra, tal vez en un intento de tratar a Lynley como a un cliente, a pesar de la hora y la placa que le identificaba como policía. Por su parte, Lynley siguió el mismo ejemplo, aunque significaba permanecer de pie cuando hubiera preferido conducir la conversación sentado a una mesa.

Darrow, un hombre de aspecto brutal, que emanaba un decidido aire a violencia reprimida, frisaría en los cuarenta y cinco años. Tenía la complexión de un boxeador, cuadrado, de largos y potentes miembros, ancho de pecho y unas orejas incongruentemente pequeñas y bien formadas que se aplastaban contra su cráneo. Sus ropas armonizaban con su aspecto. Sugerían a un hombre que podía realizar la metamorfosis de cantinero en camorrista en un abrir y cerrar de ojos. Llevaba una camisa de lana, cuyas mangas subidas revelaban unos brazos hirsutos, y pantalones anchos para facilitar los movimientos. Al contemplarle, Lynley dudó de que se produjeran batallas campales en Wine's the Plough si el propio Darrow no las provocaba.

Guardaba en el bolsillo las solapas de Muerte en la oscuridad, que se había llevado del estudio de Joy Sinclair. Las sacó de forma que el sonriente rostro de la autora quedara boca arriba.

– ¿Conoce a esta mujer? -preguntó.

Los ojos de Darrow brillaron significativamente.

– La conozco. ¿Y qué?

– La asesinaron hace tres noches.

– Hace tres noches estaba aquí -replicó Darrow con seguridad-. El sábado es el día que vienen más clientes. Cualquiera del pueblo se lo dirá.

No era la reacción que Lynley esperaba. Sorpresa, confusión o reserva, pero no una declaración automática de inocencia. Como mínimo, era extraño.

– Ella vino a verle -afirmó Lynley-. El mes pasado llamó por lo menos diez veces a la taberna.

– ¿Y qué?

– Confío en que usted me lo diga.

El tabernero pareció calibrar el tono sereno de Lynley. Que su exhibición de hosca beligerancia no produjera la menor reacción en el detective de Londres parecía desconcertarle.

– Yo no quería saber nada de ella -dijo-. Quería escribir un libro impertinente.

– ¿Sobre Hannah?

Los músculos del rostro de Darrow se tensaron.

– Sí, sobre Hannah. -Se dirigió a una botella invertida de Bushmill's Etiqueta Negra y empujó la espita con un vaso. Bebió el whisky de dos o tres lentos tragos, dando la espalda a Lynley-. ¿Quiere uno? -preguntó, sirviéndose otro.

– No.

El hombre asintió y volvió a beber.

– Apareció como surgida de la nada. Traía un montón de recortes de periódico sobre los libros que había escrito, me habló de los premios que había recibido y… Yo qué sé. Se imaginaba que le iba a contar todo lo de Hannah y que, encima, le daría las gracias por su atención. Bueno, no quise. No se lo permití. Y no iba a permitir que mi Teddy se viera mezclado en toda esa mierda. Como si no hubiera bastante con que su madre se matara y las mujeres del pueblo propagaran habladurías hasta que tuvo diez años. No podía permitir que la historia se repitiera, que lo sacara todo a la luz otra vez. torturando al chico.

– ¿Hannah era su esposa?

– Sí. Mi esposa.

– ¿Cómo se enteró Joy Sinclair de su existencia?

– Dijo que había pasado nueve o diez meses estudiando suicidios, hasta que encontró uno que le pareció interesante. El de Hannah. Dijo que le saltó a la vista. -Su voz era amarga-. ¿Se da cuenta, tío? Le saltó a la vista. Han no era una persona para ella, sino un trozo de carne. Le contesté que se fuera al infierno. Tal que así.

– Diez llamadas telefónicas dan a entender que era bastante persistente.

– Me daba igual -resopló Darrow-. No iba a conseguir nada. Teddy era demasiado pequeño para saber lo que ocurrió, así que no pudo hablar con él. Y a mí no iba a sonsacarme nada.

– ¿Debo entender que sin su cooperación no habría podido escribir el libro?

– Sí. Ni libro ni nada. Y así seguirá siendo.

– ¿Vino sola a verle?

– Sí.

– ¿Nunca vino acompañada? ¿No la esperaba nadie en el coche?

Darrow entornó los ojos, intrigado. Los desvió un instante hacia las ventanas.

– ¿Qué quiere decir?

A Lynley le pareció una pregunta muy directa. Se preguntó si Darrow trataba de contemporizar.

– ¿Vino con algún amigo?

– Siempre lo hizo sola.

– Su mujer se suicidó en 1973, ¿verdad? ¿Le explicó alguna vez Joy Sinclair por qué estaba tan interesada en un suicidio tan lejano en el tiempo?

El rostro de Darrow se ensombreció. Un rictus de asco deformó sus labios.

– Le gustaba lo de la silla, inspector. Tuvo la cara dura de decírmelo. Le gustaba lo de la jodida silla.

– ¿La silla?

– Exacto. Han perdió un zapato cuando hizo volcar la silla de una patada. Y a esa tía le encantaba el detalle. Lo calificó de… conmovedor. -Se sirvió otra ración de Bushmill's-. Perdone usted, pero me importa una mierda quién mató a esa puta.

St. James y su mujer se hallaban en el último piso de su casa, dedicados a sus respectivos quehaceres: St. James en el laboratorio forense y Deborah en la habitación de revelado anexa. La puerta de comunicación estaba abierta. Y St. James, por puro placer, dedicó unos momentos a contemplar a su esposa, levantando la vista del informe que preparaba para la defensa de un juicio cercano. Deborah examinaba con el ceño fruncido una colección de sus fotografías. Tenía un lápiz encajado detrás de la oreja y el rizado cabello recogido hacia atrás mediante una serie de horquillas. La luz del techo formaba un halo alrededor de su cabeza, pero las sombras ocultaban la mayor parte de su cuerpo.

– Atroz. Patético -murmuró, escribiendo algo en el reverso de una foto y tirando otra al cubo de la basura que había a sus pies-. Maldita luz… Por Dios, Deborah, ¿dónde aprendiste los elementos básicos de la composición? Dios mío, ésta es todavía peor.

St. James lanzó una carcajada. Deborah le miró.

– Lo siento -dijo-. ¿Te he distraído?

– Tú siempre me distraes, mi amor. Demasiado, me temo, sobre todo cuando he estado separado de ti veinticuatro horas o más.

Las mejillas de la joven se ruborizaron un poco.

– Bueno, después de un año me alegro de que todavía exista una sombra de romanticismo entre nosotros Yo… Es una tontería, pero ¿de veras pasaste sólo una noche en Escocia? Te he echado de menos, Simon. He descubierto que ya no me gusta ir a la cama sin ti. -El rubor se acentuó cuando St. James se levantó del alto taburete y salió del laboratorio para reunirse con ella en la semioscuridad de la habitación de revelado-. No, mi amor… Lo que quería decir… Simon, así no podremos terminar el trabajo -simuló protestar cuando él la tomó entre sus brazos.

– Bueno, terminaremos otras cosas, ¿no crees? -rió él en voz baja antes de besarla-. Dios. Sí. Cosas mucho más importantes -murmuró al cabo de un momento.

Se separaron con aire de culpabilidad cuando sonó la voz de Cotter. Subía por la escalera, hablando en voz mucho más alta de lo habitual.

– ¡Están ahí arriba! -gritó-. Trabajando en el laboratorio, supongo. Deb revela sus fotos y el señor St. James pergeña algún informe. Justo ahí arriba. Apenas hay que subir. Llegaremos en un instante.

Pronunció esta última frase con voz todavía más potente. Deborah se echó a reír al oírle.

– Nunca sé si mi padre me asombra o me divierte -Susurró-. ¿Cómo puede saber siempre lo que estamos haciendo?

– Observa la forma en que te miro y ya tiene bastante. Tu padre sabe exactamente lo que pasa por mi cabeza. -St. James se reintegró a su laboratorio. Estaba redactando su informe cuando Cotter apareció en la puerta, seguido de Jeremy Vinney.

– Aquí lo tiene -anunció Cotter-. Una subidita de nada, ¿verdad? -Miró a un lado y a otro como para asegurarse de que no había sorprendido al matrimonio in flagrante delicto.

Vinney no demostró la menor sorpresa ante la estentórea manera con que Cotter había pregonado su llegada. En lugar de ello, se adelantó con una carpeta de papel manila en la mano. En su rostro grueso se adivinaban señales de fatiga, y la barbilla se veía mal afeitada. Todavía no se había desprendido del abrigo.

– Creo que tengo lo que necesita -dijo a St. James, en tanto Cotter, antes de salir, respondía con un cariñoso fruncimiento de ceño a la traviesa sonrisa de su hija-. Hasta puede que más. El compañero que cubrió la encuesta sobre Geoffrey Rintoul en el sesenta y tres es ahora uno de nuestros principales redactores titulares, así que esta mañana entramos a saco en sus archivos y obtuvimos tres fotografías y una serie de notas antiguas. Como están escritas a lápiz apenas son legibles, pero tal vez podríamos sacar algo en claro. -Miró a St. James como intentando adivinar sus intenciones-. ¿Mató Stinhurst a Joy? ¿Es eso lo que quiere averiguar?

La pregunta era una conclusión lógica a todo cuanto había sucedido previamente, y muy razonable en un periodista, pero St. James comprendió lo que implicaba. Vinney interpretaba un triple papel en el drama acaecido en Westerbrae, como periodista, amigo de la difunta y sospechoso. Le interesaba sobremanera eliminar el último a los ojos de la policía, y procurar que las sospechas recayeran sobre otro. Y tras la exhibición de franca colaboración periodística, ¿quién mejor que St. James, amigo personal de Lynley, para encargarse de ello? Éste respondió con cautela.

– Lo único que nos intriga de la muerte de Geoffrey Rintoul es un pequeño detalle.

Si la vaguedad de la respuesta decepcionó al periodista, procuró no demostrarlo.

– Ah, entiendo. -Se quitó el abrigo y St. James le presentó a su mujer. Vinney depositó la carpeta sobre la mesa del laboratorio, y sacó el contenido, un rollo de papeles y tres fotos viejas-. Las notas sobre la encuesta son muy completas -dijo con tono profesional-. Nuestro hombre confiaba en que le concedieran un buen espacio al artículo, considerando el distinguido pasado de Geoffrey Rintoul, así que cuidó mucho los detalles. Creo que puede confiar en su precisión.

Las notas estaban escritas en papel amarillo, lo que no contribuía precisamente a facilitar la lectura.

– Dice algo sobre una discusión -observó St. James, mirando las notas por encima.

Vinney acercó un taburete a la mesa.

– El testimonio de la familia en la encuesta fue muy sincero. El viejo lord Stinhurst, Francis Rintoul, padre del actual conde, dijo que había tenido lugar una acalorada disputa antes de que Geoffrey Rintoul se marchara aquella Noche Vieja.

– ¿Una disputa? ¿Acerca de qué?

– Por lo visto, acerca de una riña que amenazaba con ahondar en la historia de la familia.

Esto se acercaba mucho a lo que Lynley le había contado sobre su conversación con el actual barón, pero a St. James le costaba creer que el anterior lord Stinhurst hubiera aireado en la encuesta el triángulo amoroso de sus dos hijos. La lealtad a la familia se lo habría impedido.

– ¿Entró en detalles?

– Sí. -Vinney indicó la parte central de la página-. Por lo visto, Geoffrey tenía muchas ganas de volver a Londres y decidió marcharse aquella misma noche, a pesar de la tormenta. Su padre aseguró que se había opuesto a su partida, a causa del tiempo, porque apenas le había visto en los últimos seis meses y deseaba retenerle en la casa mientras pudiera. Es evidente que sus relaciones no eran cordiales, y el viejo conde contemplaba la reunión de Año Nuevo como una forma de hacer las paces.

– ¿Qué problema les enfrentaba?

– Averigüé que el conde se había enfadado mucho con Geoffrey por no casarse. Deseaba que Geoffrey escuchara la llamada del deber y tomara las riendas de la casa ancestral. Supongo que, en cualquier caso, ése era el meollo del problema. -Vinney estudió las notas antes de proseguir en tono comedido, como si hubiera comprendido la importancia de demostrar imparcialidad a la hora de referirse a la familia Rintoul-. Tengo la impresión de que el viejo estaba acostumbrado a imponer su voluntad. Por eso, cuando Geoffrey decidió regresar a Londres, su padre perdió los estribos y la discusión adquirió más virulencia.

– ¿Existe algún indicio de por qué Geoffrey quería volver a Londres? ¿Por una amiga que su padre no aprobaba, o por su relación con un hombre que deseaba mantener en secreto?

Se produjo una extraña e inexplicable pausa, como si Vinney intentara descifrar en las palabras de St. James un significado subyacente. El periodista carraspeó.

– No hay nada en ese sentido. Nadie confesó jamás una relación reprobable con él. Piense en la prensa. De haber estado alguien liado a escondidas con Geoffrey Rintoul, él o ella habría salido a la luz después de su muerte y vendido la historia por un buen puñado de dinero. Dios sabe que era corriente a principios de los sesenta; parecía que la mitad de los ministros del gobierno estuvieran liados con prostitutas. Recuerde el escándalo de Christine Keeler y John Profumo. Hizo tambalear a los conservadores. Por tanto, si Geoffrey Rintoul hubiera mantenido relaciones con alguien, él o ella se habría limitado a seguir los pasos de la Keeler.

– Hay algo en lo que está diciendo, ¿se da cuenta? Quizá más de lo que imaginamos. John Profumo era ministro de la Guerra. Geoffrey Rintoul trabajaba para el Ministerio de Defensa. Tanto la muerte de Geoffrey Rintoul como la encuesta subsiguiente tuvieron lugar en enero, el mismo mes que las relaciones sexuales de John Profumo fueron aireadas por la prensa. ¿Existirá una conexión entre esa gente y Geoffrey Rintoul que no conseguimos establecer?

El empleo del plural pareció enardecer a Vinney.

– Me gustaría pensarlo así, pero si Rintoul hubiera estado enrollado con una prostituta, ¿por qué mantuvo la boca cerrada, si los periódicos hubieran pagado una fortuna por cualquier historia jugosa que implicara a alguien del gobierno?

– ¿Una mujer casada?

Volvían de nuevo a la historia de Geoffrey Rintoul acerca de su mujer y su hermano. St. James decidió dejarla a un lado.

– ¿Y el testimonio de los demás?

– Todos confirmaron lo que había dicho el conde sobre la discusión, el enfado de Geoffrey y el accidente en la carretera. Sin embargo, hubo algo peculiar. El cuerpo se quemó, y tuvieron que pedir a Londres radiografías y placas dentales para proceder a la identificación oficial. El médico de Geoffrey, un hombre llamado sir Andrew Higgins, las trajo en persona. Hizo el examen junto con el patólogo de Strathclyde.

– Poco habitual, pero no increíble.

– No es eso. -Vinney movió la cabeza-. Sir Andrew era amigo del padre de Geoffrey desde la adolescencia. Fueron juntos a Harrow y a Cambridge. Eran socios del mismo club de Londres. Murió en 1970.

St. James extrajo sus propias conclusiones de esta nueva revelación. Cabía la posibilidad de que sir Andrew hubiera ocultado lo que necesitaba ser ocultado. Cabía la posibilidad de que hubiera sacado a la luz sólo lo que era preciso que saliera a la luz. No obstante, considerando todas las informaciones dispersas, el punto al que St. James concedía mayor relevancia era la época: enero de 1963, pero no sabía por qué. Tomó las fotografías.

La primera reproducía a un grupo de personas vestidas de negro que se disponía a entrar en una serie de limusinas aparcadas. St. James reconoció a la mayoría. Francesca Gerrard tomaba del brazo a un caballero de edad madura, seguramente su marido; Stuart y Marguerite Rintoul se inclinaban para hablar con dos niños aturdidos, sin duda Elizabeth y su hermano mayor, Alee. Al fondo, los rostros borrosos, varias personas conversaban en círculo en las escaleras del edificio. La segunda foto mostraba el lugar del accidente y la franja de tierra quemada. Junto a él se hallaba un granjero vestido con prendas toscas, acompañado de un perro pastor. Hugh Kilbride, supuso St. James, el padre de Gowan, la primera persona que llegó al lugar de los hechos. La última foto era de un grupo saliendo de un edificio en el que probablemente se había realizado la encuesta. St. James volvió a reconocer a la gente que había visto en Westerbrae, pero la foto contenía varias caras desconocidas.

– ¿Quiénes son estas personas? ¿Las conoce?

– Sir Andrew Higgins está justo detrás del viejo conde de Stinhurst. -Vinney iba señalando con el dedo mientras hablaba-. El abogado de la familia es el que está a su lado. Supongo que ya conoce a los demás.

– Salvo a este hombre. ¿Quién es? -El hombre en cuestión estaba detrás y a la derecha del viejo conde de Stinhurst, con la cabeza ladeada para hablar con Stuart Rintoul, que le escuchaba con ceño mientras se acariciaba la barbilla.

– No lo sé -dijo Vinney-. Tal vez lo sepa el que hizo las fotos, pero no pensé en preguntárselo. ¿Me las vuelvo a llevar y lo intento?

St. James reflexionó por unos momentos.

– Tal vez -respondió lentamente, y luego se volvió hacia el cuarto oscuro-. Deborah, ¿quieres echar un vistazo a estas fotos, por favor? -Su esposa se acercó a la mesa y miró las instantáneas por encima del hombro de St. James. Éste le concedió unos instantes para que las juzgara-. ¿Puedes hacer una serie de ampliaciones de esta última, fotos individuales de cada persona, sobre todo de las caras?

– Saldrán muy granulosas, desde luego. No serán de muy buena calidad, pero sí reconocibles. ¿Empiezo ya?

– Sí, por favor. -St. James miró a Vinney-. Veremos qué nos dice nuestro actual lord Stinhurst sobre éstas.

La policía de Mildenhall se había encargado de la investigación sobre el suicidio de Hannah Darrow. Raymond Plater, el oficial que la dirigió, era ahora el jefe de policía de la ciudad. Se trataba de un hombre que se había acomodado a la autoridad como a un traje utilizado durante muchos años. Por ello, no le hizo la menor gracia que Scotland Yard llamara a su puerta para hablar sobre un caso cerrado quince años antes.

– Me acuerdo muy bien -dijo, guiando a Lynley y Havers hacia su bien amueblado despacho. Ajustó las persianas con orgullo de propietario, descolgó el teléfono, marcó un número de tres cifras y dijo:

– Soy Plater. Tráigame el expediente de Darrow, Hannah, por favor. D-a-r-r-o-w. Estará en 1973… Un caso cerrado… Perfecto. -Acercó la silla giratoria a una mesa situada detrás del escritorio y preguntó sin volverse-. ¿Café?

Los dos aceptaron la invitación. Plater hizo los honores con una cafetera de aspecto eficiente, tendiéndoles tazas humeantes junto con leche y azúcar. Bebió con satisfacción, pero al mismo tiempo con una delicadeza notable para un hombre tan enérgico y de rasgos tan feroces. Su rostro, de mandíbula implacable y límpidos ojos nórdicos, recordaba a los rudos vikingos de quienes, sin duda, era descendiente.

– No son los primeros en venir a hacer preguntas sobre esa Darrow -dijo, reclinándose en la silla.

– La escritora Joy Sinclair estuvo aquí -respondió Lynley. Al ver que Plater movía bruscamente la cabeza, añadió-. La asesinaron este fin de semana en Escocia.

El jefe de policía ajustó su posición, demostrando interés.

– ¿Existe alguna relación?

– Tan sólo una intuición, por ahora. ¿Vino a verle sola la Sinclair?

– Sí. Era muy persistente. Llegó sin concertar cita, y como no era miembro del Cuerpo la hice esperar un rato -Plater sonrió-. Unas dos horas, creo recordar, pero aguantó impertérrita, de modo que la recibí. Eso fue… a principios del mes pasado.

– ¿Qué quería?

– Conversación, sobre todo. Echar un vistazo al expediente de la Darrow. En circunstancias normales, no se lo habría dejado ver a nadie, pero traía dos cartas de presentación, una de un jefe de policía de Gales con el que había trabajado en un libro, y otra de un subjefe de detectives del sur. De Devon, tal vez. Además, des- plegó una lista de credenciales impresionante, al menos dos Dagas de Plata [12] entre ellas, que no necesitó exhibir para convencerme de que venía por un asunto serio.

Un joven agente llamó con deferencia a la puerta, entregó a su jefe una gruesa carpeta y se marchó al instante. Plater abrió la carpeta y extrajo una serie de fotografías.

Eran de la clase que la policía solía tomar en el escenario de los hechos, en un ascético blanco y negro, aunque plasmaban la muerte con morbosa atención a los detalles, llegando al extremo de incluir la sombra alargada que proyectaba el cuerpo colgado de Hannah Darrow. No había mucho más que ver. La habitación, que carecía de muebles, tenía un techo abierto de vigas, un suelo de tablas anchas pero muy estropeadas y toscas paredes de madera. Parecían estar curvadas, y su única decoración consistía en ventanillas de cuatro cristales. Una silla sencilla con asiento de mimbre estaba caída junto al cadáver; el zapato perdido descansaba contra un escalón. La mujer no había empleado cuerda, sino lo que parecía una bufanda de color oscuro, sujeta a un gancho del techo. La cabeza colgaba hacia adelante, y el largo cabello rubio ocultaba la espantosa mueca de su cara.

Lynley examinó las fotos una a una, sintiendo una punzada de incertidumbre. Se las pasó a Havers y observó cómo las estudiaba, pero la sargento se las devolvió a Plater sin el menor comentario.

– ¿Dónde se tomaron las fotografías? -preguntó al jefe de policía.

– La encontraron en un molino de Mildenhall Fen, a unos dos kilómetros del pueblo.

– ¿Sigue allí el molino?

Plater movió la cabeza.

– Me temo que lo demolieron hace tres o cuatro años. No creo que le sirviera de mucho verlo, aunque -agregó con tono reflexivo-. La Sinclair también quería verlo.

– ¿De veras? -preguntó Lynley con aire pensativo. Pensó en esa petición y en lo que John Darrow le había dicho: Joy había tardado diez meses en encontrar la muerte sobre la que quería escribir-. ¿Está absolutamente seguro de que fue un suicidio?

En respuesta, Plater rebuscó en la carpeta y sacó una hoja de bloc. Rota por varias partes, aún se veían las señales de que había sido arrugada y después alisada entre varios papeles. Lynley leyó las pocas palabras, escritas con letra infantil y redonda, utilizando diminutos círculos en lugar de puntos.

Debo irme, ya es hora… Hay un árbol muerto, pero sigue oscilando al viento como los demás. Por eso creo que si muero, de alguna forma seguiré existiendo.

Adiós, querido.

– Muy concisa -comentó Plater.

– ¿Dónde la encontraron?

– En su casa, sobre la mesa de la cocina. Con la pluma al lado, inspector.

– ¿Quién la encontró?

– Su marido. Evidentemente, ella debía estar aquella noche en la taberna, ayudándole. Como no aparecía, el hombre subió al piso. Vio la nota, se asustó y salió corriendo a buscarla. Al no encontrarla, volvió, cerró la taberna y reunió a un grupo de hombres para hacer una batida. La encontraron en el molino -Plater consultó el expediente-. Poco después de medianoche.

– ¿Quién la encontró?

– Su marido. Acompañado -añadió, al ver que Lynley se apresuraba a preguntarle-. Por dos tipos del pueblo que no eran muy amigos suyos. -Plater sonrió con cierta afabilidad-. Supongo que estará pensando lo mismo que todos pensamos al principio, inspector. Que Darrow llevó a su esposa al molino, la colgó y escribió la nota. Investigamos esa posibilidad. La nota era auténtica. Nuestros calígrafos lo verificaron. Y, aunque había huellas de los dos en el papel, tanto de Hannah como de su marido, la explicación es muy sencilla. Él tomó la nota de la mesa de la cocina, donde ella la había dejado. Un comportamiento muy poco cuestionable, dadas las circunstancias. Además, Hannah Darrow se proveyó de mucho peso aquella noche para asegurarse de no fallar. Se puso dos abrigos de lana y dos jerséis gruesos. Y no me diga que su marido la invitó a dar un paseo nocturno vestida así.

El teatro Agincourt estaba encajado entre dos edificios mucho más grandes, en una calle estrecha que partía de la avenida Shaftesbury. A la izquierda se hallaba el hotel Royal Standard, custodiado por un portero uniformado que escrutaba con el ceño fruncido a peatones y tráfico por igual. A la derecha estaba el Museo de Historia del Teatro; el escaparate exhibía una deslumbrante colección de trajes isabelinos, armas y utilería. Emparedado entre ambos, el Agincourt presentaba un aspecto de descuido y deterioro que desaparecía en cuanto se cruzaban sus puertas.

Cuando lady Helen entró poco antes de mediodía, se detuvo sorprendida. La última vez que había visto una obra en este lugar el edificio estaba en manos de otro propietario y, aunque su antiguo interior sombríamente Victoriano poseía cierto encanto dickensiano, la renovación impulsada por Stinhurst era impresionante.

Había leído algo en los periódicos, por supuesto, pero no estaba preparada para una metamorfosis semejante. Stinhurst había concedido total libertad a arquitectos y diseñadores para que procedieran a la mejora del teatro. Siguiendo una filosofía del interiorismo que no se paraba en barras, habían transformado el edificio de arriba a abajo, logrando luz y espacio mediante la creación de una entrada que daba acceso a tres pisos de galerías abiertas, y mediante el uso de colores que contrastaban fuertemente con la fachada tiznada de hollín. Ante aquel derroche de creatividad que había cambiado el teatro, lady Helen olvidó un poco los nervios que le producía su inminente entrevista.

Había repasado una y otra vez los detalles con St. James y Havers hasta casi las doce de la noche. Los tres habían examinado todos los problemas inherentes a esta visita en concreto. Como Havers no podía acudir al teatro sin que Lynley lo supiera, ni llevar a cabo la misión de forma oficial, recordó que lady Helen o St. James se las ingeniarían para que la secretaria de lord Stinhurst hablara sobre las llamadas telefónicas que, según su patrón, había hecho en su nombre la mañana que fue encontrado el cadáver de Joy Sinclair.

La discusión concluyó con el consenso de que lady Helen era la más apropiada de los tres para despertar la confianza de alguien. Todo ello parecía muy razonable a medianoche, incluso un poco halagador, según el punto de vista, pero ahora que las oficinas del Agincourt se encontraban a sólo diez pasos de distancia y la secretaria de Stinhurst aguardaba, sin saberlo, en un despacho, la seguridad de lady Helen se debilitaba por momentos.

– ¡Helen! ¿Has venido para participar en la nueva pelea?

Rhys Davies-Jones estaba de pie en la puerta del anfiteatro con una taza en la mano. Lady Helen sonrió y se reunió con él en el bar, donde el café hervía ruidosamente y desprendía un intenso aroma, en especial a achicoria.

– El peor café del mundo -reconoció Davies-Jones-. Pero uno se acostumbra al cabo de un tiempo. ¿Quieres un poco? -Ella negó y Rhys llenó su taza. El líquido era negro, como aceite lubricante usado en exceso.

– ¿Qué nueva pelea?

– Quizá «pelea» no sea la palabra más precisa -admitió Rhys-. Se trata más bien de maniobras políticas ejecutadas por nuestros estimados actores para conseguir el mejor papel en la nueva producción de Stinhurst. La única dificultad reside en que todavía no se ha elegido la obra. Ya te puedes imaginar las intrigas que se han tejido durante las dos últimas horas.

– ¿Nueva producción? ¿Quieres decir que lord Stinhurst pretende seguir adelante después de lo que les pasó a Joy y a Gowan?

– No tiene otra elección, Helen. Todos hemos firmado un contrato con él. El teatro debe abrir antes de ocho semanas. Si no hay obra nueva, perderá hasta la camisa. La verdad es que no está muy contento, y aún lo estará menos cuando la prensa caiga sobre él y le atosigue con lo de Joy. No entiendo por qué los medios de comunicación no se han hecho eco de la noticia. -Apoyó suavemente su mano sobre la de Helen-. Por eso has venido, ¿verdad?

La joven no había pensado que le vería, no había reflexionado sobre lo que le diría en ese caso. Respondió lo primero que le vino a la cabeza, sin pararse a pensar en por qué le mentía.

– La verdad es que no. Estaba cerca, pensé que estarías aquí y decidí pasarme.

Los ojos de Rhys, que no se apartaban de ella un instante, manifestaron claramente que consideraba ridícula su historia. No era la clase de hombre al que agradaran las lisonjas de una mujer atractiva, ni ella la clase de mujer propensa a hacerlo. Rhys lo sabía muy bien.

– Estupendo. Sí, entiendo. -Estudió su café, se pasó la taza de una mano a la otra. Esta vez habló con un tono distinto, ligero e indiferente a propósito-. Entremos en el anfiteatro. No hay mucho qué ver, porque no hemos hecho nada, pero trifulcas no han faltado, Joanna ha estado acosando toda la mañana a David Sydeham con una lista interminable de quejas, y Gabriel ha procurado apaciguarlos. Ha conseguido enemistarse con casi todo el mundo, en particular con Irene. Es posible que el encuentro termine en una refriega, pero no deja de ser divertido. ¿Te unes a nosotros?

Lady Helen sabía que no podía negarse, después de la excusa que se había inventado para justificar su presencia en el teatro. Le siguió al anfiteatro en penumbra y se sentó en la última fila. Rhys le dedicó una sonrisa gentil y caminó hacia el escenario, brillantemente iluminado, donde los actores, lord Stinhurst y otras personas se habían congregado alrededor de una mesa, discutiendo en voz alta.

– Rhys, ¿nos veremos esta noche? -le preguntó ella antes de que se alejara.

Era en parte arrepentimiento y en parte deseo, pero ignoraba qué pesaba más en su ánimo. Sólo sabía que era incapaz de separarse de él después de haberle mentido.

– Lo siento pero no puedo, Helen. Tengo una cita con Stuart… con lord Stinhurst para hablar sobre la nueva obra.

– Oh. Sí, por supuesto. No lo había pensado. Quizá en otro momento…

– ¿Mañana por la noche? Quedemos para cenar, si estás libre. Si te apetece.

– Yo… Sí, sí me apetece. De veras.

Las sombras ocultaban el rostro de Rhys. Lady Helen sólo oía sus palabras, la frágil ternura que enmascaraban. El timbre de su voz delataba el esfuerzo que le costaba hablar.

– Helen, me he despertado esta mañana sabiendo con total certidumbre que te quiero. Te quiero muchísimo. Que Dios me perdone, pero creo que es el momento más terrorífico de mi vida.

– Rhys…

– No, por favor. Dímelo mañana. -Se volvió con decisión, avanzó por el pasillo, subió los escalones y se reunió con los demás.

Lady Helen se obligó a mantener la vista fija en el escenario, pero sus pensamientos se obstinaban en reflexionar sobre la lealtad. Se daba cuenta de que este encuentro con Rhys había constituido una prueba de su devoción hacia él, y de que había fracasado miserablemente. Se preguntó si este momentáneo fracaso significaba lo peor, si en el fondo de su corazón albergaba dudas sobre lo que Rhys había hecho dos noches antes, mientras ella dormía en Westerbrae. Sólo pensar en ello la destrozaba. Se despreció a sí misma.

Se levantó, regresó al vestíbulo y se acercó a las puertas de la oficina. Desechó valerse de engaños. Expondría la verdad a la secretaria de Stinhurst.

Apelar a la honestidad sería, en este caso, una sabia decisión.

– Es la silla, Havers -repitió Lynley por cuarta o quinta vez.

El frío de la tarde aumentaba a cada minuto. Un viento gélido soplaba desde las marismas y azotaba los Fens, carentes de bosques o colinas que mitigaran su violencia. Lynley tomó el camino de vuelta a Porthill Green justo cuando Barbara concluía su tercer examen de las fotos del suicidio y las guardaba en el expediente de la señora Darrow, que el jefe de policía Plater les había prestado.

Negó el hecho para sus adentros. En su opinión, el caso que Lynley estaba construyendo era algo más que tenue; prácticamente, no existía.

– No entiendo cómo puede extraer una conclusión mirando la fotografía de una silla -dijo.

– Pues mírela otra vez. Si ella se colgó, ¿cómo es posible que la silla esté caída de lado Es imposible. Pudo darle una patada en el respaldo, o incluso ponerla de costado e igualmente darle una patada en el respaldo; en ambos casos, la silla habría caído sobre el respaldo, no de lado. La silla sólo habría caído de esta manera si Hannah Darrow hubiera metido el pie en el hueco que hay entre el asiento y el respaldo, intentando tirarla.

– Pudo suceder. Perdió un zapato -recordó Barbara.

– Cierto, pero perdió el zapato derecho, Havers. Si mira otra vez, comprobará que la silla está caída a su izquierda.

Barbara comprendió que Lynley estaba decidido a imponerle su punto de vista. Parecía inútil protestar, pero se sintió impulsada a discutir.

– Por lo tanto, está diciendo que Joy Sinclair fue a dar con un crimen mientras intentaba escribir un libro sobre un suicidio. ¿Cómo? ¿Cómo es posible que, de entre todos los suicidios del país, fuera a tropezar con uno que era un asesinato? Santo Dios, ¿tiene idea de cuáles son las posibilidades de que esto ocurra?

– Antes que nada, Havers, considere por qué se sintió atraída por la historia de Hannah Darrow. Piense en los aspectos peculiares que la diferencian de otras similares. El lugar: los Fens. Un sistema de canales, inundaciones periódicas, tierras reclamadas por el mar. Todas las características naturales que han inspirado a mucha gente, desde Dickens a Dorothy Sayers. ¿Cómo lo describió Joy en la cinta? «El sonido de ranas y bombas de agua, la llanura interminable.» Después, el lugar del suicidio: un viejo molino abandonado. Su extraña indumentaria: dos abrigos de lana sobre dos jerséis de lana. Y, para concluir, la incongruencia que debió sorprender a Joy en cuanto vio las fotos de la policía: la posición de la silla.

– Si es una incongruencia, ¿cómo explica el hecho de que Plater la pasara por alto durante la investigación? No parece tan torpe como un Lestrade cualquiera.

– Cuando Plater llegó al lugar de los hechos, todos los hombres de la taberna que habían ido en busca de Hannah estaban convencidos de que se trataba de un suicidio. Y cuando la encontraron y llamaron a la policía, informaron de un suicidio. Plater iba predispuesto a creer en lo que vio cuando llegó al molino. Perdió la objetividad antes de ver el cadáver. Además, le proporcionaron la prueba palpable de que Hannah Darrow quería suicidarse cuando se marchó de su casa: la nota.

– Sin embargo, Plater dijo que era auténtica.

– Claro que es auténtica. Estoy seguro de que es su letra.

– Entonces, ¿cómo explica…?

– Por el amor de Dios, Havers, fíjese bien. ¿Hay una sola palabra mal escrita? ¿Falta algún signo de puntuación?

Barbara sacó la nota, echó un vistazo y se volvió hacia Lynley.

– ¿Está intentando decir que Hannah Darrow la copió de algo? ¿Por qué? ¿Estaba mejorando su letra, sólo para sacudirse el aburrimiento? Vivir en Porthill Green no parece muy estimulante, pero me cuesta imaginar a una chica de pueblo haciendo prácticas de escritura para pasar el rato. Y, aunque lo hiciera, ¿puede rebatir que Darrow encontró la nota en otro sitio y comprendió cómo podría utilizarla? ¿Que la puso sobre la mesa de la cocina y… mató a su esposa? ¿Cómo? ¿Cuándo? ¿Cómo consiguió que se pusiera aquella ropa? Y si lo arregló todo sin levantar las sospechas de nadie, ¿cómo demonios está relacionado con Westerbrae y la muerte de Joy Sinclair?

– Por las llamadas telefónicas. Gales y Suffolk sin parar. Joy Sinclair le contó inocentemente a su primo Rhys Davies-Jones sus problemas con John Darrow, por no mencionar sus crecientes sospechas sobre la muerte de Hannah. Y Davies-Jones esperó su ocasión, le sugirió a Joy que procurase ocupar una habitación contigua a la de Helen y la liquidó en cuanto tuvo oportunidad.

Barbara le escuchaba, incrédula. Comprendió una vez más que estaba manipulando los hechos expertamente para poder detener a Davies-Jones.

– ¿Por qué? -preguntó exasperada.

– Porque existe una relación entre Darrow y Davies-Jones… Todavía no sé cuál es. Quizá una vieja amistad o una deuda pendiente. Quizá un conocido en común. Sea cual fuere, no tardaremos en descubrirla.

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