Capítulo 12

Faltaban pocos minutos para que Wine's the Plough cerrara, cuando Havers y Lynley entraron. John Darrow no ocultó el desagrado que le provocaba verles.

– Voy a cerrar -ladró.

Lynley hizo caso omiso de la negativa implícita del hombre a hablar con ellos. Se acercó a la barra, abrió el expediente y sacó la nota en que Hannah Darrow anunciaba su suicidio. Havers, a su lado, preparó el bloc. Darrow contempló los preparativos con semblante hostil.

– Hábleme de esto -pidió Lynley a Darrow, pasándole la nota.

El hombre le dedicó un momento de hosca y superficial atención, pero no dijo nada. En lugar de ello, empezó a recoger las jarras de cerveza alineadas sobre la barra, introduciéndolas con furia en una jofaina llena de agua turbia.

– ¿Qué estudios poseía su esposa, señor Darrow? ¿Terminó la escuela? ¿Fue a la universidad, o se auto educó? ¿Fue una gran lectora, tal vez?

El ceñudo rostro de Darrow reveló que intentaba descifrar alguna posible trampa en aquellas palabras de Lynley, pero no encontró ninguna.

– A Hannah no le gustaban los libros. Se cansó de la escuela a los quince años.

– Entiendo. Sin embargo, estaba interesada en los Fens, ¿verdad? La vida de la plantas y todo eso.

Los labios del hombre dibujaron una rápida mueca de desdén.

– ¿Qué quiere de mí, inglés? [13] Hable y lárguese.

– En la nota escribe sobre los árboles, sobre un árbol que murió pero el viento todavía mece. Poético, ¿no cree? Incluso para ser una nota de suicidio. ¿Qué significa esta nota en realidad, Darrow? ¿Cuándo la escribió su mujer? ¿Por qué? ¿Dónde la encontró usted? -No hubo respuesta. Darrow continuó lavando vasos sin decir palabra. Tintinearon y arañaron violentamente la jofaina de metal-. Usted se fue de la taberna la noche que murió. ¿Por qué?

– Fui a buscarla. Subí al piso y encontré eso en la cocina -Darrow indicó la nota con un brusco movimiento de cabeza-. Luego salí a buscarla.

– ¿Por dónde?

– Por el pueblo.

– ¿Llamando a las puertas, mirando en los cobertizos, registrando las casas?

– No. No se iba a matar en casa de alguien, ¿verdad?

– ¿Estaba seguro de que iba a matarse?

– ¡Ahí lo pone!

– Cierto. ¿Dónde la buscó?

– Por todas partes. No me acuerdo. Han pasado quince años. No me fijé en aquel momento. Y ahora el asunto está enterrado. ¿Se entera, tío? Enterrado.

Estaba enterrado. Y muy bien, diría yo, hasta que Joy Sinclair apareció y empezó a exhumarlo. Y da la impresión de que alguien no lo vio con buenos ojos. ¿Por qué le telefoneó tantas veces, Darrow? ¿Qué quería esa chica? Darrow sacó los brazos del agua y los abatió airadamente sobre la barra.

– ¡Ya se lo he dicho! Esa puta quería hablar de Hannah, pero yo no. No quería que removiera el pasado y se entrometiera en nuestras vidas. Todo terminó y seguirá así, maldita sea. Ahora salga de aquí o haga un jodido arresto.

Lynley miró serenamente al hombre, sin responder, y la implicación latente en la última frase de Darrow se hizo más abrumadora a cada momento. El rostro del tabernero se tiñó de púrpura y las venas de sus brazos parecieron hincharse.

– Un arresto -repitió Lynley-. Me extraña que sugiera esto, señor Darrow. ¿Por qué diablos querría yo arrestar a alguien por un suicidio? Aunque los dos sabemos que no fue un suicidio, ¿verdad? Creo que la equivocación de Joy Sinclair fue decirle que tampoco a ella se lo parecía.

– ¡Largo! -chilló Darrow.

Lynley guardó los papeles en la carpeta sin darse prisa.

– Volveremos -dijo.

A las cuatro de aquella misma tarde, la compañía reunida en el teatro Agincourt había escogido un autor para la inauguración del teatro, tras siete horas de discusiones y negociaciones: Tennessee Williams. La obra que se iba a reponer era todavía objeto de polémica.

Desde el fondo del anfiteatro St. James observaba a la compañía congregada sobre el escenario. Habían reducido las posibilidades a tres y, en opinión de St. James, la balanza se inclinaba en favor de Joanna Ellacourt. Se oponía con tesón a Un tranvía llamado Deseo; su aversión había aumentado tras un rápido cálculo del tiempo que Irene Sinclair ocuparía en la escena si, por incongruente que fuera, interpretaba el papel de Stella. No parecían existir dudas en cuanto al de Blanche Dubois.

Lord Stinhurst había desplegado una notable dosis de paciencia durante el cuarto de hora que St. James llevaba observando. En un arranque de magnanimidad poco frecuente, había permitido al director y a todos los actores, técnicos y empleados expresar su opinión sobre la crisis a que se enfrentaba la compañía y la urgente necesidad de impulsar la nueva producción lo antes posible. Se puso en pie y entrelazó los dedos tras la espalda.

– Mañana les comunicaré mi decisión. La reunión ya ha durado bastante. Nos volveremos a encontrar por la mañana, a las nueve y media. Vengan preparados para la lectura.

– ¿Alguna pista, Stuart? -preguntó Joanna Ellacourt, estirándose lánguidamente mientras se reclinaba en la silla; su cabello se desparramó como un resplandeciente velo dorado a la luz. Robert Gabriel, sentado a su lado, lo acarició con los dedos.

– Ninguna, me temo -replicó lord Stinhurst-. Aún no he tomado la decisión.

Joanna le sonrió y rechazó con un movimiento del hombro la mano de Gabriel.

– Dime qué puedo hacer para convencerte de que decidas a mi favor, querido.

Gabriel emitió una breve carcajada gutural.

– Tómale la palabra, Stuart. Dios sabe que nuestra querida Jo domina el arte de la persuasión.

Nadie respondió al comentario, rico en implicaciones. Nadie se movió, salvo David Sydeham, que levantó poco a poco la cabeza del libreto que estaba examinando y clavó los ojos en el otro hombre. Una franca hostilidad se transparentaba en su rostro, pero Gabriel no pareció darse por aludido.

Rhys Davies-Jones dejó caer su libreto.

– Eres un idiota -dijo a Gabriel cansinamente.

– Y pensar que nunca creí que Rhys y yo coincidiríamos en algo -añadió Joanna.

Irene Sinclair apartó su silla de la mesa, que raspó desagradablemente el suelo del escenario.

– Muy bien. Me marcho -dijo con buenos modos antes de dirigirse hacia la salida por el pasillo central del teatro.

Sin embargo, St. James observó que luchaba por controlar su expresión cuando pasó junto a él, y se preguntó cómo y por qué había soportado estar casada con Robert Gabriel.

Mientras los demás actores, técnicos y empleados empezaban a desaparecer entre bastidores, St. James se levantó y caminó hacia la parte delantera del anfiteatro. No era muy grande, de un aforo limitado a unas quinientas personas, y el humo de los cigarrillos formaba una neblina grisácea que flotaba sobre el escenario. Subió los escalones.

– ¿Tiene un momento, lord Stinhurst?

Stinhurst conversaba en voz baja con un joven delgado que escribía con profunda concentración en un cuaderno.

– Encárguese de hacer las copias necesarias para la lectura de mañana -dijo Stinhurst a modo de conclusión. Sólo entonces levantó la vista.

– De modo que les mintió cuando dijo que aún no había tomado una decisión -observó St. James.

– ¡Ya no necesitamos tanta luz, Donald! -exclamó, en lugar de responder.

El escenario quedó sumido en sombras cavernosas.

Sólo la mesa siguió iluminada. Stinhurst tomó asiento, sacó la pipa y el tabaco y los dejó delante de sí.

– A veces es más fácil mentir -admitió-. Me temo que es una de las costumbres que adopta un productor al cabo de un tiempo. Si en alguna ocasión se hubiera visto mezclado en una lucha a muerte entre egos creativos, comprendería lo que quiero decir.

– Parece un grupo particularmente explosivo.

– Es comprensible. Lo han pasado muy mal estos últimos tres días. -Stinhurst llenó su pipa. Tenía los hombros rígidos, en marcado contraste con el cansancio de su rostro y su voz-. Imagino que no se trata de una visita de cortesía, señor St. James.

St. James le tendió las ampliaciones que Deborah había hecho de las fotos tomadas en la encuesta sobre la muerte de Geoffrey Rintoul. En cada fotografía aparecía un solo rostro y, a veces, parte de un torso, pero nada más, ninguna indicación de que los retratados hubieran formado parte de un grupo. Deborah había tomado todas las precauciones necesarias al respecto.

– ¿Quiere hacer el favor de identificar a estas personas? -solicitó St. James.

Stinhurst examinó una a una las instantáneas, olvidándose de su pipa. St. James observó la acusada vacilación de sus movimientos, y se preguntó si el productor iba a cooperar. Stinhurst debía de saber de sobra que no estaba obligado a revelar nada. Sin embargo, también parecía saber cómo interpretaría Lynley su negativa a responder, si llegaba a enterarse. St. James confiaba en que Stinhurst le creyera enviado en misión más o menos oficial por el propio Lynley. Después de un detenido examen, el hombre alineó las fotos frente a él y las fue señalando con un dedo mientras hablaba.

– Mi padre. El marido de mi hermana, Phillip Gerrard. Mi hermana, Francesca. Mi mujer, Marguerite. El abogado de mi padre… Murió hace unos años y no recuerdo su nombre. Nuestro médico de cabecera. Yo.

Stinhurst había omitido al hombre cuya identidad necesitaban. St. James señaló la foto que seguía a la de su hermana.

– ¿Y este hombre de perfil?

– No lo sé. -Stinhurst frunció el ceño-. Ni siquiera sé si le he visto antes.

– Qué extraño.

– ¿Por qué?

– Porque en la foto original de la que se han extraído éstas, se encuentra hablando con usted. Y, por alguna razón, usted aparece en la foto como si le conociera muy bien.

– Vaya. Es posible que fuera así en aquel tiempo, pero la encuesta sobre mi hermano tuvo lugar hace veinticinco años, y no esperará que me acuerde de todos los que estuvieron en ella.

– Tiene razón -replicó St. James, meditando sobre el fascinante dato de que en ningún momento había mencionado la procedencia de las fotos.

Stinhurst se puso en pie.

– Si eso es todo, señor St. James, aún me quedan muchas cosas por hacer antes de terminar mi jornada.

No miró las fotos mientras hablaba, recogía la pipa y el tabaco, y se disponía a marchar. Una reacción muy poco verosímil, como si apartara los ojos de ellas para no permitir que su rostro revelara más de lo que deseaba decir. Una cosa era cierta, concluyó St. James: lord Stinhurst sabía exactamente quién era el hombre de la foto.

Ciertos tipos de iluminación se niegan a mentir sobre el ineluctable e implacable proceso de envejecimiento. Son despiadados, capaces de poner al descubierto los desperfectos y desnudar la verdad. La luz del sol, los brutales fluorescentes de los establecimientos comerciales, los focos sin filtros usados para filmar, perpetran las mayores atrocidades. La mesa para maquillarse que tenía Joanna Ellacourt en su camerino también parecía poseer esta clase de iluminación. Al menos hoy.

La atmósfera era muy fría, tal como ella deseaba para conservar frescas las flores que le enviaban sus admiradores antes de las representaciones. Ahora no había flores. El aire conservaba aquella combinación de olores común a todos los camerinos por los que había pasado: el aroma mixto de crema, astringente y loción que abarrotaban la mesa. Joanna apenas era consciente de este perfume mientras contemplaba su reflejo, impávida, y obligaba a sus ojos a tomar nota de todos los heraldos que anunciaban la inminencia de la madurez: las arrugas incipientes que descendían desde la nariz a la barbilla, la delicada trama de líneas que cernían sus ojos, el primer círculo de hendiduras que amenazaban su cuello, preludio de los posteriores que jamás podría disfrazar.

Dibujó una sonrisa semiburlona al pensar que había soslayado casi todo lo que constituía las arenas movedizas psicológicas de su vida; la desastrada casa familiar de cinco habitaciones en Nottingham, la visión de su padre, mecánico en paro, sentado cada día ante la ventana, hosco y sin afeitar, las quejas que su madre profería a causa del frío que se colaba sin cesar por las ventanas mal ajustadas, el televisor en blanco y negro de mandos rotos y volumen incontrolable, el futuro que todas sus hermanas habían elegido, repitiendo la historia de sus padres: una interminable y agobiante producción de bebés a intervalos de dieciocho meses. Había escapado a todo ello, pero no podía escapar al proceso de lenta descomposición que aguarda a todo ser humano.

Como tantas criaturas egocéntricas cuya belleza se adueña del escenario, la pantalla y las portadas de innumerables revistas, había creído durante un tiempo que podría esquivarla. De hecho, había llegado a convencerse de que lo haría. David siempre se lo había tolerado.

Su marido significaba algo más que su liberación de las miserias de Nottingham. David había sido la única verdad inmutable en un mundo veleidoso en que la fama es efímera, en que la exaltación de un nuevo talento por parte de los críticos podía significar la ruina de una actriz consagrada que había entregado su vida a la escena. David era consciente de ello, sabía cuánto le asustaba, y había aplacado sus temores por medio de su constante apoyo y cariño, a pesar de los berrinches, las exigencias y los flirteos de Joanna. Hasta que la obra de Joy Sinclair entró en juego, provocando cambios irrevocables entre ellos.

Clavó los ojos en su reflejo, sin verlo, y sintió que la cólera se apoderaba de ella otra vez. El fuego que le había consumido el sábado por la noche en Westerbrae con aquella sed de venganza irracional se había transformado en una llama candente, capaz de encender su pasión fundamental a la menor provocación.

David la había traicionado. Se obligó a pensar en ello una y otra vez, pese a que las décadas de intimidad compartida salían a la superficie y exigían que le perdonara. Nunca lo haría.

David sabía que aquel Ótelo debía ser su última actuación con Robert Gabriel. Sabía que le repugnaban los acosos a que Gabriel la sometía, aderezados con encuentros fortuitos, movimientos casuales de su mano que le rozaban los pezones, apasionados besos en el escenario frente a un numeroso público que los consideraba parte del espectáculo, lisonjas privadas de doble sentido que hacían referencia a las proezas sexuales del actor.

– Te guste o no, Gabriel y tú poseéis magia cuando actuáis juntos en el escenario -había dicho David.

Ni el menor indicio de celos ni de preocupación. Joanna siempre se había preguntado por qué. Hasta ahora.

Él le había mentido sobre la obra de Joy Sinclair, diciéndole que la participación de Robert Gabriel era idea de Stinhurst, diciéndole que no había manera de eliminar a Gabriel del reparto. Pero ella sabía la verdad, aunque no fuera capaz de enfrentarse a lo que implicaba. Insistir en la defenestración de Gabriel significaría una disminución en los ingresos del espectáculo, que repercutiría de igual forma en su porcentaje…, en el porcentaje de David. Y a David le gustaba el dinero. Le gustaban sus zapatos Lobb, su Rolls, su casa en Regent's Park, su casa en el campo, sus ropas de Savile Row. Con tal de mantener esto, no importaba que su esposa se viera obligada a rechazar los sudorosos avances de Robert Gabriel durante un año más. Al fin y al cabo, llevaba más de una década haciéndolo.

Cuando la puerta del camerino se abrió, Joanna no se molestó en volverse, porque el espejo de la mesa le proporcionaba una perspectiva perfecta de la puerta. Incluso de no ser así, sabía muy bien quién había entrado. Después de todo, había tenido veinte años para reconocer los movimientos de su marido: sus pasos firmes, el frotar de una cerilla cuando encendía un cigarrillo, el roce de la tela contra su piel cuando se vestía, la lenta relajación de sus músculos cuando se acostaba para dormir. Podía identificarlos a todos y cada uno; formaban parte de la personalidad de David.

Pero no estaba de humor para tener en cuenta esos detalles, de modo que tomó el cepillo y las horquillas, apartó el estuche de pintura a un lado y empezó a peinarse, contando las pasadas de uno a cien, como si cada una la alejara de la larga historia que compartía con David Sydeham.

Él no dijo nada cuando entró en el camerino. Se limitó a caminar hacia la silla, como siempre hacía, pero esta vez se quedó en pie, guardando silencio hasta que Joanna terminó de peinarse, dejó el cepillo sobre la mesa y se volvió para mirarle inexpresivamente.

– Supongo que podré descansar con más tranquilidad si me dices por qué lo hiciste -dijo él.

Lady Helen llegó a casa de St. James poco antes de las seis. Se sentía desanimada y abatida. Ni siquiera una bandeja cargada de panecillos recién hechos, nata, té y emparedados consiguió animarla.

– Creo que un jerez te sentaría de maravilla -observó St. James cuando la joven se quitó el abrigo y los guantes.

Lady Helen rebuscó en el bolso su bloc.

– Eso es exactamente lo que necesito -reconoció con pesadumbre.

– ¿No ha habido suerte? -preguntó Deborah.

Estaba sentada en la otomana situada a la derecha del hogar, deslizando de vez en cuando un trozo de panecillo a Peach, el diminuto perro salchicha que esperaba pacientemente a sus pies, probando a intervalos el sabor de su tobillo con una lengua delicada de color rosa. No muy lejos, el gran gato Alaska estaba ovillado sobre un montón de papeles, en el centro del escritorio de St. James. Aunque tenía los ojos entornados, ni siquiera se movió cuando lady Helen entró.

– Tampoco es eso -replicó, aceptando complacida el vaso de jerez que St. James le ofreció-. Tengo la información que deseábamos, pero…

– No sirve para ayudar a Rhys -adivinó St. James.

Ella le dedicó una sonrisa vacilante. Sus palabras le dolieron hasta extremos inconcebibles y, al sentirse abrumada por la desdicha, tomó conciencia de la enorme importancia que había concedido a la entrevista con la secretaria de lord Stinhurst, en el sentido de que dejaría libre de toda sospecha a Rhys.

– No, no sirve para ayudar a Rhys. Me temo que no sirve para gran cosa.

– Cuéntanos -dijo St. James.

En realidad no había mucho que contar. La secretaria de lord Stinhurst accedió de buena gana a explayarse sobre las llamadas telefónicas que había hecho en nombre de su jefe, en cuanto comprendió que eran esenciales para exonerarle de cualquier complicidad en la muerte de Joy Sinclair. Habló con toda franqueza a lady Helen, llegando a enseñarle el bloc donde había apuntado el mensaje que Stinhurst le había dictado para repetir a todo aquel que le llamara. Era directo y conciso: «Un accidente inesperado me retiene en Escocia. Le llamaré en cuanto me sea posible.»

Sólo una llamada había merecido un mensaje diferente. Aunque era decididamente peculiar, no contenía indicios de culpabilidad: «El resurgir me obliga a posponer por segunda vez en este mes nuestra cita. Lo siento muchísimo. Telefonéeme a Westerbrae si le supone algún problema.»

– ¿El resurgir? -repitió St. James-. Una palabra muy extraña. ¿Estás segura al respecto, Helen?

– Completamente. La secretaria de Stinhurst había tomado nota por escrito.

– ¿Algún término teatral? -sugirió Deborah.

St. James se sentó con dificultades en la silla contigua. Lady Helen se trasladó a la otomana para permitirle extender la pierna.

– ¿A quién iba dirigido este último mensaje, Helen?

– A sir Kenneth Willingate -respondió la joven tras consultar sus notas.

– ¿Un amigo, un colega?

– No estoy segura -lady Helen vaciló, intentando decidir la mejor forma de exponer el dato restante para que St. James apreciase su peculiaridad.

Sabía que era un detalle trivial, pero también sabía que se aferraba a él con la esperanza de que libraría de sospechas a Rhys.

– Quizá me estoy agarrando a un clavo ardiendo, Simon -continuó con toda sinceridad-. Pero hay algo que me intriga de la última llamada. Todas las demás se hicieron para cancelar citas que Stinhurst había fijado para los dos o tres días siguientes. La secretaria se limitó a leerme los nombres que constaban en la agenda de Stinhurst. Sin embargo, la llamada a Willingate no tenía nada que ver con esta agenda. El nombre ni siquiera estaba escrito. Por tanto, o bien era una cita que Stinhurst había acordado por su cuenta, sin decírselo a la secretaria…

– O no se trataba de una cita -terminó Deborah.

– Sólo hay una forma de saberlo -indicó St. James-. Arrancarle la información a Stinhurst, o interrogar a Willingate. De todos modos me temo que no podemos seguir adelante sin involucrar a Tommy. Tendremos que darle la escasa información obtenida y dejar que extraiga sus propias conclusiones.

– ¡Ya sabes que Tommy no se dará por vencido! -protestó lady Helen-. Quiere atrapar a Rhys, reunir cuantos datos le parezcan plausibles para detenerle. ¡Es lo único que le importa en este momento! ¿No tuviste bastante con la demostración del pasado fin de semana? Además, si le involucras, descubrirá que Barbara se ha puesto a investigar por su cuenta… con nuestra ayuda, Simon. No puedes exponerla así.

– Helen, no puedes hacer ambas cosas a la vez -suspiró St. James-. No puedes protegerles a los dos al mismo tiempo. Hay que tomar una decisión. ¿Te arriesgas a sacrificar a Barbara Havers, o sacrificas a Rhys?

– No sacrifico a ninguno.

St. James movió la cabeza.

– Sé lo que sientes, pero temo que no saldrá bien.

Cuando Barbara entró en el estudio, precedida por Cotter, sintió al instante la tensión que reinaba en ella. Un brusco silencio, seguido por un rápido estallido de saludos, reveló la incomodidad de los otros tres ocupantes. La atmósfera estaba cargada de electricidad.

– ¿Qué pasa? -preguntó.

Formaban un grupo de personas honradas, se vio forzada a admitir.

– Simon piensa que no podemos continuar adelante sin Tommy. -Lady Helen le explicó a continuación el singular mensaje telefónico que Stinhurst había enviado a sir Kenneth Willingate.

– Carecemos de autoridad para irrumpir en la vida de estas personas e interrogarles, Barbara -señaló St. James cuando lady Helen finalizó-. Y sabes que no tienen ninguna obligación de hablar con nosotros. Por tanto, a menos que Tommy tome la iniciativa, me temo que hemos llegado a un callejón sin salida.

Barbara reflexionó. Sabía muy bien que Lynley no tenía la menor intención de abandonar la pista galesa. Era demasiado incitadora. Consideraría una pérdida de tiempo ocuparse de un incomprensible mensaje telefónico dirigido a un londinense desconocido llamado Willingate. Sobre todo, pensó con resignación, teniendo en cuenta que era lord Stinhurst quien lo había enviado. Los otros tenían razón. Habían llegado a un callejón sin salida. Sin embargo, si no conseguía convencerles de seguir adelante prescindiendo de Lynley, Stinhurst se les escurriría de las manos sin el menor rasguño.

– Sabemos que si Tommy descubre que has investigado el caso desde otra perspectiva sin su permiso…

– Eso no me importa -replicó Barbara con brusquedad, sorprendida al descubrir que era cierto.

– Podrían suspenderte temporalmente, devolverte a la patrulla uniformada, o incluso expulsarte.

– Eso no importa ahora. Lo que importa es que me he pasado todo el día persiguiendo fantasmas en Gales, sin la menor esperanza de sacar nada en claro, pero nosotros sí que estamos en algo, y no pienso dejarlo correr porque alguien me vaya a plantar un uniforme de nuevo, o expulsarme, o lo que sea. Si hay que decírselo, se lo diremos. Todo. -Les plantó cara a los tres-. ¿Lo hacemos ahora?

A pesar de su decisión, los demás vacilaron.

– ¿No quieres reflexionarlo? -preguntó lady Helen.

– No necesito reflexionarlo -replicó Barbara con acritud-. Escuchad, yo vi a Gowan morir. Se sacó un cuchillo de la espalda y se arrastró por el suelo de la trascocina, intentando conseguir ayuda. Su piel parecía carne hervida. Tenía la nariz rota, los labios partidos. Quiero encontrar al que hizo eso a un chico de dieciséis años, y si me cuesta el empleo perseguir al asesino, será un precio muy bajo, en lo que a mí concierne. ¿Quién viene conmigo?

Voces sonoras en el pasillo impidieron que hubiera respuesta. La puerta se abrió y apareció Jeremy Vinney, seguido de Cotter. Venía sin aliento, congestionado. Llevaba los pantalones empapados hasta las rodillas, y sus manos estaban blancas de frío.

– No encontré un taxi -jadeó-. He venido corriendo desde Sloane Square, pues temía no encontrarles. -Se quitó el abrigo y lo arrojó sobre el sofá-. He descubierto quién era el tío de la fotografía. Tenía que decírselo cuanto antes. Su apellido es Willingate.

– ¿Kenneth?

– El mismo. -Vinney se agachó con las manos sobre las rodillas, tratando de recuperar el aliento-. Eso no es todo. Lo interesante no reside en quién es el tipo, sino en lo que es. -Esbozó una fugaz sonrisa-. No sé lo que era en 1963. Pero ahora es el jefe del MI5.

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