Capítulo 16

Cuando Deborah St. James abrió la puerta para dejar pasar a Lynley a las diez y media de la mañana, su cabello desordenado y el delantal manchado que llevaba sobre los téjanos raídos y la camisa a cuadros informaron al detective de que la había interrumpido en mitad de su trabajo. De todos modos, el rostro de la joven.

– Una distracción -dijo-. ¡Gracias a Dios! He pasado las dos últimas horas trabajando en el cuarto de revelar, sin otra compañía que Peach y Alaska. Son muy cariñosos, pero poco aficionados a conversar. Simon está en el laboratorio, por supuesto, pero su capacidad para la distracción se reduce a cero cuando está concentrado en la ciencia. Me alegro de que hayas venido. Quizá puedas hacerle salir para tomar el café de la mañana. -Esperó a que Lynley se sacara el abrigo y la bufanda para tocarle levemente en el hombro y decir-: ¿Estás bien, Tommy? Si hay algo que… Me han contado algunas cosas y… No tienes buen aspecto. ¿Duermes por las noches? ¿Has desayunado? ¿Le digo a papá qué…? ¿Te apetece…? -Se mordió el labio-. ¿Por qué balbuceo siempre como una idiota?

Lynley sonrió con afecto ante aquel batiburrillo de palabras, le pasó cariñosamente uno de sus rizos sueltos por detrás de la oreja y la siguió hasta las escaleras. Ella continuó hablando.

– Simon ha recibido una llamada de Jeremy Vinney. Le ha sumido en una de sus largas y misteriosas contemplaciones. Y Helen ha telefoneado hace cinco minutos.

Lynley vaciló.

– ¿Helen no está aquí hoy? -A pesar de su tono, que se esforzó en controlar, comprendió que Deborah había captado el sentido oculto de la pregunta. Los ojos verdes de la joven se suavizaron.

– No. No está aquí, Tommy. Por eso has venido, ¿no? -Sin esperar respuesta, añadió-. Sube a hablar con Simon. Al fin y al cabo, conoce a Helen mejor que nadie.

St. James les recibió en la puerta de su laboratorio, sosteniendo en una mano un viejo ejemplar de la Medicina forense de Simpson, y en la otra una muestra anatómica particularmente espeluznante: un dedo humano conservado en formaldehido.

– ¿Estás ensayando una representación de Tito Andrónico -preguntó entre risas Deborah. Tomó el libro y el tarro, besó en la mejilla a su marido y dijo-. Ha venido Tommy, mi amor.

Lynley habló a St. James sin preámbulos. Quería que sus preguntas sonaran profesionales, una prolongación natural del caso, pero se dio cuenta de que su fracaso era absoluto.

– St. James, ¿dónde está Helen? No he parado de telefonearle desde anoche. Me dejé caer por su casa esta mañana. ¿Qué le ha ocurrido? ¿Qué te ha dicho?

Siguió a su amigo al interior del laboratorio y aguardó su respuesta, impaciente. St. James tecleó una rápida anotación en su ordenador sin decir palabra. Lynley le conocía lo bastante para saber que era inútil azuzarle. Contuvo sus recelos, esperó y paseó la mirada por la habitación en que Helen pasaba tanto tiempo.

Durante años, el laboratorio había sido el santuario de St. James, un refugio científico abarrotado de ordenadores, fotocopiadoras, microscopios, tanques de cultivo, estantes llenos de muestras, gráficas y diagramas colgados de las paredes y, en un rincón, un monitor para ampliar muestras microscópicas de sangre, pelo, piel o fibra. Esta última modernidad era la más reciente adquisición para el laboratorio, y recordó las risas con que Helen había descrito los apuros de St. James para enseñarle cómo funcionaba, apenas tres semanas antes. «Es inútil, Tommy. ¡Una cámara de vídeo acoplada en el interior de un microscopio! ¿Te imaginas mi consternación? ¡Santo Dios, toda esta parafernalia tan propia de la era de los ordenadores! Aún no hace ni dos días que he aprendido a hervir un pote con agua en el microondas.» Era falso, por supuesto, pero él se había reído igualmente, olvidando al instante las preocupaciones de aquel día. Era el don especial de Helen.

No pudo contenerse más.

– ¿Qué le ha ocurrido? ¿Qué te ha dicho?

St. James añadió otra nota al ordenador, examinó los cambios que aparecían en el gráfico de la pantalla y desconectó el aparato.

– Sólo lo que tú le dijiste -replicó con indiferencia-. Nada más, me temo.

Lynley sabía cómo interpretar aquel tono cauteloso, pero de momento se negó a entablar la discusión que alentaban las palabras de St. James.

– Deborah me ha dicho que Vinney te ha llamado -dijo para contemporizar.

– Cierto. -St. James hizo girar el taburete, descendió con cierta torpeza y se dirigió hacia un mostrador muy bien ordenado, en el que tres microscopios, de los cinco que había, estaban funcionando-. Por lo visto, ningún periódico ha prestado atención a la muerte de la Sinclair. Según Vinney, esta mañana entregó un artículo sobre el tema al director y le fue rechazado al instante.

– Después de todo, Vinney es el crítico de teatro -observó Lynley.

– Sí, pero cuando empezó a llamar a sus colegas para saber si alguno se encargaba del asesinato, descubrió que no le habían asignado la historia a nadie. Le han vetado desde las alturas. Por ahora, según le han dicho. Hasta que se produzca una detención. Estaba de un humor de perros, por decir algo. -St. James levantó la vista del montón de diapositivas que estaba ordenando-. Está tras la pista de la historia de Geoffrey Rintoul, Tommy, y de algo que la relacione con la muerte de Joy Sinclair. Creo que no va a descansar hasta plasmarlo en letra impresa.

– Pues ya se puede despedir. En primer lugar, no existe la menor prueba contra Geoffrey Rintoul. Y sin una prueba sólida, ningún periódico del país se arriesgará a verter supuestas calumnias sobre una familia tan distinguida como los Stinhurst.

Lynley experimentó una súbita inquietud. Necesitaba moverse, así que atravesó el cuarto en dirección a las ventanas y contempló el jardín. Estaba cubierto de la nieve caída durante la noche, como todo lo demás, pero observó que todas las plantas habían sido envueltas en arpillera, y se habían distribuido mendrugos de pan sobre la parte superior del muro que rodeaba el jardín. «La mano bondadosa de Deborah», pensó.

– Irene Sinclair cree que Joy fue a la habitación de Robert Gabriel la noche que la asesinaron -dijo, resumiendo la historia que Irene le había contado-. Me lo dijo anoche. Se lo había callado para proteger a Gabriel.

– ¿Eso quiere decir que Joy vio a Gabriel y a Vinney en el curso de la noche?

– Me parece muy improbable -Lynley movió la cabeza-. No pudo estar con Gabriel. Al menos, no se acostó con él -refirió el informe de la autopsia enviado por el DIC de Strathclyde.

– Quizá los expertos de Strathclyde se han equivocado -sugirió St. James.

La idea hizo sonreír a Lynley.

– ¿Con Macaskin al frente? ¿Cuántas probabilidades crees que existen? Me parece que ninguna serviría para escribir un libro. Anoche, cuando Irene me lo dijo, pensé que sus oídos la habían engañado.

– ¿Gabriel estaba con otra persona?

– Eso pensé. Irene dio por sentado que era Joy, o tal vez, sabiendo que Joy y Gabriel estaban juntos en la habitación, pensó lo peor. Después, sin embargo, pensé que quizá me estaba mintiendo para implicar a Gabriel en la muerte de Joy, afirmando al mismo tiempo que deseaba protegerle por el bien de sus hijos.

– Una hermosa venganza -comentó Deborah desde la puerta del cuarto oscuro, con una ristra de negativos en una mano y una lupa en la otra.

St. James intercalaba diapositivas con aire pensativo.

– Lo es, y también muy hábil. Gracias a Elizabeth Rintoul sabemos que Joy Sinclair estuvo en la habitación de Vinney. De creer a Elizabeth, está corroborado. Pero ¿quién puede confirmar la afirmación de Irene de que Joy también estuvo con su marido? ¿Gabriel? Por supuesto que no. Lo negará. Y nadie más les oyó. Por lo tanto, nos toca a nosotros decidir si creemos al marido tenorio o a la sufrida esposa. -Miró a Lynley-. ¿Todavía estás seguro sobre lo de Davies-Jones?

Lynley se volvió hacia la ventana. La pregunta de St. James le hizo rememorar con diáfana claridad el informe que había recibido apenas tres horas antes del agente Nkata, después de que éste siguiera durante toda la noche los pasos de Davies-Jones. La información era muy sucinta. Tras salir de casa de Helen, había entrado en el bar y comprado cuatro botellas de licor. Nkata estaba completamente seguro acerca del número, pues Davies-Jones se había echado a caminar después de comprarlas. Aunque la temperatura había descendido varios grados bajo cero y la nieve no cesaba de caer, parecía indiferente a cuanto sucediera a su alrededor. Caminó con paso decidido por Brompton Road, dio la vuelta a Hyde Park, subió por Baker Street y terminó en su piso de St. John's Wood. Tardó unas dos horas. Y mientras andaba, iba abriendo las botellas, pero en lugar de beber el líquido lo había vaciado rítmica y ferozmente por la calle. Hasta que agotó las cuatro botellas, había dicho Nkata, moviendo la cabeza con pesar.

Ahora Lynley pensó de nuevo en el comportamiento de Davies-Jones y se concentró en sus implicaciones: un hombre que había superado su alcoholismo, que estaba luchando por rehacer su vida y su carrera al mismo tiempo. Un hombre decidido a vencer todos los obstáculos, incluido su pasado.

– Es el asesino -dijo Lynley.

Irene Sinclair sabía que iba a ser la interpretación de su carrera, sabía que debía calcular el momento preciso sin permitir que nadie le hiciera el menor apunte. No habría ni salida a escena ni ocasión de supremo lucimiento cuando todas las miradas estuvieran enfocadas en ella. Debería renunciar a ambos placeres por el teatro de la realidad. Comenzó justo después del descanso para comer, cuando Jeremy Vinney y ella llegaron al teatro Agincourt al mismo tiempo.

Estaba bajando de un taxi en el momento en que Vinney salía del café situado frente al teatro y se abría camino entre el espeso tráfico. Un bocinazo de advertencia hizo levantar la vista a Irene. Vinney cargaba más que llevaba el abrigo y, al advertirlo, Irene se preguntó si la causa de que saliera con tanta precipitación había sido su llegada. El periodista se lo confirmó con sus primeras palabras, teñidas de maliciosa agitación.

– Creo que alguien le dio su merecido a Gabriel anoche.

Irene se detuvo, la mano apoyada en la puerta del teatro. Sus dedos se engarfiaron alrededor del tirador, y sintió el mordisco del frío metal a pesar de los guantes. Carecía de sentido preguntarle a Vinney cómo se había enterado. Robert se las había arreglado para trasladarse al teatro y participar en la segunda lectura, pese a las costillas vendadas, el ojo amoratado y cinco puntos en el mentón. La noticia del apaleamiento se había difundido por todo el edificio a los pocos minutos de su llegada. Y aunque actores, técnicos, empleados y ayudantes de producción habían puesto el grito en el cielo, indignados y estupefactos, cualquiera de ellos podía haber llamado a Vinney subrepticiamente para relatarle la historia. Sobre todo si experimentaba la necesidad de dejar públicamente en ridículo a Gabriel para vengarse en privado de él.

– ¿Me lo preguntas para publicarlo? -Irene se encogió, helada de frío, y entró en el teatro.

Vinney la siguió. No se veía a nadie. El edificio se hallaba en silencio. Tan sólo el persistente olor a tabaco indicaba que tanto actores como técnicos habían estado reunidos toda la mañana.

– ¿Qué te contó? No te preocupes, no pienso publicarlo.

– Entonces, ¿para qué has venido?

Irene caminó con paso resuelto hacia el anfiteatro, pero Vinney no se dio por vencido. La tomó por el brazo y la detuvo frente a las macizas puertas de roble.

– Porque tú hermana era mi amiga. Porque no he podido arrancar ni una palabra a la policía, a pesar de la larga tarde que compartieron con nuestro melancólico lord Stinhurst. Porque anoche no pude localizar a Stinhurst y mi director dice que tengo prohibido escribir sobre esto hasta que recibamos un milagroso permiso de las alturas. Todo huele que apesta. ¿Ó es que no te interesa, Irene? -Le clavó los dedos en el brazo.

– Eso es repugnante.

– Es algo natural en mí. Me pongo especialmente repugnante cuando asesinan a la gente que quiero y la vida sigue como si nada hubiera pasado.

Una súbita ira se apoderó de Irene.

– ¿Crees que no me importa lo que le ocurrió a mi hermana?

– Creo que te encantó. El toque final habría sido clavarle el cuchillo tú misma.

Aquellas crueles palabras hicieron mella en la mujer, que palideció intensamente.

– Santo Dios, eso no es cierto y tú lo sabes -dijo, consciente de que su voz estaba a punto de quebrarse. Se apartó de él con brusquedad y entró en el anfiteatro, sin apenas darse cuenta de que Vinney la seguía y tomaba asiento en la oscuridad de la última fila, como un vengador al acecho, adalid de los muertos.

El enfrentamiento con Vinney era justo lo que no necesitaba antes de encontrarse de nuevo con los miembros de la compañía. Había confiado en aprovechar la hora del almuerzo para reflexionar sobre cómo interpretaría el papel que la sargento Havers le había preparado la noche anterior. Ahora, sin embargo, su corazón latía con violencia, tenía las palmas de las manos sudorosas y su mente se obstinaba en rechazar con energía la acusación final de Vinney. No era cierta. Se lo juró una y otra vez mientras avanzaba hacia el vacío escenario. No obstante, la agitación que experimentaba no se desvanecería con aquella simple negativa; sabiendo que hoy todo dependía de su capacidad interpretativa, empleó un viejo truco que le habían enseñado en la escuela de arte dramático. Se colocó ante la mesa que ocupaba el centro del escenario, donde le habían indicado, entrelazó las manos, las apoyó en la frente y cerró los ojos. Así, no le costó nada ponerse en su papel unos momentos después, cuando oyó ruidos de pasos y la voz de su primo.

– ¿Te encuentras bien, Irene? -preguntó Rhys Davies-Jones.

Ella levantó la vista, esbozando una triste sonrisa.

– Sí, muy bien. Creo que un poco cansada. -Eso bastaría por ahora.

Empezaron a llegar los demás. Irene les reconoció por la forma de entrar y se esforzó por captar indicios de tensión, culpabilidad o nerviosismo creciente en su voz. Robert Gabriel se sentó frente a ella con cautela. Señaló su rostro magullado con una sonrisa de pesar.

– Anoche no tuve la oportunidad de darte las gracias -dijo con voz tierna-. Yo… Bueno, lo siento mucho, Renie. De hecho, debo disculparme por todo. Quise hablar contigo cuando los médicos me dejaron en paz, pero ya te habías ido. Te llamé por teléfono, pero James me dijo que estabas en Hampstead, en casa de Joy. -Hizo una pausa, con el semblante pensativo-. Renie, había pensado… Confiaba en que pudiéramos…

– No -le interrumpió ella-. Anoche tuve mucho tiempo para pensar, Robert. Y lo hice. Con toda lucidez. Por fin.

Gabriel se percató de su tono y ladeó la cabeza.

– Imagino lo que habrás pensado en casa de tu hermana -dijo con intención de herirla.

La llegada de Joanna Ellacourt le ahorró la respuesta a Irene. Avanzaba por el pasillo flanqueada por su marido y lord Stinhurst.

– Queremos dar el visto bueno a todos los vestidos, Stuart -decía David Sydeham-. Sé que no consta en el contrato, pero considerando todo lo ocurrido, pienso que tenemos derecho a negociar una nueva cláusula. Joanna cree…

Joanna no esperó a que su marido recitara los méritos sobre los que descansaba su petición.

– Me gustaría que los vestidos dieran a entender sin lugar a dudas quién es la estrella de la obra -dijo, lanzando una fría mirada a Irene.

Stinhurst no contestó. Su aspecto y movimientos parecían los de un hombre que envejeciera a marchas forzadas. Subió las escaleras como si el esfuerzo le agotara. Llevaba el mismo traje, camisa y corbata del día anterior. La chaqueta de color gris oscuro estaba arrugada, y las mangas mal dobladas, como si ya no concediera importancia a su aspecto personal. Irene le miró y se preguntó, estremecida, si viviría para ver el estreno de su nueva producción. Tomó asiento, saludó con un movimiento de cabeza a Rhys Davies-Jones y la lectura dio comienzo.

Iban por la mitad de la obra cuando Irene se permitió echar una cabezadita. Hacía tanto calor en el teatro, la atmósfera del escenario estaba tan cargada y las voces se elevaban y enmudecían con una cadencia tan rítmica que le resultó más sencillo de lo que imaginaba sumergirse en el sueño. Dejó de preocuparse por su disposición a creer en el papel que estaba interpretando y convertirse en la actriz que había sido años atrás, antes de que Robert entrara en su vida y socavara su confianza en sí misma, humillándola en público y en privado un año tras otro.

Empezaba a soñar cuando la voz de Joanna Ellancourt restalló en el aire.

– Por el amor de Dios, que alguien la despierte. No tengo la menor intención de proseguir esto mientras siga ahí sentada, roncando como una abuela idiotizada ante el fuego de la cocina.

– ¿Renie?

– ¡Irene!

Abrió los ojos dando un respingo, satisfecha de sentir la turbación que la embargaba.

– ¿Me he quedado dormida? Lo siento muchísimo.

– ¿Te has acostado muy tarde, corazón? -preguntó Joanna con acritud.

– Me temo que sí… Yo… -Irene tragó saliva, sonrió vacilante para fingir dolor y añadió-. Me he pasado casi toda la noche examinando las cosas pertenecientes a Joy, en Hampstead.

Sus palabras produjeron un estupor general. Irene comprobó satisfecha el efecto que había causado, y por un momento comprendió la rabia de Jeremy Vinney. Con cuánta facilidad habían olvidado a su hermana, con qué placidez proseguían sus vidas. Pero alguien iba a encontrar obstáculos, pensó, y se concentró en la tarea con todas sus fuerzas. Hizo que las lágrimas acudieran a sus ojos.

– Encontré unos diarios -dijo con voz sorda.

Como si el instinto le dijera que se hallaba en presencia de una interpretación capaz de oscurecer la suya, Joanna Ellacourt intentó captar la atención de todos otra vez.

– No cabe duda de que el relato de la vida de Joy constituye una lectura absolutamente fascinante, pero si consigues despertarte, tal vez esta obra te parezca también fascinante.

Irene sacudió la cabeza y elevó un poco la voz.

– No, no es eso. Es que no eran de ella. Llegaron por correo urgente ayer, y cuando abrí el paquete y encontré la nota enviada por el marido de la desgraciada mujer que los había escrito…

– Por el amor de Dios, ¿es necesario todo esto? -El rostro de Joanna palideció de furia.

– Empecé a leerlos. No avancé mucho, pero comprendí que Joy los esperaba para escribir su próximo libro, ese del que hablaba la otra noche en Escocia. Y de pronto… me di cuenta de que estaba muerta, de que jamás volvería. -Irene sintió la primera punzada de dolor auténtico y rompió a llorar copiosamente. Sus siguientes palabras sólo se ajustaban en parte al guión que la sargento Havers y ella habían preparado con tantos esfuerzos. Sabía que estaba improvisando, pero era preciso pronunciar las palabras. Y lo único que importaba era decirlas-. Ahora ya no volverá a escribir. Me siento como si… sentada en su casa con los diarios de Hannah Darrow…, como si debiera escribir el libro en su lugar, si me fuera posible. Como una manera de decir que al final… comprendí lo ocurrido entre ellos. Lo comprendí. Qué dolor, qué agonía al mismo tiempo. Pero comprendí. Y no creo… Siempre fue mi hermana. Nunca se lo dije. ¡Oh, Dios mío, no puedo volver allí ahora que ella ha muerto!

Y entonces dejó que brotasen las lágrimas, comprendiendo por fin el origen de su llanto, lamentándose por la hermana a la que había querido pero perdonado demasiado tarde, lamentándose por la juventud que había desperdiciado adorando a un hombre que al final no significaba nada para ella. Sollozó con desesperación, lloró por los años perdidos y las palabras silenciadas, sin importarle otra cosa que este postrer acto de aflicción.

– Hasta aquí hemos llegado -dijo Joanna Ellacourt-. ¿Alguien va a hacer algo, o dejaremos que siga berreando todo el día? -Se volvió hacia su marido-. ¿David? -insistió.

Pero Sydeham tenía la mirada fija en las penumbras del teatro.

– Tenemos visita -dijo.

Todas las miradas siguieron la suya. Marguerite Rintoul, condesa de Stinhurst, se hallaba de pie a mitad de camino del pasillo central.

Esperó lo justo para que su marido cerrara la puerta del despacho.

– ¿Dónde estuviste anoche, Stuart? -preguntó sin disimular la aspereza de su voz mientras se quitaba abrigo y guantes y los arrojaba sobre una silla.

Era una pregunta que lady Stinhurst no hubiera formulado veinticuatro horas antes. Habría aceptado su ausencia con el patético servilismo tan habitual en ella, ofendida, intrigada y atemorizada de saber la verdad. Pero ya lo había superado. Las revelaciones de las que había tenido noticia ayer en esta misma habitación, combinadas con una larga noche de introspección, habían dado lugar a una cólera tan profunda que ninguna muralla de indiferencia deliberada y protectora podría contener.

Stinhurst rodeó el escritorio y se sentó en la butaca forrada de cuero.

– Siéntate -ordenó.

Su esposa no se movió.

– Te he hecho una pregunta. Quiero una respuesta. ¿Dónde estuviste anoche? Y, por favor, no te esfuerces en hacerme creer que Scotland Yard te ha retenido hasta las nueve de la mañana. Me gustaría creer que no soy un imbécil.

– Fui a un hotel -dijo Stinhurst.

– ¿No fuiste a tu club?

– No. Deseaba pasar desapercibido.

– Algo que no habrías conseguido en casa, por supuesto.

Por un momento, Stinhurst no dijo nada, jugueteando con un abrecartas largo y plateado que había sobre el escritorio. La luz se reflejaba en él.

– Me di cuenta de que no podía mirarte a la cara. Más que otra cosa, la reacción de lady Stinhurst ante esta frase indicó la forma en que había cambiado su relación. Stuart Rintoul tenía la tez pálida, los ojos inyectados en sangre y, cuando posó el abrecartas sobre el escritorio, su mujer vio que le temblaban las manos. Sin embargo, no se sintió conmovida en absoluto, pues sabía perfectamente que el motivo no era la preocupación de su marido por el bienestar de ella, de su hija o de él mismo, sino la preocupación por mantener alejada a la prensa de la vida despreciable y la muerte violenta de Geoffrey Rintoul. Ella había visto a Jeremy Vinney en el fondo del teatro. Sabía por qué estaba allí. Su cólera aumentó.

– Yo estaba en casa, Stuart, esperando pacientemente como siempre, preocupada por ti y por lo que estaría ocurriendo en el Yard. Hora tras hora. Pensaba, y sólo más tarde me di cuenta de mi estupidez, que esta tragedia serviría para acercarnos. Imagíname pensando eso, pese a la historia que te habías inventado sobre mi «romance» con tu hermano, confiando todavía en afianzar nuestro matrimonio, pero tú ni siquiera telefoneaste, ¿verdad? Y yo, como una imbécil, esperé y esperé obedientemente. Hasta que al final comprendí que ya no hay nada entre nosotros. Hace años que es así, desde luego, pero no me atrevía a hacerle frente. Hasta esta noche.

Lord Stinhurst levantó la mano, como si confiara en detener el flujo de palabras.

– Siempre eliges el momento oportuno, ¿eh? No es el más adecuado para discutir de nuestro matrimonio. Espero que por lo menos te des cuenta.

Como siempre, hablaba con tono cortante, frío, taxativo y contenido. La indiferencia de lady Stinhurst le resultó extraña. Ella sonrió educadamente.

– No me has entendido, Stuart. No estamos discutiendo de nuestro matrimonio. No hay nada que discutir.

– Entonces, ¿por qué…?

– Le he hablado a Elizabeth de su abuelo. Pensé que podríamos hacerlo juntos anoche, pero como no volviste a casa, lo hice yo sola. -Avanzó y se detuvo frente al escritorio. Apoyó los nudillos contra su prístina superficie. No llevaba ningún anillo. Él la miró en silencio-. ¿Y sabes lo que dijo cuando le conté que su amado abuelo había matado al tío Geoffrey, rompiéndole su hermoso cuello?

Stinhurst movió la cabeza y bajó los ojos.

– Dijo: «Mamá, no me dejas ver la tele. ¿Quieres apartarte, por favor?» Y yo pensé: «¿No es estupendo? Tantos años protegiendo la sacrosanta memoria de un abuelo al que adoraba para llegar a esto.» Me aparté enseguida, por supuesto. Soy así, ¿verdad? Siempre colaboradora, ansiosa por complacer. Siempre confiando en que las cosas mejorarán si no les hago caso. Soy una persona encerrada en una cascara dentro de otra cascara llamada matrimonio, que vaga por una hermosa casa de Holland Park que cuenta con todas las comodidades, salvo la única que he deseado fervientemente durante todos estos años: amor. -Lady Stinhurst escrutó el rostro de su marido, a la espera de una reacción. No se produjo ninguna, y continuó-. Entonces supe que no podía salvar a Elizabeth. Ha vivido muchos años en una casa llena de mentiras y verdades a medias. Sólo ella puede salvarse a sí misma. Al igual que yo.

– ¿Qué significa eso?

– Que te dejo. No sé si será para siempre. Me falta valor para afirmarlo, pero me marcho a Somerset hasta que haya aclarado mi mente, hasta que sepa lo que deseo hacer. Y si es para siempre, no hará falta que te preocupes. No te pediré mucho. Una casa en algún sitio y un poco de paz y tranquilidad. Seguro que llegaremos a un acuerdo equitativo. De lo contrario, nuestros respectivos abogados…

Stinhurst hizo girar la silla a un lado.

– No me hagas esto. Hoy no, por favor. Sólo me faltaba esto.

La mujer rió amargamente.

– Así que se reduce a eso, ¿verdad? Te estoy provocando otro dolor de cabeza, otro inconveniente, otra cosa más que deberás explicar al inspector Lynley, llegado el caso. Bien, debería haber esperado, pero como necesitaba hablar contigo a toda costa, me ha parecido un momento tan bueno como cualquiera para contártelo todo.

– ¿Todo? -preguntó él, aburrido.

– Sí. Una cosa más antes de que me vaya. Francesca ha telefoneado esta mañana. Dijo que ya no podía aguantarlo más, sobre todo después de lo de Gowan. Pensaba que sería capaz, pero apreciaba a Gowan y no puede soportar la idea de que está menospreciando su vida y su muerte. Al principio se mostró dispuesta, por tu bien, naturalmente, pero ya no puede seguir engañándose. Tiene la intención de hablar con el inspector Macaskin.

– ¿Qué dices?

Lady Stinhurst se puso los guantes, recogió el abrigo y se dispuso a salir. Sus palabras finales le proporcionaron un breve y vengativo placer.

– Francesca mintió a la policía acerca de lo que hizo y vio la noche en que Joy Sinclair murió.

– He traído comida china, papá. -Barbara Havers se asomó a la sala de estar-. Por favor, esta vez no te pelees con mamá por las gambas. ¿Dónde está?

Su padre se hallaba sentado frente al televisor, al parecer viendo la BBC-1. Una raya horizontal descendía por la pantalla y cortaba las cabezas al nivel de las cejas; parecía una película de ciencia-ficción.

– ¿Papá? -insistió Barbara.

El hombre no respondió. Ella entró en la estancia, bajó el volumen y se volvió hacia él. Estaba dormido, con la boca abierta y los tubos que le suministraban oxígeno encajados en la nariz. Había revistas de automóviles esparcidas a su alrededor en el suelo, y un periódico abierto sobre sus rodillas. Hacía excesivo calor en la habitación, de hecho en toda la casa, y el aroma marchito de la vejez parecía rezumar de las paredes, suelos y muebles, mezclados con un olor más reciente a comida quemada e incomestible.

Los movimientos de Barbara bastaron para despertar a su padre, quien, al verla, sonrió y mostró sus dientes ennegrecidos y torcidos. Le faltaban algunos.

– Barbie. Me he quedado dormido.

– ¿Dónde está mamá?

Jimmy Havers parpadeó, se ajustó los tubos y buscó un pañuelo. Tosió violentamente. Su respiración recordaba el sonido del agua burbujeante.

– En el piso de al lado. La señora Gustafson ha pillado la gripe otra vez y mamá ha ido a llevarle un poco de sopa.

Barbara, que conocía los dudosos talentos culinarios de su madre, se preguntó si el estado de la señora Gustafson mejoraría o empeoraría gracias a sus cuidados. Sin embargo, se sintió animada por el hecho de que su madre se había atrevido a salir de casa. Era la primera vez que lo hacía en años.

– He traído comida china -dijo a su padre, indicando la bolsa que acunaba en un brazo-. Esta noche vuelvo a salir. Sólo tengo media hora para cenar.

Su padre frunció el entrecejo.

– A tu madre no le hará ninguna gracia, Barbie.

– Por eso he traído la comida. Una ofrenda de paz.

– Se dirigió a la cocina, en la parte posterior de la casa.

El corazón le dio un vuelco al contemplar el espectáculo. Cerca del fregadero se alineaban una docena de latas de sopa, abiertas y con una cuchara introducida, como si su madre las hubiera probado todas antes de decidir cuál llevaba a la vecina. Había puesto a calentar tres, en ollas separadas que continuaban hirviendo. El contenido, completamente quemado, desprendía un olor a verduras chamuscadas y a leche. Un paquete de galletas estaba abierto, peligrosamente cerca del fuego, el contenido desparramado y el envoltorio por el suelo.

– Vaya -masculló Barbara, apagando el gas.

Puso el paquete sobre la mesa de la cocina, junto al más reciente álbum de propaganda turística de su madre. Una ojeada le informó de que el destino de esta semana era Brasil, pero no tenía el menor interés en examinar la colección de folletos y fotografías recortados de revistas. Buscó bajo el fregadero una bolsa de basura y echó en su interior las latas de sopa. En ese momento se abrió la puerta del piso, se oyeron pasos vacilantes sobre el vestíbulo sin alfombrar y su madre entró en la cocina, sosteniendo en las manos una estropeada bandeja de plástico, provista de sopa, galletas y una manzana pasada.

– Se ha enfriado -dijo la señora Havers, confusa, tratando de enfocar sus ojos carentes de brillo. Llevaba tan sólo una rebeca mal abrochada sobre su raída bata-. No pensé en tapar la sopa, querida. Cuando llegué allí, su hija había venido para cuidarla y dijo que la señora Gustafson no la quería.

Barbara contempló la curiosa mezcla y bendijo la clarividencia de la mujer, ya que no su tacto. La sopa consistía en un brebaje repugnante compuesto de guisantes, caldo de almejas y tomate con arroz. El aire de la noche lo había enfriado, formando una película arrugada sobre la superficie, que le recordaba de manera vaga la sangre coagulada. Su estómago se contrajo al verlo.

– Bueno, da igual, mamá. Lo que importa es que pensaste en ella, ¿verdad? La señora Gustafson sabrá apreciarlo. Has sido amable con tu vecina, ¿no?

– Sí. Lo he sido, ¿no es cierto? -Colocó la bandeja sobre el borde de la mesa. Barbara dio un salto para cogerla antes de que cayera al suelo-. ¿Has visto Brasil, querida? -La señora Havers acarició con afecto la destrozada piel artificial del álbum-. Hoy le he dedicado un poco de atención.

– Sí, le he echado un vistazo. -Barbara seguía echando cosas a la basura. El fregadero estaba lleno de platos sucios y desprendía un débil olor a podrido, indicando que debajo de aquella confusión había también comida sin consumir enterrada-. He traído comida china -dijo a su madre-. Me voy dentro de nada.

– Oh, cariño, no -respondió su madre-. ¿Con este frío? Está muy oscuro. Me parece una tontería. Las chicas jóvenes no deben andar por las calles de noche.

– Asuntos policiales, mamá -replicó Barbara. Vio que sólo quedaban dos platos limpios en la alacena. «No importa», pensó. Comería directamente de la caja una vez sus padres se hubieran servido.

Estaba poniendo la mesa mientras su madre se afanaba inútilmente en ayudarla, cuando sonó el timbre de la puerta. Las dos mujeres se miraron. El rostro de su madre se nubló.

– Puede que sea… No, ya lo sé. Tony no volverá, ¿verdad? Ha muerto, ¿no?

– Ha muerto, mamá -respondió Barbara con firmeza-. Prepara la tetera. Yo abriré la puerta.

El timbre sonó por segunda vez antes de que pudiera responder. Encendió la luz del exterior, murmurando entre dientes, abrió la puerta y vio, sin dar crédito a sus ojos, a lady Helen Clyde, iba vestida de negro de pies a cabeza, un dato que debería haber servido de advertencia a Barbara, pero sólo se le ocurrió el espantoso pensamiento de que debería invitarla a entrar en la casa, a menos que se tratase de una pesadilla.

La hija menor del décimo conde de Hesfield, nacida en una gran mansión de Surrey, vecina de uno de los barrios más elegantes de Londres, había acudido al submundo de Acton… ¿para qué? Barbara la miró sin habla, buscó un coche en la calle y vio el Mini rojo de lady Helen aparcado a varias puertas de distancia. Oyó el nervioso gimoteo de su madre a sus espaldas.

– ¿Querida? ¿Quién es? No será…

– No, mamá. No pasa nada, no te preocupes -dijo sin volverse.

– Perdóname, Barbara -dijo lady Helen-. No he tenido otro remedio.

Las palabras consiguieron que Barbara se sobrepusiera.

– Pasa.

Cuando Helen se quedó inmóvil en el vestíbulo, Barbara contempló su casa involuntariamente, viéndola a través de los ojos de la otra mujer: un lugar en el que la locura y la pobreza se daban la mano. El gastado linóleo del suelo que se lavaba una vez cada muchos meses, manchado de pisadas y charcos de nieve fundida; el descolorido papel de las paredes que se desprendía en las esquinas, y la mancha de humedad que crecía cerca de la puerta; la ruinosa escalera y las perchas de la pared en que colgaban abrigos raídos, algunos de los cuales llevaban años sin usarse; el viejo paragüero que los paraguas húmedos habían agujereado en el curso de los años; el olor a comida quemada, vejez y negligencia. «¡Mi cuarto no es así! -quiso gritar-. ¡Pero no puedo cuidar de ellos, pagar las facturas, hacer las comidas y procurar que se laven!»

No dijo nada. Esperó a que lady Helen hablara, sintiendo una oleada de vergüenza cuando su padre salió arrastrando los pies por la puerta de la sala de estar con los pantalones abolsados y la manchada camisa gris, arrastrando el carrito del oxígeno.

– Éste es mi padre -dijo. Su madre se asomó desde la cocina como un ratón asustado-. Ésta es mi madre.

Lady Helen se acercó a Jimmy Havers con la mano extendida.

– Soy Helen Clyde -dijo, y después miró hacia la cocina-. ¿He interrumpido su cena, señora Havers?

Jimmy Havers sonrió de oreja a oreja.

– Hoy tenemos comida china. Hay bastante si le apetece un bocado, ¿no es así, Barbie?

En otro momento, a Barbara le habría divertido la idea de ver a lady Helen Clyde comiendo platos chinos directamente de la caja, sentada a la mesa de la cocina y conversando con su madre sobre los viajes a Brasil, Turquía y Grecia que centraban sus ráfagas intermitentes de locura. Ahora se sentía desfalleciente de humillación, pensando que lady Helen podía revelar algún día a Lynley sus circunstancias familiares.

– Gracias -respondió lady Helen sin perder la compostura-. Pero no tengo nada de hambre. -Sonrió forzadamente a Barbara.

Barbara comprendió que la situación de lady Helen, como visitante, era peor que la suya.

– Permíteme que les prepare la cena, Helen. Acomódate en la sala de estar, si no te molesta el desorden.

Sin esperar a ver la reacción de lady Helen al entrar en la sala de estar y comprobar su estado general de decadencia, por no mencionar los viejos muebles rotos y sucios, Barbara condujo a su padre a la cocina. Dedicó un momento a calmar los temores de su madre acerca de la inesperada visita, y sirvió arroz, gambas fritas, pollo al sésamo y buey a la salsa de ostras mientras reflexionaba en los motivos que habían impulsado a venir a lady Helen. No quería ni imaginar que ya estuviera al corriente de los preparativos llevados a cabo para efectuar la detención de esta noche. No obstante, se dijo que no podía existir otra razón. Lady Helen Clyde y ella no compartían exactamente el mismo círculo de amistades. Esta visita no parecía de tipo social.

Cuando Barbara se reunió con ella unos minutos después en la sala de estar, lady Helen se apresuró a calmar su curiosidad. Estaba sentada en el borde del ajado sofá de crin artificial, mirando la fotografía del hermano menor de Barbara, que colgaba en la pared opuesta entre diez rectángulos de papel de pared más oscuro, vestigios de una colección anterior de recuerdos dedicados a su fallecimiento. Lady Helen se levantó en cuanto Barbara entró en la sala.

– Esta noche voy con vosotros. -Hizo un breve ademán de turbación-. Me habría gustado decirlo con más diplomacia, pero creo que carece de sentido. También carecía de sentido mentir.

– ¿Cómo te has enterado? -preguntó Barbara.

– Telefoneé a Tommy hace una hora. Denton me dijo que esta noche estaba de vigilancia. Tommy no suele ir de vigilancia, ¿verdad? Imaginé el resto. -Movió la mano de nuevo y sonrió con tristeza-. De haber sabido el lugar de vigilancia, habría ido sin más, pero no lo sabía. Denton tampoco. Nadie del Yard me lo habría revelado, así que he venido a buscarte, y te seguiré si no me dejas ir contigo -bajó la voz-. Lo siento muchísimo. Sé que te pongo en una situación delicada. Sé que Tommy se enfadará horriblemente con las dos.

– Entonces, ¿por qué lo haces?

Los ojos de lady Helen se desviaron hacia la foto del hermano de Barbara. Era una antigua foto del colegio, mediocre, pero mostraba a Tony tal como a Barbara le gustaba recordarle, riendo, exhibiendo el hueco de un diente delantero, el rostro pecoso de un elfo rematado por una buena mata de pelo revuelto.

– Después… de todo lo que ha ocurrido, debo estar presente -dijo lady Helen-. Es definitivo. Lo necesito. Tengo la impresión de que la única manera que me queda de darlo por concluido, la única manera de perdonarme por haber sido tan estúpida, es estar presente cuando le detengan. -Miró a Barbara, que advirtió que su palidez era extrema. Parecía frágil y enferma-. No puedo explicarte lo que se siente al saber que te han utilizado, al saber que me predispuse contra Tommy porque sólo deseaba mostrarme la verdad.

– Te telefoneamos anoche. El inspector se ha pasado todo el día intentando localizarte. Estaba muy preocupado.

– Lo siento. No… Me sentía incapaz de mirarle a la cara.

– Perdona que te lo diga, pero creo que al inspector no le ha gustado nada tener razón en este caso, sobre todo sabiendo que te hacía daño.

Se abstuvo de comentarle la tarde que había pasado con Lynley, los inquietos paseos del detective mientras montaba el equipo de vigilancia, sus incesantes llamadas al piso de lady Helen, a casa de su madre en Surrey y a casa de St. James. Tampoco mencionó que su humor se había agriado a medida que avanzaba la tarde, los respingos que daba cuando sonaba el teléfono, o el contraste entre la indiferencia de su voz y la tensión que revelaba su cara.

– ¿Me dejarás acompañarte?

Barbara comprendió que la pregunta era mera formalidad.

– No sabría cómo impedírtelo -replicó.

Lynley estaba en la casa de Joy Sinclair en Hampstead desde las cuatro y media. Los miembros del equipo de vigilancia llegaron al poco, distribuyéndose en puntos preestablecidos; dos en una mugrienta furgoneta, aparcada en Flask Walk con una rueda deshinchada, otro en la azotea de la librería situada en la esquina de Back Lane, otro en una herboristería y otro más en la avenida principal, cubriendo la estación del metro. Lynley se hallaba en el interior de la casa, no muy lejos de la entrada más lógica: las puertas del comedor que daban al jardín posterior. Tomó asiento en una de las sillas más bajas, a oscuras, controlando por radio la conversación que mantenían los hombres apostados en el exterior.

– Havers en el extremo más próximo de Flask Walk, señor -anunció poco después de las ocho el hombre de la furgoneta-. No viene sola.

Lynley, perplejo, se puso en pie, caminó hacia la puerta principal y la abrió justo cuando la sargento Havers y lady Helen pasaban bajo la farola de la calle; el espectral resplandor ambarino iluminó sus rostros. Tras inspeccionar rápidamente la calle, se adentraron a toda prisa en el jardín y cruzaron el umbral.

– ¿Se puede saber, en el nombre de Dios, qué…? -empezó Lynley en cuanto cruzaron la puerta y se quedaron inmóviles en la oscuridad del vestíbulo.

– Se lo puse muy difícil, Tommy -dijo lady Helen-. Denton me dijo que estabas de vigilancia. Sumé dos y dos y fui a casa de la sargento Havers.

– No quiero que te quedes. Puede ocurrir cualquier cosa, maldita sea. -Lynley se dirigió hacia la sala de estar, donde estaba la radio, tomó el micrófono y empezó a hablar-. Necesito que venga un hombre para…

– ¡No! ¡No me hagas esto! -Lady Helen tendió la mano con desesperación, sin tocarle-. He hecho lo que me pediste anoche. He hecho todo lo que me has pedido. A cambio, deja que me quede. Necesito quedarme, Tommy. No me interpondré en tus planes, te lo prometo. Te lo juro. Déjame poner fin a esto como debe ser. Por favor. -Una indecisión irracional atenazó a Lynley. Sabía lo que debía hacer. Sabía lo que tenía que hacer. Helen estaba tan en su ambiente aquí como en un tumulto callejero. Palabras apropiadas y convenientes acudieron a sus labios, pero ella se le adelantó-. Déjame terminar con Rhys a mi manera. Te lo suplico, Tommy.

– ¿Inspector? -crepitó una voz en la radio.

– Todo va bien -dijo Lynley con voz ronca. Manteneos en vuestras posiciones.

– Gracias -susurró lady Helen.

Lynley fue incapaz de responder. Sólo podía pensar en el comentario más explícito de lady Helen: «He hecho todo lo que me has pedido.» Al recordar sus últimas palabras de la noche anterior, su significado le resultó insoportable. Incapaz de responder, pasó por delante de ella, se dirigió a un rincón en tinieblas de la sala de estar, apartó un poco las cortinas para echar un vistazo a Back Lane, no vio nada y volvió sobre sus pasos. Empezaba la larga espera.

Durante las siguientes seis horas, lady Helen cumplió su palabra. No se movió de la silla que ocupaba en la sala de estar. No habló. Lynley pensó en algún momento que dormía, pero no podía ver su cara con claridad. Su rostro destacaba como una mancha sobre la bufanda negra que llevaba.

La escasa luz le daba un aspecto etéreo, como si se estuviera desvaneciendo, como en las fotografías antiguas. Los suaves ojos pardos, el arco de la ceja, la delicada curva de la mejilla y el mentón resuelto iban perdiendo definición a medida que las horas pasaban. Al verla sentada frente a él, la tercera parte del triángulo que formaban con la sargento Havers, experimentó un deseo hacia ella desconocido por completo, una sensación que no tenía nada que ver con el sexo y sí con la hermandad de almas, esencial para la plenitud de cada individuo. Se sintió como si hubiera recorrido una inmensa distancia para arribar al punto de partida, reconociendo el lugar por primera vez.

En cualquier caso, tenía la sensación de llegar demasiado tarde.

La radio resucitó a las dos y diez.

– Tenemos compañía, inspector… Viene por Flask Walk… Protegido por las sombras… Oh, una técnica excelente… Ojo avizor a la presencia de polis… Ropas oscuras, sombrero oscuro, abrigo subido hasta el cuello… Se ha parado. A tres puertas del nido. -Hubo una pausa de varios minutos. Después, el monólogo susurrado prosiguió-. Cruza la calle para echar otra ojeada… Continúa acercándose… cruza de nuevo hacia Back Lane… Es nuestro chico, inspector. Nadie anda así por la calle a las dos de la mañana con este tiempo… Retrocede. Le he perdido de vista… Ha doblado por Back Lane.

– Sospechoso aproximándose al muro del jardín -interrumpió otra voz-. Se cubre la cara con algo… Tantea los ladrillos con la mano…

Lynley apagó la radio. Se deslizó sin ruidos en la oscuridad del comedor. La sargento Havers le siguió. Detrás de ellos, lady Helen se levantó.

Lynley no vio nada al otro lado de las puertas del comedor. Pero luego una forma oscura se recortó contra el cielo cuando el cuerpo del intruso se izó sobre el muro del jardín. Apareció una pierna, después la otra, y se oyó un suave golpe cuando saltó a tierra. Al principio no se le vio la cara, lo que pareció imposible teniendo en cuenta que la luz de las estrellas y las farolas de Back Lane se derramaban sobre la nieve, iluminando el árbol que se dibujaba contra ella, el contraste del mortero contra el muro de ladrillo y una parte del interior de la casa. Entonces, Lynley vio que el hombre se cubría el rostro con un pasamontañas. Y, de súbito, ya no pareció un intruso sino un asesino.

– Helen, vuelve a la sala de estar -susurró Lynley.

Ella no se movió. Lynley miró hacia atrás y vio que los ojos de la joven estaban clavados en la figura del jardín, en su decidido avance hacia la casa. Se llevó el puño a los labios. Y entonces sucedió lo increíble.

Después de subir los cuatro escalones, y cuando tendía la mano hacia la puerta, lady Helen gritó frenéticamente:

– ¡No! ¡Dios mío, Rhys!

Y se desencadenó el caos.

En el exterior, la figura se quedó petrificada un instante y después salvó el muro de un salto.

– ¡Demonios! -chilló la sargento Havers. Se lanzó hacia las puertas del comedor, las abrió de un empujón y dejó entrar una ráfaga de aire helado.

Lynley no podía moverse, estupefacto por lo que Helen había hecho. No era posible que… No tenía la intención… Jamás se atrevería a… Se acercó a él en la oscuridad.

– Tommy, por favor…

Su voz quebradiza le devolvió a la realidad. La apartó a un lado y se precipitó hacia la radio:

– Le hemos perdido.

Luego corrió hacia la puerta principal y salió al exterior, indiferente al sonido de la persecución que se iniciaba a sus espaldas.

– ¡Hacia la calle principal! -gritó una voz desde la azotea de la librería cuando Lynley pasó por delante.

No necesitó oírlo. Vio delante de él la forma negra que corría, oía el frenético sonido de sus pasos sobre el pavimento, le vio resbalar sobre una placa de hielo, enderezarse y continuar huyendo. No se molestaba en buscar el abrigo de las sombras. Se lanzó hacia el medio de la calle, iluminado a intervalos por las farolas de la calle. El sonido de sus pasos precipitados resonó en el aire.

Lynley oyó que la sargento Havers le pisaba los talones. Corría a toda prisa, maldiciendo a lady Helen con todas las blasfemias que conocía.

– ¡Policía! -Los dos agentes de la furgoneta surgieron por la esquina, uniéndose a la persecución.

El fugitivo desembocó en Heath Street, una de las arterias más anchas de Hampstead Village. Los faros de un coche que venía en dirección contraria le atraparon como a un animal. Los neumáticos chirriaron y una bocina sonó con violencia. El Mercedes frenó a escasos centímetros de sus muslos. En lugar de continuar corriendo, giró sobre sus talones y se lanzó hacia la puerta. Lynley, a media manzana de distancia, oyó el chillido aterrorizado que surgió del interior del vehículo.

– ¡Alto! -Otro agente se materializó en la esquina de la calle principal, a menos de treinta metros del Mercedes.

La figura vestida de negro se volvió hacia la derecha y corrió colina arriba.

La momentánea vacilación ante el coche le había costado tiempo y distancia. Lynley estaba lo bastante cerca como para oír su respiración agitada. El fugitivo corrió hacia una estrecha escalera de piedra que ascendía a la ladera de la colina y al vecindario de más arriba. Subió los peldaños de tres en tres, deteniéndose en lo alto junto a una cesta metálica llena de envases de leche vacíos, que habían dejado bajo el arco en sombras de una puerta. Antes de proseguir la huida, la arrojó escaleras abajo, pero el estrépito de las botellas al romperse sólo sirvió para asustar a unos cuantos perros, que aullaron espantados. Se encendieron luces en las casas próximas a la escalera, facilitando que Lynley avanzara sin preocuparse por los cristales rotos.

Al final de la escalera, la calle estaba flanqueada por enormes hayas y sicómoros, que arrojaban sombras indefinidas. Lynley se detuvo allí. El viento nocturno y los ladridos le impedían oír en qué dirección huía el fugitivo. Escudriñó la oscuridad, al acecho de cualquier movimiento. Havers se paró a su lado, sin dejar de maldecir mientras procuraba recuperar el aliento.

– ¿Adónde…?

Lynley fue el primero en oír, a su izquierda, el ruido sordo que se produjo cuando el asesino, cuya visión dificultaba el pasamontañas, tropezó con un cubo de basura. Era lo que Lynley necesitaba.

– ¡Se dirige a la iglesia! -Empujó a Havers hacia las escaleras-. ¡Vaya por los demás! ¡Que le intercepten en St. John's! ¡Rápido!

Lynley no esperó a ver si le obedecía. Reanudó la persecución y cruzó Holly Hill hasta llegar a una calle estrecha, donde comprendió, con una sensación de triunfo, que la ventaja estaba de su parte: altos muros a un lado, una extensión de césped al otro. La calle no ofrecía la menor protección. Su hombre, a unos cuarenta metros de distancia, se coló por una puerta abierta en el muro. Cuando Lynley llegó, vio que sobre la nieve del sendero privado habían quedado impresas largas pisadas que se internaban en un jardín. Una forma confusa se debatía en un seto de acebo, desgarrándose las ropas con las hojas erizadas de espinos. El hombre emitió un ronco grito de dolor. Un perro empezó a ladrar furiosamente. Se encendieron focos. Sonaron sirenas en la calle principal, aumentando de volumen a medida que los coches de policía se acercaban.

Esto pareció proporcionar al hombre el flujo de adrenalina que necesitaba para liberarse de los matorrales. Cuando Lynley se lanzó hacia él, le dirigió una mirada salvaje, calculó la distancia que les separaba y se deshizo del doloroso abrazo de las plantas. Cayó de rodillas al otro lado del seto, gateó hasta reincorporarse y prosiguió la huida. Lynley salió disparado en dirección contraria, divisó una segunda puerta en el muro y corrió hacia ella dificultado por la nieve, perdiendo al menos medio minuto, hasta desembocar en la calle.

A su derecha, la iglesia de St. John's se alzaba detrás de un muro bajo de ladrillo. Al pie, una sombra se acuclilló, saltó y se encaramó a la parte superior. Lynley corrió hacia allí.

Salvó el muro con facilidad y cayó sobre la nieve. Distinguió al instante una figura que se movía con rapidez a su izquierda, en dirección al cementerio. Las sirenas se oían cada vez más cerca; los neumáticos chirriaron sobre el pavimento húmedo. Lynley chapoteó sobre una capa de nieve que le llegaba a las rodillas hasta un punto en que el pavimento estaba despejado. La sombra oscura empezó a correr entre las tumbas.

Era el tipo de equivocación que Lynley esperaba. La nieve era más espesa en el cementerio, y algunas lápidas estaban cubiertas por completo. Al cabo de pocos momentos, oyó que el fugitivo se desplazaba frenéticamente de un sitio a otro, intentando avanzar hacia el muro opuesto y la calle que había detrás.

Cerca, las sirenas enmudecieron, los focos azules destellaron y giraron, y un enjambre de policías empezó a saltar el muro. Portaban linternas con las que iluminaban la nieve; la luz blanca describió un arco para localizar al fugitivo, pero también sirvió para revelar con nitidez el emplazamiento de las tumbas. El hombre aceleró el paso, esquivando lápidas y monumentos mientras corría hacia el muro.

Lynley no se apartó del sendero despejado que serpenteaba entre los árboles, abundantes pinos que sembraban de agujas el pavimento y proporcionaban una tosca protección contra el hielo. Ganó tiempo gracias a la facilidad de movimientos, preciosos segundos que empleó en localizar al hombre.

Se encontraba a unos veinte metros del muro. A su izquierda, dos agentes avanzaban dificultosamente por la nieve. Detrás de él, Havers le seguía los pasos. A su derecha estaba Lynley, corriendo a tumba abierta. No había escapatoria. Aun así, saltó hacia arriba, lanzando un grito salvaje que pareció indicar el último arranque de energía. Lynley se abalanzó sobre él.

El hombre giró y se balanceó violentamente. Lynley le soltó para esquivar el golpe, dando a su adversario una segunda oportunidad de trepar al muro. Saltó, se aferró con fuerza a la parte superior, elevó el cuerpo y empezó a izarse. Pero Lynley no se rindió. Le asió por el jersey negro, tiró de él, le rodeó el cuello con el brazo y le arrojó al suelo. Se quedó de pie sobre él, jadeando, hasta que Havers llegó a su lado, resollando como un corredor de fondo. Los dos agentes hicieron lo mismo al cabo de pocos instantes.

– Estás listo, hijo -consiguió decir uno de ellos, antes de empezar a toser interminablemente.

Lynley obligó al hombre a ponerse en pie, le arrancó el pasamontañas y le empujó violentamente hacia la luz de una linterna.

Era David Sydeham.

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