Capítulo 10

Eran las dos y media cuando Lynley y Havers llegaron por fin a la pequeña casa de Joy Sinclair. El edificio de ladrillo blanco, situado en el elegante barrio londinense de Hampstead, era el postrer testimonio del éxito de la autora. La ventana del frente, protegida por cortinas transparentes de color marfil, daba a un jardín en el que crecían pulidos macizos de rosas, jazmines «estrella dormida» y espléndidas camelias. La hiedra brotaba de dos maceteros y cubría la fachada y las paredes de la casa, en especial cerca de la puerta, cuyo estrecho frontón escalonado casi desaparecía bajo las exuberantes hojas de venas broncíneas. Aunque la casa se hallaba frente a Flask Walk, se accedía al jardín por Back Lane, una angosta avenida empedrada con adoquines que ascendía hacia Heath Street, a una manzana de distancia, de tráfico lento y casi silencioso.

Lynley, seguido por Havers, abrió el candado del portalón de hierro forjado y avanzó por el sendero de lajas. No hacía viento, pero el aire era frío, y un pálido sol invernal arrancaba destellos del farol metálico que había a la izquierda de la puerta y de la brillante ranura para el correo situada en el centro.

– No está mal la choza -comentó Havers con envidiosa admiración-. El básico jardín vallado, el básico farol del siglo diecinueve, la básica calle sombreada por árboles con los muy básicos BMW aparcados en ella. -Señaló la casa con el pulgar-. Le habrá costado una fortuna.

– Por lo que dijo Davies-Jones sobre los términos de su testamento, tengo la impresión de que podía permitírselo -replicó Lynley-. Abrió la puerta e indicó a Havers que entrara.

Se encontraron en una pequeña antesala, con baldosas de mármol y desprovista de muebles. Las cartas introducidas por la ranura de la puerta estaban tiradas por el suelo. Se trataba del correo habitual en un autor de éxito: cinco circulares, una factura de la electricidad, once cartas dirigidas a Joy y que habían llegado por medio de su editor, una factura del teléfono, cierto número de sobres pequeños que parecían invitaciones, y varios otros de tamaño comercial con remitentes muy diversos. Lynley se los tendió a Havers.

– Eche un vistazo, sargento.

Ella los tomó y se adentraron en la casa, accediendo por una puerta de cristal opaco a un largo pasillo. Dos puertas se abrían en la pared de la izquierda, y la derecha quedaba interrumpida por una escalera. Al final del corredor, las sombras de la tarde oscurecían lo que parecía ser la cocina.

Lynley y Havers entraron primero en la sala de estar. Tres chorros oblicuos que penetraban por una amplia ventana sobresaliente bañaban la estancia de una difusa luz dorada, deslizándose por una alfombra de color hongo que tenía el aspecto y el olor de haber sido colocada recientemente. Muy poco más revelaba la personalidad de la propietaria de la casa, a excepción de las sillas de asiento bajo agrupadas alrededor de mesas altas, que señalaban cierta inclinación por el diseño moderno. Los gustos artísticos de Joy Sinclair terminaban de confirmarlo. Tres óleos al estilo de Jackson Pollock estaban apoyados contra una pared, a la espera de ser colgados, y sobre una de las mesas se erguía una escultura angular de mármol, de tema indefinido.

En la pared este, puertas dobles comunicaban con el comedor, apenas amueblado, con la misma tendencia al ascetismo elegante del diseño moderno. Lynley se acercó a las cuatro puertas cristaleras que había detrás de la mesa, frunciendo el ceño ante la sencillez de sus cerraduras y la facilidad con que el más inexperto ladrón entraría. La verdad era que Joy Sinclair no poseía objetos de gran valor, admitió, a menos que el mercado del mueble escandinavo estuviera en su apogeo o que los cuadros de la sala de estar fueran auténticos.

La sargento Havers se sentó a la mesa, extendió el correo delante de sí y se humedeció los labios con aire pensativo, empezando a abrir las cartas.

– Una chica popular. Aquí habrá una docena de invitaciones.

– Hummm. -Lynley se asomó al jardín trasero, cercado por muros de ladrillo. Era un cuadrado de superficie justa para dar cabida a un fresno, un círculo pequeño a su alrededor para plantar flores y un pedazo de césped cubierto por una fina capa de nieve. El detective entró en la cocina.

Detectó en ella el mismo persistente anonimato que en las otras dos habitaciones. Una larga fila de armarios blancos interrumpidos por aparatos negros, una reluciente mesa de pino, con dos sillas, apoyada contra una pared, manchas brillantes de color distribuidas estratégicamente por la estancia: un almohadón rojo aquí, una tetera azul allí, un delantal amarillo colgado de una percha detrás de la puerta. Lynley se apoyó en la encimera y paseó la vista a su alrededor. Las casas siempre revelaban algo acerca de sus propietarios, pero ésta poseía una artificialidad deliberada, algo creado por un interiorista al que una mujer por completo desinteresada en su entorno personal había concedido manga ancha. El resultado era una obra de buen gusto, moderadamente lograda. Pero no le revelaba nada.

– ¡Una factura del teléfono horripilante! -Gritó Havers desde el comedor-. Da la impresión de que se pasaba la mayor parte del tiempo charlando con media docena de tíos dispersos por todo el mundo. Parece que pidió una copia de sus llamadas.

– ¿Como cuáles?

– Siete llamadas a Nueva York, cuatro a Somerset, seis a Gales y… déjeme ver… diez a Suffolk. Todas muy breves, excepto dos más largas.

– ¿Hechas a la misma hora? ¿Seguidas?

– No, a lo largo de cinco días. El mes pasado. Intercaladas entre las llamadas a Gales.

– Investigue todos los números. -Lynley se dirigió hacia las escaleras mientras Havers abría otro sobre.

– Aquí hay algo, señor. «Joy, no has respondido a ninguna de mis cartas o llamadas telefónicas. Espero tener noticias tuyas antes del viernes, o de lo contrario pondré el asunto en manos de nuestra asesoría legal. Edna.»

Lynley se detuvo, ya con un pie sobre el primer peldaño.

– ¿Su editora?

– La redactora jefe. Y escrito en papel de la editorial. Huele a problemas, ¿no?

Lynley meditó en informaciones previas: la referencia en la cinta grabada a sacarse de encima a Edna, las citas fallidas en Upper Grosvenor Street que constaban en la agenda.

– Telefonee a la editorial, sargento. Averigüe lo que pueda. Después haga lo mismo con las llamadas de larga distancia. Voy arriba.

Si la personalidad de Joy Sinclair parecía estar ausente de la planta baja, su presencia se manifestó con caótico abandono en cuanto Lynley llegó al final de la escalera. Allí se hallaba el centro neurálgico del edificio, una mezcolanza ecléctica de posesiones personales coleccionadas y atesoradas. Joy Sinclair se encontraba en todas partes, en las fotos que cubrían las paredes del estrecho pasillo, en un armario rebosante de toda clase de objetos, desde lencería a brochas para pintar, en la cortina de ropa interior tendida en el cuarto de baño, incluso en el aire, que conservaba un débil aroma a sales de baño y perfume.

Lynley entró en el dormitorio. Consistía en un aluvión de almohadas multicolores, muebles de caña rotos y prendas de vestir. Sobre la mesa próxima a la cama sin hacer había una foto que el detective examinó brevemente. Un joven delgado y de aspecto sensible estaba de pie junto a una fuente en el Gran Patio del Trinity College de Cambridge. Lynley reparó en las entradas del cabello, reconoció algo familiar en el conjunto de cabeza y hombros. Alee Rintoul, imaginó, y dejó la foto en su sitio. Prosiguió hacia la parte delantera de la casa. El estudio de Joy no era muy diferente de las demás habitaciones y, tras echar una rápida ojeada, Lynley se preguntó cómo podía alguien dar a luz un libro en una atmósfera tan desordenada.

Pasó por encima de una pila de manuscritos, cerca de la puerta, y caminó hacia dos mapas colgados de la pared sobre un procesador de textos. El primer mapa era grande, un plano regional oficial del tipo que los libreros venden a los turistas que desean realizar un recorrido minucioso de una zona concreta del país. Era de Suffolk, aunque incluía partes de Cambridgeshire y Norfolk. Lynley comprendió que Joy lo había empleado para algún tipo de investigación, a juzgar por el círculo rojo que rodeaba el nombre de un pueblo y la gran X trazada a unos cinco centímetros de distancia, no lejos de Mildenhall Fen. Lynley se puso las gafas para ver mejor. «Porthill Green», leyó debajo del círculo rojo.

Y después, al cabo de un momento, estableció la relación «P. Green» en la agenda de Joy. No era una persona, sino un lugar.

Había más círculos en otros puntos del plano: Cambridge, Norwich, Ipswich, Bury St. Edmunds. Las carreteras que comunicaban estas poblaciones con Porthill Green estaban marcadas, así como la que unía Porthill Green con la X cercana a Mildenhall Fen. Lynley consideró las implicaciones que se derivaban del plano, mientras oía en el piso de abajo a la sargento Havers haciendo una llamada tras otra, murmurando por lo bajo de vez en cuando si una respuesta no le complacía, debía esperar más de la cuenta o el número comunicaba.

Lynley fijó la vista en el segundo plano de la pared. Era un dibujo hecho a lápiz de un pueblo cuyos edificios eran similares a los de cualquier lugar de Inglaterra. Estaban identificados de forma genérica como «iglesia», «verdulería», «taberna», «casa», «gasolinera». El plano no le aportó nada nuevo, a menos que se tratase de un somero bosquejo de Porthill Green. Si tal era el caso, sólo indicaría el interés de Joy en el lugar, pero no el motivo ni lo que había hecho allí en caso que lo hubiera visitado.

Lynley centró su atención en el escritorio. Reinaba el mismo desorden confuso que en el resto de la habitación, del tipo cuyo causante sabe exactamente dónde está cada cosa, pero que desconcierta a cualquier otra persona. Libros, planos, blocs y papeles cubrían la superficie, junto con una taza de té sucia, varias estilográficas, una grapadora y un tubo de pomada antiinflamatoria para músculos fatigados. Lo examinó durante varios minutos, mientras la voz de Havers proseguía hilvanando conversaciones.

Lynley llegó a la conclusión de que debía existir cierta lógica en aquel batiburrillo, y no tardó en descubrirla. Aunque el conjunto de los materiales amontonados carecía de un sentido preciso, al tomar los elementos por separado se detectaba un hilo racional. Había una pila de libros que parecían ser obras de consulta: tres textos de psicología relativos a la depresión y al suicidio, y dos libros de texto sobre las operaciones de la policía británica. Otra pila consistía en una colección de artículos periodísticos que detallaban toda clase de muertes. Una tercera pila agrupaba una colección de folletos y opúsculos que describían diversas regiones del país. Una última pila se componía de corresponderá, un nutrido grupo de cartas que, probablemente, no habían obtenido respuesta.

Las examinó, dejando a un lado las cartas de los admiradores, confiando en que su intuición le guiaría hasta algo significativo. Lo encontró al cabo de trece cartas.

Era una breve nota de unas nueve líneas enviada por la editora de Joy Sinclair: «¿Cuándo podremos ver el primer borrador de “La horca es demasiado buena”, llevas seis meses de retraso y tu contrato estipula…»

De repente, todo lo que había sobre el escritorio de Joy empezó a cobrar coherencia. Los textos sobre el suicidio, las operaciones de la policía, los artículos sobre las muertes, el título del nuevo libro. Lynley experimentó la oleada de excitación que siempre le asaltaba cuando sabía que seguía la pista correcta.

Se volvió hacia el ordenador. Vio que tenía dos discos insertados, el del programa y el que contendría el trabajo de Joy.

– Havers -aulló-. ¿Qué sabe de ordenadores?

– Un momento -contestó ella-. He de… -Su voz bajó de tono cuando se puso a hablar por teléfono.

Lynley, impaciente, conectó el aparato. Al cabo de un momento aparecieron directrices en la pantalla. Era mucho más sencillo de lo que había imaginado. Sólo había pasado un minuto cuando ya estaba contemplando la copia de La horca es demasiado buena.

Por desgracia, el total del manuscrito (seis meses de retraso y sin duda el motivo de su disputa con la editorial) se reducía a una sola frase: «Hannah decidió matarse la noche del 26 de marzo de 1973.» Eso era todo.

Lynley buscó en vano algo más, aprovechando todas las directrices que el ordenador le ofrecía, pero no había nada. O la obra había sido borrada, o Joy sólo había escrito aquella única frase. «No me extraña que la editora eche espuma por la boca y hable de entablar acciones legales», pensó Lynley.

Desconectó el aparato y volvió a concentrarse en el escritorio. Pasó los diez minutos siguientes intentando encontrar algo más en el material desperdigado. Decepcionado, se dedicó a registrar los cuatro cajones del archivo. Iba por el segundo cuando Havers entró en la habitación.

– ¿Alguna cosa? -preguntó.

– Un libro titulado La horca es demasiado buena, una mujer llamada Hannah que decidió suicidarse y un lugar llamado Porthill Green, P. Green, diría yo. ¿Y usted?

– Empezaba a abrigar la sospecha de que nadie trabaja en Nueva York antes del mediodía, pero conseguí averiguar que el número de Nueva York es el de un agente literario.

– ¿Y los demás?

– La llamada de Somerset fue a casa de Stinhurst.

– ¿Y la carta de Edna? ¿Ha telefoneado a la editorial?

– Joy les vendió una propuesta a principios del año pasado. Quería hacer algo diferente de su tema habitual, el criminal y la víctima, centrándose en el tema del suicidio, sus motivos y sus efectos posteriores. El editor compró la propuesta… Siempre había cumplido los plazos, pero ahí se terminó. No les entregó ni una palabra. Le han estado persiguiendo durante meses. De hecho, han reaccionado ante su muerte como si cada noche hubieran rezado para que se produjera.

– ¿Y los otros números?

– El número de Suffolk es muy interesante. Respondió un chico. Parecía un adolescente, pero no tenía ni idea de quién era Joy Sinclair o para qué les iba a llamar.

– ¿Qué tiene de interesante, pues?

– El nombre del chico, inspector. Teddy Darrow. El nombre de su padre es John. Y habló conmigo desde una taberna llamada Wine's the Plough. Y esa taberna está justo en medio de Porthill Green.

Lynley sonrió y experimentó el entusiasmo que nace de la confirmación.

– Dios mío, Havers, a veces pienso que formamos un equipo invencible. Estamos en el buen camino. ¿Se da cuenta?

Havers no respondió. Estaba echando una ojeada al material acumulado sobre el escritorio.

– De modo que hemos encontrado al John Darrow del que Joy hablaba durante la cena y en la grabación -musitó Lynley-. Ya tenemos la explicación para la referencia en su agenda a «P. Green». Ya tenemos el motivo para que llevase esa caja de cerillas en su bolso… Debió de estar en la taberna. Y ahora hemos de buscar la relación entre el libro de Joy y John Darrow, entre John Darrow y Westerbrae. -Miró fijamente a Havers-. Pero hubo otra serie de llamadas, ¿verdad? A Gales.

Lynley vio que Havers hojeaba los recortes de periódico como si necesitara escudriñar cada uno de ellos. Sin embargo, no daba la impresión de que los estuviera leyendo.

– Eran a Llanbister. A una mujer llamada Anghared Mynach.

– ¿Por qué Joy la telefoneó?

Havers vaciló de nuevo.

– Buscaba a alguien, señor.

Lynley entornó los ojos. Cerró el cajón cuyo contenido estaba examinando.

– ¿A quién?

Havers frunció el entrecejo.

– A Rhys Davies-Jones. Anghared Mynach es su hermana. Estaba viviendo con ella.

Barbara leyó en el rostro de Lynley que asimilaba rápidamente una serie de ideas. Sabía muy bien qué conjunto de hechos estaba combinando en su mente: el nombre de John Darrow, mencionado durante la cena la noche que Joy Sinclair fue asesinada; la referencia a Rhys Davies-Jones en la cinta grabada por Joy; las diez llamadas telefónicas a Porthill Green, y las seis intercaladas a Gales. Seis llamadas a Rhys Davies-Jones.

Barbara, para evitar una discusión sobre el particular, se acercó a la pila de manuscritos amontonados cerca de la puerta del estudio. Empezó a hojearlos con curiosidad, advirtiendo el gran interés de Joy en el asesinato y la muerte: un esbozo para un estudio sobre el Destripador de Yorkshire, un artículo inacabado sobre Crippen, al menos sesenta páginas sobre la muerte de lord Mounbatten, las galeradas encuadernadas de un libro titulado El cuchillo se clava una vez y tres zafias ediciones de otro libro titulado Muerte en la oscuridad. Pero faltaba algo.

Barbara centró su atención en el escritorio, mientras Lynley se enfrascaba de nuevo en el archivo. La sargento abrió el cajón superior. Joy guardaba en él los discos del ordenador, clasificados en dos largas filas. Una etiqueta en la esquina superior derecha indicaba el tema. Barbara leyó los títulos. Mientras lo hacía, la confirmación de sus sospechas fue creciendo en su interior. El segundo y tercer cajones contenían hojas de papel, sobres, cintas para las impresoras, grapas, papel carbón antiguo, cinta magnética, tijeras. Pero no lo que estaba buscando. Nada que se le pareciera.

Barbara se dirigió al archivo cuando Lynley se desplazó hacia las estanterías.

– Ya lo he registrado, sargento -dijo Lynley.

Barbara buscó una excusa.

– Una corazonada, señor. Sólo tardaré un momento.

La verdad es que tardó casi una hora, y a esas alturas Lynley ya se había guardado en el bolsillo las solapas del último libro de Joy Sinclair, había vuelto al dormitorio y pasado a registrar el armario que había al final de la escalera. Barbara le oía rebuscar sistemáticamente entre su contenido. Pasaban de las cuatro cuando la sargento terminó de investigar en el archivo y descansó un momento, satisfecha con la validez de su hipótesis. Ahora debía decidir si se lo contaba a Lynley o callaba hasta recabar más datos, datos que él no podría rechazar.

¿Por qué Lynley no había caído en la cuenta?, se preguntó. ¿Cómo era posible que lo hubiera pasado por alto? Ante la ausencia de pruebas palpables, sólo veía lo que quería ver, lo que necesitaba ver, una pista que condujera directamente a la culpabilidad de Rhys Davies-Jones.

Esta culpabilidad le seducía hasta tal punto que se había convertido para Lynley en una eficaz cortina de humo, capaz de ocultar el único detalle crucial en el que no había reparado. Joy Sinclair se había dedicado a escribir una obra para Stuart Rintoul, lord Stinhurst. Y no había ni una referencia a ella en todo el estudio. Ni un borrador, ni un esbozo, ni una lista de personajes, ni un trozo de papel.

Alguien había registrado la casa antes que ellos.

– La dejaré en Acton, sargento -dijo Lynley cuando salieron.

Se dirigió hacia su coche, un Bentley plateado alrededor del cual se había congregado un pequeño grupo de admiradores infantiles, que miraban por las ventanillas y deslizaban sus manos sucias por las brillantes aletas.

– Mañana saldremos temprano hacia Porthill Green. ¿Qué le parece las siete y media?

– Estupendo, señor, pero no hace falta que pase por Acton. Tomaré el metro. Está justo en la esquina de Heath Street con el paso elevado.

Lynley paró y se volvió hacia ella.

– No sea ridícula, Barbara. Tardará una eternidad. Un transbordo y Dios sabe cuántas estaciones. Suba al coche.

Barbara lo interpretó como la orden que era y buscó una manera de negarse sin irritarle. No podía desperdiciar el tiempo que Lynley tardaría en acompañarle a su casa. Pese a lo que él pensara, su jornada laboral aún no había concluido.

Se aferró a la primera excusa que le vino a la cabeza, haciendo caso omiso de lo que él pudiera pensar.

– La verdad, señor, es que tengo una cita. -Y luego, sabiendo que la idea era ridícula, procuró que sonara menos absurda-. Bueno, no exactamente una cita. Conocí a alguien y pensamos… Bueno, que podríamos ir a cenar y a ver la película que acaban de estrenar en el Odeon. -Se estremeció ante este último alarde de creatividad y rezó para que se acabara de estrenar una película en el Odeon, o que, de lo contrario, él no lo supiera.

– Oh, entiendo. ¿Le conozco?

«Mierda», pensó Barbara.

– No, es un tipo que conocí la semana pasada. En el supermercado, para ser exacta. Nuestros carritos chocaron entre las frutas en almíbar y los tés.

– Suena como si una relación importante fuera a dar comienzo. ¿La dejo en el metro?

– No, iré caminando. Nos veremos mañana, señor.

Lynley asintió y se encaminó hacia el coche. Los excitados niños que lo habían estado admirando le rodearon al instante.

– ¿Es suyo el coche, señor?

– ¿Cuánto cuesta?

– ¿Los asientos están forrados de piel?

– ¿Me deja conducirlo?

Barbara oyó la risa de Lynley y vio que se apoyaba contra el coche, cruzaba los brazos y se enfrascaba en animada conversación con el grupo. «Es increíble -pensó ella-. Ha dormido sólo tres horas en las últimas treinta y tres, se enfrenta al hecho de que la mitad de su mundo se está cayendo a trozos, y todavía tiene paciencia para escuchar a los niños.» Al contemplarle con ellos (imaginando que, a pesar de la distancia, podía distinguir las arrugas que se formaban alrededor de sus ojos al reír y el músculo estriado que torcía su sonrisa), se sintió intrigada por lo que sería capaz de hacer para proteger la carrera y la integridad de un hombre semejante.

«Cualquier cosa», decidió, y empezó a caminar hacia el metro.

Nevaba cuando Barbara llegó a casa de St. James, en la calle Cheyne Row de Chelsea, a las ocho de la noche. A la luz dorada de las farolas, los copos de nieve parecían astillas de ámbar que cayeran flotando sobre el pavimento, los coches y el intrincado hierro forjado de los balcones y las verjas. El chubasco era suave en comparación con las tormentas invernales, pero sin embargo bastaba para congestionar el tráfico del Enbankment, a una manzana de distancia. Se había mitigado considerablemente el habitual fragor de la circulación, y algún bocinazo ocasional, producto de los nervios, explicaba el porqué.

Joseph Cotter, que en la vida de St. James ejercía el doble papel de criado y suegro, abrió la puerta a Barbara. Era un hombre calvo que, según los cálculos de la sargento, no sobrepasaba los cincuenta años, de corta estatura y robusto, tan poco parecido a su alta y esbelta hija que, durante algún tiempo después de conocer a Deborah St. James, Barbara ni siquiera sospechó el parentesco que la unía con este hombre. Transportaba un servicio de café en una bandeja de plata, y hacía cuanto podía para no tropezar con un perro salchicha de pelo largo y un rechoncho gato gris que, desde el suelo, solicitaban sus atenciones. Los tres arrojaban sombras grotescas sobre la chapa de madera oscura que forraba la pared.

– ¡Largo, Peach! ¡Alaska! -dijo, antes de volver su cara rubicunda para saludar a Barbara. Los animales retrocedieron la respetable distancia de quince centímetros-. Entre, señorita… Sargento. El señor St. James está en el estudio. -Examinó a Barbara con ojo crítico-. ¿Todavía no ha comido, jovencita? Ese par acaba de terminar. Le prepararé algo en un abrir y cerrar de ojos. ¿Acepta?

– Gracias, señor Cotter. Cualquier cosa me irá bien. Me temo que no he probado bocado desde esta mañana.

Cotter meneó la cabeza. -Policía. -dijo con breve y elocuente desaprobación-. Espere aquí, señorita. Le prepararé algo bueno.

Golpeó una vez a la puerta que había al pie de la escalera y entró sin aguardar respuesta. Barbara le siguió hasta el interior del estudio de St. James, una habitación con estanterías abarrotadas de libros que llegaban hasta el techo, montones de fotografías y toda clase de fetiches intelectuales; era uno de los lugares más agradables de la casa.

Ardía un fuego en la chimenea, y los olores combinados del cuero y el coñac producían un aroma agradable, muy parecido al que imperaba en los clubes de caballeros. St. James ocupaba una silla cerca del hogar, la pierna apoyada en una gastada otomana y, frente a él, lady Helen Clyde se hallaba acuclillada en una esquina del sofá. Estaban sentados en silencio, como un matrimonio anciano o un par de amigos demasiado íntimos para necesitar el vínculo de la conversación.

– Ha llegado la sargento, señor St. James -anunció Cotter, depositando el café sobre una mesita baja situada frente al fuego. Las llamas arrancaron destellos de la porcelana y se reflejaron como oro líquido sobre la bandeja-. No ha comido en todo el día, de modo que me ocuparé de ello al instante si se sirven ustedes mismos el café.

– Creo que nos las arreglaremos sin molestarle más que dos o tres veces, Cotter. ¿Será tan amable de cortar otro trozo de pastel de chocolate para lady Helen, si queda? Se muere de ganas, pero ya sabe cómo es. Demasiado bien educada para pedir más.

– Miente como siempre -interrumpió lady Helen-. En realidad es para él, pero sabe que usted le expresará su desaprobación.

Cotter les miró alternativamente, sin dejarse engañar por su intercambio verbal.

Dos trozos de pastel de chocolate -dijo significativamente-. Y también cena para la sargento. -Se marchó, haciendo revolotear el brazo de su chaqueta negra.

– Pareces acabada -le dijo St. James a Barbara cuando Cotter desapareció.

– Todos parecemos acabados -recalcó lady Helen-. ¿Café, Barbara?

– Diez tazas, como mínimo -contestó. Se quitó el abrigo y la capucha, los dejó caer sobre el sofá y se acercó al fuego para restablecer la circulación de sus dedos entumecidos-. Está nevando.

Lady Helen se encogió de hombros.

– Después de este último fin de semana, son las dos últimas palabras que deseo oír. -Tendió a St. James una taza de café y sirvió dos más-. Espero que tu día haya sido más productivo que el mío, Barbara. Después de pasarme cinco horas investigando el pasado de Geoffrey Rintoul, me siento como si trabajara para uno de esos comités del Vaticano que recomiendan candidatos para la canonización -sonrió a St. James-. ¿Soportarás escucharlo de nuevo?

– Ardo en deseos. Me permitirá examinar mi dudoso pasado y sentirme convenientemente culpable.

– Como debería ser. -Lady Helen regresó al sofá, sacudiéndose unos mechones de pelo que resbalaban sobre sus mejillas. Se quitó los zapatos, dobló las piernas bajo el cuerpo y bebió un poco de café.

Barbara observó que ni siquiera el agotamiento alteraba su gracia. Confiada en sí misma. Absolutamente a sus anchas. Estar en su presencia suponía siempre el ejercicio de sentirse desgarbada y carente de todo atractivo. Al observar la elegancia natural de la joven, Barbara se preguntó cómo podía la esposa de St. James tolerar con tanta placidez que su marido y lady Helen trabajaran codo con codo tres días a la semana en su laboratorio forense, situado en la última planta de la casa.

Lady Helen tomó su bolso y sacó un pequeño bloc negro.

– Después de pasar varias horas con Debrett y Burke y La nobleza provinciana, por no mencionar una charla telefónica de cuarenta minutos con mi padre, que lo sabe todo sobre cualquiera que posea un título, he conseguido trazar un notable retrato de nuestro Geoffrey Rintoul. Veamos. -Abrió el bloc y paseó la vista por la primera página-. Nació el 23 de noviembre de 1914. Su padre fue Francis Rintoul, decimocuarto conde de Stinhurst, y su madre Astrid Selvers, una norteamericana que fue presentada en sociedad al estilo de los Vanderbilt y que, por lo visto, tuvo la audacia de morir en 1924, dejando a Francis con tres niños a los que criar. Así lo hizo, y con gran éxito, si tenemos en cuenta los logros alcanzados por Geoffrey.

– ¿No volvió a casarse?

– Nunca. Tampoco parece que mantuviera asuntillos discretos, pero da la impresión de que la escasa inclinación sexual sea una norma de la familia, como enseguida comprenderás.

– ¿Cómo es posible, considerando la aventura de Geoffrey con su cuñada?

– Una posible incongruencia -admitió St. James.

– Geoffrey se educó en Harrow y Cambridge -prosiguió lady Helen-. Graduado en Cambridge en 1936 con nota sobresaliente en economía y honores diversos en lingüística y oratoria, y así por los siglos de los siglos. Sin embargo, no llamó la atención de nadie hasta octubre de 1942, en que se reveló como el hombre más asombroso. Estaba combatiendo con Montgomery el vigésimo segundo día de la batalla de El Alamein, en el norte de África.

– ¿Su grado?

– Capitán. Iba en un tanque. Por lo visto, durante uno de los peores días de combate, su tanque fue alcanzado e incendiado por una granada alemana. Geoffrey consiguió sacar a dos hombres heridos y arrastrarles casi dos kilómetros hasta ponerles a salvo. A pesar de que también él estaba herido. Fue condecorado con la Cruz de la Victoria.

– No es la clase de hombre que te esperas encontrar enterrado en una tumba solitaria, desde luego -comentó Barbara.

– Y aún hay más -añadió lady Helen-. A petición propia, y pese a la gravedad de sus heridas, suficiente para mantenerle fuera de combate hasta el final de la guerra, fue a parar al frente aliado de los Balcanes. Churchill intentaba conservar cierta influencia británica en la zona, ante la potencial superioridad rusa, y Geoffrey era, evidentemente, un hombre leal a Churchill de pies a cabeza. Cuando regresó a la patria, obtuvo un empleo en Whitehall, dependiente del Ministerio de Defensa.

– Me sorprende que un hombre así no acabara en el Parlamento.

– Se lo pidieron muchas veces. Pero no quiso.

– ¿Y nunca se casó?

– No.

St. James se removió en su silla y lady Helen tendió la mano para detenerle. Se levantó y le sirvió una segunda taza de café sin decir palabra. Se limitó a fruncir el ceño cuando él se sirvió una más que generosa ración de azúcar, y retiró el azucarero de su alcance después de la quinta cucharada.

– ¿Era homosexual? -preguntó Barbara.

– De serlo, también era la discreción personificada. Puede aplicarse a cualquier otra relación que haya mantenido. Ni el menor rastro de escándalo. Nada de nada.

– ¿Ni siquiera nada que le relacione con la esposa de lord Stinhurst, Marguerite Rintoul?

– Absolutamente nada.

– Demasiado bueno para ser cierto -observó St. James-. ¿Qué has averiguado, Barbara?

Ya iba a sacar el bloc del bolsillo, cuando Cotter entró con la comida prometida: pastel para St. James y lady Helen, y una bandeja con carnes frías, quesos y pan para Barbara. Acompañada de un tercer trozo de pastel que redondeaba su cena improvisada. Le dio las gracias con una sonrisa. Cotter le guiñó un ojo, comprobó el nivel de la cafetera y desapareció por la puerta. Sus pasos resonaron en la escalera del vestíbulo.

– Primero come -aconsejó lady Helen-. Me temo que con ese trozo de pastel delante de mí no atendería a lo que dijeras. Continuaremos cuando termines de cenar.

Barbara agradeció la comprensión delicadamente velada tan típica de lady Helen, y cayó como un buitre sobre la comida, devorando tres trozos de carne y dos enormes tajadas de queso, como un prisionero de guerra. Por fin, con el pastel y otra taza de café delante, sacó el cuaderno de notas.

– Me pasé unas cuantas horas fisgando en la biblioteca pública, y lo único que pude averiguar es que no hubo nada de extraño en la muerte de Geoffrey. Lo saqué casi todo de artículos periodísticos sobre la encuesta. Se desató una tormenta espantosa la noche que murió en Westerbrae, para ser exacta en las primeras horas de la madrugada del uno de enero del sesenta y tres.

– Muy plausible, si tenemos en cuenta el tiempo que ha hecho este fin de semana -observó lady Helen.

– Según el oficial que dirigió la investigación, un tal inspector Glencalvie, el tramo de la carretera donde ocurrió el accidente estaba cubierto por una placa de hielo. Rintoul perdió el control en la pendiente, saltó por encima de la cuneta y dio varias vueltas de campana.

– ¿No salió despedido?

– Por lo visto no, pero se rompió el cuello y su cuerpo se quemó.

Lady Helen se volvió hacia St. James.

– Eso podría significar que…

– En nuestros días ya no es posible cambiar un cadáver por otro, Helen. Sin duda le identificaron por las placas dentales y los rayos X. ¿Hubo algún testigo del accidente, Barbara?

– Lo más parecido a un testigo fue el propietario de Hillview Farm. Oyó el choque y fue el primero en llegar al lugar.

– ¿Quién es?

– Hugh Kilbride, el padre de Gowan. -Meditaron sobre esta información durante un momento. El fuego crepitó y chisporroteó cuando las llamas alcanzaron un grueso nudo de savia-. Por eso sigo pensando -prosiguió Barbara lentamente-. En lo que quería decir Gowan con aquellas dos palabras, «no vi». Al principio creí que existía una relación con la muerte de Joy, pero quizá no sea así. Quizá se refería a algo que su padre le dijo, un secreto que guardaba.

– Es una posibilidad, qué duda cabe.

– Y hay algo más.

Les contó el registro que había llevado a cabo en casa de Joy Sinclair, haciendo hincapié en la ausencia de materiales relacionados con la obra que estaba escribiendo para lord Stinhurst.

El interés de St. James aumentó.

– ¿Había señales de que hubieran entrado por la fuerza en la casa?

– No vi ninguna.

– ¿Es posible que alguien más tuviera llaves? -preguntó lady Helen-. No encaja, ¿verdad? Toda la gente interesada en la obra se encontraba en Westerbrae, de modo que nadie pudo… A menos que alguien volviera a Londres a toda prisa y lograra sacar algo del estudio antes de que vosotros llegarais. Aunque tampoco parece verosímil, ni siquiera posible. Además, ¿quién podría tener una llave?

– Irene, supongo. Robert Gabriel. Quizá incluso… -Barbara vaciló.

– ¿Rhys? -preguntó lady Helen.

Havers experimentó cierta desazón. Adivinó lo que la joven quería decir por la forma en que pronunció el nombre.

– Es posible. En la factura del teléfono de Joy constaban varias llamadas a Rhys, intercaladas con otras a un lugar llamado Porthill Green. -Su lealtad a Lynley le impidió añadir nada más. El hielo sobre el que caminaba en esta investigación ya era bastante resbaladizo para proporcionarle a lady Helen una información que podía pasar a otra persona, deliberadamente o no.

Por su parte, lady Helen no necesitó oír más.

– Y Tommy piensa que Porthill Green proporciona algún móvil a Rhys para asesinar. Por supuesto. Está buscando un móvil. Me dijo más o menos lo mismo.

– Sin embargo, nada de esto nos acerca ni un paso a comprender la obra de Joy. -St. James miró a Barbara-. «Vasallo.» ¿Significa algo para ti?

– Feudalismo. ¿Puede significar otra cosa? -Havers frunció el entrecejo.

– Tiene que estar relacionado con todo esto -replicó lady Helen-. Es la única parte de la obra que se me quedó grabada.

– ¿Por qué?

– Porque sólo tuvo sentido para la familia de Geoffrey Rintoul. Todos reaccionaron cuando oyeron al personaje decir que no estaba dispuesto a convertirse en otro vasallo, como si fuera una palabra en clave que sólo ellos comprendieran.

– ¿Y qué vamos a hacer? -suspiró Barbara.

Ni St. James ni lady Helen le respondieron. Se sumieron en una silenciosa meditación de varios minutos que fue interrumpida por el sonido de la puerta al abrirse y la voz bien timbrada de una joven.

– Papá, ya estoy aquí, absolutamente congelada y muerta de hambre. Comeré lo que sea, hasta filete y pastel de riñones, así que ya comprenderás lo desesperada que vengo. -Subrayó lo dicho con una alegre carcajada.

La voz de Cotter respondió con severidad desde el piso de arriba:

– Tu marido se ha comido hasta el último mendrugo de la casa, cariño. Eso te enseñará a dejar abandonado al pobre hombre durante tantas horas. ¿Adónde irá a parar el mundo?

– ¿Simon? ¿Ha llegado tan pronto a casa? -Sonaron pasos apresurados en el pasillo, la puerta del estudio se abrió de golpe y Deborah St. James apareció en el umbral.

– Mi vida, ¿no habrás…? -Se interrumpió al ver a las otras mujeres. Desvió los ojos hacia su marido y se quitó la boina de color crema, que liberó una masa indisciplinada de cabello rojo cobrizo. Iba vestida con elegancia (abrigo de lana color marfil sobre un traje gris) y cargaba con una enorme cámara, protegida por un estuche metálico, que depositó cerca de la puerta-. He ido a hacer una boda. Creía que no iba a escaparme de la fiesta. ¿Habéis vuelto de Escocia tan pronto? ¿Qué ha ocurrido?

Una sonrisa iluminó la cara de St. James. Tendió la mano y su mujer se aproximó.

– Sé exactamente por qué me casé contigo, Deborah -dijo, besándola con ternura y revolviendo su cabello-. ¡Fotografías!

– Y yo que pensaba que estabas loco por mi perfume -replicó ella.

– Ni por asomo. -St. James se levantó de la silla y caminó hacia el escritorio. Rebuscó en un amplio cajón y sacó una guía telefónica.

– ¿Qué estás haciendo? -preguntó lady Helen. Deborah acaba de responder a la pregunta de Barbara. ¿Qué vamos a hacer? Buscar fotografías. -Tomó el teléfono-. Y si existen, Jeremy Vinney es el único hombre que puede conseguirlas.

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