Capítulo 5

Gowan Kilbride padecía un nuevo tipo de agonía. Empezó en el momento en que el agente Lonan abrió la puerta de la biblioteca y anunció que la policía de Londres quería hablar con Mary Agnes. Se intensificó cuando Mary Agnes se levantó, demostrando una indisimulada avidez por el encuentro. Y alcanzó su cénit al darse cuenta de que llevaba quince minutos alejada de su vista y de su decidida (aunque muy poco adecuada) protección. Peor aún, se encontraba ahora bajo la segura, muy adecuada y decididamente masculina protección de Scotland Yard.

Y ésa era la fuente del problema.

En cuanto el grupo de policías llegados de Londres y en particular el detective alto y rubio que parecía llevar la voz cantante salió de la biblioteca después del breve intercambio de palabras con lady Helen Clyde, Mary Agnes se volvió hacia Gowan con los ojos encendidos.

– Es divino -suspiró ella.

Un comentario de mal agüero, pero Gowan, loco de amor, se empeñó en proseguir la conversación.

– ¿Divino? -preguntó irritado.

– ¡Ese policía! -y Mary Agnes se puso a catalogar, extasiada, las virtudes del inspector Lynley. Gowan experimentó la sensación de que se las tatuaban en el cerebro. El cabello de Anthony Andrews, la nariz de Charles Dance, los ojos de Ben Cross y la sonrisa de Sting. Daba igual que el inspector no se hubiera molestado en sonreír ni una sola vez. Mary Agnes era perfectamente capaz de completar los detalles en caso necesario.

Ya había sido bastante malo competir sin éxito con Jeremy Irons, pero Gowan comprendía ahora que se las tenía que ver con toda la plana mayor del teatro británico, resumida en un solo hombre. Hizo rechinar los dientes con amargura y se retorció de angustia.

Estaba sentado en una silla forrada de cretona que, después de tantas horas, se le antojaba una incómoda segunda piel. A su lado, el apreciadísimo Cary Glob de la señora Gerrard (que ésta había apartado con todo cuidado al cuarto de hora de comenzado el encierro) descansaba sobre un pedestal dorado imposiblemente adornado. Gowan lo miró de mal humor. Tenía ganas de patearlo. Mejor aún, tenía ganas de arrojarlo por la ventana. Sentía unos enormes deseos de escapar.

Intentó acallar su necesidad obligándose a admirar los encantos de la biblioteca, pero no descubrió ninguno. Los octágonos de yeso blanco del techo necesitaban una capa de pintura, como también los florilegios que adornaban sus centros. El humo procedente de la chimenea y los cigarrillos los habían ido deteriorando a lo largo de los años, y lo que parecían sombras oscuras en los rincones y grietas de la ornamentación no era más que hollín, la clase de mugre que prometía dos atroces semanas o más de trabajo en los meses venideros. Las estanterías, por su parte, presagiaban más calamidades. Contenían cientos, tal vez incluso miles, de volúmenes encuadernados en piel, y detrás de los cristales todos olían a polvo y desuso. Más trabajo de limpiar y secar y restaurar y… ¿Dónde estaba Mary Agnes? Tenía que encontrarla. Tenía que salir.

Cerca de él, la voz de una mujer se elevó en un quejumbroso lamento.

– ¡Por favor, Dios mío! ¡No puedo soportarlo ni un momento más!

Durante las últimas semanas Gowan había desarrollado una leve antipatía hacia los actores en general, pero en el curso de las nueve horas anteriores había llegado a detestar cordialmente a este grupo en particular.

– David, no aguanto más. ¿No puedes hacer algo para sacarnos de aquí? -Joanna Ellacourt se estrujaba las manos mientras hablaba a su marido, sin dejar de fumar y caminar.

Gowan pensó que la mujer no había parado de hacerlo en todo el día. La biblioteca olía como un vertedero humeante gracias a ella. Y era interesante advertir que había alcanzado su actual estado de agitación nerviosa cuando lady Helen Clyde regresó a la habitación, ofreciendo la posibilidad de que la atención general se desviase de la gran diva.

Los ojos entornados de David Sydeham siguieron la esbelta figura de su esposa desde su sillón de orejas.

– ¿Qué quieres que haga, Jo? ¿Tirar abajo la puerta y golpear al agente en la cabeza? Estamos a su merced, mi bella.

– Siéntate, Jo, querida -Robert Gabriel extendió hacia ella una mano, invitándola a reunirse con él en el sofá situado cerca de la chimenea. Los carbones habían ardido hasta transformarse en pequeños bultos grisáceos moteados de rosa-. Lo único que vas a conseguir es crisparnos los nervios, justo lo que la policía desea que hagas, y que, de hecho, hagamos todos. Facilitará su trabajo.

– Y me atrevería a decir que tú estás decidido a todo lo contrario -apuntó Jeremy Vinney.

El temperamento de Gabriel afloró.

– ¿Qué cojones quieres decir?

Vinney, sin hacerle caso, encendió una cerilla y la aplicó a su pipa.

– ¡Te he hecho una pregunta!

– Y a mí no me da la gana responderla.

– Tú, miserable…

– Todos sabemos que Gabriel tuvo ayer una trifulca con Joy -razonó Rhys Davies-Jones. Estaba sentado lo más lejos posible del bar, en una silla cercana a la ventana cuyas cortinas se habían descorrido poco antes. La noche tenebrosa bostezaba a través del cristal-. No creo que ninguno de nosotros necesitemos hacer veladas referencias al asunto, confiando en que la policía caiga en la cuenta.

– ¿Caiga en la cuenta? -la voz de Gabriel expresó toda su ira contenida-. Es muy amable por tu parte hacer recaer la culpa sobre mí, Rhys, pero temo que no colará. De ninguna manera.

– ¡Como! ¿Tienes una coartada? -preguntó David Sydeham-. Tal como veo las cosas, Gabriel, eres una de las pocas personas que tienen todos los números. A menos que, por supuesto, te saques de la manga una segunda acompañante con la que pasaste la noche -rió con sarcasmo-. ¿Qué me dices de la chiquilla? ¿Estará contando ahora Mary Agnes los prodigios de tu técnica? Seguro que tiene a los polis en ascuas. Una íntima descripción de lo que significa para una mujer recibirte entre sus piernas. ¿Acaso la obra de Joy nos iba a revelar tales maravillas anoche?

Gabriel se puso en pie como impulsado por un resorte, golpeándose contra una lámpara de pie metálica.

– ¡Debería…!

– ¡Basta! -Joanna Ellacourt se tapó los oídos-. ¡No lo soporto! ¡Basta!

Era demasiado tarde. El rápido intercambio de palabras había golpeado a Gowan como un puñetazo. Atravesó en cuatro zancadas la habitación, agarró a Gabriel con furia y le obligó a girarse.

– ¡Maldita sea! -chilló-. ¿Te has follado a Mary Agnes?

Pero la respuesta ya no le interesaba. Al ver la cara de Gabriel, Gowan no necesitó la respuesta. Ambos eran de la misma envergadura, pero la furia del muchacho aumentó su fuerza. Se encrespó en su interior. Derribó de un solo puñetazo a Gabriel y se lanzó sobre él, agarrándole el cuello con una mano mientras la otra descargaba aviesos y bien dirigidos golpes sobre su cara.

– ¿Qué le hiciste a Mary Agnes? -rugió Gowan sin dejar de pegarle.

– ¡Dios Santo!

– ¡Detenedle!

La frágil serenidad el leve barniz de la urbanidad se desintegró. Un perverso estremecimiento recorrió los cuerpos. Gritos roncos llenaron de tensión la atmósfera. Vasos de cristal se estrellaron en la chimenea. Muebles indefensos fueron pateados y apartados a un lado. El brazo de Gowan rodeó el cuello de Gabriel, y arrastró al hombre, que jadeaba y sollozaba, hacia el fuego.

– ¡Dímelo! -Gowan inclinó el hermoso rostro de Gabriel, ahora retorcido de vapor, sobre el guardafuegos, a escasos centímetros de los carbones incandescentes-. ¡Dímelo, bastardo!

– ¡Rhys! -Irene Sinclair se acurrucó en su butaca, el rostro ceniciento-. ¡Detenle! ¡Detenle!

Davies-Jones y Sydeham saltaron sobre los muebles derribados, dejando atrás a las figuras petrificadas de lady Stinhurst y Francesca Gerrard, encogidas como dos versiones diferentes de la mujer de Lot. Se abalanzaron sobre Gowan y Gabriel, tratando inútilmente de separarlos. La pasión que impulsaba a Gowan hacía su presa indestructible.

– No le creas, Gowan -susurró Davies-Jones al oído del muchacho. Le sujetó con fuerza por el hombro, obligándole a recobrar la razón-. No pierdas la cabeza por tan poca cosa. Suéltale, chico. Ya basta.

Las palabras, así como la comprensión total que entrañaban, consiguieron de alguna manera hacer mella en la furia de Gowan. Liberó a Robert Gabriel, se deshizo de Davies-Jones y se desplomó en el suelo, jadeando entre espasmos.

Se daba cuenta, por descontado, de la gravedad de los hechos, de que perdería su trabajo, y a Mary Agnes, por ese motivo. Sin embargo, a pesar de su reacción desorbitada, el tormento de amar sin ser amado en contrapartida le hacía inmune a la amenaza, indiferente al impacto que podía causar en los demás, deseoso tan sólo de devolver la herida que le habían infligido.

– ¡Lo sé todo! ¡Se lo diré a la policía y pagarás tus culpas!

– ¡Gowan! -gritó Francesca Gerrard, horrorizada.

– Cierra la boca, chico -dijo Davies-Jones-. No cometas la estupidez de hablar así, habiendo un asesino en la habitación.

Elizabeth Rintoul no se había movido ni un momento durante el altercado. Ahora se agitó, como si despertara de un sueño profundo.

– No. No está aquí. Papá se ha ido a la sala de estar, ¿verdad?

– Me da la impresión de que ves a Marguerite como es ahora, una mujer de sesenta y nueve años a la que muy pronto se le agotarán las fuerzas. Pero a los treinta y cuatro, cuando todo esto ocurrió, era adorable. Llena de vida. Y muy ansiosa… Muy ansiosa de vivir.

Lord Stinhurst, inquieto, se había trasladado a otra silla, lejos de la luz. Estaba inclinado hacia adelante, los brazos apoyados en las rodillas, y examinaba la alfombra floreada mientras hablaba, como si leyera respuestas en los mudos arabescos. Hablaba con voz átona, la voz de un hombre que recitaba sin permitirse la menor emoción.

– Mi hermano Geoffrey y ella se enamoraron poco después de la guerra.

Lynley no dijo nada, pero se preguntó cómo, pese a los treinta y seis años de distancia en el tiempo, podía hablar un hombre de un acto de infidelidad tan monstruoso casi sin emoción. Esta falta de emoción hablaba de un hombre muerto por dentro, que ya no podía soportar que le tocaran, que perseguía en cuerpo y alma el éxito en su carrera para no tener que enfrentarse a la agonía de su vida privada.

– Geoff había recibido numerosas condecoraciones. Regresó de la guerra como un héroe. No culpo a Marguerite por sentirse atraída hacia él. Todo el mundo lo estaba. Tenía algo… algo especial -Lord Stinhurst hizo una pausa. Sus manos se buscaron y apretaron con fuerza.

– ¿Sirvió usted también en la guerra? -le preguntó Lynley.

– Sí, pero no como Geoffrey, no con su aptitud, ni con su devoción. Mi hermano era como una hoguera. Ardía como una llama. Y, como el fuego, atraía a criaturas inferiores, más débiles que él. Mariposas. Marguerite fue una de ellas. Elizabeth fue concebida durante un viaje que Marguerite hizo sola a casa de mi familia, en Somerset. Ocurrió en verano. Yo me ausenté durante dos meses, viajando de pueblo en pueblo para dirigir un teatro regional. Marguerite deseaba acompañarme, pero, con toda franqueza, pensé que sería una carga para mí, que debería… distraerla. Pensé que sería un estorbo -no se molestaba en disimular su auto desprecio-. Mi mujer no era idiota, Thomas, ni tampoco lo es ahora, por cierto. Comprendió que la idea no me hacía gracia, y dejó de insistir en acompañarme. Debí darme cuenta de lo que aquello significaba, pero estaba demasiado sumergido en el teatro para comprender que Marguerite había hecho sus propios planes. No supe entonces que se iba con Geoffrey. Sólo supe al terminar el verano que estaba embarazada. Nunca me dijo de quién era la niña.

Que lady Stinhurst se hubiera negado a dar esta información a su marido no sorprendió a Lynley, pero que Stinhurst, sabiendo la verdad, hubiera aceptado continuar con el matrimonio carecía de sentido.

– ¿Por qué no se divorció de ella? A pesar del escándalo, habría conseguido cierta tranquilidad espiritual.

– Por Alee, nuestro hijo. Como acabas de decir, nuestro divorcio habría provocado un escándalo que, bien lo sabe Dios, habría ocupado las primeras planas de todos los periódicos durante meses. No podía, ni quería, permitir que Alee padeciera esa tortura. Significaba demasiado para mí. Más que mi matrimonio, supongo.

– Joy le acusó anoche de matar a Alee.

Una fatigada sonrisa, que implicaba tristeza y resignación a partes iguales, afloró a los labios de Stinhurst.

– Alee… Mi hijo estaba en la RAF. Su avión se estrelló durante un vuelo de pruebas sobre las islas Orkney en 1978. En el… -Stinhurst parpadeó y cambió de postura-. En el mar del Norte.

– ¿Joy lo sabía?

– Por supuesto. Estaba enamorada de Alee. Querían casarse. Su muerte la destrozó.

– ¿Se oponía usted al matrimonio?

– No me entusiasmaba, pero tampoco me oponía abiertamente. Me limité a sugerir que esperaran hasta que Alee terminara su período militar.

Se trataba, evidentemente, de una extraña elección de palabras.

– ¿Terminara su período?

– Todos los hombres de mi familia han pasado por el ejército. Es una tradición que ha perdurado durante trescientos años, yo no deseaba que mi hijo fuera el primer Rintoul en quebrantarla -por primera vez, la voz de Rintoul dejó traslucir cierta emoción-. Pero Alee no quería hacerlo, Thomas. Quería estudiar Historia, casarse con Joy, escribir y quizá dar clases en una universidad. Y yo, estúpido patriota que demostraba más apego a mi árbol genealógico que a mi propio hijo, no le dejé en paz hasta convencerle de que cumpliera su deber. Escogió las Reales Fuerzas Aéreas. Estoy convencido de que así pensaba evitar conflictos -Stinhurst alzó la vista y comentó, como si defendiera a su hijo-. No le amedrentaba el peligro, sencillamente no toleraba la guerra. Una reacción muy natural por parte de un historiador honesto.

– ¿Conocía Alee la relación entre su madre y su tío?

Stinhurst volvió a bajar la cabeza. La conversación parecía envejecerle, agotar sus fuerzas. Un cambio notable en un hombre que, por otro lado, se veía tan juvenil.

– Pensaba y esperaba que no, pero ahora sé, por lo que dijo Joy anoche, que sí lo sabía.

De nada habían servido los años desperdiciados, toda la pantomima destinada a proteger a Alee. Las siguientes palabras de Stinhurst confirmaron los pensamientos de Lynley.

– Siempre me he comportado como un hombre civilizado. No estaba dispuesto a comportarme con Marguerite como Chillingsworth con Hester Prynne, [10] de modo que interpretamos la pantomima de que Elizabeth era mi hija hasta la Noche Vieja de 1962.

– ¿Qué ocurrió?

– Descubrí la verdad. Fue un comentario casual, un desliz verbal que ubicó a mi hermano Geoffrey en Somerset y no en Londres, donde había pasado oficialmente aquel verano. Entonces lo supe, pero supongo que siempre había sospechado algo similar.

Stinhurst se interrumpió bruscamente. Caminó hacia la chimenea, tiró varios trozos de carbón al fuego y contempló cómo las llamas los devoraban. Lynley aguardó, preguntándose si con aquella actividad el hombre pretendía reprimir sus emociones o encubrir su pasado.

– Hubo… Temo que tuvo lugar una terrible pelea. No fue una discusión, sino un enfrentamiento físico. Sucedió aquí, en Westerbrae. Phillip Gerrard, el marido de mi hermana, puso fin a ella, pero Geoffrey se llevó la peor parte. Se marchó poco después de la medianoche.

– ¿Estaba en condiciones de marcharse?

– En aquel momento pensé que sí. Dios sabe que no hice nada por impedirlo. Marguerite lo intentó, pero él no soportaba su cercanía. Se deshizo de ella como enloquecido, y apenas pasados cinco minutos se mató en la pendiente que hay justo al bajar de Hillview Farm. Se rompió el cuello. Murió… quemado.

Se quedaron en silencio. Un trozo de carbón cayó al suelo y lamió el borde de la alfombra. El olor acre de la lana quemada llenó el aire. Stinhurst empujó la brasa hacia el hogar y concluyó su relato.

– Joy Sinclair se hallaba en Westerbrae aquella noche. Había venido de vacaciones. Elizabeth y ella se habían hecho amigas en la universidad. Debió de escuchar fragmentos de la discusión y sumar dos y dos. Dios sabe que tenía la obsesión de corregir los entuertos. ¿Qué mejor forma de vengarse de mí por causar involuntariamente la muerte de Alee?

– Eso sucedió hace diez años. ¿Por qué esperó tanto tiempo para vengarse?

– ¿Quién era Joy Sinclair hace diez años? ¿Cómo habría podido vengarse entonces, cuando era una mujer de veinticinco que iniciaba su carrera? ¿Quién la habría creído? No era nadie, pero ahora, una autora galardonada, con fama de ser puntillosa… Ahora contaría con un público que la escuchara. Actuó con enorme inteligencia, escribiendo una obra en Londres pero trayendo otra diferente a Westerbrae. Nadie se enteró hasta que empezamos a leerla anoche, con un periodista presente para tomar nota de los detalles más escabrosos. No se llegó tan lejos como Joy deseaba, desde luego. La reacción de Francesca interrumpió la lectura antes de que asomaran a la luz los peores detalles de nuestra sórdida saga familiar. Y ahora, también la obra se ha interrumpido para siempre.

La resuelta indicación de culpabilidad que contenían las palabras del hombre asombró a Lynley. ¿Comprendía Stinhurst hasta qué punto le denigraban?

– Comprenderá que al quemar esos libretos se ha perjudicado muchísimo -dijo.

La mirada de Stinhurst vagó por el fuego durante unos momentos. Una sombra resbaló sobre su frente y oscureció su mejilla.

– Ya no hay nada que hacer, Thomas. Tenía que proteger a Marguerite y a Elizabeth. Les debía eso, al menos. En especial a Elizabeth. Son mi familia -sus ojos rebosantes de dolor se clavaron en los de Lynley-. Pensaba que ibas a comprender más que nadie lo que una familia significa para un hombre.

Lo peor era que lo comprendía. Por completo.

Por primera vez, Lynley se fijó en el papel Briar Rose que cubría las paredes de la sala de estar. Era el mismo papel que cubría el cuarto de su madre en Howenstow, el mismo papel que sin duda cubría las paredes de habitaciones, saloncitos y salones de incontables mansiones esparcidas por todo el país. Databa de la última época victoriana y tenía humorísticos dibujos de rosas amarillas combatiendo con hojas que, por obra del humo y el tiempo, se veían más grises que verdes.

Sin necesidad de mirarla, Lynley habría podido cerrar los ojos y describir el resto de la habitación, de tan parecida a la de su madre en Cornualles: una chimenea de hierro, mármol y roble, dos piezas de porcelana en cada extremo de la repisa, un reloj largo y estrecho de nogal en una esquina, una pequeña vitrina de libros especialmente apreciados. Y siempre las fotografías, sobre una mesa de caoba centrada en el alféizar de la ventana.

Incluso en ellas advertía las similitudes. La historia gráfica de ambas familias era, en verdad, muy genérica.

Por lo tanto, comprendía. Dios, cómo comprendía. Los intereses de la familia, la obligación y la devoción por haber nacido con una mezcla específica de sangre en las venas, habían obsesionado a Lynley durante la mayor parte de sus treinta y cuatro años. Los lazos de la sangre le constreñían, coartaban sus deseos; le encadenaban a la tradición y exigían su adhesión a una forma de vida claustrofóbica. Pero no había escapatoria. Pues aunque se renunciara a los títulos y a la tierra, nunca se podía renunciar a las raíces. Nunca se podía renunciar a la sangre.

El comedor de Westerbrae ofrecía el tipo de iluminación capaz de rejuvenecer diez años a cualquiera. Tal efecto se conseguía mediante los focos de luz adosados a las paredes, complementados con candelabros distribuidos a igual distancia sobre la pulida superficie de la larga mesa de caoba. Barbara Havers se hallaba de pie en un extremo, examinando el plano del inspector Macaskin, que tenía desplegado frente a ella. Lo comparaba con sus notas, los ojos irritados por el humo del cigarrillo que sostenía entre los labios y cuya ceniza se alargaba asombrosamente, como si intentara batir un récord mundial. Cerca, silbando Memories con la convicción apasionada que habría enorgullecido a Betty Buckley, uno de los técnicos de Macaskin trataba de descubrir huellas en el círculo decorativo de dagas escocesas que colgaban en la pared sobre el bufete. Pertenecían a una panoplia más grande de alabardas, mosquetes y hachas de Lochaber, todas armas potencialmente mortíferas.

Mientras contemplaba con ojos estrábicos el plano, Barbara intentaba conciliar lo que Gowan Kilbride le había contado con lo que ella deseaba creer sobre los detalles del caso. No le resultaba fácil. Exigía demasiado a su credulidad. Se sintió aliviada cuando el sonido de unos pasos en el vestíbulo le dio una excusa para dedicar su atención a otra cosa.

Levantó la vista, y la ceniza del cigarrillo cayó sobre la pechera de su jersey de cuello cisne. Se la sacudió, irritada, dejando una mancha gris que recordaba la huella de un pulgar.

Lynley entró. Pasó junto al técnico y señaló otra puerta más alejada con un movimiento de cabeza. Barbara tomó su cuaderno y le siguió, atravesando el cálido comedor y la habitación de la vajilla, hasta la cocina, perfumada por el olor de la carne sazonada con romero y los tomates al horno preparados con algún tipo de salsa. Una mujer muy ocupada trajinaba ante una mesa central, cortando patatas en láminas muy finas con un cuchillo de aspecto temible. Vestía de blanco de pies a cabeza y, de hecho, parecía más un científico que una cocinera.

– La gente ha de cenar -explicó secamente cuando vio a Barbara y Lynley, aunque esgrimía el instrumento como dispuesta a vender cara su vida.

Barbara oyó que Lynley murmuraba una respuesta culinaria apropiada antes de seguir caminando, guiándola hacia una puerta situada en el extremo opuesto de la cocina. Un breve tramo de tres peldaños descendía hasta la trascocina. Se trataba de una habitación angosta y muy poco iluminada, si bien combinaba las virtudes de la intimidad y el calor, emanado de una vieja y enorme caldera que resollaba ruidosamente en una esquina y derramaba agua rojiza sobre el suelo de baldosas resquebrajadas. La atmósfera recordaba a la de un baño turco, enriquecida con un efluvio casi imperceptible de moho y madera húmeda. Detrás de la caldera, la escalera trasera conducía al piso superior de la casa.

– ¿Qué han dicho de interesante Gowan y Mary Agnes? -preguntó Lynley en cuanto cerró la puerta.

Barbara se acercó al fregadero, apagó el cigarrillo bajo el grifo y lo tiró a la basura. Se apartó el corto cabello castaño de las orejas y se entretuvo en sacarse un trozo de tabaco de la lengua antes de dedicar su atención al cuaderno de notas. Estaba disgustada con Lynley y preocupada por el hecho de que todavía no comprendía la causa. No sabía si era por expulsarla de la sala de estar o por la presumible reacción que provocarían sus notas. Fuera cual fuese el origen de su irritación, era como una astilla clavada en la piel, que le dolería hasta extraerla.

– Gowan -anunció, apoyándose contra la encimera de madera combada. La habían lavado hacía poco, y la humedad se filtró a través de sus ropas. Cambió de sitio-. Parece que tuvo una desagradable reyerta con Gabriel en la biblioteca antes de que nos encontráramos. Cabe la posibilidad de que eso haya dado alas a su lengua.

– ¿Qué clase de reyerta?

– Una rápida pendencia de la que nuestro delicado señor Gabriel salió malparado. Gowan hizo lo imposible para informarme cumplidamente, así como de la discusión que oyó sin querer ayer por la tarde entre Gabriel y Joy Sinclair. Parece que habían tenido un lío, y Gabriel estaba empeñado en que Joy le dijera a su ex esposa, Irene Sinclair, o sea, la hermana de Joy, que sólo se habían ido a la cama una vez.

– ¿Por qué?

– Tengo la impresión de que Robert Gabriel desea que Irene Sinclair vuelva con él, y pensaba que Joy podría contribuir a la reconciliación si le decía a Irene que lo suyo se limitó a un solo encuentro. Pero Joy se negó. Dijo que no quería mentir.

– ¿Mentir?

– Sí -contestó Barbara-. Es evidente que lo suyo no se limitó a un solo encuentro, porque, según Gowan, cuando Joy rehusó colaborar, Gabriel dijo algo como… -consultó sus notas-: «Pequeña hipócrita. Me has estado jodiendo en los peores tugurios de Londres durante todo un año y ahora me vienes con que no quieres decir mentiras.» Y continuaron discutiendo hasta que Gabriel, por fin, se abalanzó sobre ella. La había tirado al suelo cuando Rhys Davies-Jones consiguió entrar y separarles. Gowan estaba subiendo el equipaje de alguien al piso de arriba cuando todo esto sucedió. Lo presenció casi todo porque Davies-Jones dejó la puerta abierta cuando entró como una tromba en la habitación de Joy.

– ¿Q0ué provocó la pelea de Gowan y Gabriel en la biblioteca?

– Un comentario, creo que de Sydeham, acerca de Mary Agnes Campbell, alusivo a que sería la coartada de Gabriel para lo de anoche.

– ¿Qué hay de cierto en ello?

Barbara reflexionó unos momentos sobre la pregunta antes de contestar.

– Es difícil decirlo. Mary Agnes parece fascinada por el teatro. Es atractiva, tiene un bonito cuerpo… -Barbara movió la cabeza-. Inspector, ese hombre debe de ser veinticinco años mayor que ella. Comprendo que le apeteciera tontear con ella, pero no comprendo el que ella aceptara la idea. A menos que, por supuesto… -repasó las posibilidades, asombrada de encontrar una que encajara.

– ¿Havers?

– ¿Hummm? Bien, es posible que considerase que Gabriel era su billete para una vida nueva, ya conoce la historia: chica deslumbrada por el estrellato conoce a actor de éxito, intuye la clase de vida que puede ofrecerle y se entrega a él con la esperanza de que la llevará consigo cuando se vaya.

– ¿La interrogó al respecto?

– No pude. Me enteré de la pelea entre Gowan y Gabriel después de hablar con Mary Agnes. Todavía no la he vuelto a ver.

A causa de lo que Gowan había dicho, pensó Havers, a causa de lo que, estaba segura, haría Lynley con la información suministrada por el muchacho.

Él pareció leer su mente.

– ¿Le dijo algo Gowan sobre lo que pasó anoche?

– Vio bastante de lo que sucedió después de interrumpirse la lectura, porque tuvo que limpiar los licores derramados en el vestíbulo cuando Francesca Gerrard tropezó con él al salir de la sala de estar. Tardó casi una hora. Aun con la ayuda de Helen, por cierto.

– ¿Y? -se limitó a preguntar Lynley, sin hacer caso de la referencia final.

Barbara sabía lo que Lynley quería, pero se demoró un poco, centrando la atención en los actores secundarios del drama, cuyas idas y venidas recordaba Gowan con asombrosa precisión. Lady Stinhurst, vestida de negro, vagando sin rumbo entre el salón, el comedor, la sala de estar y el vestíbulo hasta que, pasada la medianoche, su marido bajó del piso de arriba a buscarla; Jeremy Vinney buscando excusas para seguir a lady Stinhurst, murmurando preguntas que ella ignoraba de plano; Joanna Ellacourt, paseando arriba y abajo del pasillo, presa del furor tras una violenta discusión con su marido; Irene Sinclair y Robert Gabriel atrincherándose en la biblioteca. La casa se había sumido en una calma relativa pasadas las doce y media.

– Pero imagino que eso no es todo lo que vio Gowan -dijo Lynley con su habitual perspicacia.

Barbara se mordió la parte interna del labio inferior.

– No, eso no es todo. Más tarde, después de irse a la cama, oyó pisadas en el pasillo, frente a su puerta. Está justo en la esquina donde el ala inferior noroeste se encuentra con el vestíbulo. No recuerda muy bien la hora, excepto que eran pasadas las doce y media. Cree que cerca de la una. Debido a los acontecimientos de la noche, se le despertó la curiosidad, así que saltó de la cama, abrió un poco la puerta y escuchó.

– ¿Y?

– Más pisadas. Y una puerta se abrió y se cerró. -Barbara no tenía muchas ganas de contar el resto del relato de Gowan, y sabía que su rostro reflejaba tal resistencia. Sin embargo, reunió paciencia y completó la historia, describiendo cómo había abandonado Gowan su habitación, llegado al extremo del pasillo y echado una ojeada al gran vestíbulo. Estaba oscuro, pues había apagado las luces tan sólo unos minutos antes, pero las luces exteriores de la finca proporcionaban una débil iluminación.

La expresión de Lynley se transformó al instante, y Barbara supo que había adivinado lo que venía a continuación.

– Vio a Davies-Jones -dijo el detective.

– Sí, pero salía de la biblioteca, no del comedor donde están las dagas, inspector. Llevaba una botella. Debía de ser el coñac que subió a Helen -esperó a que Lynley sugiriese lo inevitable, la conclusión la que ella también había llegado. Un desplazamiento para procurarse una daga del comedor era en todos los sentidos tan útil como el de procurarse coñac de la biblioteca, a unos nueve metros de distancia. Y seguía gravitando el hecho de que la puerta de Joy Sinclair que daba al pasillo estaba cerrada.

– ¿Qué más? -se limitó a preguntar Lynley.

– Nada. Davies-Jones subió las escaleras.

Lynley asintió con aspecto sombrío.

– Hagámoslo nosotros también.

Guió a Barbara hacia la escalera, sin alfombra, iluminada únicamente por dos bombillas desnudas y desprovista de toda decoración. Les condujo al ala oeste de la casa.

– ¿Y Mary Agnes? -le preguntó Lynley mientras subían.

– No oyó nada durante la noche, según la declaración que le tomé antes del lío con Gabriel. Sólo el viento, dijo. Claro que también pudo oírlo desde la habitación de Gabriel. Sin embargo, hay un punto muy curioso, que tal vez le convenga saber -aguardó a que Lynley se detuviese y se volviese hacia ella desde el peldaño superior. Junto a su mano izquierda, una mancha que recordaba el contorno de Australia deslucía la pared. Parecía producto de la humedad-. Nada más encontrar el cadáver por la mañana, Mary Agnes fue en busca de Francesca Gerrard. Ambas se dirigieron a la habitación de lord Stinhurst. Entró en el cuarto de Joy, salió un momento después y ordenó a Mary Agnes que volviera a su habitación y esperase las instrucciones de la señora Gerrard.

– No acabo de entenderlo muy bien, sargento.

– La cuestión estriba en que Francesca Gerrard tardó veinte minutos en ir a buscar a Mary Agnes. Y sólo entonces lord Stinhurst le dijo a Mary Agnes que despertara a los demás y les reuniera en el salón. Entretanto, hizo algunas llamadas desde la oficina de Francesca… Se halla junto al dormitorio de Mary Agnes, por lo que pudo oír su voz. Además, inspector, lord Stinhurst recibió dos llamadas.

Como Lynley no reaccionara ante esta información, Barbara sintió que una nueva oleada de irritación la invadía.

– Señor, no se habrá olvidado de lord Stinhurst, ¿verdad? Ya sabe quién es, el hombre que en este momento debería estar camino de la comisaría por destrucción de pruebas, obstrucción a la justicia y asesinato.

– Eso es un tanto prematuro -señaló Lynley.

Su calma agudizó la irritación de Barbara.

– ¿De veras? ¿Y cuándo ha llegado a tan sabia decisión?

– Hasta el momento no he oído nada convincente respecto a la culpabilidad de lord Stinhurst -la voz de Lynley era un modelo de paciencia-. Pero, aunque lo hubiera hecho, no pienso detener a un hombre por haber quemado unos cuantos libretos.

– ¿Cómo? -exclamó Barbara con voz estridente-. Ya ha tomado la decisión sobre Stinhurst, ¿verdad? Basada en una conversación con un hombre que pasó los diez primeros años de su carrera sobre el jodido escenario y sin duda ha realizado su mejor interpretación aquí esta noche, ¡dándole falsas explicaciones! Fantástico, inspector. ¡Un trabajo policial del que puede estar orgulloso!

– Havers -dijo Lynley con tranquilidad-. No se exceda.

Estaba apelando a la jerarquía. Barbara comprendió la advertencia. Sabía que debía ceder, pero no podía hacerlo en un momento en que la razón estaba de su parte.

– ¿Qué le dijo para convencerle de su inocencia, inspector? ¿Qué papá y él fueron compañeros de universidad en Eton? ¿Que le gustaría verle más por el club de Londres? ¿O, mejor aún, que destruir pruebas no tuvo nada que ver con el asesinato y que puede confiar en que le está diciendo la verdad, porque es una persona muy noble, como usted?

– El asunto no termina ahí -dijo Lynley-. Y no estoy dispuesto a discutirlo…

– ¿Con gente como yo? ¡Qué estupidez!

– Déjese de resquemores y tal vez descubrirá que es una persona en quien se puede confiar -le espetó Lynley. Giró sobre sus talones y se quedó inmóvil.

Barbara sabía que él se había arrepentido enseguida de su arrebato. Ella le había provocado, empujado a que se encolerizara, como devolviéndole la humillación de antes, cuando la había hecho salir de la sala de estar. Ahora, sin embargo, comprendía lo poco que había avanzado en su estima con este tipo de comportamiento manipulador.

– Lo siento -dijo al cabo de un momento, apesadumbrada-. Perdí los estribos, inspector. Me he excedido. Una vez más.

Lynley tardó un poco en responder. Estaban de pie en la escalera, atrapados por una tensión que parecía dolorosamente inmutable, cada uno inmerso en un misterio diferente. Lynley dio la impresión de sobreponerse con un gran esfuerzo.

– Se hace un arresto en virtud de pruebas, Barbara.

Ella asintió, agotada.

– Lo sé, señor, pero pienso… -Él no querría oírlo.

La odiaría, pero Barbara se arriesgó -Pienso que hace caso omiso de lo obvio para ir directamente hacia Davies-Jones, no en virtud de las pruebas, sino en virtud de otra cosa que… quizá no se atreve a admitir.

– Ése no es el caso -replicó Lynley, y continuó subiendo las escaleras.

Al llegar al final, Barbara le fue indicando a quiénes correspondían las habitaciones a medida que pasaban delante de ellas, la de Gabriel era la más próxima a la escalera posterior, después venía la de Vinney, la de Elizabeth Rintoul y la de Irene Sinclair. Frente a esta última se encontraba la de Rhys Davies-Jones, donde el corredor oeste doblaba a la derecha, se ensanchaba y conducía al cuerpo principal de la casa. Todas las puertas de aquella zona estaban cerradas con llave y mientras caminaban por el pasillo, en cuyas paredes colgaban cuadros que plasmaban varias generaciones de ceñudos antepasados Gerrard, y candelabros delicadamente trabajados que arrojaban a intervalos semicírculos de luz sobre los pálidos muros, St. James salió a su encuentro, tendiendo a Lynley una bolsa de plástico.

– Helen y yo encontramos esto metido en una de las botas que hay abajo -dijo-. David Sydeham afirma que es suyo.

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