Capítulo 13

Nadie en la habitación dejó de comprender las numerosas implicaciones que entrañaban las palabras de Jeremy Vinney. MI5: Inteligencia Militar, sección cinco. La oficina de contraespionaje británico. Todos comprendieron de repente por qué Jeremy Vinney se había apresurado a venir, convencido de que era portador de información vital para el caso. Si antes era un sospechoso, este nuevo giro le dejaría al margen por completo.

– Hay algo más -prosiguió-. Nuestra conversación de esta mañana sobre el caso Profumo-Keeler me intrigó, de modo que busqué en el archivo algún artículo que aludiera a una posible conexión entre su historia y la muerte de Geoffrey Rintoul. Pensé que quizá Rintoul estuviera liado con una prostituta y tuviera prisa para volver a Londres la noche que se mató.

– La historia de Profumo y Keeler pertenece a otra época -comentó Deborah-. Ahora, un escándalo de ese tipo no perjudicaría la reputación de una familia.

Lady Helen se mostró de acuerdo, aunque algo a regañadientes.

– Hay algo de cierto en lo que dice, Simon. ¿Crees que alguien asesinaría a Joy, destruiría los libretos y asesinaría a Gowan, sólo porque Geoffrey Rintoul se entendía con una prostituta hace veinticinco años? Me parece un móvil poco verosímil.

– Depende del cargo que ocupe el hombre en cuestión -replicó St. James-. Piensa en el caso Profumo, por ejemplo. Era ministro de la Guerra y mantenía relaciones con Christine Keeler, una prostituta que también salía con un hombre llamado Yevgeni Ivanov.

– Que era agregado de la embajada soviética, si bien se dijo que pertenecía al servicio de inteligencia ruso -añadió Vinney-. Al ser interrogada por la policía sobre un tema muy diferente, Christine Keeler confesó voluntariamente que le habían pedido descubrir, por medio de John Profumo, la fecha en que los norteamericanos pasarían a Alemania occidental ciertos secretos atómicos.

– Una persona encantadora -comentó lady Helen.

– Se filtró a la prensa, como tal vez pretendía la Keeler, y las cosas se pusieron feas para Profumo.

– Y también para el gobierno -dijo Havers.

Vinney asintió con la cabeza.

– El Partido Laborista exigió que la relación de Profumo con la Keeler se debatiera en la Cámara de los Comunes, mientras el Partido Liberal pedía la dimisión del primer ministro.

– ¿Por qué? -preguntó Deborah.

– Afirmaron que el primer ministro, como jefe de los servicios secretos, o bien conocía los detalles de la relación de Profumo con la prostituta y trataba de ocultarlos, o bien era culpable de incompetencia y negligencia. Sin embargo, la verdad es que tal vez el primer ministro presintiera que no podría sobrevivir a otro caso grave que implicara la dimisión de uno de sus ministros, como ocurriría con toda seguridad si se examinaba a fondo la conducta de Profumo. Así que prefirió correr el riesgo y confiar en que no saliera a la luz nada que perjudicase a Profumo. Si el asunto se hacía público a los pocos meses del caso Vassall, el primer ministro se hubiera visto obligado a dimitir.

– ¿Vassall? -El cuerpo de lady Helen se puso en tensión. Se inclinó hacia adelante, pálida.

Vinney la miró, perplejo ante su reacción.

– William Vassall. Fue sentenciado a prisión en octubre del sesenta y dos. Era un funcionario del Almirantazgo que espiaba para los rusos.

– Dios mío. ¡Dios mío! -exclamó lady Helen. Se levantó de la silla y se volvió hacia St. James-. ¡Simon, es la línea de la obra que trastornó a todos los Rintoul! «Otro vasallo.» [14] El personaje se marchaba a Londres a toda prisa. Decía que no se iba a convertir en otro vasallo. Supieron lo que significaba en cuanto lo oyeron. ¡Lo supieron! ¡Francesca, Elizabeth, lord y lady Stinhurst! ¡Todos lo supieron! ¡No se trataba de una relación con una prostituta, no era nada por el estilo!

St. James ya se estaba alzando de la silla.

– Tommy no pasará de esto, Helen.

– ¿De qué? -exclamó Deborah.

– De Geoffrey Rintoul, mi amor. Otro Vassall. Me huelo que Geoffrey Rintoul era un topo soviético. Y creo que todos los miembros de su familia y buena parte del gobierno parecían saberlo.

Lynley había dejado abiertas de par en par las puertas que comunicaban el comedor y el salón para poder escuchar la música del estéreo mientras cenaba. No se había sentido muy atraído por la comida en los últimos días. La tónica de esta noche era la misma. Por ello, dejó intacto casi todo el cordero y se entregó a la pasión de una sinfonía de Beethoven que surgía de la estancia contigua. Se apartó de la mesa y se reclinó en la silla con las piernas extendidas.

Durante las últimas veinticuatro horas había evitado pensar en las consecuencias que le acarrearían a Helen Clyde el caso que estaba forjando contra Rhys Davies-Jones. Avanzando de dato en dato con obstinada resolución, había conseguido apartar por completo a Helen de su mente. Pero ahora venía a importunarle.

Comprendía su resistencia a creer en la culpabilidad de Davies-Jones. Después de todo, mantenía relaciones con él. Pero ¿cómo reaccionaría cuando se enfrentara a la evidencia, irrefutable y demostrada por una serie de datos, de que había sido utilizada a sangre fría para facilitar un asesinato? ¿Cómo iba a protegerla del daño que esa revelación causaría en su vida? Al pensar en todo eso, Lynley descubrió que ya no podía ocultarse el hecho de que añoraba terriblemente a Helen, y de que la perdería para siempre si continuaba la persecución de Davies-Jones hasta su lógica conclusión.

– ¿Señor? -El mayordomo estaba de pie en el umbral, vacilante, frotando la punta de su zapato izquierdo contra la parte posterior de la pierna derecha, como si necesitara mejorar su ya inmaculada apariencia. Se pasó una mano por el impecable peinado.

«Beau Brummel de Eaton Terrace», pensó Lynley.

– ¿Denton? -le animó, antes de que el joven siguiera acicalándose el cabello hasta el fin de los tiempos.

– Lady Helen Clyde le aguarda en la antesala, señor. Con el señor St. James y la sargento Havers. -La expresión de Denton era un modelo de imperturbabilidad, conducta que sin duda consideraba apropiada para la ocasión. Sin embargo, en su tono se transparentaba una sorpresa considerable, y Lynley se preguntó hasta qué punto conocía Denton, al modo omnisciente de los criados, los detalles de su desavenencia con lady Helen. Al fin y al cabo, sostenía relaciones bastante serias con la Caroline, doncella de lady Helen desde hacía tres años.

– Bien, no les haga quedarse de pie en el vestíbulo -dijo Lynley.

– ¿El salón, tal vez? -inquirió solícitamente Denton, demasiado solícitamente para el gusto de Lynley.

Se levantó, asintió con la cabeza y pensó irritado: «No creo que quieran hablar conmigo en la cocina.»

Le esperaban formando un grupo compacto en un extremo del salón, bajo el retrato del padre de Lynley, y hablaban en susurros que la música tapaba. La entrada del detective interrumpió la conversación. Y entonces, como si su presencia fuera un estímulo, empezaron a quitarse abrigos, sombreros, guantes y bufandas, como si quisieran ganar tiempo. Lynley apagó el estéreo, guardó el disco en su funda y se volvió hacia ellos, intrigado. Su timidez le resultaba extraña.

– Hemos obtenido una información que te conviene saber, Tommy -dijo St. James, como repitiendo de memoria unas palabras aprendidas.

– ¿Qué clase de información?

– Se refiere a lord Stinhurst.

Los ojos de Lynley se posaron sobre la sargento Havers. Ella sostuvo su mirada.

– ¿Ha tomado parte en esto, sargento?

– Sí, señor.

– La iniciativa fue mía, Tommy -dijo St. James, antes de que Lynley pudiera hablar-. Barbara encontró la tumba de Geoffrey Rintoul en los terrenos de Westerbrae, y me la enseñó. Nos pareció que valía la pena investigar el detalle.

Lynley mantuvo la calma con un esfuerzo.

– ¿Por qué?

– Por el testamento de Phillip Gerrard -intervino lady Helen, sin poderse contenerse-. El marido de Francesca. Dijo que no permitiría que le enterrasen en la tierra de Westerbrae. Por las llamadas telefónicas que hizo lord Stinhurst la mañana del crimen. No fueron sólo para aplazar sus citas, Tommy. Por…

Lynley miró a St. James, sintiendo que la traición le golpeaba desde el ángulo más inopinado.

– Dios mío. Les has contado mi conversación con Stinhurst.

St. James tuvo la discreción de bajar la vista.

– Lo siento, de veras. Pensé que no tenía elección.

– No tenías elección -repitió Lynley, incrédulo.

Lady Helen dio un paso vacilante hacia él con la mano tendida.

– Por favor, Tommy, sé cómo te sientes, como si todos nos hubiéramos confabulado en tu contra, pero no es así. Escucha, te lo ruego.

La compasión de Helen era lo último que Lynley podía soportar en este momento. Le devolvió el golpe con crueldad, sin pensarlo dos veces.

– Creo que todos sabemos perfectamente cuáles son tus intereses, Helen. Considerando tu implicación en el caso, eres la persona menos adecuada para valorar objetivamente la verdad.

Lady Helen dejó caer la mano. El dolor se reflejó en su rostro.

– Ni tú tampoco, Tommy, para ser sinceros -dijo St. James, con voz fría. Hizo una pausa y cambió de tono, pero tan implacable como antes-. Lord Stinhurst te mintió sobre su esposa y su hija, de principio a fin. Cabe la posibilidad de que Scotland Yard supiera lo que planeaba y le diera su bendición. El Yard te escogió a propósito para encargarte del caso porque eras la persona más idónea para creer lo que Stinhurst te dijera. Su hermano y su mujer nunca mantuvieron relaciones, Tommy. Ahora, ¿quieres enterarte de los hechos, o prefieres que nos lo montemos por nuestra cuenta?

Lynley experimentó la sensación de que sus huesos se convertían en hielo.

– ¿De qué demonios estás hablando?

St. James se acercó a una silla.

– Eso es lo que hemos venido a contarte, pero creo que con un coñac en la mano nos sentiremos todos más cómodos.

Mientras St. James resumía la información obtenida sobre Geoffrey Rintoul, Barbara Havers observaba a Lynley, tomando nota de sus reacciones. Sabía que se resistiría a aceptar los hechos, considerando el privilegiado entorno social de Rintoul, tan parecido al del propio Lynley. Iba a desechar todos los datos y conjeturas, impulsado por su educación de clase alta. Y el policía que había en el interior de Barbara sabía que algunos datos eran insustanciales. La cruda realidad era que si Geoffrey Rintoul había sido en verdad un topo soviético, infiltrado desde hacía años en la sensible esfera del Ministerio de Defensa, la única manera de corroborarlo sería si su hermano Stuart lo admitía ante ellos.

Lo ideal sería tener acceso a un ordenador del MI5. Hasta un archivo sobre Geoffrey Rintoul registrado como «inaccesible» demostraría que el hombre había sido sometido a investigación por la oficina de contraespionaje. Sólo que no tenían acceso a un ordenador de ese tipo y a ninguna fuente del MI5. Ni siquiera la División Especial de Scotland Yard les serviría de ayuda si el Yard había autorizado la invención de lord Stinhurst relativa a la muerte de su hermano en Escocia. Todo dependía de que Lynley pudiera dejar a un lado sus prejuicios contra Rhys Davies-Jones. Todo dependía de que pudiera enfrentarse a la verdad sin ambages. Pues quien tenía más motivos para desear la muerte de Joy Sinclair no era Davies-Jones, sino lord Stinhurst.

Habiéndole proporcionado su propia hermana la llave de la habitación en la que dormía Joy Sinclair, había asesinado a la mujer cuya obra (hábilmente alterada sin su conocimiento) amenazaba con revelar el secreto más oculto de su familia.

– Por tanto, cuando Stinhurst oyó la palabra «vasallo» en la obra de Joy, descubrió al instante a qué se refería -concluyó St. James-. Piensa, Tommy, en que el ambiente en que se desenvolvía Geoffrey Rintoul favoreció que se convirtiera en espía de los rusos. Fue a Cambridge en los años treinta. Sabemos que en ese período se reclutaron muchos agentes soviéticos. Rintoul estudiaba económicas, un punto más a su favor para que abonara las teorías de Marx. Piensa en su comportamiento durante la guerra. Pedir que le destinaran a los Balcanes le permitió entrar en contacto con los rusos. No me extrañaría descubrir que su enlace también se encontraba en los Balcanes. No me cabe duda de que en aquella época recibió la orden más importante: infiltrarse en el Ministerio de Defensa. Sólo Dios sabe los importantísimos datos que llegó a proporcionar a los rusos.

Nadie dijo nada cuando St. James terminó de hablar. Toda su atención se concentraba en Lynley. Estaban sentados bajo el retrato del decimoséptimo conde de Asherton y, mientras le observaban, Lynley levantó la vista hacia la efigie de su padre, como si le pidiera consejo. Su expresión era impenetrable.

– Repíteme el mensaje de Stinhurst a Willingate -dijo por fin.

– Decía que el resurgir le obligaba a cancelar su cita con Willingate por segunda vez en el mes. Y que llamara a Westerbrae si le representaba algún problema.

– Comprendimos el mensaje en cuanto supimos quién es Willingate -continuó Barbara. Sentía la necesidad de convencerle-. Parecía comunicarle a Willingate que había salido a la luz por segunda vez el hecho de que Geoffrey Rintoul había sido un topo; la primera vez fue la Noche Vieja de 1962. Por tanto, Willingate debía telefonearle a Westerbrae para ayudarle a solucionar el problema, que consistía en la muerte de Joy Sinclair y en la obra que desvelaba todos los detalles del deshonroso pasado de Geoffrey.

Lo cierto es que lord Stinhurst no podía telefonear a Willingate en persona. Investigar las llamadas efectuadas a Westerbrae le habría puesto al descubierto, así que encargó la llamada a su secretaria. Ella hizo el resto. Willingate, entendiendo el mensaje, le telefoneó a él, señor. Dos veces, diría yo. Mary Agnes me dijo que se habían recibido dos llamadas, ¿recuerda? Willingate tuvo que ser el autor. Una para averiguar lo que ocurría, y la segunda para decirle a Stinhurst que había conseguido ponerse de acuerdo con Scotland Yard.

– Recuerda, también -dijo St. James-. Que, según el inspector Macaskin, el DIC de Strathclyde no pidió ayuda al Yard en ningún momento. Lo más probable es que Willingate se encargara de todo, telefoneando a algún pez gordo del Yard para que impulsara la investigación e informara a Stinhurst de quién sería el oficial al mando. No cabe duda, Tommy, de que Stinhurst estaba al tanto de tu llegada. Tuvo todo el día para inventarse la historia que tú, un noble como él, te creerías sin la menor dificultad. Tenía que ser una historia íntima, una historia que tú, caballerosamente, no osarías repetir a nadie. Fue muy inteligente por su parte cargar a su esposa con una hija ilegítima, pero no calculó que me lo contarías, ni que yo, con muy escasa caballerosidad, traicionaría tu confianza. Lo cual lamento muy de veras. Indudablemente, en otras circunstancias, no lo habría hecho. Espero que me creas.

La última frase de St. James sonó a modo de conclusión. Sin embargo, Lynley se limitó a tomar la botella de coñac. Se sirvió un poco más y la pasó a St. James, con mano firme y rostro inexpresivo. Afuera, una bocina sonó dos veces en Eaton Terrace. Un grito respondió desde una casa cercana.

Barbara intervino de nuevo, impulsada por la necesidad de obligarle a tomar una postura concreta.

– La pregunta a la que intentábamos responder mientras veníamos hacia aquí, señor, es por qué el gobierno tomaría cartas ahora en un asunto como éste, Y la respuesta parece ser que, en 1963, ocultaron las actividades de Rintoul, basándose probablemente en el Acta de Secretos Oficiales, a fin de ahorrar al primer ministro el mal trago de que se descubriera a un espía ruso en los círculos del poder, pasado tan poco tiempo del caso Vassall y el escándalo Profumo. Como Geoffrey Rintoul estaba muerto, ya no podía causar el menor daño al Ministerio de Defensa. Sólo podía perjudicar al primer ministro si se filtraba información acerca de sus actividades. Lo impidieron, y ahora, por lo visto, prefieren que tampoco salga a la luz. Creo que sería bastante embarazoso para ellos, o tal vez estén en deuda con la familia Rintoul y la paguen así. En cualquier caso, han vuelto a echar tierra por encima. Sólo que… -Barbara se interrumpió, preguntándose cómo reaccionaría Lynley ante la conclusión, sabiendo que, pese a sus disputas y las diferencias casi insuperables que les separaban, no era capaz de causarle aquel daño.

Lynley se anticipó.

– Yo lo he hecho por ellos -dijo con voz hueca-. Y Webberly lo sabía. Desde el principio.

Más allá del desaliento que expresaban sus palabras, Barbara adivinó lo que Lynley estaba pensando: que la situación demostraba su condición de objeto sacrificable para sus superiores, que su destitución, si llegaba a descubrirse que, aun inconscientemente, había intentado encubrir la supuesta culpabilidad de Stinhurst en un caso de asesinato, no significaría una auténtica pérdida para nadie. No importaba en absoluto que nada de esto fuera cierto. Barbara sabía que si alguien lo creía un solo momento, haría añicos su orgullo.

Durante los últimos quince meses le había apreciado, odiado y llegado a comprender, pero jamás había percibido que su medio aristocrático era una fuente de angustia para él, una carga familiar y sanguínea que conseguía soportar con discreta dignidad, incluso cuando deseaba librarse de ella.

– ¿Cómo pudo averiguar Joy Sinclair todo esto? -preguntó Lynley, sin que se alterase su rostro.

– El propio lord Stinhurst se lo dijo. Ella estaba allí la noche en que Geoffrey murió.

– Ni siquiera me di cuenta de que no había nada referente a la obra de Joy en su estudio -se reprochó Lynley-. Vaya, ¿qué clase de investigación policial es ésta?

– Los caballeros del MI5 no van dejando tarjetas de visita cuando registran una casa, Tommy -dijo St. James-. No había huellas del registro. No podías saber que habían entrado en el piso y, al fin y al cabo, no habíais ido a buscar información sobre la obra.

– A pesar de todo, no debería haber pasado por alto su ausencia -sonrió con tristeza a Barbara-. Buen trabajo, sargento. No sé qué hubiera sido de nosotros sin usted.

Las alabanzas de Lynley no alegraron a Barbara. Nunca había lamentado tanto estar en lo cierto.

– ¿Qué vamos a…? -vaciló, sin querer arrebatarle más autoridad.

– Iremos a por Stinhurst mañana por la mañana -dijo Lynley, poniéndose en pie-. Me gustaría pensar durante el resto de la noche lo que se debe hacer.

Barbara adivinó lo que en realidad quería decir: pensar en lo que él iba a hacer, sabiendo que Scotland Yard le había manipulado. Barbara quiso decir algo que suavizara el golpe. Quiso decirle que el plan para hacerle encubrir un asesinato había fracasado; ellos habían demostrado su superioridad. Sin embargo, sabía que Lynley detectaría la verdad oculta tras sus palabras: ella había demostrado su superioridad. Ella le había salvado de su obcecación.

Sin más que decir, los tres empezaron a ponerse abrigos, guantes, sombreros y bufandas. La atmósfera estaba preñada de palabras que necesitaban ser pronunciadas. Lynley se dedicó con parsimonia a colocar en su sitio la botella de coñac, reunir las copas sobre una bandeja y cerrar las luces del salón. Les siguió hasta el vestíbulo.

Lady Helen aguardaba cerca de la puerta, en un charco de luz. No había dicho nada durante una hora, pero ahora se dirigió a él, vacilante.

– Tommy…

– Nos encontraremos en el teatro a las nueve, sargento -dijo Lynley con brusquedad-. Que un agente la acompañe para arrestar a Stinhurst.

Si no hubiera comprendido ya la nula trascendencia de su triunfo para el caso, este breve intercambio habría bastado para que Barbara fuera plenamente consciente de ello. Vio el abismo abierto entre Lynley y lady Helen, sintió la dolorosa impasibilidad del detective como una herida física.

– Sí, señor -se limitó a responder, avanzando hacia la puerta.

– Tommy, no puedes seguir ignorándome -insistió lady Helen.

Lynley la miró entonces por primera vez desde que St. James había empezado a hablar en el salón.

– Estaba equivocado respecto a él, Helen, pero has de saber lo peor: yo quería tener razón. Les deseó buenas noches y se fue.

El miércoles amaneció bajo un cielo plomizo, el día más frío del invierno. La nieve que cubría el pavimento formaba una capa delgada y dura, sucia del hollín y los gases de los coches.

Cuando Lynley detuvo el automóvil frente al teatro Agincourt a las nueve menos cuarto, la sargento Havers ya estaba esperando, tapada hasta las cejas con el feo y habitual abrigo de color pardo, y acompañada de un joven agente. Lynley reparó con desagrado en que Havers se lo había pensado muy bien a la hora de seleccionar un agente, escogiendo al que menos impresionarían el título y la riqueza de Stinhurst: Winston Nkata. Cabecilla en otros tiempos de los Brixton Warriors, una de las bandas negras más violentas de la ciudad, Nkata, con sólo veinticinco años, aspiraba ahora a los puestos superiores del DIC, gracias a la paciente intercesión y constante amistad de tres testarudos oficiales de la División A7.

Dedicó a Lynley una de sus sonrisas incandescentes.

– Inspector -le dijo-. ¿Por qué no conduces nunca esa preciosidad por mi barrio? Nos encanta quemar ejemplares tan fantásticos.

– Avísame del próximo disturbio -le respondió Lynley con sequedad.

– Enviaremos invitaciones para el próximo disturbio, tío. Nos encargaremos de que todo el mundo pueda participar.

– Entiendo. Tráete tu propio ladrillo y todo eso.

El negro echó la cabeza hacia atrás y lanzó una carcajada estentórea, mientras Lynley se reunía con ellos en la acera.

– Me gustas, inspector. Dame la dirección de tu casa. Creo que voy a casarme con tu hermana.

– Eres demasiado bueno para ella, Nkata -sonrió Lynley-. Por no mencionar unos dieciséis años demasiado joven. No obstante, si esta mañana te portas bien, estoy seguro de que llegaremos a un acuerdo satisfactorio. -Miró a Havers-. ¿Stinhurst ha llegado ya?

– Hace diez minutos. No nos vio -recalcó, antes de que él lo preguntara-. Estábamos tomando café al otro lado de la calle. Ha venido con su esposa, señor.

– Eso es lo que se llama un golpe de suerte. Vamos dentro.

El teatro bullía de actividad, como siempre que se pone en marcha una nueva obra. Las puertas del anfiteatro estaban abiertas; conversaciones y risas se mezclaban con el estrépito de los operarios que tomaban medidas para un decorado. Los ayudantes de producción corrían de un lado a otro con sujetapapeles en las manos y lápices detrás de la oreja. En un rincón, cerca del bar, un publicista y un diseñador trabajaban sobre una hoja de papel grande, en la que el último esbozaba viñetas publicitarias. Era un lugar de creatividad, pletórico de excitación, pero esta mañana Lynley no sintió el menor remordimiento de ser el instrumento que daría al traste con la alegría de todas aquellas personas. Como sería el caso cuando Stinhurst se encarase a su detención.

Se encaminaban ya hacia la puerta de las oficinas de producción, en el extremo opuesto del edificio, cuando lord Stinhurst salió por ella, en compañía de su mujer. Lady Stinhurst hablaba en tono agitado, retorciéndose el grueso anillo de diamantes que adornaba su dedo. Se inmovilizó por completo al ver a la policía.

Stinhurst se mostró cooperativo cuando Lynley le pidió que hablaran en privado.

– Ven a mi despacho. ¿Mi esposa ha de…? -Dejó la frase en suspenso, significativamente. Lynley, sin embargo, ya había decidido que la presencia de lady Stinhurst podría reportarle cierta ventaja. Una parte de él, la buena, pensó, quería dejarla en paz, se resistía a convertirla en un peón en el juego de la verdad y la mentira, pero su otra parte la necesitaba como instrumento de extorsión. Odiaba esa parte, aunque sabía que la iba a poner en juego.

– Me gustaría que lady Stinhurst nos acompañara -dijo.

Lynley y Havers se reunieron con lord Stinhurst y su esposa en la oficina del productor. Dejaron fuera al agente Nkata de guardia e indicaron a la secretaria de Stinhurst que sólo pasara las llamadas dirigidas a la policía. El despacho era muy parecido al hombre que lo ocupaba, fríamente decorado en negro y gris, amueblado con un escritorio de madera limpio hasta el extremo y sillones de orejas lujosamente tapizados. Un leve aroma a tabaco de pipa perfumaba el aire. De las paredes colgaban carteles, enmarcados con sumo gusto, procedentes de anteriores producciones de Stinhurst, testimonio de treinta años de éxitos: Enrique V, Londres; Las tres hermanas, Norwich; Rosencratz y Guildenstern están muertos, Keswick; Casa de muñecas, Londres; Vidas privadas, Exeter; Equus, Brighton; Amadeus, Londres. A un lado del despacho había una mesa de conferencias y sillas. Lynley se decantó por ese rincón, para no conceder a Stinhurst la comodidad y el privilegio de encarar a la policía desde el otro lado de su reluciente escritorio.

Mientras Havers buscaba su bloc, Lynley desplegó sobre la mesa en silencio las fotos de la encuesta y las ampliaciones que Deborah St. James había hecho. Si todo lo que St. James había dicho era cierto, no cabía duda de que Stinhurst había telefoneado a sir Kenneth Willingate el día anterior por la tarde. Se habría preparado para esta entrevista. Lynley había empleado su larga noche de insomnio en pasar revista con toda minuciosidad a las diversas formas de atajar una nueva sarta de bien elaboradas mentiras. Había comprendido por fin que Stinhurst tenía, como mínimo, un talón de Aquiles. Lynley lanzó su primer comentario en esa dirección.

– Jeremy Vinney conoce toda la historia, lord Stinhurst. Desconozco si piensa publicarla, pues todavía carece de pruebas concluyentes en que apoyarse, pero no me cabe la menor duda de que va a buscar tales pruebas. -Lynley ordenó las fotografías con deliberada atención-. Tiene tres opciones: contarme otra mentira, examinar en detalle la que inventó en mi honor el pasado fin de semana en Westerbrae, o decirme la verdad. Pero antes déjeme decirle que si de entrada me hubiera confesado la verdad acerca de su hermano, sólo habría trascendido a St. James, un hombre de mi plena confianza. Puesto que me mintió, y puesto que esa mentira no encaja con que su hermano esté enterrado en Escocia, la sargento Havers sabe lo de Geoffrey, al igual que St. James, lady Helen Clyde y Jeremy Vinney. Como lo sabrá todo el mundo que tenga acceso al informe que enviaré al Yard. -Lynley vio que Stinhurst desviaba la vista hacia su esposa-. ¿Qué hacemos, pues? -preguntó, reclinándose en la silla-. ¿Hablamos de aquel verano de hace treinta y seis años, cuando su hermano estuvo en Somerset mientras usted iba de gira por el país y su mujer…?

– Basta -dijo Stinhurst y sonrió con frialdad-. ¿Me devuelve la pelota? ¡Bravo!

Lady Stinhurst se retorció las manos sobre su regazo.

– Stuart, ¿qué sucede? ¿Qué les dijiste?

La pregunta llegaba en el momento oportuno. Lynley aguardó la respuesta del hombre. Después de escrutar larga y pensativamente a los policías, se volvió hacia su esposa y empezó a hablar, demostrando que era un maestro en cautivar y sorprender.

– Les dije que tú y Geoffrey erais amantes. Afirmé que Elizabeth era el fruto de vuestros amores, y que la obra de Joy Sinclair giraba en torno a vuestra relación. Les dije que ella había alterado la obra sin mi conocimiento para vengarse de nosotros por la muerte de Alee. Al menos, esa última parte era cierta, que Dios me perdone. Lo siento.

Lady Stinhurst continuó sentada en silencio, sin comprender; las palabras pugnaban por acudir a su boca. Un lado de su cara pareció hundirse a causa del esfuerzo.

– ¿Geoff? -consiguió articular por fin-. No habrás pensado que Geoffre y yo… ¡Dios mío, Stuart!

Stinhurst tendió la mano hacia su mujer, pero ésta lanzó un chillido involuntario y se apartó. Él se rindió en parte, posando la mano sobre la mesa, entre ambos. Sus dedos se engarfiaron hasta cerrarse sobre la palma.

– No, claro que no, pero necesitaba decirles algo. Necesitaba… Tenía que alejarles de Geoff.

– Necesitabas decirles… Pero si está muerto. -Su rostro expresó una creciente repulsión ante lo que su marido había hecho-. Geoff está muerto. Y yo no. ¡Yo no, Stuart! ¡Me hiciste pasar por una puta para proteger a un muerto! ¡Me sacrificaste! Santo Dios, ¿cómo pudiste hacerlo?

Stinhurst meneó la cabeza, esforzándose en encontrar las palabras precisas.

– No está muerto, ni mucho menos, sino vivo y en esta habitación. Perdóname si puedes. He sido un cobarde de principio a fin. Sólo trataba de protegerme a mí mismo.

– ¿De qué? ¡Tú no has hecho nada! ¡Stuart, por el amor de Dios, tú no hiciste nada aquella noche! ¿Cómo puedes decir…?

– Eso no es cierto. No me atreví a decírtelo.

– ¿A decirme qué? ¡Dímelo ahora!

Stinhurst contempló largamente a su esposa, como si intentara reunir fuerzas para examinar su cara.

– Yo fui el que denunció a Geoff al gobierno. Todos vosotros supisteis la verdad sobre él aquella Noche Vieja, pero yo… Yo sabía que era un agente ruso desde 1949, que Dios me perdone.

Stinhurst se mantenía completamente inmóvil mientras hablaba, tal vez en la creencia de que un solo gesto abriría las compuertas y la angustia acumulada durante treinta y nueve años saldría a borbotones. Hablaba con voz desapasionada. No derramaba ni una lágrima, a pesar de que sus ojos iban enrojeciendo progresivamente. Lynley se preguntó si Stinhurst todavía sería capaz de llorar, después de tantos años de farsa.

– Supe que Geoffrey era marxista desde que estuvimos en Cambridge. No lo ocultaba, y yo, francamente, lo tomé como una especie de broma, algo que desecharía al cabo de un tiempo. Y en caso de no hacerlo, pensé en lo cómico que resultaría un futuro conde de Stinhurst comprometido con la lucha de clases para alterar el curso de la historia. Lo que no sabía era que alguien había tomado buena nota de sus inclinaciones, y había sido seducido para dedicarse al espionaje cuando todavía era un estudiante.

– ¿Seducido? -preguntó Lynley.

– Es un proceso de seducción. Una combinación de lisonjas y engaños, capaz de convencer a un estudiante de que desempeña un papel importante en el esquema del cambio.

– ¿Cómo llegó a enterarse?

– Lo descubrí por pura casualidad, cuando nos reunimos todos en Somerset después de la guerra. Fue el fin de semana en que nació mi hijo Alee. Fui a buscar a Geoff después de ver a Marguerite y al niño. Era… -sonrió a su esposa por primera y única vez. El rostro de lady Stinhurst no manifestó la menor reacción-. Un hijo. Me sentía muy feliz. Quería que Geoff lo supiera. Salí a buscarle y le encontré en uno de nuestros escondites de la infancia, una casita abandonada en las colinas de Quantock. Por lo visto, consideraba que Somerset era un lugar seguro.

– ¿Estaba reunido con alguien?

Stinhurst asintió con la cabeza.

– En otro momento habría pensado que se trataba sólo de un labrador, pero días antes de aquel fin de semana había visto a Geoffrey en el estudio, trabajando con documentos del gobierno que llevaban el membrete de «confidencial». No le concedí importancia, pensé que se había traído trabajo a casa. Su maletín se hallaba sobre el escritorio, y estaba introduciendo un documento en un sobre de papel manila. Recuerdo que el sobre no era ni de la finca ni del gobierno. No pensé en nada de ello hasta que llegué a la casita y le vi pasar el mismo sobre al hombre con quien se había reunido. A menudo pienso que si hubiera llegado un minuto antes, o un minuto después, habría creído que su acompañante era un labriego de Somerset. Sin embargo, en cuanto vi que el sobre cambiaba de manos, adiviné lo peor. Por un momento me dije que era una mera coincidencia, que tal vez el sobre no fuera el mismo que yo había visto en el estudio. Pero, si sólo había sido testigo de un intercambio inocente de información, legal y honesto, ¿por qué tenía lugar en las colinas de Quantock, tan aisladas y desérticas?

– Si les descubriste, ¿cómo es que no hicieron algo para evitar que les delataras? -preguntó lady Stinhurst, asombrada.

– No sabían exactamente lo que había visto. Y, aunque lo supieran, yo me encontraba a salvo. Pese a todo, Geoff se habría opuesto a la eliminación de su propio hermano. Al fin y al cabo, era más hombre que yo.

– No digas eso. -Lady Stinhurst desvió la mirada.

– Me temo que es verdad.

– ¿Admitió sus actividades? -inquirió Lynley.

– Le interrogué en cuanto el otro hombre se marchó -respondió Stinhurst-. Lo admitió. No estaba avergonzado. Creía en la causa. Y yo… yo no sabía en lo que creía. Sólo sabía que era mi hermano. Le quería. Siempre le había querido. No podía traicionarle, aunque me asqueara lo que hacía. El habría sabido que yo era el delator, ¿entiende? Por eso no hice nada, pero me sentí torturado durante años.

– Supongo que encontró la oportunidad de actuar en 1962.

– El gobierno procesó a William Vassall en octubre; ya habían detenido y juzgado por espionaje a un físico italiano, Giuseppe Martelli, en septiembre. Pensé que si revelaba entonces las actividades de Geoff, después de tantos años de conocerlas, no se imaginaría que era yo quien le entregaba al gobierno. De modo que en noviembre relaté los hechos a las autoridades. Se puso en marcha un dispositivo de vigilancia. Confié y recé, con todo el corazón, para que Geoffrey se diera cuenta de que le vigilaban y escapara a la Unión Soviética. Casi lo consiguió.

– ¿Qué lo impidió?

Stinhurst apretó los puños al oír la pregunta, hasta que dedos y nudillos se pusieron blancos. Sonó el teléfono en la oficina exterior, seguido de una explosión de carcajadas. La sargento Havers cesó de escribir, dirigiendo una mirada interrogadora a Lynley.

– ¿Qué lo impidió? -repitió Lynley.

– Díselo, Stuart -murmuró lady Stinhurst-. Diles la verdad. Por una vez. Por fin.

Su marido se frotó los párpados. Su piel parecía gris.

– Mi padre -contestó-. Le mató.

Stinhurst empezó a pasear por la habitación, su alta y delgada figura erguida como un palo, salvo la cabeza, que inclinaba con la vista clavada en el suelo.

– Sucedió más o menos como plasmaba la obra de Joy. Hubo una llamada telefónica para Geoff, pero mi padre y yo entramos en la biblioteca sin que Geoff se diera cuenta y oímos parte de la conversación, oímos decirle que alguien debía ir a su piso a recoger el libro de claves o toda la organización se vendría abajo. Mi padre empezó a interrogarle. Geoff, siempre tan elocuente, siempre tan fácil de palabra, estaba frenético por marcharse cuanto antes. No tenía tiempo para perder en un interrogatorio. No pensaba con serenidad, no respondía a las preguntas con firmeza, así que mi padre adivinó la verdad. No era muy difícil después de la conversación que habíamos escuchado. Cuando mi padre comprendió que sus peores sospechas se confirmaban, perdió los estribos. Para él, era algo más que una traición. Significaba una traición a la familia, a una forma de vida. Creo que la necesidad de borrar aquella afrenta le dominó en un instante. Así que… -Stinhurst examinó desde el otro extremo del despacho los hermosos carteles que llenaban las paredes-. Mi padre fue tras él. Parecía un oso. Y yo… Dios mío, yo me limité a contemplar la escena. Petrificado. Inútil. Y desde entonces, Thomas, cada noche revivo el momento en que oí el cuello de Geoff romperse como la rama de un árbol.

– ¿También participó el marido de su hermana, Phillip Gerrard? -preguntó Lynley.

– Sí. No se encontraba en la biblioteca cuando Geoff colgó el teléfono, pero Francesca, Marguerite y él oyeron los gritos de mi padre y bajaron corriendo las escaleras. Irrumpieron en la habitación justo un momento después de que… todo hubiera terminado. Phillip se lanzó de inmediato hacia el teléfono, por supuesto, insistiendo en que debíamos llamar a la policía, pero nosotros… el resto de nosotros le disuadimos. El escándalo, un juicio, quizá papá encarcelado. Francesca se puso histérica sólo de pensarlo. Phillip opuso gran resistencia al principio, pero solo contra todos nosotros, sobre todo contra Francesca, ¿qué podía hacer? Nos ayudó a transportar el cuerpo… a Geoffrey… hasta el desvío que lleva a Hillview Farms y desciende hacia el pueblo de Kilparie. Nos llevamos únicamente el coche de Geoffrey, para dejar un solo par de huellas de neumáticos. -Esbozó una exquisita sonrisa de autoacusación-. Cuidamos todos los detalles. Hay un pronunciado declive que empieza en la bifurcación, con dos curvas seguidas, como una serpiente. Pusimos en marcha el motor y empujamos el coche. Habíamos colocado a Geoff en el asiento del conductor. El coche adquirió velocidad. En la primera curva se salió de la carretera, rompió la valla, cayó sobre la segunda curva y se estrelló en el terraplén. Se incendió. -Sacó un pañuelo blanco, un cuadrado perfecto de lino inmaculado, y se secó los ojos. Regresó a la mesa, pero no se sentó-. Después, volvimos andando a casa. La carretera estaba cubierta de hielo casi por completo, de modo que ni siquiera dejamos huellas. Nadie discutió jamás que no fuera un accidente. -Tocó con los dedos la foto de su padre, que seguía en el mismo sitio donde Lynley la había dejado.

– En ese caso, ¿por qué vino desde Londres sir Andrew Higgins para identificar el cadáver y testificar en la encuesta?

– Como medida de seguridad. Para que nadie notara nada extraño en las heridas de Geoff y levantara suspicacias sobre nuestra historia. Sir Andrew era el amigo más antiguo de mi padre. Se podía confiar en él.

– ¿Y cuál es el papel de Willingate? -continuó preguntando Lynley.

– Llegó a Westerbrae dos horas después del accidente. Venía para llevarse a Geoff a Londres e interrogarle. No cabe duda de que la llamada dirigida a mi hermano le advertía de su inminente llegada. Mi padre le contó la verdad a Willingate. Llegaron a un acuerdo. Sería un secreto oficial. Ahora que había muerto, el gobierno no deseaba que se conociera la existencia de un topo infiltrado en el Ministerio de Defensa desde hacía años. Mi padre tampoco quería que se supiera, ni enfrentarse a un juicio por asesinato. Se acordó apoyar la hipótesis del accidente, y los demás juramos guardar silencio. Todos cumplimos la promesa, pero Phillip Gerrard era un hombre decente. La idea de que había accedido a encubrir un asesinato le consumió hasta el fin de sus días.

– ¿Por eso no está enterrado en el suelo de Westerbrae?

– Creía que lo había maldecido.

– ¿Por qué está enterrado allí su hermano?

– Mi padre no deseaba que su cuerpo reposara en Somerset. Sólo conseguimos convencerle de enterrar a Geoff. -Stinhurst miró por fin a su esposa-. Todos padecimos las consecuencias de la traición de Geoffrey, ¿verdad, Mag? Pero tú y yo llevamos la peor parte. Perdimos a Alee. Perdimos a Elizabeth. Nos perdimos mutuamente.

– Geoff siempre se ha interpuesto entre nosotros -dijo la mujer lentamente-. Durante todos estos años. Siempre has actuado como si tú le hubieras matado, y no tu padre. Conseguiste que a veces llegara a dudarlo.

Stinhurst movió la cabeza, negándose a aceptar la exculpación.

– Lo hice, claro que lo hice. Aquella noche, en la biblioteca, no me decidí a separarles, no me decidí a detener a papá. Estaban en el suelo y… Geoff me miró. Maggie, fui la última persona que vio. Y lo último que supo fue que su único hermano iba a quedarse allí parado, sin hacer nada, viéndole morir. Para el caso, es como si yo le hubiera matado, efectivamente. Yo fui el responsable, a fin de cuentas.

«La traición, como la peste, se cobra mucha sangre.» Lynley pensó que la cita de Webster nunca le había parecido tan adecuada como ahora, porque la traición de Geoffrey Rintoul había provocado la destrucción de toda su familia. Y como la destrucción no se debilitaba, continuaba afectando a las vidas cercanas a los Rintoul: la de Joy Sinclair y la de Gowan Kilbride. Pero ahora se detendría.

Quedaba un detalle más por aclarar.

– ¿Por qué mezcló al MI5 este pasado fin de semana?

– Es lo único que se me ocurrió. Sabía que cualquier investigador acabaría centrándose en la obra que leímos la noche que Joy murió. Pensé, creí, que un detenido escrutinio de la obra sacaría a la luz todo lo que mi familia y el gobierno habían mantenido celosamente oculto durante veinticinco años. Cuando Willingate me telefoneó, se mostró de acuerdo en que era preciso destruir los libretos. Después se puso en contacto con tus compañeros de la División Especial, que a su vez contactaron con un comisionado del Met, y éste accedió a enviar a alguien, alguien especial, a Westerbrae.

Estas últimas palabras despertaron la amargura en Lynley, que inútilmente trató de combatirla. Se dijo que, de no ser por la presencia de Helen en Westerbrae y la demoledora revelación de su relación con Rhys Davies-Jones, habría penetrado en la red de mentiras tejida por Stinhurst, habría encontrado la tumba de Geoffrey Rintoul y extraído sus propias conclusiones sin la generosa ayuda de sus amigos. Por el momento, aferrarse a ese pensamiento era la única forma de conservar su autoestima.

– Voy a pedirle que haga una declaración completa en el Yard -dijo Lynley.

– Por supuesto -respondió Stinhurst, y la negación que siguió a su aceptación fue tan mecánica como inmediata-. Yo no maté a Joy Sinclair, Thomas. Te lo juro.

– No lo hizo. -El tono de lady Stinhurst era más resignado que perentorio. Lynley no replicó. La mujer prosiguió-. Si hubiera salido de la habitación aquella noche, me habría enterado, inspector.

Lady Stinhurst no podía haber elegido una razón que cuadrara menos con la convicción de Lynley. Éste se volvió hacia Havers.

– Llévese a lord Stinhurst para la declaración preliminar, sargento. Ocúpese de que lady Stinhurst vuelva a su casa.

– ¿Y usted, inspector? -preguntó Havers.

Lynley reflexionó sobre la pregunta, calculando el tiempo que necesitaba para asumir todo cuanto había sucedido.

– Yo iré directamente -dijo.

Lynley volvió a entrar en el edificio cuando el taxi que llevaba a lady Stinhurst a la casa familiar de Holland Park se puso en marcha, y lord Stinhurst salió del teatro Agincourt escoltado por la sargento Havers y el agente Nkata. No le hacía gracia la idea de toparse sin querer con Rhys Davies-Jones, y no cabía duda de que el hombre se hallaba en el interior. Aun así, algo le impedía demorarse, tal vez como una forma de expiación por los pecados que había cometido al sospechar de Davies-Jones como asesino, haciendo lo imposible para que Helen compartiera sus sospechas. Sobreponiendo la pasión a la razón, había escarbado en busca de datos que acusaran al gales, ignorando los que apuntaban en otras direcciones.

«Y todo porque pretendía ignorar de la manera más estúpida lo que Helen significaba en mi vida, hasta que fue demasiado tarde», pensó con ironía.

– No te esfuerces en consolarme -balbuceó una mujer desde el extremo opuesto del bar, fuera de su ángulo de visión-. He venido aquí para hablar de tú a tú. Me dijiste que debíamos hablar con el corazón en la mano. ¡Pues bien, adelante! ¡Hablemos, sin ambages, con el corazón en la mano, incluso sin pararnos en barras!

– Jo… -respondió David Sydeham.

– Ya no es un secreto que te quiero. Nunca lo fue. Te quiero desde que te rogué que me leyeras el nombre del ángel de piedra con tus dedos. Sí, este mal de amor se remonta hasta entonces, y jamás me ha abandonado. Y ésta es mi historia…

– Joanna, cierra el pico. ¡Te has saltado diez líneas, como mínimo!

– ¡No!

Las palabras de Sydeham y Joanna Ellacourt se abrieron paso hacia el cerebro de Lynley. Cruzó el vestíbulo, llegó al bar, le arrebató sin más preámbulos el libreto a Sydeham y recorrió la página en silencio hasta localizar el parlamento de Alma en Verano y humo. Como no llevaba gafas, vio las letras algo borrosas, pero lo bastante legibles. Y absolutamente diáfanas.

No te esfuerces en consolarme. He venido aquí para hablar de tú a tú. Me dijiste que debíamos hablar con el corazón en la mano. ¡Pues bien, adelante! ¡Hablemos sin ambages, con el corazón en la mano, incluso sin pararnos en barras! Ya no es un secreto que te quiero. Nunca lo fue. Te quiero desde que te rogué que me leyeras el nombre del ángel de piedra con tus dedos. Sí, recuerdo los largos atardeceres de nuestra infancia…

Por un momento Lynley había supuesto que Joanna Ellacourt no estaba utilizando las palabras escritas por Tennessee Williams, sino hablando con voz propia. Al igual que el joven agente Plater cuando leyó la nota de Hannah Darrow quince años antes en Porthillireen.

Загрузка...