Capítulo 8

Como no había suficiente espacio en la trascocina, el inspector Macaskin se dedicó a pasear por la cocina. Recorrió con la mano izquierda la mesa que ocupaba el centro de la estancia; se mordía los dedos de la derecha con maligna concentración. Sus ojos se trasladaron desde las ventanas que reflejaban su propia imagen hasta la puerta cerrada que conducía al comedor, desde donde oía el llanto ingobernable de una mujer y la voz encolerizada de un hombre. Los padres de Gowan Kilbride, llegados de Hillview Farm, se hallaban reunidos con Lynley y descargaban sobre él sin piedad la furia de su dolor. En el piso superior, encerrados de nuevo bajo llave, los sospechosos esperaban a que la policía les llamase. «De nuevo», pensó Macaskin. Se maldijo en voz alta, atormentado por la convicción de que Gowan Kilbride seguiría vivo si no hubiera insinuado que les dejaran salir de la biblioteca para cenar.

Macaskin giró sobre sus talones cuando la puerta de la trascocina se abrió y St. James salió, acompañado del médico forense de Strathclyde. Corrió a su encuentro. Detrás de ellos, vio que dos técnicos continuaban trabajando en la pequeña habitación, haciendo lo que podían para recoger las pruebas que no habían sido destruidas por el agua y el vapor.

– Hasta que se haya efectuado una autopsia completa, me inclino por la rama derecha de la arteria pulmonar -murmuró el médico a Macaskin. Se quitó los guantes y los guardó en el bolsillo de la chaqueta.

Macaskin le dirigió una mirada interrogativa a St. James.

– Es posible que se trate del mismo asesino -dijo St. James, asintiendo con la cabeza-. Con la mano derecha. Una puñalada.

– ¿Hombre o mujer?

– Yo diría que un hombre, pero no descartaría la posibilidad de que sea una mujer.

– En todo caso, sea quien fuere posee una fuerza considerable.

– O experimenta potentes descargas de adrenalina. Podría haberlo hecho una mujer motivada.

– ¿Motivada?

– Rabia ciega, pánico, miedo.

Macaskin se mordió con demasiada violencia un dedo, y el sabor de la sangre acudió a sus labios.

– ¿Pero quién? ¿Quién? -preguntó inútilmente.

Cuando Lynley abrió la puerta de la habitación de Robert Gabriel, encontró al hombre sentado como un prisionero solitario en su celda. Había escogido la silla más incómoda del cuarto, y se hallaba inclinado, los brazos apoyados sobre las piernas y las manos bien manicuradas colgando.

Lynley había visto a Gabriel en escena, y recordaba con especial admiración su interpretación de Hamlet cuatro temporadas atrás, pero el hombre que tenía delante era muy diferente del actor que había subyugado al público con la psique torturada de un príncipe danés. A pesar de que no rebasaba en mucho los cuarenta, el aspecto de Gabriel empezaba a deteriorarse. Tenía bolsas bajo los ojos y una capa de grasa permanente se había establecido alrededor de su cintura. Llevaba el pelo bien cortado y peinado, pero la laca que lo moldeaba al estilo moderno no conseguía disimular que raleaba; parecía artificial, como si acentuara el color con algún producto. Sobre su coronilla empezaba a formarse una pequeña pero creciente tonsura. Vestido a la moda juvenil, Gabriel se decantaba por camisas y pantalones de un color y textura que parecían más apropiados para pasar un verano en Miami que un invierno en Escocia. Existían contradicciones, síntomas de inestabilidad en un hombre del que cabía esperar confianza en sí mismo y serenidad.

Lynley indicó con un gesto de la cabeza a Havers que se acomodara en una segunda silla, en tanto él permanecía de pie. Eligió un punto cercano a una hermosa cómoda de madera dura, desde el que podía observar a sus anchas el rostro de Gabriel.

– Hábleme de Gowan -dijo.

La sargento pasó las páginas de su bloc.

– Siempre pensé que mi madre hablaba como la policía -fue la cansada respuesta de Gabriel-. Veo que estaba en lo cierto -se frotó la nuca como para desentumecerla, se enderezó en la silla y tomó el reloj despertador de la mesilla de noche.

»Me lo regaló mi hijo. Fíjense en este objeto absurdo. Ni siquiera marca ya la hora exacta, pero no he sido capaz de tirarlo a la basura. Es lo que yo llamo devoción paternal. Mamá diría que es complejo de culpa.

– Tuvieron una discusión en la biblioteca a última hora de la tarde.

– Es cierto -rió despectivamente Gabriel-. Según parece, Gowan creía que me había dedicado a saborear un par de buenas cualidades de Mary Agnes. No le gustó nada.

– ¿Lo hizo usted?

– Por Dios, ahora me recuerda a mi ex esposa.

– Vaya. Sin embargo, no ha respondido a mi pregunta.

– Hablé con la chica -le replicó Gabriel-. Eso es todo.

– ¿Cuándo?

– No lo sé. Ayer, en algún momento. Al poco de llegar. Yo estaba deshaciendo las maletas cuando llamó a la puerta, en teoría para entregarme toallas limpias que no necesitaba. Se quedó a charlar el rato suficiente para descubrir si yo conocía a alguno de los actores que se disputan encarnizadamente el primer puesto de su lista de maridos idóneos. -Gabriel aguardó con aire beligerante, pero continuó al no producirse una nueva pregunta-. ¡Está bien, está bien! Puede que la haya sobado un poco, es probable que la besara. No lo sé. -¿Puede que la haya sobado? ¿No sabe si la besó? -No le prestaba atención, inspector. Ignoraba que debería dar cuenta de todos mis segundos a la policía de Londres.

– Habla como si sobar y besar fueran actos reflejos -señaló Lynley con impasible cortesía-. ¿Qué necesita para recordar su comportamiento? ¿Seducción completa, intento de violación?

– ¡Está bien! ¡Ella se moría de ganas! Pero no maté al chico después.

– ¿Después de qué?

Gabriel tuvo la lucidez de parecer, al menos, inquieto.

– Dios mío, sólo la magreé. Quizá le metí la mano debajo de la falda, pero no me la llevé a la cama.

– Entonces no, al menos.

– ¡De ninguna manera! ¡Pregúnteselo a ella! Le dirá lo mismo que yo -se apretó los dedos contra las sienes, buscando alivio al dolor. Su cara, contusionada tras la escaramuza con Gowan, reflejaba agotamiento-. Escuche, no sabía que Gowan tenía el ojo puesto en la chica. Ni siquiera le había visto. No sabía que existía. En lo que a mí concierne, podía quedarse con la chica. Por Dios, si ni siquiera protestó. Le hubiera resultado difícil, porque estaba haciendo todo lo posible por disfrutar.

Un cierto orgullo, el que suelen exhibir los hombres aficionados a comentar sus conquistas sexuales, vibraba en la última frase del actor. Por pueril que la supuesta seducción parezca a los demás, el que habla siempre satisface algún deseo indefinido. Lynley se preguntó cuál era el de Gabriel.

– Hábleme de anoche -dijo.

– No tengo nada que decir. Tomé una copa en la biblioteca. Hablé con Irene. Después me fui a la cama.

– ¿Solo?

– Sí, aunque no lo crea. No me fui con Mary Agnes, ni con otra.

– Lo cual le deja sin coartada, ¿no?

– ¿Y para qué necesito yo una coartada, inspector? ¿Por qué querría asesinar a Joy? Está bien, tuve un lío con ella. Admito que mi matrimonio se fue a pique por su culpa, pero de haber querido matarla, lo hubiera hecho el año pasado, cuando Irene se enteró y pidió el divorcio. ¿Por qué esperar hasta ahora?

– Joy no quiso colaborar en el plan que usted tenía, el plan para reconciliarse con su esposa, ¿verdad? Quizá sabía que Irene volvería con usted si Joy le decía que sólo se habían acostado una vez. Sólo una vez, no incesantemente durante un año. Pero Joy no tenía la menor intención de mentir en su beneficio.

– ¿Y la maté por eso? ¿Cuándo? ¿Cómo? Todo el mundo en esta casa sabía que su puerta estaba cerrada con llave. ¿Qué hice, pues? ¿Esconderme en su armario y esperar a que se durmiera o, mejor aún, entrar y salir de puntillas por la habitación de Helen Clyde, confiando en que no se diera cuenta?

Lynley se negó a dejarse arrastrar hacia una discusión a gritos.

– Esta noche, cuando salió de la biblioteca, ¿adonde fue?

– Vine aquí.

– ¿Inmediatamente?

– Por supuesto. Quería ducharme. Me sentía fatal.

– ¿Qué escaleras utilizó?

– ¿Qué quiere decir? -Gabriel parpadeó-. ¿Qué otras escaleras hay? Utilicé las del vestíbulo.

– ¿No utilizó las que hay al lado mismo de esta habitación? ¿Las escaleras posteriores que conducen a la trascocina?

– No tenía ni idea de que existieran. No suelo merodear por las casas buscando rutas secundarias de acceso a mí cuarto, inspector.

Su respuesta era muy inteligente, e imposible de verificar si nadie le había visto en la trascocina o la cocina durante las últimas veinticuatro horas. Aunque, sin duda, Mary Agnes había utilizado las escaleras cuando trabajaba en esta planta. Y el hombre no era sordo, ni tampoco las paredes eran tan espesas como para ahogar las pisadas.

Lynley tuvo la impresión de que Robert Gabriel había cometido su primera equivocación. Reflexionó, preguntándose qué otras mentiras habría dicho.

El inspector Macaskin asomó la cabeza por la puerta. Su expresión era tranquila, pero las cuatro palabras que pronunció contenían una nota de triunfo.

– Hemos encontrado las perlas. Esa Gerrard las tuvo todo el tiempo -explicó Macaskin-. Se las entregó a mis hombres sin rechistar en cuanto entraron a registrar la habitación. La he llevado a la sala de estar.

En algún momento posterior a su encuentro precedente, Francesca Gerrard había decidido ataviarse con una escalofriante colección de bisutería. Siete collares de cuentas, cuyos colores variaban desde el marfil al ónice, hacían compañía a los de color castaño rojizo, y lucía una serie de brazaletes metálicos que, al moverse, sonaban como si fuera encadenada. Pendientes de plástico en forma de disco, a rayas de un púrpura y negro violentos, colgaban de sus orejas. Con todo, la chillona exhibición no parecía producto de la excentricidad o el despiste, sino que sustituían de manera harto discutible a las cenizas que las mujeres de otros tiempos derramaban sobre sus cabezas al morir alguien.

Era evidente que Francesca Gerrard estaba sufriendo. Sollozaba, balanceándose lentamente de un lado a otro, sentada ante una mesa en el centro de la estancia, con un brazo apretado contra la cintura y un puño cerrado entre las cejas. Las lágrimas no eran fingidas. Lynley había visto bastantes padecimientos, y sabía cuándo se enfrentaba a uno auténtico.

– Tráigale algo -indicó a Havers-. Whisky, coñac, jerez, cualquier cosa. Lo encontrará en la biblioteca.

Havers obedeció y volvió un momento después con una botella y varios vasos. Vertió un poco de whisky en uno de ellos. Su aroma vibró en el aire como un sonido.

Havers, con una delicadeza inusual en ella, puso el vaso en la mano de Francesca.

– Beba un poco, por favor. Sólo para serenarse.

– ¡No puedo, no puedo! -sin embargo, dejó que la sargento Havers subiera el vaso hasta sus labios. Tragó con una mueca, tosió, y volvió a beber-. Él era… -dijo entrecortadamente-. Me gustaba fingir que era mi hijo. No he tenido hijos. Gowan… Ha muerto por mi culpa. Le pedí que trabajara para mí. Él no quería. Quería ir a Londres. Quería ser como James Bond. Tenía sus sueños. Y ahora está muerto, y yo soy la culpable.

Los que se encontraban en la habitación, como temerosos de hacer un movimiento brusco, se sentaron subrepticiamente: Havers y Lynley ante la mesa. St. James y Macaskin fuera del ángulo visual de Francesca.

– La culpabilidad va unida a la muerte -dijo Lynley en voz baja-. Yo soy tan responsable de lo sucedido a Gowan como el que más. Y no pienso olvidarlo.

Francesca levantó la vista, sorprendida. No esperaba semejante admisión por parte de la policía.

– Siento que he perdido una parte de mí. Es como si… No, no sé explicarlo -su voz se quebró en un sollozo y de repente enmudeció.

«La muerte de cualquier hombre me disminuye, porque soy parte de la humanidad.» [11] Lynley lo comprendía mucho mejor que Francesca Gerrard, pues durante años se había expuesto a las formas más variadas y horribles de la muerte.

– Descubrirá que, en un caso como éste, la pena se entierra cuando se hace justicia. Enseguida no, por supuesto, pero en su momento sí.

– Y usted me necesita para eso. Sí, lo comprendo -se enderezó, sacó un arrugado pañuelo de papel del bolsillo, se sonó la nariz y tomó un vacilante sorbo de whisky. Sus ojos se llenaron de lágrimas otra vez. Un reguero bajó por sus mejillas hasta los labios.

– ¿Cómo es que el collar estaba en su habitación? -preguntó Lynley.

La sargento Havers empuñó el lápiz.

Francesca titubeó. Entreabrió la boca en dos ocasiones antes de reunir fuerzas para hablar.

– Lo recuperé anoche. Me habría gustado decírselo antes, en el salón. Quería hacerlo, pero cuando Elizabeth y el señor Vinney empezaron a… No supe qué hacer. Todo sucedió con tal celeridad… Y entonces Gowan… -El nombre la hizo vacilar, como un corredor que tropieza y no consigue recuperar el equilibrio.

– Sí, ya sé. ¿Fue a la habitación de Joy para recuperar el collar o se lo trajo ella?

– Fui a su habitación. Estaba en la cómoda, al lado de la puerta. Supongo que me arrepentí de habérselo dado.

– ¿Lo recuperó sin más? ¿No hubo discusiones?

Francesca movió la cabeza.

– Imposible. Estaba dormida.

– ¿La vio? ¿Entró en su habitación? ¿Estaba la puerta cerrada sin llave?

– No. Fui sin mis llaves porque pensé que no estaría cerrada. Todo el mundo se conocía, a fin de cuentas. No había razón para cerrar las puertas con llave, pero la suya lo estaba, y volví a la oficina a buscar las llaves maestras.

– ¿No estaba la llave metida por el otro lado de la cerradura?

– No… -Francesca arrugó el entrecejo-. Imposible, porque no habría podido abrir con la mía.

– Cuéntenos exactamente lo que usted hizo, señora Gerrard.

Francesca no se hizo de rogar y describió la ruta desde su dormitorio al de Joy, donde descubrió que la puerta estaba cerrada con llave; desde el cuarto de Joy al suyo, donde tomó de la cómoda la llave del escritorio; desde su habitación a la oficina, donde tomó las llaves maestras del cajón inferior del escritorio; de su oficina al cuarto de Joy, donde abrió la puerta en silencio, vio el collar a la luz del pasillo, lo tomó y volvió a cerrar la puerta; del cuarto de Joy a su oficina, para devolver las llaves; y de su oficina a su habitación, donde colocó de nuevo el collar en el joyero.

– ¿Qué hora era? -preguntó Lynley.

– Las tres y cuarto.

– ¿En punto?

Asintió con la cabeza y prosiguió sus explicaciones.

– No sé si alguna vez se ha dejado llevar por un impulso del que después se ha arrepentido, inspector, pero yo me arrepentí de separarme de las perlas en cuanto Elizabeth se las llevó a Joy. Me tendí en la cama, intentando decidir qué hacer. No quería pelearme con Joy, no quería agobiar a mi hermano con otra carga. Así que… Bien, supongo que las robé, ¿no? Y sé que eran las tres y cuarto porque estaba en la cama despierta y mirando el reloj; ésa era la hora que señalaba cuando por fin decidí hacer algo para recobrar mi collar.

– Ha dicho que Joy estaba dormida. ¿La vio? ¿La oyó respirar?

– La habitación se hallaba completamente a oscuras. Yo… debí suponer que estaba dormida. No se movió ni habló. Ella… -sus ojos se abrieron de par en par-. ¿Quiere decir que ya estaba muerta?

– ¿La vio en la habitación?

– ¿Quiere decir en la cama? No, la cama no se veía. La puerta se interponía y sólo la abrí unos centímetros. Pensé, por supuesto…

– ¿Estaba cerrado con llave el escritorio?

– Oh, sí. Siempre lo está.

– ¿Quién tiene llaves del mueble?

– Yo tengo una, y Mary Agnes la otra.

– ¿Es posible que alguien la viera yendo de su habitación a la de Joy, a la oficina, o durante cualquiera de los dos trayectos?

– No vi a nadie, aunque supongo… -meneó la cabeza-. No lo sé.

– Pero debió de pasar por delante de varias habitaciones durante esos trayectos, ¿no?

– Claro, alguien hubiera podido verme en el corredor principal de haber estado allí, pero me hubiera dado cuenta, o habría oído una puerta al abrirse.

Lynley fue a reunirse con Macaskin, que ya se había levantado y examinaba el plano, desplegado sobre la mesa desde el interrogatorio de David Sydeham. Además de las habitaciones de lady Helen y Joy Sinclair, otras cuatro daban al pasillo principal: la de Joanna Ellacourt y David Sydeham, la de lord Stinhurst y su esposa, la que Rhys Davies-Jones no había utilizado y la de Irene Sinclair, en la confluencia del pasillo principal con el ala oeste de la casa.

– Creo que ésa nos dice la verdad -murmuró Macaskin a Lynley mientras estudiaban el plano-. Habría oído o visto algo, habría advertido que alguien la espiaba.

– Señora Gerrard -preguntó Lynley sin volverse-. ¿Está absolutamente segura de que anoche la habitación de Joy Sinclair estaba cerrada con llave?

– Por supuesto. Pensé en enviarle una nota con el té de esta mañana, diciéndole que me devolviera el collar. Quizá debería haberlo hecho. Pero…

– ¿Y devolvió sus llaves al escritorio?

– Sí. ¿Por qué sigue haciéndome preguntas sobre la puerta?

– ¿Volvió a cerrar el escritorio?

– Sí, sé que lo hice. Siempre lo hago.

Lynley dio la espalda a la mesa, sin alejarse de ella, los ojos fijos en Francesca.

– ¿Puede decirme por qué le tocó a Helen Clyde la habitación contigua a la de Joy Sinclair? ¿Fue pura coincidencia?

La mano de Francesca ascendió hasta sus cuentas, un movimiento automático que acompañaba sus pensamientos.

– ¿Helen Clyde? -repitió-. ¿No fue Stuart quien sugirió…? No, no fue así, ¿verdad? Mary Agnes atendió la llamada de Londres. Lo recuerdo porque la ortografía de Mary es un poco fonética, y el nombre que había escrito me resultaba desconocido. Me vi obligada a pedirle que me lo dijera.

– ¿El nombre?

– Sí. Ella había escrito «Joyce Encare», que carecía de sentido hasta que lo dijo de viva voz: «Joy Sinclair.»

– ¿Joy le telefoneó?

– Sí, y yo le devolví la llamada. Eso fue… Debió de ser el lunes por la noche. Me pidió que pusiera a Helen Clyde en la habitación contigua a la suya.

– ¿Joy le pidió eso? ¿Se refirió a Helen por su nombre?

Francesca vaciló. Bajó los ojos hacia el plano de la casa y después los clavó en Lynley.

– No, por el nombre no. Sólo dijo que su primo traía una invitada y si podía darle a esa invitada la habitación contigua a la suya. Supuse que debía de estar enterada… -enmudeció cuando Lynley se apartó de la mesa.

El detective miró sucesivamente a Macaskin, Havers y St. James. No tenía sentido continuar retrasando el momento.

– Veré a Davies-Jones ahora -dijo Lynley.

Rhys Davies-Jones no dio muestras de arredrarse ante la presencia de la policía, a pesar de que el agente Lonan le había seguido como una mala reputación desde su habitación a la sala de estar, sin perderle de vista ni un solo momento. El gales evaluó a St. James, Macaskin, Lynley y Havers con una mirada directa, la mirada premeditada de un hombre empeñado en demostrar que no tenía nada que ocultar. «Un caballo oscuro del que nunca se había sospechado…» Lynley le indicó con un gesto de la cabeza que se sentara a la mesa.

– Hábleme de anoche -dijo.

La única reacción visible de Davies-Jones fue apartar la botella de su ángulo de visión. Recorrió con la punta de los dedos un paquete de Players que había sacado del bolsillo de la chaqueta, pero no encendió ninguno.

– ¿Sobre qué, exactamente?

– Sobre sus huellas dactilares en la llave de la puerta que comunicaba las habitaciones de Helen y Joy, sobre el coñac que le llevó a Helen, sobre dónde estuvo hasta la una de la mañana, cuando se presentó en el cuarto de Helen.

Davies-Jones no reaccionó ni ante las palabras ni ante la corriente de hostilidad que se adivinaba tras ellas. Respondió con toda franqueza.

– Le llevé coñac porque quería verla, inspector. Fue una estupidez, una triquiñuela de adolescente para quedarme en su habitación unos minutos.

– Tengo entendido que le salió muy bien.

Davies-Jones no respondió. Lynley comprendió que tenía la intención de hablar lo menos posible. Y se sintió igualmente decidido a arrancarle hasta el último átomo de verdad.

– ¿Por qué estaban sus huellas dactilares en la llave?

– Cerré con llave la puerta, ambas puertas para ser exacto. Deseaba intimidad.

– ¿Entró en su habitación con una botella de coñac y cerró las dos puertas? Una confesión flagrante de sus intenciones, ¿no es cierto?

El cuerpo de Davies-Jones se tensó por una fracción de segundo.

– No fue así como ocurrió.

– En ese caso, dígame cómo ocurrió.

– Hablamos durante un rato de la lectura. Se suponía que la obra de Joy me iba a devolver al teatro londinense después de mí… problema, de modo que estaba bastante disgustado por el giro que habían dado las cosas. Tenía muy claro que mi prima no nos había reunido aquí para dar el visto bueno a las revisiones de Su obra, sino para algo muy distinto. Ser utilizado como un peón en una especie de venganza que Joy tramaba contra Stinhurst me enfureció. Así que Helen y yo intercambiamos opiniones. Sobre la lectura. Sobre lo que yo iba a hacer de ahí en adelante. Después, cuando iba. a marcharme, Helen me pidió que pasara la noche con ella. Por eso cerré las puertas con llave. -Davies-Jones miró sin vacilar a los ojos de Lynley. Una leve sonrisa distendió sus labios-. No esperaba que hubiera ocurrido así, ¿verdad, inspector?

Lynley no respondió. Acercó la botella de whisky, quitó el tapón y se sirvió un poco. El licor ejerció un efecto beneficioso en su cuerpo. Dejó a propósito el vaso sin vaciar sobre la mesa, entre ellos. Davies-Jones apartó la vista, pero Lynley no dejó de observar los tensos movimientos de la cabeza y el cuello, que revelaban su ansia.

– Tengo entendido que desapareció justo después de la lectura, y que no volvió a aparecer hasta la una de la mañana. ¿Qué hizo durante ese rato? ¿Fueron noventa minutos, casi dos horas?

– Fui a dar un paseo -contestó Davies-Jones.

Si hubiera respondido que había ido a nadar al lago, Lynley no se habría mostrado más sorprendido.

– ¿Bajo una tormenta de nieve? ¿Fue a pasear estando a Dios sabe cuántos grados bajo cero?

– Considero que un paseo es un excelente sustituto de la botella, inspector -se limitó a decir Davies-Jones-. Anoche hubiera preferido la botella, con toda franqueza, pero un paseo me pareció una alternativa más inteligente.

– ¿Adonde fue?

– Por la carretera de Hillview Farm.

– ¿Vio a alguien? ¿Habló con alguien?

– No; de manera que nadie puede confirmar mis dichos. Lo comprendo muy bien. Sin embargo, eso es lo que hice.

– Por tanto, también comprenderá que, desde mi punto de vista, pudo utilizar el tiempo de muchas otras formas.

Davies-Jones mordió el cebo.

– ¿Como cuáles?

– Como apoderarse de lo que necesitaba para asesinar a su prima.

– Sí, supongo que pude hacerlo -sonrió desdeñosamente el escocés-. Bajo por la escalera trasera, atravieso la trascocina y la cocina, penetro en el comedor y tomo la daga sin que nadie me vea. El guante de Sydeham representa un problema, pero no dudo de que usted me explicará cómo me las arreglé para tomarlo sin que él se diera cuenta.

– Da la impresión de que conoce bastante bien la disposición de la casa -señaló Lynley.

– Así es. Dediqué las primeras horas de la tarde a examinarla. Me interesa la arquitectura, pero no lo considero un delito.

Lynley dio vueltas al vaso de whisky con aire pensativo.

– ¿Cuánto tiempo estuvo en el hospital?

– Yo diría que eso no es de su incumbencia, inspector.

– Todo lo relacionado con este caso es de mi incumbencia. ¿Cuánto tiempo pasó en el hospital a causa de su problema alcohólico?

– Cuatro meses -respondió Rhys, impávido.

– ¿Era un hospital privado?

– Sí.

– Debió de costarle mucho dinero.

– ¿Qué quiere decir, que apuñalé a mi prima para costearme las facturas con su dinero?

– ¿Joy tenía dinero?

– Claro que tenía dinero. Mucho dinero. Y ya puede estar tranquilo, porque no me ha legado nada.

– ¿Conocía, pues, los términos del testamento? La presión, la cercanía del alcohol y la encerrona a la que había sido arrastrado le hicieron reaccionar.

– ¡Sí, maldita sea! Ha dejado hasta la última libra a Irene y sus hijos. Eso no es lo que quería escuchar, ¿verdad, inspector? -aplastó con rabia el cigarrillo en el cenicero.

Lynley aprovechó la oportunidad que le ofrecía la cólera del hombre.

– El lunes pasado, Joy le pidió a Francesca Gerrafd que le diera a Helen Clyde la habitación contigua a la suya. ¿Sabe algo de eso?

– Que Helen… -Davies-Jones alargó la mano hacia sus cigarrillos, pero luego los apartó-. No. No se lo puedo explicar.

– ¿Puede explicarme cómo supo que Helen vendría, con usted este fin de semana?

– Debí decírselo. Es probable que lo hiciera.

– ¿Insinuó que le gustaría conocer a Helen? Un buen método sería pidiendo que las pusieran en habitaciones contiguas, ¿no?

– ¿Como colegialas? Una treta bastante burda para preparar un crimen, ¿no cree?

– Estoy ansioso por oír sus explicaciones.

– No se me ocurre ninguna, inspector. Pero yo diría que a Joy le interesaba Helen como amortiguador; alguien sin un interés específico en la producción, alguien que no iba a llamar a su puerta para hablar de los cambios en el argumento y la puesta en escena. Los actores son así. No le conceden un momento de respiro al autor.

– Por tanto, usted le habló de Helen. Usted le planteó la idea.

– No hice nada por el estilo. Me ha pedido una explicación. No puedo darle una mejor.

– Sí, por supuesto, excepto que no concuerda con el hecho de que la otra habitación contigua a la de Joy estaba ocupada por Joanna Ellacourt, que no era, precisamente, un amortiguador. ¿Cómo lo explica?

– Me es imposible. No tengo la menor idea de lo que Joy tramaba. Quizá ni ella misma lo sabía. Quizá no signifique nada y usted vaya buscando significados por todas partes.

Lynley asintió con la cabeza, indiferente a la colérica implicación.

– ¿Adonde fue esta noche cuando todo el mundo salió de la biblioteca?

– A mi habitación.

– ¿Qué hizo?

– Me duché y me cambié.

– ¿Y después?

Los ojos de Davies-Jones se desviaron hacia la botella de whisky. No se oía nada, salvo el ruido producido por uno de los ocupantes de la habitación. Era Macaskin, que sacaba un paquete de chicles del bolsillo.

– Fui a la habitación de Helen.

– ¿Otra vez?

– ¿Qué diablos insinúa? -Davies-Jones alzó la cabeza con brusquedad.

– Me parece que está bastante claro. Esa chica le ha proporcionado varias coartadas excelentes, ¿no? Primero anoche, y ahora también.

Davies-Jones le miró con incredulidad antes de estallar en carcajadas.

– Dios mío, es increíble. ¿Cree que Helen es imbécil? ¿Cree que es tan ingenua como para hacer eso por un hombre, no una vez sino dos? ¿En veinticuatro horas? ¿Por qué clase de mujer la toma?

– Sé perfectamente la clase de mujer que es Helen -respondió Lynley-. Absolutamente vulnerable a un hombre que proclama una debilidad que tan sólo ella puede curar. Utilizó ese truco, ¿verdad?, y se la llevó a la cama. Si ahora la hago bajar, descubriré sin lugar a dudas que lo de esta tarde ha sido otra variación sobre el emotivo tema de anoche.

– Y usted no puede soportar ese pensamiento, ¿verdad? Está tan enfermo de celos que dejó de ser objetivo en cuanto supo que me había acostado con ella. Enfréntese a los hechos, inspector, no los manipule para colgarme el muerto, puesto que tiene demasiado miedo para plantarme cara de otra forma.

Lynley se revolvió en su silla, pero Macaskin y Havers se levantaron al instante, consiguiendo que recuperase la cordura.

– Sacadle de aquí -dijo.

Barbara Havers esperó a que Macaskin condujera a Davies-Jones fuera de la habitación. Cuando estuvo segura de que se hallaban en completa intimidad, dirigió una larga y suplicante mirada a St. James. Éste se sentó con ellos a la mesa; Lynley había sacado sus gafas de leer y examinaba las notas de Barbara. Los vasos, los platos de comida a medio consumir, los ceniceros rebosantes y los cuadernos de notas diseminados proporcionaban a la estancia un aspecto de frenética actividad. El aire olía como si una infección lo habitase.

– Señor.

Lynley levantó la cabeza y Barbara vio con pena que parecía exhausto, exprimido por un rodillo de su propia invención.

– Echemos un vistazo a lo que tenemos -sugirió ella.

Lynley miró por encima de las gafas a Barbara, y después a St. James.

– Tenemos una puerta cerrada con llave -respondió con tono sereno-. Tenemos a Francesca Gerrard cerrándola con la única llave disponible, sin contar la que hay dentro de la habitación, sobre el tocador. Tenemos a un hombre en la habitación de al lado que puede entrar con toda facilidad. Ahora vamos a buscar un móvil.

«No», pensó Barbara débilmente. Habló con voz serena e imparcial.

– Ha de admitir que Helen y Joy fueron a parar a cuartos contiguos por casualidad. Ese hombre no pudo saberlo de antemano.

– ¿No? ¿Un hombre con un interés declarado por la arquitectura? Hay casas con habitaciones adyacentes esparcidas por todo el país. No es preciso un título universitario para adivinar que aquí había dos. O que Joy, después de pedir específicamente una habitación cerca de Helen, sería instalada en una de ellas. Imagino que nadie más telefoneó a Francesca Gerrard con peticiones de esa naturaleza.

– Tal como están las cosas por ahora, inspector -insistió Barbara-. La propia Francesca pudo asesinar a Joy. Estuvo en su habitación. Lo ha admitido. También pudo darle la llave a su hermano y dejar que él hiciera el trabajo.

– No hay manera de quitarle de la cabeza a lord Stinhurst, ¿verdad?

– No, no es eso.

– Ya que insiste en Stinhurst, ¿qué me dice de la muerte de Gowan? ¿Por qué le asesinó Stinhurst?

– No estoy afirmando que sea Stinhurst, señor -dijo Barbara, intentando contener la impaciencia, los nervios y su necesidad de proclamar a gritos el móvil de Stinhurst hasta que Lynley se viera obligado a aceptarlo-. En cuanto a eso, también pudo hacerlo Irene Sinclair, o Sydeham y la Ellacourt, puesto que ambos estuvieron solos. O Jeremy Vinney. Joy estuvo en su habitación un rato antes. Elizabeth nos lo dijo. Por lo que sabemos hasta el momento, deseaba a Joy, fue rechazado de plano, fue a su habitación y la mató en un acceso de ira.

– ¿Y cómo cerró la puerta con llave cuando salió?

– No lo sé. Quizá salió por la ventana.

– ¿En plena tormenta, Havers? Todavía lo está poniendo más difícil que yo -Lynley dejó caer las notas de Havers sobre la mesa, se quitó las gafas y se frotó los ojos.

– Sé que Davies-Jones pudo entrar, inspector. También sé que tuvo la oportunidad. Sin embargo, la obra de Joy Sinclair iba a resucitar su carrera, ¿no? El que Stinhurst retirase su apoyo a la obra no significaba para él que la obra no fuera a representarse. Podía financiarla otra persona. Por todo ello, tengo la impresión de que es la única persona de la casa con un motivo sólido para desear que la mujer siguiera viva.

– No -intervino St. James-. Hay otra, ya que habíamos de resucitar carreras agonizantes. Su hermana Irene.

– Me preguntaba cuánto tardaría en venir a verme.

Irene Sinclair se apartó de la puerta, caminó hacia su cama y se sentó, los hombros hundidos. En consonancia con lo avanzado de la hora se había cambiado para irse a dormir, y sus ropas, al igual que ella, eran comedidas: zapatillas de suela plana, bata de franela azul marino y, asomando por debajo, el cuello alto de un camisón blanco que se alzaba y descendía al compás de su respiración. Sin embargo, había algo extrañamente impersonal en dichas prendas. Eran útiles, sin duda, aunque se adherían con rigidez a una norma de recato asumido; eran frías hasta la exageración, como concebidas y moldeadas para mantener a raya la vida. Lynley se preguntó si la mujer rondaría alguna vez por la casa en téjanos y jersey viejos. Le pareció muy improbable.

El parecido con su hermana era notable. A pesar de que sólo había visto a Joy en fotografías tomadas después de muerta, Lynley reconoció en Irene los rasgos que había compartido con su hermana, rasgos inalterados por los cinco o seis años de edad que las separaban: pómulos salientes, frente amplia, mandíbula levemente cuadrada. Calculó que rebasaría apenas los cuarenta. Era una mujer escultural, con el tipo de cuerpo que las demás mujeres envidian y la mayoría de los hombres sueña con llevarse a la cama. Poseía un rostro digno de Medea y cabello negro que empezaba a encanecer en la parte izquierda de la frente. Cualquier mujer más insegura se lo habría teñido mucho tiempo antes. Lynley se preguntó si el pensamiento había cruzado por la mente de Irene. La observó en silencio. ¿Por qué demonios habría sentido Robert Gabriel la necesidad de descarriarse?

– Alguien le habrá dicho ya que mi hermana y mi marido tuvieron una aventura el año pasado, inspector -dijo la mujer en voz baja-. No es ningún secreto, de modo que no lamento su muerte como debería, como seguramente haré en algún momento. Ocurre que cuando dos personas a las que quieres destrozan tu vida, es difícil perdonar y olvidar. Joy no necesitaba a Robert. Yo sí. Me lo arrebató. Y todavía me duele cuando lo pienso, incluso ahora.

– ¿Había terminado esa aventura? -le preguntó Lynley.

Irene desvió su atención del lápiz de Havers y la dirigió hacia el suelo.

– Sí -la palabra poseía el aroma característico de una mentira, y prosiguió enseguida, como para ocultar el hecho-. Supe incluso cuándo empezó. Una de esas cenas en que la gente bebe demasiado y dice cosas que, de otra forma, no diría. Aquella noche, Joy declaró a los cuatro vientos que nunca había tenido a un hombre capaz de satisfacerla con un solo polvo. Estaba claro que Robert se lo iba a tomar como un desafío personal a resolver lo antes posible. A veces, lo que más me duele es que Joy no amaba a Robert. Nunca quiso a nadie después de que Alee Rintoul muriera.

– Rintoul se ha convertido en un tema recurrente esta noche. ¿Llegaron a estar comprometidos?

– De manera informal. La muerte de Alee cambió a Joy.

– ¿En qué forma?

– ¿Cómo se lo podría explicar? Fue como una llamarada, una explosión de rabia. Fue como si Joy decidiera consagrarse a la venganza después de morir Alee. Pero no para darse satisfacción, sino para destruirse y arrastrarnos a cuantos pudiera en su locura. Una enfermedad se apoderó de ella. Iba de hombre en hombre, uno detrás de otro, inspector. Los devoraba, odiosa y rapazmente. Como si ninguno pudiera hacerle olvidar a Alee y les desafiara de uno en uno a intentarlo.

Lynley se acercó a la cama y depositó los objetos encontrados en el bolso de Joy sobre la colcha. Irene los examinó sin demostrar el menor interés.

– ¿Eran de ella? -preguntó.

Lynley le tendió primero la agenda de Joy. Irene no parecía muy dispuesta a tomarla, como si encerrara una información a la que no deseaba acceder. Pese a todo, identificó cuantas anotaciones pudo: citas con un editor en Upper Grosvenor Street, el cumpleaños de Sally, la hija de Irene, el plazo que se había impuesto Joy para terminar tres capítulos de un libro.

Lynley señaló el nombre escrito a lo largo de toda una semana: «P. Green.»

– ¿Alguien nuevo en su vida?

– ¿Peter, Paul, Philip? No lo sé, inspector. Quizá fuera a marcharse de fin de semana con alguien, pero no sabría decirle. No nos hablábamos muy a menudo. Y cuando lo hacíamos, era sobre todo de negocios. No creo que me hubiera revelado la existencia de un nuevo hombre en su vida, aunque no me sorprendería saber que lo había. Habría sido más que típico en ella. Se lo aseguro -Irene, afligida, tocó con la punta de los dedos algunos objetos: la cartera, la caja de cerillas, los chicles, las llaves. No añadió nada más.

Sin apartar la vista de ella, Lynley apretó el botón de la pequeña grabadora. Irene se encogió apenas al oír la voz de su hermana. El aparato fue desgranando alegres comentarios, exclamaciones vehementes, planes para el futuro. Mientras escuchaba de nuevo a Joy Sinclair, Lynley no pudo evitar el pensamiento de que no parecía una mujer obsesionada por destruir a nadie. A mitad de la cinta, Irene se cubrió los ojos con la mano y bajó la cabeza.

– ¿Le sugiere algo lo que ha oído? -le preguntó Lynley.

Irene sacudió la cabeza con énfasis; una segunda y patente mentira.

Lynley aguardó. Irene intentaba desembarazarse de él, replegándose sobre sí misma física y emocionalmente, consumiéndose mediante un deliberado acto de voluntad.

– No puede enterrarla así, Irene -dijo el detective en voz baja-. Sé que lo desea, y comprendo la razón, pero sabe que si lo intenta su recuerdo la torturará para siempre -vio que se apretaba la cabeza con los dedos-. No ha de perdonarle por lo que le hizo, pero tampoco llegue al extremo de hacer algo que nunca se pueda perdonar.

– No puedo ayudarle -replicó Irene con voz alterada-. No lamento la muerte de mi hermana. ¿Cómo puedo ayudarle, si ni siquiera puedo ayudarme a mí misma?

– Puede ayudar diciéndome algo sobre esta cinta.

Sin piedad, sin escrúpulos, odiándose por hacerlo al mismo tiempo que lo reconocía como parte de su deber, Lynley puso la cinta por segunda vez. Irene no dijo nada cuando terminó. Lynley rebobinó la cinta y la puso de nuevo. Y otra vez.

La voz de Joy alimentaba la impresión de que había una cuarta persona en la habitación. Instaba. Reía. Acosaba. Suplicaba. Y rompió la resistencia de su hermana cuando sus palabras grabadas repitieron por quinta vez: «Por el amor de Dios, que mamá no se vuelva a olvidar de Sally este año.»

Irene se apoderó de la grabadora, manipuló los botones con torpeza hasta conseguir pararla y la arrojó sobre la cama, como si tocarla le contaminara.

– ¡La única razón por la que mi madre se acordaba del cumpleaños de mi hija es porque Joy se lo recordaba! -gritó. El dolor se reflejaba en su rostro, pero tenía los ojos secos-. ¡Y aun así la odiaba! ¡Odiaba a mi hermana cada minuto y deseaba que muriera! ¡Pero así no! ¡Oh, Dios mío, así no! ¿Sabe lo que es desear sobre todas las cosas que una persona muera, y que de repente ocurra, como si una deidad burlona escuchara tus deseos y sólo concediera los más absurdos?

Santo Dios, el poder de unas simples palabras. Él lo sabía. Por supuesto que lo sabía. Desde la oportuna muerte del amante de su madre en Cornualles, lo sabía de una forma que Irene Sinclair jamás confiaría en comprender.

– Da la impresión de que algo de lo que dice formara parte de una nueva obra. ¿Reconoce el lugar que describe? ¿La vegetación corrompida, el sonido de las ranas y las bombas de agua, la llanura?

– No.

– ¿Las circunstancias de la tormenta de invierno?

– ¡No!

– ¿El hombre que menciona, John Darrow?

El cabello de Irene describió un arco cuando apartó la cabeza.

– John Darrow -dijo Lynley, alertado por el brusco movimiento-. Ha reconocido el nombre.

– Joy habló de él anoche, durante la cena. Dijo algo acerca de invitar a cenar a un hombre melancólico llamado John Darrow.

– ¿Un nuevo romance?

– No, no lo creo. Alguien, creo que lady Stinhurst, le preguntó sobre su nuevo libro. Salió a relucir John Darrow. Joy reía como siempre, pormenorizando las dificultades que le planteaba el manuscrito; dijo que estaba intentando conseguir cierta información que necesitaba. Implicaba a ese John Darrow. Pienso que debe de estar relacionado con el libro.

– ¿El libro? ¿Se refiere a otra obra de teatro?

– ¿Obra? -el rostro de Irene se ensombreció-. No, lo ha entendido mal, inspector. Aparte de una primera pieza de hace seis años y la nueva obra para lord Stinhurst, mi hermana no escribía para el teatro. Escribía libros. Empezó como periodista, pero luego se dedicó al ensayo. Todos sus libros trataban sobre crímenes. Crímenes reales. Asesinatos, sobre todo. ¿No lo sabía?

«Asesinatos, sobre todo. Crímenes reales.» Por supuesto. Lynley se quedó mirando la pequeña grabadora, sin terminar de creerse que le hubieran ofrecido con tanta facilidad la pieza que faltaba al rompecabezas móvil medios oportunidad. Sin embargo, ya tenía lo que buscaba, lo que instintivamente sabía que encontraría. El móvil del asesinato. Todavía oscuro, a la espera de que los detalles le dieran una explicación coherente.

Y la conexión se hallaba también en la cinta, en las últimas palabras de Joy Sinclair: «¿Por qué no le pregunto a Rhys la mejor forma de abordarle? Sabe tratar a la gente.»

Lynley devolvió los objetos de Joy al bolso, sintiéndose más animado y, al mismo tiempo, encolerizado por lo que había ocurrido la noche anterior y por el precio que debería pagar para que la justicia se cumpliera.

Cuando Havers ya había salido al pasillo, las últimas palabras de Irene Sinclair le inmovilizaron en el umbral de la puerta. La mujer se encontraba de pie cerca de la cama, respaldada por el inofensivo papel pintado y rodeada por aquel dormitorio en que no faltaba el menor detalle. Una habitación confortable, que no la exponía a ningún riesgo, no lanzaba desafíos, no exigía nada. Parecía atrapada en su interior.

– En cuanto a esas cerillas, inspector -dijo-. Joy no fumaba.

Marguerite Rintoul, condesa de Stinhurst, apagó la luz del dormitorio. El gesto no nacía del deseo de dormir, pues sabía muy bien que el sueño le estaba negado. Era un último vestigio de vanidad femenina. La oscuridad ocultaba las arrugas que empezaban a socavar su piel. Gracias a ella se sentía protegida. Ya no era la matrona rechoncha de senos, en otro tiempo hermosos, que le caían casi hasta la cintura, de brillante cabello castaño producto de las manipulaciones y teñidos ejecutados por la mejor peluquera de Knightsbridge, de manos manicuradas que exhibían las manchas propias de la edad y ya no acariciaban absolutamente nada.

Dejó la novela sobre la mesilla de noche, de modo que la chillona portada se alineara con la delicada incrustación metálica embutida en la madera. Incluso en la oscuridad, el título del libro la miraba con lascivia: Salvaje pasión de verano. Tan patéticamente obvio, se dijo. Y también tan inútil.

Desvió la vista hacia el otro extremo de la habitación, donde su marido estaba sentado en un sillón de orejas junto a la ventana, absorto en la noche, en la débil luz de las estrellas que se filtraba a través de las nubes, en las amorfas sombras y formas que bailaban sobre la nieve. Lord Stinhurst estaba vestido, al igual que ella, sentada en la cama, apoyada contra la cabecera, cubiertas las piernas con una manta de lana. Se encontraba a menos de tres metros de él, pero les separaba un abismo de veinticinco años de secretos y silencios. Había llegado el momento de terminar con ello.

La sola idea de llevarlo a la práctica paralizaba a lady Stinhurst. Siempre pensaba en el aliento que aspiraba como el aliento que le permitiría por fin hablar, pero su educación, su pasado y su medio social conspiraban para estrangularla. Su forma de vivir no la había preparado para un sencillo acto de enfrentamiento.

Sabía que hablar ahora con su marido equivalía a arriesgarlo todo, a adentrarse en lo desconocido, a la posibilidad de estrellarse contra el muro insuperable de décadas de silencio. Por haber intentado antes tales vías de comunicación, sabía lo poco que cabía esperar de sus esfuerzos y el horrible peso que significaría su fracaso. Aun así, había sonado la hora.

Deslizó las piernas sobre el costado de la cama. Un mareo momentáneo le sorprendió al erguirse, pero pasó enseguida. Caminó poco a poco hacia la ventana, consciente de repente del frío que hacía en la habitación y de la desagradable tirantez de su estómago. Un sabor amargo le subió a la boca.

– Stuart -Lord Stinhurst no se movió. Su esposa eligió las palabras con todo cuidado-. Debes hablar con Elizabeth. Debes contárselo todo. Debes hacerlo.

– Según Joy, ya lo sabe. Como también lo sabía Alee.

Como siempre, las últimas palabras cayeron como una pesada cortina entre los dos, como puñetazos descargados sobre el corazón de lady Stinhurst. Aún le veía con toda nitidez, vivo, sensible, dolorosamente joven, marchando al encuentro de la terrorífica muerte destinada a Icaro, pero no fundiéndose, sino quemándose en el cielo. «No estamos destinados a sobrevivir a nuestros hijos -pensó-. Alee no, ahora no.» Había amado a su hijo, le había amado devota e instintivamente, pero invocar su recuerdo, como una herida en carne viva infligida a ambos que el tiempo sólo conseguía emponzoñar, siempre había sido uno de los métodos preferidos por su marido para poner fin a una conversación desagradable. Y siempre surtía efecto. Pero esta noche no.

– Sabe lo de Geoffrey, sí, pero no lo sabe todo. Aquella noche escuchó la discusión. Stuart, Elizabeth escuchó la pelea -Lady Stinhurst se interrumpió, anhelando una respuesta, anhelando una señal indicadora de que podía continuar sin temor. El guardó silencio. La mujer insistió-. Has hablado con Francesca esta mañana, ¿no es cierto? ¿Te ha contado la conversación que tuvo anoche con Elizabeth, después de la lectura?

– No.

– Pues yo lo haré. Elizabeth te vio marchar aquella noche, Stuart. Alec y Joy también te vieron. Todos estaban mirando desde una ventana de arriba -la voz de lady Stinhurst flaqueó, pero se obligó a seguir-. Ya sabes cómo son los niños. Ven algo, oyen algo, y se imaginan el resto. Querido, Francesca dijo que Elizabeth está convencida de que mataste a Geoffrey. Por lo visto, lo cree desde… desde la noche en que ocurrió.

Stinhurst no contestó. No se percibía ningún cambio en él, ni en el ritmo de su respiración, ni en su postura erguida, ni en la mirada fija en los terrenos nevados de Westerbrae. Su esposa, vacilante, apoyó los dedos sobre su hombro. Él se apartó. Ella dejó caer la mano.

– Stuart, por favor -Lady Stinhurst se odió por el temblor que agitaba sus palabras, pero ya no podía detenerlas-. Debes decirle la verdad. ¡Se ha pasado veinticinco años creyendo que eres un asesino! No puedes permitir que esto continúe. ¡No puedes hacerlo, Dios mío!

Stinhurst no la miró. Habló en voz muy baja.

– No.

Ella se resistió a creerle.

– ¡No asesinaste a tu hermano! ¡Ni siquiera fuiste el responsable! Hiciste lo que estuvo en tus manos…

– ¿Cómo puedo destruir los únicos recuerdos agradables que tiene Elizabeth? Al fin y al cabo, tiene muy pocos. Deja que los conserve, por el amor de Dios.

– ¿A costa de su amor por ti? ¡No! ¡No lo permitiré!

– Lo harás -su voz era implacable, revestida de la autoridad incuestionable que lady Stinhurst nunca había desobedecido. Pues desobedecer equivalía a salirse del papel interpretado durante toda su vida: hija, esposa, madre. Y nada más. Sostenía el concepto de que sólo existía un vacío más allá de las estrechas fronteras erigidas por aquellos que gobernaban su vida. Su marido habló de nuevo-. Vete a la cama. Estás cansada. Y necesitas dormir.

Como siempre, lady Stinhurst hizo lo que le mandaban.

Eran más de las dos de la mañana cuando el inspector Macaskin se marchó, prometiendo telefonear en cuanto tuviera los informes del forense y de las autopsias. Barbara Havers le vio partir y fue a reunirse en la sala de estar con Lynley y St. James. Estaban sentados a la mesa, con los objetos encontrados en el bolso de Joy Sinclair esparcidos frente a ellos. La grabadora sonaba de nuevo, y la voz de Joy desgranaba los fragmentos de mensajes que Barbara ya se sabía de memoria. Al oírlos ahora, se dio cuenta de que la grabación había adquirido la cualidad de una pesadilla repetitiva, y Lynley la de un hombre obsesionado. Sus ráfagas de intuición no parecían servirle para dar forma a la brumosa imagen de la ecuación crimen-móvil-culpable, sino que llevaban el sello de la invención, del intento de encontrar y acotar la culpabilidad allí donde sólo podía existir gracias a un enorme esfuerzo de imaginación. Barbara, por primera vez en aquel interminable y horrible día, empezó a sentirse inquieta. A lo largo de los meses que habían trabajado juntos, Barbara había llegado a comprender que, pese a su fachada y sofisticación externas, pese a sus tics de clase alta que ella tanto detestaba, Lynley seguía siendo el mejor inspector detective con el que había trabajado. Con todo, Barbara sabía por intuición Que estaba cimentando el caso sobre arenas movedizas. Se sentó y tomó la caja de cerillas que Joy Sinclair llevaba en el bolso para examinarla.

Llevaba una curiosa inscripción, sólo tres palabras: Wine's the Plough. El apostrofe era un vaso de cerveza invertido. «Original -pensó Barbara-. El tipo de recuerdo divertido que una toma, arroja dentro del bolso y olvida.» De todos modos, sabía que sólo era cuestión de tiempo que Lynley se aferrara a la caja como una prueba destinada a reforzar la culpabilidad de Davies-Jones. Porque Irene Sinclair había dicho que su hermana no fumaba. Y todos eran testigos de que Davies-Jones sí fumaba.

– Necesitamos pruebas materiales, Tommy -estaba diciendo St. James-. Sabes tan bien como yo que lo demás son puras conjeturas. Hasta las huellas dactilares de Davies-Jones en la llave pueden ser explicadas a partir de la declaración de Helen.

– Lo sé -replicó Lynley-. Pero hemos de esperar al informe forense del DIC de Strathclyde.

– Faltan unos cuantos días, como mínimo.

Lynley prosiguió como si su amigo no hubiera hablado.

– Estoy seguro de que descubriremos alguna prueba. Un cabello, una fibra. Sabes tan bien como yo que cometer el crimen perfecto es imposible.

– Aun así, si Davies-Jones estuvo previamente en la habitación de Joy, tal como Gowan declaró, ¿qué ganas encontrando un cabello o una fibra de su abrigo? Además, sabes tan bien como yo que el escenario del crimen se desnaturalizó al mover el cadáver, y no hay abogado en todo el país que no lo sepa también. En lo que a mí respecta, insisto en que es preciso descubrir el móvil. Las pruebas serán demasiado endebles. Sólo un móvil puede darles fuerza.

– Por eso me voy a Hampstead mañana. Tengo el presentimiento de que en el piso de Joy Sinclair se hallan las piezas del rompecabezas, dispuestas a encajar.

Barbara no daba crédito a sus oídos. Marcharse tan pronto era una insensatez.

– ¿Y Gowan, señor? Se olvida de lo que intentó decirnos. Dijo que no vio a nadie. Y luego me dijo que la única persona a la que vio anoche fue Davies-Jones. ¿No cree que estaba tratando de modificar su declaración?

– No terminó la frase, Havers -replicó Lynley-. Dijo dos palabras, no vi. ¿No vio a quién? ¿No vio qué? ¿A Davies-Jones? ¿Al coñac que en teoría llevaba? Esperaba verle con algo en la mano porque salió de la biblioteca. Imaginaba que sería licor, un libro. ¿Y si sólo creyó ver lo que vio? ¿Y si más tarde se dio cuenta de que vio algo muy diferente, el arma del crimen?

– Pero ¿y si no vio a Davies-Jones y trataba de decírnoslo? ¿Y si vio a otra persona vestida como Davies-Jones, tal vez con su abrigo? Habría podido ser cualquiera.

– ¿Por qué está tan decidida a demostrar que ese hombre es inocente? -le interrumpió Lynley con brusquedad.

Por el tono rudo Barbara adivinó la dirección que tomaban sus pensamientos, pero no estaba dispuesta a arrojar el guante.

– ¿Por qué está usted tan decidido a demostrar que es culpable?

Lynley agrupó las pertenencias de Joy.

– Busco al culpable, Havers. Es mi trabajo. Y creo que en Hampstead se hallan las pruebas. Esté preparada a las ocho y media.

Se dirigió hacia la puerta. Los ojos de Barbara suplicaron a St. James que mediara en un terreno inaccesible para ella, en que los lazos de la amistad eran más fuertes que la lógica y las leyes que gobiernan una investigación policial.

– ¿Estás seguro de que es prudente regresar a Londres mañana? -preguntó lentamente St. James-. Hay que pensar en la encuesta…

Lynley se volvió en el umbral de la puerta, el rostro oculto por las sombras del cavernoso vestíbulo.

– Como profesionales, Havers y yo no podemos declarar en Escocia. Macaskin se encargará de ello. En cuanto a los demás, anotaremos sus direcciones. No van a abandonar el país, puesto que el teatro londinense es su medio de subsistencia.

Se marchó sin añadir nada más. Barbara luchó por recobrar la voz.

– Creo que Webberly va a pedir su cabeza. ¿No puede detenerle?

– Lo único que puedo hacer es intentar razonar con él, Barbara. Tommy no es idiota. Su intuición casi nunca le engaña. Si cree que se encuentra tras la pista de algo, hemos de esperar a ver lo que descubre.

A pesar de la seguridad de St. James, Barbara tenía la garganta seca.

– ¿Existe la posibilidad de que Webberly le aparte del caso?

– Depende de cómo vayan las cosas.

Algo en su tono de reserva le dijo a Barbara cuanto deseaba saber.

– Piensa que está equivocado, ¿verdad? Usted también cree que es lord Stinhurst, ¿no? Por el amor de Dios, ¿qué le está pasando? ¿Qué le ha ocurrido, Simon?

St. James tomó la botella de whisky.

– Helen -se limitó a contestar.

Con la llave en la mano, Lynley vaciló ante la puerta de Helen. Eran las dos y media. Ya estaría dormida, y su intrusión no sería recibida de buen grado. Pero necesitaba verla. Y no se engañaba sobre el propósito de su visita. No tenía nada que ver con el trabajo policial. Llamó una vez, abrió la puerta y entró.

Lady Helen estaba levantada. Caminó hacia él, pero se detuvo al reconocerle. Lynley cerró la puerta. Al principio no dijo nada, contentándose con tomar nota de los detalles de la habitación y esforzándose en comprender su significado.

La cama estaba hecha; y la colcha amarilla y blanca, subida por encima de las almohadas. Los zapatos, negros y livianos, se hallaban colocados junto al lecho. Eran la única prenda de vestir que se había quitado, aparte de las joyas, alineadas sobre la mesilla de noche: unos pendientes de oro, una fina cadena y un delicado brazalete. Al fijarse en este último objeto, Lynley pensó durante un doloroso momento en sus pequeñas muñecas, que un objeto así podía rodear con tanta facilidad. No había nada más que ver en la habitación, salvo un armario ropero, dos sillas y un tocador, en cuyo espejo se reflejaban ambos, enfrentados como dos enemigos mortales que se hubieran topado por casualidad, carentes de la energía o la fuerza de voluntad necesarias para luchar de nuevo.

Lynley pasó junto a ella y se acercó a la ventana. El ala oeste de la casa se hundía en la oscuridad. Dispersas franjas de luz se recortaban contra el negro de las cortinas que no habían sido corridas del todo, en las habitaciones donde otros aguardaban, como Helen, el nuevo día. Lynley corrió las cortinas.

– ¿Qué haces? -preguntó Helen con voz cautelosa.

– Aquí dentro hace demasiado frío, Helen.

Tocó el radiador, sintió su calor apenas perceptible y se asomó al pasillo para dar instrucciones al joven agente apostado en lo alto de la escalera.

– ¿Quiere hacer el favor de buscar una estufa eléctrica?

El hombre asintió. Lynley cerró la puerta y se encaró con Helen. La distancia que les separaba parecía enorme. La hostilidad se palpaba en el aire.

– ¿Por qué me has encerrado aquí, Tommy? ¿Sospechas que puedo hacer daño a alguien?

– Claro que no. Todos están encerrados. Por la mañana habrá terminado todo.

Había un libro en el suelo, cerca de una silla. Lynley lo recogió. Era una novela de misterio, plagada de curiosas notas al margen, muy típicas de Helen: flechas, signos de exclamación, frases subrayadas y comentarios. No permitía jamás que un autor la engañara, convencida de que podía resolver cualquier enigma literario mucho antes que Lynley. Por ello, había tomado la costumbre desde casi diez años antes de enviarle los libros que desechaba. «Lee éste, querido Tommy. Seguro que no descubres la solución.»

El súbito recuerdo le abrumó de pena, desolación y soledad. Lo que venía a decir, además, sólo serviría para empeorar sus relaciones, pero sabía que debía hablar con ella, fuera cual fuese el resultado.

– Helen, no soporto ver lo que estás haciendo. Intentas hacer lo mismo que con St. James, pero cambiando el desenlace. No quiero que lo hagas.

– No sé de qué hablas. Esto no tiene nada que ver con Simon -Lady Helen no se había movido de donde estaba, al otro lado de la habitación, como si avanzar hacia él supusiera de alguna forma rendirse. Jamás lo haría.

Lynley creyó distinguir una pequeña moradura cerca de su garganta, donde el cuello de la camisa descendía hacia sus pechos. Sin embargo, cuando ella movió la cabeza, la moradura desapareció; un efecto de la luz, un producto de su enfermiza imaginación.

– Claro que sí. ¿O no te has fijado en lo mucho que se parece a St. James? Si cambias el defecto, incluso su alcoholismo reproduce a St. James. Sólo que esta vez no le dejarás plantado, ¿verdad? No te sentirás aliviada cuando intente darte la patada.

Lady Helen desvió la mirada. Abrió los labios y volvió a cerrarlos. Lynley comprendió que le permitía estos momentos de mortificación, que no haría nada por defenderse. El castigo de Lynley consistiría en no comprender por completo qué le había arrastrado hacia el gales, y le obligaría a basarse en suposiciones que ella nunca confirmaría. Aceptó esta realidad con creciente angustia. Aun así, deseaba tocarla, apenas un contacto, un momento de ternura.

– Te conozco, Helen, y sé que la culpa se alimenta de sí misma. ¿Quién puede saberlo mejor que yo? Yo lisié a St. James, pero siempre has creído que tu pecado fue peor, ¿no? Porque en tu interior, donde no tenías por qué admitirlo, todos estos años te has sentido aliviada de que él rompiera vuestro compromiso, porque de esa forma no te viste forzada a vivir con un hombre imposibilitado de hacer ciertas cosas que, en aquel tiempo, te parecían absurdamente importantes, como esquiar, nadar, bailar, ir de excursión, pasárselo de maravilla.

– Vete al infierno -su voz era apenas un susurro. Le miró a los ojos, pálida. Era una advertencia. Él la ignoró, sin poderse contener.

– Durante diez años te has sentido torturada por dejar a St. James, y ahora has visto la oportunidad de arreglarlo todo, de hacer las paces contigo misma, por dejarle convalecer solo en Suiza, por alejarte de él cuando más te necesitaba, por renunciar a un matrimonio que parecía conllevar más responsabilidades que alegrías. Te redimirás gracias a Davies-Jones, ¿verdad? Piensas convertirle en un hombre nuevo, cómo pudiste hacer, y no hiciste, con St. James. Entonces podrás perdonarte por fin. Es eso, ¿no? Así lo conseguirás.

– Creo que ya has hablado bastante -le dijo ella.

– No -Lynley buscaba palabras que le hicieran mella. Era esencial que lo comprendiera-. Bajo la superficie no se parece en nada a St. James. Escúchame, Helen, por favor. Davies-Jones no es un hombre al que conozcas íntimamente, por dentro y por fuera, desde los dieciocho años. Para ti es casi un extraño, alguien a quien no conoces en realidad.

– ¿Un asesino, en otras palabras?

– Sí, si te empeñas.

Ella retrocedió ante la contundencia de su respuesta, pero la pasión de su réplica dotó de energía a su esbelto cuerpo. Los músculos de la cara y el cuello se le tensaron, al igual que en la imaginación de Lynley los que cubrían las suaves mangas de su blusa.

– ¿Me consideras tan cegada por el amor, el remordimiento o la culpabilidad, o lo que sea, que no puedo ver lo que es tan obvio para ti? -Helen ladeó la cabeza con brusquedad hacia la puerta, hacia la casa que se extendía detrás de ella, hacia la habitación que había ocupado y lo que había ocurrido en su interior-. ¿Cuándo llevó a cabo el asesinato, exactamente? Salió de la casa después de la lectura. No volvió hasta la una.

– Eso dijo en su declaración.

– Me estás diciendo que me mintió, Tommy, pero yo que no lo hizo. Sé que sale a pasear cuando necesita beber. Me lo dijo en Londres. Yo le acompañé a pasear junto al lago después de que interrumpiera la disputa entre Joy Sinclair y Gabriel ayer por la tarde.

– ¿Y no te das cuenta de lo listo que fue, haciéndolo para que le creyeras cuando te dijo que anoche había salido a pasear? Necesitaba tu compasión, Helen, para que le dejaras quedarse en tu habitación. Una idea excelente decir que había salido para reprimir su necesidad de beber. No te habría dado tanta pena de haberse presentado nada más terminada la lectura, ¿verdad?

– ¿Quieres que me crea en serio que Rhys asesinó a su prima mientras yo dormía, que después volvió a mi cuarto y me hizo el amor por segunda vez? Es completamente absurdo.

– ¿Por qué?

– Porque yo le conozco.

– Te has ido a la cama con él, Helen. Supongo que estarás de acuerdo conmigo en que conocer a un hombre es más complicado que compartir una cama durante unas cuantas horas apasionadas, por agradables que sean.

La herida infligida por aquellas palabras sólo se reveló en los ojos oscuros de la joven. Cuando habló, lo hizo con acida ironía.

– Eliges muy bien las palabras. Te felicito. Hacen daño.

Lynley sintió que el corazón le daba un vuelco.

– ¡No quiero hacerte daño! Dios santo, ¿es que no lo comprendes? ¿No comprendes que intento evitar que te hieran? Lamento lo que ha sucedido. Lamento la forma estúpida en que te traté ayer, pero eso no cambia lo ocurrido anoche. Davies-Jones te utilizó para poder llegar a Joy, Helen. Te utilizó otra vez después de encargarse de Gowan esta noche. Piensa seguirte utilizando a menos que yo lo impida. Y ésa es mi intención. Tanto si me ayudas como si no.

Helen se llevó la mano a la garganta y aferró el cuello de la blusa.

– ¿Ayudarte? Dios mío, antes prefiero morir.

Sus palabras y la amargura de su tono cayeron sobre Lynley como un mazazo. Iba a responder, pero no tuvo ocasión porque el agente llegó con una estufa eléctrica para resguardar a Helen del frío durante el resto de la noche.

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