Capítulo 4

Barbara Havers cerró su bloc con un movimiento estudiado que le dio tiempo para pensar. Frente a ella, Lynley buscaba algo en el bolsillo interior de su chaqueta. Sus manos no temblaban, pese a que la marca de la bofetada todavía no había desaparecido de su cara. Sacó la pitillera y el encendedor, utilizó ambos y se los tendió a Barbara, que le invitó, naciendo vina mueca y aplastando el cigarrillo tras la primera bocanada.

Barbara no era una mujer que dedicara mucho tiempo a analizar sus emociones, pero ahora lo hizo, y con cierta confusión comprendió que había deseado intervenir en lo que acababa de ocurrir. Todas las preguntas de Lynley se habían mantenido dentro de la ortodoxia de los procedimientos policiales, por supuesto, pero la manera de formularlas y las repulsivas insinuaciones contenidas en su tono habían conseguido que Barbara desease entrar en combate como adalid de lady Helen. No comprendía por qué. Por ello reflexionó, aprovechando el respiro momentáneo que le concedía la brusca partida de lady Helen, y halló la respuesta en la cordialidad que la joven le había demostrado de muy diversas formas en los meses que llevaba trabajando con Lynley.

– Creo, inspector -dijo Barbara, recorriendo con el pulgar una arruga de la tapa del bloc-. Que se ha pasado un poco de la raya.

– Ahora no es momento para discutir sobre los procedimientos -replicó Lynley con voz bastante desapasionada, aunque Barbara captó su férreo control.

– No tiene nada que ver con los procedimientos, ¿no cree? Tiene que ver con la buena educación. Ha tratado a Helen como a una mujerzuela, y si va a responderme que se comportó como una mujerzuela, le sugiero que se pare a pensar en uno o dos asuntillos de su agitado pasado y se pregunte qué pasaría si surgieran en un interrogatorio similar al que usted la ha sometido.

Lynley dio una calada a su cigarrillo, pero lo apagó en el cenicero, como si le desagradara el sabor. Mientras lo hacía, un movimiento brusco de su mano provocó que cayera ceniza sobre el puño de su camisa. Ambos se quedaron mirando el contraste del polvillo negro sobre el blanco del tejido.

– Helen tuvo la desgracia de estar donde no debía cuando no debía -replicó Lynley-. No había forma de soslayar el hecho, Havers. No puedo darle un trato especial porque sea amiga mía.

– ¿De veras? Bien, me fascinará comprobar que se aplica el mismo principio cuando los dos colegas se reúnan para una conversación confidencial.

– ¿De qué está hablando?

– Los lores Asherton y Stinhurst reunidos en amigable charla. Ardo en deseos de verle tratar a Stuart Rintoul con la misma mano de hierro que ha utilizado con Helen Clyde. De igual a igual, de compadre a compadre, de etoniano a etoniano. [7] ¿No funciona así? Pero, como usted ha dicho, nada de eso reparará el hecho de que lord Stinhurst tuvo la desgracia de estar donde no debía cuando no debía -le conocía lo bastante para saber que su furia se iba a desencadenar.

– ¿Y qué quiere que haga exactamente, sargento? ¿Ignorar los hechos? -Lynley empezó a enumerarlos con frialdad-. La puerta de Joy que da al pasillo está cerrada con llave. Las llaves maestras son inaccesibles, a todos los efectos y propósitos. Las huellas digitales de Davies-Jones se encuentran en la llave de la única puerta que permite el acceso a la habitación. Tenemos un período de tiempo indeterminado, puesto que Helen estaba dormida. Todo ello sin considerar todavía dónde estuvo Davies-Jones hasta la una de la madrugada, cuando se presentó ante la puerta de Helen, o por qué le adjudicaron a Helen, de entre toda esa gente, esta habitación. Muy conveniente, si tenemos en cuenta que un hombre aparece aquí en mitad de la noche para seducir a Helen mientras asesinan a su prima en la habitación de al lado. ¿No?

– Y eso es lo que duele, ¿verdad? Seducción, no asesinato.

Lynley cogió la pitillera y el encendedor, los guardó en el bolsillo y se levantó sin responder. Barbara, no obstante, se abstuvo de insistir. Una respuesta carecía de sentido cuando sabía muy bien que su testarudez tenía propensión a abandonarle en momentos de crisis personal. Y la verdad era que, desde el instante en que Barbara había visto a lady Helen en la biblioteca, así como la cara de Lynley al verla avanzar por la estancia hacia él con aquel ridículo sobretodo que le colgaba calamitosamente hasta los tobillos, había sabido que la situación podía desencadenar en él una crisis personal de considerables proporciones.

El inspector Macaskin apareció en la puerta del dormitorio. La furia se traslucía en sus facciones. Tenía la cara colorada, los ojos se le salían de las órbitas y la piel como tensa.

– No hay ningún ejemplar de la obra en la casa, inspector -anunció-. Parece ser que nuestro buen lord Stinhurst los quemó todos.

– Bien por el finolis -murmuró Barbara, mirando al techo.

En el pasillo inferior norte, un lado del cuadrilátero que rodeaba un patio en el que la nieve alcanzaba la altura de las ventanas emplomadas, una puerta daba acceso a los terrenos de la finca. A un lado de esta puerta, Francesca Gerrard había habilitado una zona de almacenamiento en la que se acumulaban botas Wellington desechadas, aparejos de pesca, herramientas oxidadas de jardinería, impermeables, sombreros, abrigos y bufandas. Lady Helen se arrodilló en el suelo frente a este amasijo, tirando a un lado una bota tras otra, buscando furiosamente la pareja de la que se había puesto. Oyó el inconfundible sonido de los torpes pasos de St. James bajando por la escalera, y rebuscó como enloquecida entre botas de agua y cestas de pesca, decidida a abandonar la casa antes de que St. James la encontrara.

Sin embargo, la perversa intuición que siempre le había permitido adivinar sus pensamientos antes de que la joven los hiciera conscientes le condujo sin titubeos en su dirección. Lady Helen oyó su pesada respiración, provocada por el rápido descenso de los peldaños, y no necesitó levantar la vista para saber que su rostro estaría contraído por la irritación que le causaba la debilidad de su cuerpo. Sintió el roce de su mano sobre el hombro y se apartó con un gesto brusco.

– Me voy -dijo lady Helen.

– No puedes. Hace demasiado frío. Además, me ha costado mucho seguirte a oscuras, y quiero hablar contigo.

– Creo que no tenemos nada que decirnos, ¿verdad? Ya has disfrutado del espectáculo. ¿O acaso querías rematar la jugada?

Alzó la mirada y leyó la reacción ante sus palabras en el repentino oscurecimiento de aquellos ojos azules, pero, en lugar de alegrarse por su capacidad de herirle, se sintió derrotada al instante. Cesó en su búsqueda y se puso de pie, con una bota puesta y la otra colgando inútilmente de su mano. St. James extendió el brazo y sus dedos fríos y ásperos se cerraron sobre los de la joven.

– Me sentí como una puta -susurró. Tenía los ojos secos y enrojecidos, pero el momento de llorar ya había pasado-. Nunca le perdonaré.

– No te lo voy a pedir. No he venido para excusar a Tommy, sino sólo para decirte que hoy le han dado de lleno en la cara con varias verdades mayúsculas. Por desgracia, no estaba preparado para asumirlas, pero será él quien te dé las explicaciones pertinentes. Cuando pueda.

Lady Helen pellizcaba con aire desolado la bota que sostenía. Era negra, y la viscosa suciedad que tiznaba el reborde intensificaba su negrura.

– ¿Habrías respondido a su pregunta? -preguntó ella con brusquedad.

St. James sonrió. Su rostro anguloso y poco atractivo se iluminó.

– Ya sabes que siempre he envidiado tu capacidad para dormir sin que nada te despierte, Helen, llueva, truene o se incendie la casa. Me pasaba horas tendido a tu lado, completamente despierto, maldiciéndote sin cesar por tener una conciencia tan limpia que nada se interponía en tu sueño. Solía pensar que, si hacía desfilar por la habitación a la caballería real, no te enterarías. Pero tienes razón, no le habría contestado. Existen algunas cosas, a pesar de todo lo sucedido, que sólo nos pertenecen a los dos. Con toda franqueza, ésa es una de ellas.

Lady Helen sintió que, ahora sí, las lágrimas se agolpaban en sus ojos. Parpadeó, desvió la mirada y trató de encontrar la voz. St. James no esperó a que lo hiciera, sino que la llevó con dulzura hacia un estrecho banco de patas astilladas que se apoyaba contra una pared. Varios abrigos colgaban de unas perchas sobre él. Cogió dos, cubrió con uno los hombros de la joven y con el otro se protegió del frío que invadía la zona de almacenamiento.

– Dejando aparte las modificaciones que Joy introdujo en la obra, ¿observaste algo más que pudiera provocar la disputa de anoche?

Lady Helen repasó en su mente las horas que había pasado con el grupo antes del altercado en la sala de estar.

– No estoy segura, pero creo que todo el mundo tenía los nervios de punta.

– ¿Quién en particular?

– Joanna Ellacourt, al menos. Mientras tomábamos un aperitivo, me di cuenta de que ya estaba un poco agitada sólo de pensar que la obra escrita por Joy podía ser el vehículo que resucitara la carrera de su hermana.

– Eso la habría molestado bastante, ¿no?

Lady Helen asintió.

– Además de inaugurar el nuevo teatro Agincourt, la producción festejaría el vigésimo aniversario de Joanna sobre las tablas; se suponía que el centro de atención iba a ser ella, no Irene Sinclair. Sin embargo, tuve la impresión de que ella no lo pensaba así -Lady Helen describió la breve escena que había presenciado anoche en el salón, cuando la compañía se había reunido antes de la cena-. Lord Stinhurst se hallaba de pie cerca del piano en compañía de Rhys Davies-Jones, examinando los bocetos del vestuario, cuando Joanna Ellacourt se les unió, deslizándose por la habitación en un deslumbrante vestido, casi inexistente hasta la cintura, que daba al traste con las ideas preconcebidas sobre cómo vestirse para cenar. Cogió los dibujos para estudiarlos por su cuenta, y su rostro reveló al instante el efecto que le producían.

– A Joanna no le gustaron los trajes de Irene Sinclair -conjeturó St. James.

– Afirmó que todos le daban a Irene el aspecto de… una vampiresa. Arrugó los bocetos, le dijo a lord Stinhurst que los responsables del vestuario tendrían que volver a diseñarlo si quería que ella actuara en la obra, y los tiró al fuego. Estaba lívida por completo, y pienso que en cuanto empezó a leer la obra en la sala de estar comprendió que los cambios introducidos por Joy confirmaban sus peores presentimientos; por eso arrojó al suelo la copia y se marchó. En cuanto a Joy… Bueno, no pude evitar la sensación de que disfrutaba con el escándalo que había organizado.

– ¿Qué clase de persona era, Helen?

Una pregunta difícil de responder. Físicamente, Joy Sinclair había sido impresionante. No era hermosa, explicó lady Helen; parecía una gitana, de piel olivácea, ojos negros y rasgos propios de una moneda romana, bien cincelados, con el sello inconfundible de la inteligencia y la energía. Era una mujer que irradiaba sensualidad y vida. Incluso el gesto rápido e impaciente de quitarse un pendiente de la oreja podía transformarse en un movimiento cargado de promesas.

– ¿Promesas para quién? -preguntó St. James.

– Es difícil decirlo, pero creo que Jeremy Vinney era el hombre más interesado de los presentes. Saltó como un rayo para ir a su encuentro en cuanto la vio entrar en el salón, fue la última en llegar, y no se movió de su lado en toda la cena.

– ¿Eran amantes?

– Ella se comportó como si sólo fueran amigos. Él dijo que había intentado localizarla por teléfono la semana pasada, y que le había dejado una docena de mensajes en el contestador automático. Ella rió y dijo que lamentaba muchísimo haberle tenido abandonado, pero que ni siquiera escuchaba los mensajes grabados porque llevaba seis meses de retraso en un libro comprometido con su editor, de modo que no quería sentirse culpable escuchando mensajes interesados en los avances del libro.

– ¿Un libro? -preguntó St. James-. ¿Estaba escribiendo al mismo tiempo un libro y una obra de teatro?

– Era increíble, ¿verdad? -Lady Helen rió con pesar-. Y pensar que me considero diligente si consigo contestar una carta a los cinco meses de recibirla.

– Me da la impresión de que era una mujer capaz de despertar celos.

– Tal vez, pero a mí me parece que se enemistaba con la gente sin darse cuenta. -Lady Helen le contó los despreocupados comentarios de Joy durante el aperitivo, relativos a un cuadro de Reingale que colgaba sobre la chimenea del salón. Plasmaba a una mujer del período de la Regencia [8] vestida de blanco, rodeada de sus dos hijos y un terrier que jugueteaba con una pelota-. Dijo que jamás había olvidado aquel cuadro, que de niña, cuando visitaba Westerbrae, le gustaba imaginarse como aquella mujer de Reingale, feliz, segura y admirada, con dos hijos perfectos que la adoraban. Añadió algo como, qué más se podía pedir y qué vueltas da la vida. Su hermana estaba sentada justo debajo del cuadro mientras ella hablaba, y recuerdo que Irene enrojeció horriblemente, como si le hubiera salido un sarpullido desde el cuello a la cabeza.

– ¿Por qué?

– Bueno, Irene había sido todo eso en otro tiempo, al fin y al cabo. Feliz y segura, con un marido y dos hijos. Luego llegó Joy y lo destruyó todo.

– ¿Cómo puedes estar segura de que Irene Sinclair reaccionó ante lo que su hermana decía? -preguntó St. James, escéptico.

– No puedo, por supuesto. Ya lo sé. Sin embargo, cuando Joy y Jeremy estaban hablando durante la cena, y Joy hacía toda clase de comentarios divertidos sobre su nuevo libro, entreteniendo a toda la mesa con historias sobre un hombre al que intentaba entrevistar en los Fens, [9] Irene… -Lady Helen vaciló. Le resultaba difícil expresar con palabras el escalofriante efecto que el comportamiento de Irene Sinclair le había producido-. Irene estaba sentada muy quieta, mirando las velas que había sobre la mesa, y entonces… fue espantoso, Simon. Se clavó el tenedor en el pulgar. Pero no creo que sintiera nada en absoluto.

St. James examinó sus zapatos. Se habían ensuciado con barro seco del sendero, y se agachó para limpiarlos.

– En ese caso, Joanna Ellacourt debió equivocarse sobre el papel de Irene en la versión alterada de la obra. ¿Por qué iba a escribir Joy Sinclair para su hermana si no dejaba de incordiarla a la menor ocasión?

– Como ya te he dicho, creo que lo hacía involuntariamente. En cuanto a la obra, quizá Joy se sintiera culpable. Después de todo, había destruido el matrimonio de su hermana. No podía devolvérselo, pero podía restituirle su carrera.

– ¿En una obra con Robert Gabriel? ¿Después del divorcio tormentoso que Joy había ayudado a provocar? ¿No te parece un poco sádico?

– No, si nadie en Londres quería darle una oportunidad a Irene, Simon. Es evidente que ha estado fuera de circulación durante bastantes años. Podía ser su última oportunidad de volver a los escenarios.

– Háblame de la obra.

Según recordaba lady Helen, la descripción que hizo Joy Sinclair de la nueva versión, antes de que los actores la leyeran, había sido deliberadamente provocativa. Cuando Francesca Gerrard se interesó por la obra, Joy dedicó una amplia sonrisa a toda la mesa y dijo: «Se desarrolla en una casa muy parecida a ésta. En pleno invierno, cuando el hielo recubre la carretera, no se ve ni un alma en kilómetros a la redonda y no existe posibilidad de escapatoria. Trata de una familia. Y de un hombre que muere, y de la gente que debía matarle. Y por qué. Especialmente por qué.» Lady Helen supuso que, a continuación, se oirían aullidos de lobos.

– Parece que intentaba enviarle un mensaje a alguien.

– ¿Verdad que sí? Y luego, cuando nos reunimos todos en la sala de estar y empezó a enumerar los cambios de la trama, dijo algo muy similar.

La trama giraba en torno a una familia y a su abortada celebración de Noche Vieja. Según Joy, el hermano mayor era un hombre consumido por un terrible secreto, un secreto que estaba a punto de destruir la vida de todos.

– Y entonces empezaron a leer -siguió lady Helen-. Ojalá hubiera prestado más atención a lo que leían, pero hacía tanto calor en la sala de estar, como una olla de agua hirviendo, que apenas seguí lo que decían. Lo único que recuerdo con toda certeza es que, justo antes de que Francesca Gerrard se volviera un poco loca, el hermano mayor de la historia, papel que leía lord Stinhurst por no haber sido adjudicado todavía, acababa de recibir una llamada telefónica. Llegaba a la conclusión de que debía marcharse cuanto antes, y añadía que después de veintisiete años no estaba dispuesto a convertirse en otro vasallo. Estoy bastante segura de que ésas fueron las palabras. Y entonces fue cuando Francesca Gerrard saltó de la silla y todo se vino abajo.

– ¿Vasallo? -repitió St. James.

– Qué extraño, ¿verdad? Como la obra no tenía nada que ver con el feudalismo, pensé que era algo de tipo vanguardista, y que en aquel momento estaba demasiado espesa para entenderlo.

– ¿Y los demás lo entendieron?

– Lord Stinhurst, su mujer, Francesca Gerrard y Elizabeth, sí, rotundamente. No obstante, creo que todos los demás, dejando aparte su irritación por los cambios de última hora en la obra, estaban tan confundidos como yo -sin darse cuenta, lady Helen rodeó con sus dedos el copete de la bota que sostenía-. En suma, tuve la impresión de que la obra pretendía servir a un noble propósito sin conseguirlo. Un noble propósito que incluía a todos. Trataba de rendir tributo a Stinhurst por conseguir la reapertura del renovado Agincourt, de celebrar el aniversario de Joanna Ellacourt en los escenarios, de lograr el regreso de Irene Sinclair al teatro, y por último de que Rhys volviera a dirigir una obra importante en Londres. Quizá Joy también tenía la intención de hacer algo por Jeremy Vinney. Alguien mencionó que había empezado como actor antes de dedicarse a la crítica y, francamente, aparte de seguir la historia del Agincourt, no parecen existir motivos de peso para que acudiera a la lectura. Así que ya ves -concluyó con una urgencia que no pudo ocultar-. ¿No parece razonable que cualquiera de esas personas haya asesinado a Joy?

St. James le sonrió de todo corazón.

– Sobre todo Rhys -sus palabras sonaron singularmente suaves.

Lady Helen le miró a los ojos, leyó el cariño y la compasión que ocultaban, sintió que no podía soportarlo y apartó la vista. Aun así, sabía que era la única persona del mundo que la comprendía, y por ello siguió hablando.

– Mi noche con Rhys. Fue… la primera vez en años que me sentía tan amada, Simon. Por lo que soy, por mis defectos y virtudes, por mi pasado y mi futuro. No me había pasado con un hombre desde… -titubeó y concluyó lo que necesitaba decir-. Desde que me pasó contigo. Jamás esperé que se repitiera. Iba a ser mi castigo por lo sucedido entre nosotros hace tantos años. Me lo merecía.

St. James movió la cabeza con brusquedad, pero no respondió.

– Si te concentras, Helen -dijo al cabo de un momento-. ¿Estás segura de que anoche no oíste nada?

Lady Helen respondió a la pregunta con otra.

– ¿Estuviste atento a otra cosa que no fuera ella la primera vez que hiciste el amor con Deborah?

– Tienes razón, por supuesto. En lo que a mí respecta, la casa se hubiera podido quemar hasta los cimientos. Me daba igual -se levantó, devolvió la chaqueta al gancho y le alargó la mano. Cuando ella se la dio, frunció el entrecejo.

– Dios mío, ¿qué te has hecho?

– ¿Hecho?

– Mira tu mano, Helen.

Ella bajó los ojos y vio sus dedos manchados de sangre, ennegrecida debajo de las uñas. Sus ojos se abrieron de par en par.

– ¿Dónde…? Yo no…

Vio más sangre en un costado de su falda, tiñendo la lana de color pardo. Buscó la fuente, examinó la bota que había sostenido y la recogió, inspeccionando la sustancia pegajosa que recubría el copete, negro sobre negro a la escasa luz que había allí.

Se la tendió a St. James sin pronunciar palabra.

Él dio vuelta a la bota sobre el banco, la golpeó contra la madera y surgió un guante, otrora de cuero y piel, pero ahora una simple masa pulposa empapada en la sangre de Joy Sinclair. Todavía húmeda, todavía visible.

La sala de estar de Westerbrae, situada a un lado de la amplia escalera señorial y la mitad de grande que la biblioteca, se le antojó a Lynley un lugar extraño para reunir a un grupo numeroso de personas. Sin embargo, aún estaba preparada para la lectura de la obra de Joy Sinclair, mediante una disposición concéntrica de mesas y sillas para los actores en el centro de la estancia y puntos de observación periféricos a lo largo de las paredes para los demás. Incluso los olores daban fe de la aciaga reunión de la noche anterior: tabaco, cerillas quemadas, posos de café y coñac.

Cuando lord Stinhurst entró custodiado por el ojo vigilante de la sargento Havers, Lynley le indicó que se sentara en una incómoda silla cercana a la chimenea. Ardía un fuego que atenuaba el frío de la habitación. Fuera, los analistas del DIC de Strathclyde anunciaron su llegada con un estrépito inusual.

Stinhurst aceptó la silla, cruzó las piernas, enfundadas en impolutos pantalones, y rechazó un cigarrillo. Iba vestido impecablemente, la personificación de un fin de semana en el campo. Sin embargo, pese a sus movimientos seguros, los de un hombre acostumbrado al escenario, acostumbrado a ser observado por cientos de personas a la vez, parecía físicamente consumido. Lynley no supo si atribuirlo al cansancio o al esfuerzo de mantener unidas a las mujeres de su familia durante la crisis. Pese a todo, aprovechó la oportunidad de examinar al hombre mientras la sargento Havers echaba un vistazo a las páginas de su cuaderno.

Cary Grant, pensó Lynley, como resumen final de la apariencia general de Stinhurst, y la comparación le gustó. Aunque el productor tenía más de setenta años, su rostro no había perdido un ápice de su extraordinaria belleza y energía juveniles, y su cabello, iluminado de soslayo por la suave luz de la habitación, poseía diversas tonalidades plateadas y continuaba siendo abundante. El cuerpo de Stinhurst, sin un gramo de carne superfluo, desmentía el término vejez, y era la prueba viviente de que el trabajo incesante constituía la clave de la juventud.

Con todo, bajo aquella perfección agradable y superficial, Lynley presintió avasalladoras pasiones reprimidas, y decidió que el control era la llave que permitía comprender a Stinhurst. Daba la impresión de ser un experto en ejercitarlo; sobre su cuerpo, sobre sus emociones, sobre su mente. Esta se hallaba en plena posesión de sus facultades y, en opinión de Lynley, era perfectamente capaz de decidir la mejor forma de manipular una montaña de pruebas. En aquel momento lord Stinhurst sólo manifestaba una señal de agitación ante el inminente interrogatorio: apretaba el pulgar y el índice de su mano derecha con espasmos violentos y repetidos. Bajo las uñas la piel palidecía y enrojecía a medida que la circulación se interrumpía y renovaba. Lynley consideró interesante el gesto, y se preguntó si el cuerpo de Stinhurst continuaría revelando su creciente tensión.

– Se parece mucho a su padre -dijo Stinhurst-. Aunque supongo que está harto de oírlo.

Lynley advirtió que la sargento Havers levantaba la cabeza con un gesto brusco.

– Dado mi trabajo, no es así -replicó-. Quisiera saber por qué quemó las copias de la obra de Joy Sinclair.

Stinhurst no demostró el menor desconcierto ante el rechazo de Lynley a aceptar un vínculo entre ambos.

– A solas, por favor -dijo.

Havers, aferrando el lápiz con más firmeza, miró con los ojos entornados de desprecio al hombre que pretendía expulsarla con modales altaneros. Esperó la respuesta de Lynley y dibujó una breve y satisfecha sonrisa cuando la oyó.

– Eso no es posible.

Havers se reclinó en su silla. Stinhurst no se movió. De hecho, ni siquiera la había mirado antes de exigir que saliera.

– Debo insistir, Thomas -se limitó a decir.

El uso del nombre propio actuó como un estímulo que recordó a Lynley el airado desafío de la sargento, en el sentido de tratar a lord Stinhurst con mano de hierro, pero también la inquietud que había sentido cuando le asignaron el caso. Le puso completamente en guardia.

– Me temo que eso no está incluido entre sus derechos.

– ¿Mis… derechos? -Stinhurst le dedicó la sonrisa de un jugador de cartas que tiene una mano insuperable-. Toda esta fantasía de que debo hablar contigo, Thomas, no es más que eso, una fantasía. Nuestro sistema legal no funciona así. Tú y yo lo sabemos. O la sargento se va, o esperamos a que llegue de Londres mi abogado.

Era como si Stinhurst estuviera regañando con suavidad a un niño díscolo, pero tras sus palabras asomaba la pura realidad. Lynley vislumbró las alternativas en el tiempo que tardó en escuchar sus palabras, un minueto legal con el abogado del hombre o un compromiso momentáneo que tal vez le permitiera obtener a cambio alguna verdad. Tenía que hacerlo.

– Salga, sargento -le dijo, sin apartar la vista del hombre.

– Inspector… -empezó ella, casi sin contenerse.

– Hable con Gowan Kilbride y Mary Agnes Campbell -prosiguió Lynley-. Ahorraremos tiempo.

Havers, extremadamente tensa, respiró hondo.

– ¿Puedo hablar con usted, por favor?

Lynley asintió, la siguió hasta el gran vestíbulo y cerró la puerta detrás de ellos. Havers echó una rápida mirada a derecha e izquierda, por si alguien escuchaba. Cuando habló, su voz fue un susurro rabioso y colérico.

– ¿Qué demonios está haciendo, inspector? No puede interrogarle a solas. Hablemos de ese procedimiento que tanto le ha gustado restregarme por la cara durante los últimos quince meses.

Su apasionada diatriba no hizo mella en Lynley.

– En lo que a mí concierne, sargento, Webberly tiró el procedimiento por la ventana cuando nos implicó en este caso sin una petición formal del DIC de Strathclyde. No pienso perder el tiempo atormentándome por ello.

– ¡Pero ha de tener un testigo! ¡Alguien ha de tomar notas! ¿De qué sirve interrogarle si no queda constancia escrita para ser utilizada en contra…? -La comprensión asomó de repente a su rostro-. A menos que, por supuesto, sepa desde ya que hará todo lo posible por creer cada jodida palabra que su delicada señoría diga.

Lynley había trabajado lo suficiente con la sargento para saber cuándo una escaramuza estaba a punto de transformarse en una batalla verbal, de modo que la cortó derechamente.

– En algún momento, Barbara, tendrá que decidir si un factor incontrolable, como la cuna de una persona, basta para desconfiar de ella.

– ¿Qué quiere decir? ¿Se supone que debo confiar en Stinhurst? Ha destruido un montón de pruebas, está metido hasta las cejas en un asesinato y se niega a cooperar. ¿Y encima he de confiar en él?

– No estaba hablando de Stinhurst. Estaba hablando de mí.

Havers le miró, incapaz de hablar. Lynley se volvió hacia la puerta, apoyó la mano sobre el pomo y se detuvo.

– Quiero que hable con Gowan y Mary Agnes. Quiero que tome notas. Quiero que sean precisas. Que la ayude el agente Lonan. ¿Está claro?

– Perfectamente… señor. -Cerró su bloc con brusquedad y se marchó.

Cuando Lynley entró de nuevo en la sala de estar, observó que Stinhurst se había adaptado a las nuevas condiciones, sus hombros y espalda se veían más relajados que antes. De repente, parecía menos firme y mucho más vulnerable. Sus ojos, color niebla, enfocaron a Lynley. Eran impenetrables.

– Gracias, Thomas.

Aquel veloz cambio de personaje, pasando como un camaleón de la altivez a la gratitud, recordó con toda claridad a Lynley que el fluido vital de Stinhurst no corría por sus venas, sino por los pasillos del teatro.

– Hablemos de los libretos.

– Este asesinato no tiene nada que ver con la obra de Joy Sinclair -Lord Stinhurst no prestaba atención a Lynley, sino a la destrozada vitrina que se hallaba cerca de la puerta. Se puso en pie y fue hacia ella, tomando la cabeza desprendida de una pastora de Dresde del montón de porcelana rota que se acumulaba sobre el estante inferior. Volvió a sentarse, sosteniéndola en la mano-. No creo que Francie se haya dado cuenta todavía de que anoche rompió esta valiosa pieza. Será un golpe para ella. Nuestro hermano mayor se la regaló. Estaban muy unidos.

Lynley no estaba dispuesto a dejarse distraer por la historia familiar del hombre.

– Si Mary Agnes Campbell encontró el cadáver a las seis cincuenta de la mañana, ¿por qué la policía no recibió su llamada hasta las siete y diez? ¿Por qué tardó veinte minutos en telefonear para pedir ayuda?

– Hasta ahora no me había dado cuenta de que pasaron veinte minutos -replicó Stinhurst.

Lynley se preguntó cuánto tiempo habría ensayado la respuesta. Era muy hábil, el tipo de no-respuesta a la que es imposible añadir un comentario o una acusación.

– Entonces, ¿por qué no me explica exactamente qué sucedió esta mañana? -preguntó con deliberada cortesía-. Quizá, de esa forma, podamos reconstruir los veinte minutos.

– Mary Agnes encontró el… a Joy. Acudió de inmediato a mi hermana, Francesca. Francesca vino a buscarme -Lord Stinhurst pareció intuir lo que iba a decir Lynley, porque añadió-. Mi hermana estaba aterrorizada, sobrecogida. Creo que ni había pensado en llamar a la policía. Siempre había dependido de su marido Phillip para hacerse cargo de las situaciones desagradables. Habiendo enviudado, se limitó a depositar esa dependencia en mí. No es nada anormal, Thomas.

– ¿Y eso es todo?

Los ojos de Stinhurst estaban fijos en la cabeza de porcelana que sostenía con delicadeza entre sus manos.

– Le dije a Mary Agnes que reuniera a todo el mundo en el salón.

– ¿Colaboraron?

– Estaban conmocionados -Stinhurst levantó la vista-. Nadie espera que un miembro de su grupo sea apuñalado en el cuello durante la noche -Lynley enarcó una ceja. Stinhurst se explicó-. Eché un vistazo al cadáver cuando cerré su puerta con llave por la mañana.

– Se mostró muy sereno para ser la primera vez que veía un cadáver.

– Creo que es necesario mantenerse sereno cuando hay un asesino en las cercanías.

– ¿Está seguro? ¿No se le ocurrió que el asesino podía ser ajeno a la casa?

– El pueblo más próximo se encuentra a ocho kilómetros. La policía tardó casi dos horas en llegar. ¿De veras se imagina a alguien viniendo con raquetas o esquíes para matar a Joy durante la noche?

– ¿Desde dónde llamó a la policía?

– Desde el despacho de mi hermana.

– ¿Cuánto tiempo estuvo allí?

– Cinco minutos. Tal vez menos.

– ¿Sólo hizo esa llamada?

La pregunta tomó por sorpresa a Stinhurst.

– No. Telefoneé a mi secretaria, a su apartamento de Londres.

– ¿Por qué?

– Quise informarla de la… situación. Quería que cancelara mis compromisos del domingo por la noche y el lunes.

– Muy previsor. Sin embargo, ¿no le parece raro pensar antes que nada en sus asuntos personales después de descubrir que un miembro de su compañía ha sido asesinado?

– No puedo evitar que dé una mala impresión. Lo hice y punto.

– ¿Qué compromisos quería cancelar?

– No lo sé. Mi secretaria se encarga de mi agenda. Me limito a realizar las actividades diarias que ella me indica -concluyó con un gesto de impaciencia, como si necesitara defenderse-. Suelo ausentarme de mi oficina. De esa manera es más fácil.

Pese a todo, pensó Lynley, Stinhurst no tenía el aspecto de ser un hombre que precisara rodear su vida de elementos que la hicieran más sencilla y llevadera. Por tanto, las dos últimas afirmaciones parecían falsas y evasivas. Lynley se preguntó por qué se le habían escapado a Stinhurst.

– ¿Cómo encaja Jeremy Vinney en sus planes para el fin de semana?

Fue la segunda pregunta que pillaba desprevenido a Stinhurst, aunque esta vez su vacilación pareció deberse más a una reflexión que a una evasiva.

– Joy quería que viniera -respondió al cabo de un momento-. Ella le habló de la lectura que íbamos a hacer. Vinney estaba siguiendo la reapertura del Agincourt en una serie de artículos para el Times. Supongo que consideró este fin de semana una prolongación natural de esos artículos. Me telefoneó para preguntarme si podía venir. Creí que la posibilidad de una buena prensa antes de la inauguración no nos perjudicaría. En cualquier caso, Joy y él parecían conocerse muy bien. Ella insistió en que viniera.

– ¿Por qué quería que viniera? Es un crítico de arte, ¿no? ¿Por qué deseaba que conociera su obra en un momento tan prematuro del proceso de producción? ¿Acaso era su amante?

– Tal vez. Los hombres siempre encontraron a Joy tremendamente atractiva. Jeremy Vinney no iba a ser el primero.

– Quizá su interés se centraba tan sólo en el libreto. ¿Por qué lo quemó?

El tono de Lynley dio a entender que responder a esa pregunta era inevitable. El rostro de Stinhurst reflejó un paciente reconocimiento del hecho.

– Quemar los libretos no tuvo nada que ver con la muerte de Joy, Thomas. La obra, tal como había quedado, no se iba a producir. Una vez retirado mi apoyo, cosa que hice anoche, habría muerto por sí misma.

– Muerto. Ha elegido una palabra interesante. Bien ¿por qué quemó los libretos?

Stinhurst no contestó. Clavó los ojos en el fuego. Era obvio que luchaba por tomar una decisión, y esa lucha se hacía patente en sus facciones. Pese a todo, los puntos principales del conflicto que todavía no se habían clarificado eran qué fuerzas opuestas se enfrentaban y qué suponía la victoria.

– Los libretos -repitió Lynley, implacable.

El cuerpo de Stinhurst efectuó un movimiento convulso muy similar a un estremecimiento.

– Los quemé a causa del tema que Joy había escogido. La obra giraba en torno a mi esposa Marguerite. Y a su relación amorosa con mi hermano mayor. Y a la hija que tuvieron hace treinta y seis años. Elizabeth.

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