Capítulo 17

– La puerta de Joy no estaba cerrada con llave -dijo Sydeham.

Estaban sentados ante una mesa de patas metálicas, en una sala de interrogatorios de Scotland Yard. Era una sala diseñada para evitar cualquier tipo de huida, pues ni un solo detalle decorativo permitía dar rienda suelta a la imaginación. Sydeham no miraba a nadie mientras hablaba; ni a Lynley, que se hallaba sentado frente a él y se esforzaba en hilvanar todos los detalles del caso; ni a la sargento Havers, que por una vez no tomaba notas, sino que se limitaba a intercalar preguntas para llenar lagunas; ni al dormido estenógrafo, un veterano de la policía que llevaba veintidós años en el Cuerpo y lo escribía todo con una expresión de aburrimiento abismal, como si no le quedara nada por saber de las relaciones humanas que acaban violentamente. Sentado frente a los tres, Sydeham había vuelto su cuerpo para permitirles admirar su perfil. Sus ojos estaban clavados en una mariposa muerta que yacía en un rincón de la sala, y la miraba como si simbolizara la violencia de los últimos días.

Su voz sugería un cansancio infinito. Eran las tres y media.

– Me hice con el puñal previamente, cuando bajé a la biblioteca para tomar un whisky. Resultó muy fácil sacarlo de la pared del comedor, atravesar la cocina, subir por la escalera de atrás y llegar a mi habitación. Y después, por supuesto, sólo tuve que esperar.

– ¿Sabía que su esposa estaba con Robert Gabriel?

Sydeham desvió los ojos hacia el Rolex, cuya caja dorada brillaba como una media luna bajo el jersey negro. Recorrió con el dedo, como sin darle importancia, su superficie redonda. Tenía las manos muy grandes, pero desprovistas de callosidades, sin huellas de trabajos pesados. No parecían las manos de un asesino.

– No fue muy difícil arreglarlo, inspector -respondió por fin-. Como la propia Joanna hubiera puntualizado, yo quería que estuviesen juntos, y ella me dio justo lo que yo quería. Teatro auténtico del más alto nivel. Una sofisticada venganza, ¿verdad? Al principio no supe a ciencia cierta si estaba con él. Pensé, o tal vez esperé, que se había ido a otra parte de la casa, malhumorada, pero yo sabía que ése no era su estilo. En cualquier caso, Gabriel se mostró muy explícito el otro día en el Agincourt acerca de la conquista de mi mujer. No suele guardar silencio sobre esas cosas, ¿verdad?

– ¿Le atacó la otra noche en su camerino?

– Es la única parte de este condenado lío que me divirtió de veras -sonrió fríamente Sydeham-. No me gusta que otros hombres se tiren a mi esposa, inspector, tanto si ella lo hace de buen grado como si no.

– Sin embargo, usted no tiene el menor escrúpulo en robarle la mujer a otro hombre.

– Ah, Hannah Darrow. Tuve el presentimiento de que esa puta me la jugaría al final. -Sydeham tomó el vaso de café que tenía delante-. Cuando Joy habló durante la cena de su nuevo libro y mencionó los diarios que intentaba obtener de John Darrow, comprendí enseguida que todo se venía abajo. No daba la impresión de que fuera a rendirse a la primera negativa de Darrow. No había llegado tan alto en su carrera a base de arredrarse ante los desafíos, ¿verdad? Cuando habló de los diarios, comprendí que sólo era cuestión de tiempo que los consiguiera. Yo no sabía lo que Hannah había escrito, así que no podía arriesgarme.

– ¿Qué sucedió aquella noche con Hannah Darrow?

Sydeham enfocó sus ojos en Lynley.

– Nos encontramos en el molino. Llegó con cuarenta minutos de retraso, y yo empezaba a pensar, esperanzado, para ser sincero, que no vendría. Apareció en el último momento de la manera habitual, dispuesta a hacer el amor en el suelo. Yo… le di largas. Saqué una bufanda que ella había visto en una tienda de Norwich, e insistí en que me dejara ponérsela -Contempló el movimiento de sus manos sobre el vaso blanco, y los dedos se cerraron sobre el borde-. Fue muy sencillo. La estaba besando cuando apreté el nudo.

Lynley pensó en las inocentes referencias que había pasado por alto al principio en el diario de Hannah y efectuó un disparo a ciegas.

– Me sorprende que no la poseyera por última vez en el molino, ya que ella lo deseaba.

Recibió la recompensa que ansiaba al instante.

– Ya no me apetecía hacerlo con ella. Me resultaba más difícil a cada nuevo encuentro. -Sydeham emitió una breve carcajada, una expresión de desprecio dirigida contra sí mismo-. Se iba a repetir la historia de Joanna.

– La hermosa mujer que salta a la fama, objeto de las desbocadas fantasías de todos los hombres, cuyo propio marido es incapaz de satisfacerla como ella deseaba.

– Muy bien dicho, inspector. Una descripción impecable.

– Sin embargo, ha seguido al lado de Joanna durante todos estos años.

– Es lo único que he hecho bien en la vida. Mi triunfo absoluto. Nadie deja escapar algo así tan fácilmente; ni se me pasó por la cabeza. No podía dejarla escapar. Lo de Hannah ocurrió en un momento de crisis entre Jo y yo. Llevábamos unas tres semanas… distanciados. Ella estaba pensando en contratar los servicios de un agente de Londres y yo me sentía abandonado a mi suerte. Inútil. Debió de ser entonces cuando empezó mí… problema. Cuando Hannah apareció, me sentí un hombre nuevo durante un mes o dos. Cada vez que la veía, la poseía. Hasta dos o tres veces alguna noche. Vaya. Era como haber nacido por segunda vez.

– ¿Hasta que quiso convertirse en actriz como su mujer?

– Y entonces se repitió la historia. Sí.

– ¿Por qué la asesinó? Le hubiera bastado romper con ella.

– Había averiguado mi dirección de Londres. Ya tuve bastante con que se presentara en el teatro una noche, cuando Jo y yo salíamos con el agente de Londres. Después de eso comprendí que si la dejaba en los Fens se presentaría un día u otro en nuestro piso. Habría perdido a Joanna. No me quedaba otra elección.

– ¿Y Gowan Kilbride? ¿Dónde encaja?

Sydeham, después de arrugar el borde del vaso hasta inutilizarlo, lo posó sobre la mesa.

– Sabía lo de los guantes, inspector.

Completaron el interrogatorio preliminar de David Sydeham a las cinco y cuarto de la mañana. Salieron tambaleándose y con los ojos enrojecidos al pasillo, donde Sydeham telefoneó a su esposa. Lynley le vio marchar, sintiendo cierta piedad por el hombre. Eso le sorprendió, porque la detención servía a los intereses de la justicia. No obstante, sabía que las consecuencias de los asesinatos, como una piedra arrojada a la superficie quieta de un estanque, empezaban a influir en todos. Se dio la vuelta.

Había otras cosas a las que atender, entre ellas la prensa, ansiosa por fin de una declaración oficial, materializándose de la nada, aullando preguntas, exigiendo entrevistas.

Se abrió paso entre los periodistas a empujones y arrugó hasta la saciedad un mensaje del superintendente Webberly que apretaba en la mano. Se dirigió hacia el ascensor, casi exhausto, obsesionado con un solo pensamiento: encontrar a Helen. Con una sola necesidad: dormir.

Llegó a su casa como un autómata y se desplomó sobre la cama completamente vestido. No se despertó cuando Denton entró, le quitó los zapatos y le cubrió con una manta. No se despertó hasta la tarde.

– Fue por culpa de su vista -dijo Lynley-. Reparé en casi todas las pistas que me proporcionaba el diario de Hannah Darrow, excepto la referencia al hecho de que no llevaba gafas cuando fue a ver la segunda obra, por lo que no pudo ver el escenario con claridad. Pensó que Sydeham era un actor porque salió por la entrada de artistas al final de la representación. Y, desde luego, estaba demasiado cegado por el papel de Davies-Jones en Las tres hermanas para fijarme en que Joanna Ellacourt participaba en la misma escena de la que se había extraído la nota del suicidio. Sydeham se sabría de memoria las escenas en que Joanna salía, tal vez mejor que los actores. Le ayudaba a memorizarlas. Yo mismo le oí hacerlo en el Agincourt.

– ¿Sabía Joanna Ellacourt que su marido era el asesino? -preguntó St. James.

Lynley negó con la cabeza, aceptando la taza de té que Deborah le ofrecía con una débil sonrisa. Los tres estaban sentados en el estudio de St. James, dividiendo su atención entre pasteles y emparedados, tartas y té. Un pálido rayo de sol hirió la ventana y se reflejó sobre un montón de nieve acumulado sobre el reborde exterior. A lo lejos, en el Embankment, el tráfico de la hora punta comenzaba su ruidoso arrastrarse hacia los suburbios.

– Mary Agnes Campbell le dijo, al igual que a todos, que la puerta de Joy estaba cerrada con llave -respondió-. Como yo, pensó que Davies-Jones era el asesino. Lo que ella no sabía, lo que no supo hasta ayer a última hora de la tarde, era que la puerta de Joy no estuvo cerrada con llave toda la noche, sino sólo desde el momento en que Francesca Gerrard entró en la habitación a las tres y cuarto para apoderarse de su collar, la encontró muerta y, suponiendo que su hermano era el culpable, bajó a su despacho para buscar las llaves y cerró la puerta en un intento de protegerle. Debí darme cuenta de la mentira cuando dijo que las perlas estaban en la cómoda situada junto a la puerta. ¿Por qué las iba a poner Joy allí, si el resto de sus joyas estaba sobre el tocador, al otro lado de la habitación? No caí en la cuenta.

St. James escogió otro bocadillo.

– ¿Hubiera servido de algo que Macaskin te localizara ayer, antes de que marcharas a Hampstead?

– ¿Y qué habría podido decirme? Sólo que Francesca Gerrard le había confesado que nos había mentido en Westerbrae sobre lo de la puerta. No sé si habría tenido el sentido común de relacionar ese dato con la serie de hechos que había preferido ignorar. El hecho de que Robert Gabriel estuvo con una mujer en su habitación; el hecho de que Sydeham admitió que Joanna no había estado con él durante algunas horas la noche que Joy murió; el hecho de que Jo y Joy son nombres fáciles de confundir, especialmente para un hombre como Gabriel, que perseguía a las mujeres sin cansancio y se llevaba a la cama tantas como podía.

– Por tanto, eso es lo que Irene Sinclair oyó. -St. James adoptó sin moverse de la silla una postura más cómoda, haciendo una mueca de dolor cuando la parte inferior de la abrazadera tropezó con el borde labrado de la otomana. Se la desenganchó con un gruñido de irritación-. Pero ¿por qué Joanna Ellacourt? No es un secreto para nadie que aborrece a Robert Gabriel. ¿O es que ese dramático aborrecimiento formaba parte de la farsa?

– Aquella noche aborrecía más a Sydeham que a Gabriel, porque en primer lugar la había metido en la obra de Joy. Se sentía traicionada por él. Quería herirle, así que a las once y media fue a la habitación de Gabriel y le esperó allí, para vengarse de su marido de una manera que él entendería muy bien. Lo que no sabía era que, al entregarse a Gabriel, le daba a Sydeham la oportunidad que buscaba desde que Joy mencionó a John Darrow durante la cena.

– Supongo que Hannah Darrow no sabía que Sydeham estaba casado.

– Es evidente que no. Sólo les vio una vez juntos, y les acompañaba otro hombre. Lo único que sabía era que Sydeham podía proporcionarle clases de arte dramático, clases de declamación y todo lo necesario para triunfar. Sydeham significaba para Hannah la llave que le abría la puerta a una nueva vida. Y, durante un tiempo, ella significó para él la llave de acceso a las proezas sexuales que ya no realizaba.

– ¿Crees que Joy Sinclair conocía el papel de Sydeham en la muerte de Hannah Darrow? -preguntó St. James.

– No había llegado tan lejos en su investigación.

Y John Darrow estaba resuelto a que nunca lo hiciera. Sólo hizo un comentario inocente durante la cena, pero Sydeham no podía permitirse el lujo de correr el riesgo, así que la mató. Por supuesto, las referencias que Irene hizo ayer en el teatro respecto a los diarios fue lo que le llevó a Hampstead anoche.

Deborah había escuchado en silencio, pero ahora intervino, perpleja.

– ¿No corrió un terrible riesgo cuando asesinó a Joy Sinclair, Tommy? Su mujer podía volver a la habitación en cualquier momento y no encontrarle. Podía haberse cruzado con alguien en el vestíbulo.

Lynley se encogió de hombros.

– Al fin y al cabo, no tenía la menor duda sobre dónde estaba Joanna, Deb. Y conocía lo bastante bien a Robert Gabriel para creer que la retendría todo lo que pudiera para demostrar su virilidad. El paradero de los demás era perfectamente predecible. En cuanto oyó que Joy volvía de la habitación de Vinney poco antes de la una, sólo tuvo que esperar un poco más para sorprenderla dormida.

Una idea previa atormentaba a Deborah.

– Pero su propia esposa… -murmuró.

– Yo diría que Sydeham aceptó de buen grado que Gabriel hiciera el amor con su mujer una o dos veces con tal de poder cometer el asesinato. Lo que no aceptó de buen grado es que lo pregonara delante de toda la compañía. Esperó a que Gabriel se quedara solo en el teatro y le sorprendió en el camerino.

– Me pregunto si Gabriel sabía quién le estaba apalizando -musitó St. James.

– En lo que respecta a Gabriel, podía ser cualquier hombre. Aún tuvo suerte. Otro le hubiera matado. Sydeham no quería llegar a tanto.

– ¿Por qué no? -preguntó Deborah-. Después de lo que había ocurrido entre Gabriel y Joanna, creo que Sydeham se habría sentido más que feliz de verte muerto.

– Sydeham no era idiota. Lo último que le interesaba era reducir mi lista de sospechosos. -Lynley sacudió la cabeza. Sus siguientes palabras expresaron la vergüenza que sentía-. Claro que lo que no sabía es que yo ya la había reducido por mi cuenta. La había reducido a uno solo. Havers lo hizo mucho mejor. Un trabajo policial del que debe estar orgullosa.

Los otros dos no respondieron. Deborah torció la tapadera de la tetera de porcelana, siguiendo con el dedo el pétalo de una delicada rosa. St. James paseó un trozo de bocadillo por el plato. Ninguno miró a Lynley.

Sabía que estaban evadiendo la pregunta que había venido a formular, sabía que lo estaban haciendo por lealtad y afecto. A pesar de que no lo merecía, Lynley confiaba en que el vínculo que les unía sería lo bastante fuerte para que comprendiesen su necesidad de encontrarla, pese a que ella no lo deseaba así. Hizo la pregunta por fin.

– St. James, ¿dónde está Helen? Cuando volví anoche a casa de Joy, se había desvanecido. ¿Dónde está?

Vio que la mano de Deborah se apartaba de la tetera y se cerraba sobre los pliegues de su falda bermeja de lana. St. James alzó la cabeza.

– Preguntas demasiado -respondió.

Era la respuesta que Lynley esperaba, la respuesta que se merecía. Sin embargo, insistió.

– No puedo cambiar lo que ha pasado. No puedo cambiar el hecho de que me comporté como un idiota, pero al menos puedo disculparme. Al menos puedo decirle…

– No es el momento. Aún no está preparada.

La cólera de Lynley estalló ante esta respuesta.

– ¡Maldita sea, St. James! ¡Intentó avisarle! ¿También te lo ha contado? Cuando escaló el muro, Helen dio un grito que él oyó, y estuvimos a punto de perderle. Por culpa de Helen. Por tanto, si no está preparada para verme, que me lo diga ella misma. Que tome ella la decisión.

– Ella ya lo ha decidido, Tommy.

Las palabras fueron pronunciadas con un tono tan frío que su cólera se disipó. Sintió un nudo en la garganta.

– Se ha ido con él, pues. ¿Adónde? ¿A Gales?

Nada. Deborah se movió, lanzando una larga mirada a su marido, que había vuelto la cabeza hacia el fuego apagado.

Su negativa a hablar le desesperó. La misma tozuda negativa que le había dado poco antes Caroline Shepherd en el piso de Helen, la misma tozuda negativa cuando habló por teléfono con los padres de Helen y tres de sus hermanas. Sabía que se trataba de un castigo ejemplar, pero a pesar de esta certidumbre se reveló contra él, se negó a aceptarlo como justo y verdadero.

– Por el amor de Dios, Simon -dijo, presa de la desesperación-. La quiero. Tú, más que nadie, sabes lo que significa estar separado así de alguien a quien quieres. Sin la menor oportunidad. Por favor. Dímelo.

Deborah, inesperadamente, asió la esbelta mano de su marido. Lynley apenas oyó su voz cuando habló con St. James.

– Lo siento, mi amor. Perdóname. No puedo hacerlo. -Se volvió hacia Lynley. Las lágrimas asomaban a sus ojos-. Se ha ido a Skye, Tommy. Se ha ido sola.

Se dedicó a una última tarea antes de dirigirse hacia el norte en pos de Helen: ir a ver al superintendente Webberly y poner punto final al caso, y también a otras cosas. Había hecho caso omiso del temprano mensaje de su superior, felicitándole oficialmente por el satisfactorio trabajo realizado y solicitando una entrevista con él en cuanto le fuera posible. Consciente de que los celos le habían cegado a lo largo de toda la investigación, no deseaba escuchar alabanzas de nadie. Mucho menos del hombre que le había utilizado a la perfección como herramienta involuntaria en el juego del engaño.

Porque más allá de la culpabilidad de Sydeham y la inocencia de Davies-Jones, todavía quedaba lord Stinhurst. Y la obsequiosa complicidad de Scotland Yard con el gobierno para seguir manteniendo oculto a la opinión pública un secreto guardado durante veinticinco años. Aún tenía que encargarse de esto. Antes, Lynley no se había sentido preparado para la confrontación, pero ahora sí.

Encontró a Webberly sentado a la mesa circular de su despacho, repleta como siempre de expedientes, libros, fotos, informes y vasos usados. El superintendente, inclinado sobre un mapa de calles marcado con gruesos trazos de rotulador, sostenía un puro entre los dientes, saturando la ya claustrofóbica habitación con una maloliente nube de humo. Hablaba con su secretaria, sentada al otro lado del escritorio, que asentía, tomaba nota y no cesaba de mover la mano frente a su cara en un inútil intento de evitar que el humo impregnara su bien cortado traje y el suave cabello rubio. Era, como de costumbre, una réplica lo más idéntica posible de la princesa de Gales.

Desvió los ojos hacia Lynley, arrugó la nariz delicadamente, expresando su desagrado ante el humo y el desorden, y dijo:

– Ha llegado el inspector detective Lynley, superintendente.

Lynley esperó expectante a que Webberly la corrigiera. Era un juego que a ambos les encantaba practicar. Webberly prefería «señor» al empleo de grados. Dorothea Harriman («Llámeme Dee, por favor») prefería los grados por encima de todo.

Esa tarde, sin embargo, el superintendente se limitó a gruñir y a levantar la vista del plano.

– ¿Ha tomado nota de todo, Harriman?

Su secretaria consultó las notas y se ajustó el cuello alto festoneado de su blusa eduardiana, aderezado con una perfecta corbata de lazo.

– Todo. ¿Lo paso a máquina?

– Se lo ruego. Haga treinta copias. La rutina habitual.

– ¿Antes de irme, superintendente? -suspiró Harriman-. No, no me lo diga. Lo sé. «En el acto, Harriman». -Lanzó a Lynley una mirada significativa-. De tanto estar en el acto, hasta podría pasar mi luna de miel en él. Si alguien fuera tan amable de hacer la pregunta adecuada.

– ¡Caramba! -sonrió Lynley-. Y pensar que esta noche estoy ocupado.

Harriman rió, recogió sus notas y tiró a la basura tres tazas de papel que había sobre el escritorio de Webberly.

– A ver si le convence de que arregle este vertedero -le pidió cuando salía.

"Webberly no dijo nada hasta que estuvieron solos. Después, dobló el plano, lo guardó en un archivador y regresó al escritorio, aunque no se sentó. En lugar de ello, fumó el puro con satisfacción y miró la perspectiva de Londres por la ventana.

– Alguna gente piensa que no asciendo por falta de ambición -le confió Webberly sin volverse-. Pero, en realidad, se trata de la vista. Si cambiara de oficinas, ya no vería la ciudad iluminándose cuando cae la oscuridad. Es imposible describirle el placer que me ha proporcionado a lo largo de los años -sus dedos pecosos jugueteaban con la faltriquera del reloj que colgaba del chaleco. La ceniza del puro, sin darse cuenta, cayó al suelo.

Lynley pensó que antes había estimado a este hombre, había sabido apreciar la mente perspicaz que anidaba en el interior de su desaliñada fachada. Era una mente que extraía lo mejor de quienes estaban bajo sus órdenes, que utilizaba a cada persona en virtud de su energía personal, nunca su debilidad. Lo que más había admirado Lynley en su superior era esa capacidad de ver a las personas tal como eran. Ahora, sin embargo, comprendió que era un arma de dos filos, que podía ser utilizada, y en este caso se había utilizado, para sondear la debilidad de un hombre y con fines que el individuo en cuestión ni siquiera sospechaba.

Webberly había sabido sin la menor duda que Lynley creería en la palabra de un igual. Tal creencia provenía de la educación de Lynley, un gallardo aferrarse a «mi palabra de caballero» que había gobernado a los de su clase durante siglos. No podía abandonarse con tanta facilidad, al igual que las leyes de la primogenitura. En ello había confiado Webberly al enviar a Lynley para que prestara oídos al cuento inventado por lord Stinhurst sobre la infidelidad de su mujer. Cualquier McPherson, Stewart o Hale, cualquier otro detective habría escuchado con escepticismo, habría llamado a lady Stinhurst para que oyera la historia y habría insistido hasta descubrir la verdad sobre Geoffrey Rintoul sin pensárselo dos veces.

Ni el gobierno ni el Yard habían querido que esto ocurriera. Por tanto, habían enviado al único hombre que podía aceptar la palabra de un caballero y barrer todas las conexiones con lord Stinhurst debajo de la alfombra. Esto, para Lynley, constituía una ofensa imperdonable. No podía perdonar a Webberly. No podía perdonarse por haber cumplido estúpidamente todas sus expectativas.

Carecía de importancia que lord Stinhurst fuera inocente del asesinato de Joy Sinclair. Porque el Yard no lo sabía, ni siquiera se había preocupado por esa posibilidad, sólo deseaba que la información clave sobre el pasado de ese hombre no saliera a la luz. De haber sido Stinhurst el asesino, de haber escapado a la justicia, Lynley sabía que el Yard no padecería el menor remordimiento, siempre que el secreto de Geoffrey Rintoul continuara a salvo.

Se sentía sucio, repulsivo. Buscó en el bolsillo su placa policial y la tiró sobre el escritorio de Webberly.

Los ojos del superintendente bajaron hacia la placa y volvieron hacia Lynley. El humo del cigarro le hizo bizquear.

– ¿Qué sucede?

– Presento mi renuncia.

El rostro de Webberly se petrificó.

– Fingiré que no le he entendido, inspector.

– No es necesario. Ya tienen todo cuanto deseaban. Stinhurst está a salvo. Toda la historia está a salvo.

Webberly se sacó el puro de la boca y lo aplastó entre las demás colillas del cenicero, salpicándolo de ceniza.

– No haga esto, muchacho. No hace falta.

– No me gusta que me utilicen. Es una manía privada -Lynley se dirigió hacia la puerta-. Recogeré mis cosas…

Webberly descargó un manotazo sobre el escritorio y los papeles volaron por los aires. Un sujeta lápices cayó al suelo.

– ¿Y cree que a mí me gusta que me utilicen, inspector? ¿Qué se ha creído? ¿Qué papel me ha asignado?

– Usted sabía lo de Stinhurst, lo de su hermano, lo de su padre. Por eso me envió a Escocia.

– Sabía sólo lo que me dijeron. La orden de enviarle al norte vino del comisionado, a través de Hillier. No de mí. Me desagradó tanto como a usted, pero no tenía otra elección.

– Vaya -replicó Lynley-. Bien, al menos puedo estar agradecido de tener varias elecciones. Ahora estoy ejerciendo una.

El rostro de Webberly enrojeció de ira, pero mantuvo la voz serena.

– No piensa con sensatez, muchacho. Tenga en cuenta algunas cosas antes de que la justa indignación le arrastre hacia el suicidio profesional. Yo no sabía nada sobre Stinhurst. Todavía no sé nada, de modo que si me cuenta algo estaré encantado de escucharle. Sólo puedo decirle que cuando Hillier vino a verme con la orden de que precisamente usted se ocupara del caso, todo ello me olió a chamusquina.

– Pero usted me asignó el caso.

– ¡No sea idiota, hombre! ¡Yo no tenía ni voz ni voto en el tema! Recuerde que también asigné a Havers. Usted no la quería, ¿verdad? ¿Por qué cree que insistí en su participación en el caso? Porque sabía que Havers sería la única que se pegaría a Stinhurst como una garrapata a un perro, si era necesario. Y fue necesario, ¿no? ¡Maldita sea, contésteme! ¿Fue necesario?

– Sí.

Webberly descargó un puñetazo sobre su palma abierta.

– ¡Pandilla de bastardos! Sabía que intentarían protegerle, pero no sabía de qué. -Lanzó a Lynley una sombría mirada-. Pero usted no me cree, claro.

– Tiene razón. No le creo. Usted no carece de autoridad hasta ese extremo, señor. Nunca ha carecido.

– Se equivoca, muchacho. Carezco en lo referente a mi trabajo. Hago lo que me dicen. Es fácil ser un hombre de inflexible rectitud cuando se tiene la libertad de huir de aquí cada vez que olfateas algo desagradable. Pero yo no poseo ese tipo de libertad, ni fortuna particular ni propiedades en el campo. Este trabajo no es un pasatiempo. Es mi pan y mi sal. Y cuando me dan una orden, la obedezco. Por desagradable que le parezca a usted.

– ¿Y si Stinhurst hubiera sido el asesino? ¿Y si yo hubiera cerrado el caso sin hacer ninguna detención?

– Pero no lo ha hecho, ¿verdad? Confié en que Havers se lo impediría. Y confié en usted. Sabía que, a su debido momento, su intuición le guiaría hacia el asesino.

– Pero no fue así-dijo Lynley. Las palabras le exigieron tragarse su orgullo, y se preguntó por qué le importaba tanto su atolondrado comportamiento.

Webberly observó su rostro. Habló con voz amable y comprensiva.

– Por eso ha tirado la placa, ¿verdad? No por mi culpa, ni por culpa de Stinhurst, ni porque algunos peces gordos le considerasen el hombre apropiado para conseguir lo que se proponían. La ha tirado porque cometió un error. Esta vez perdió la objetividad, ¿no? Persiguió al hombre que no debía. Fantástico. Bienvenido al club, inspector. Ya no es perfecto.

Webberly tomó la placa y jugueteó con ella un momento antes de devolvérsela a Lynley, metiéndola sin más formalidades en el bolsillo de su abrigo.

– Lamento que se viera mezclado en esta lamentable situación -dijo-, pero no puedo prometerle que no se repetirá. Pero si ocurre, estoy seguro de que no necesitará a la sargento Havers para recordarle que es usted más policía que aristócrata. -Volvió a su escritorio y examinó el desorden-. Está de permiso, Lynley. Así que aprovéchelo. No se presente hasta el martes. -Luego levantó la vista y dijo con voz serena-. Aprender a perdonarse a uno mismo forma parte del trabajo, muchacho. Es la única parte que nunca ha logrado dominar.

Oyó el grito apagado cuando subía por la rampa del aparcamiento subterráneo y enderezaba hacia Broadway. Estaba oscureciendo a marchas forzadas. Frenó, miró en dirección a la estación de St. James's Park y vio a Jeremy Vinney entre los peatones, galopando por la acera con los faldones del abrigo aleteando alrededor de sus rodillas como las alas de un pájaro desmañado. Mientras corría, agitaba un cuaderno de espirales. Páginas cubiertas de escritura revoloteaban al viento. Lynley bajó la ventanilla cuando Vinney llegó al coche.

– He escrito la historia de Geoffrey Rintoul -jadeó el periodista, esbozando una sonrisa-. ¡Jesús, qué suerte encontrarle! Necesito que usted haga el papel de informador extraoficial, sólo para corroborarla. Eso es todo.

Lynley vio que empezaba a nevar. Reconoció a un grupo de secretarias que, terminada la jornada, recorrían a buen paso la distancia que separaba el Yard del tren. Sus carcajadas resonaron en el aire.

– No hay historia -dijo.

La expresión de Vinney se transformó. El momento de camaradería se había eclipsado.

– ¡Pero usted ha hablado con Stinhurst! ¡No me diga que no le ha confirmado detalle por detalle el pasado de su hermano! ¿Cómo podría negarlo, con Willingate en las fotos de la encuesta y la obra de Joy que aludía a todo lo demás? ¡No me dirá que consiguió convencerles!

– No hay historia, señor Vinney. Lo siento. -Lynley empezó a subir la ventanilla, pero se detuvo cuando Vinney cerró los dedos sobre el cristal.

– ¡Ella lo deseaba! -suplicó-. Joy deseaba que yo siguiera el rastro de la historia, usted lo sabe. Sabe que por eso fui allí. Deseaba que saliera a la luz toda la historia de los Rintoul.

El caso estaba cerrado. El asesino había sido descubierto, pero Vinney persistía en su indagación inicial. No tenía la menor posibilidad de lograr un triunfo periodístico, porque el gobierno daría al traste con su historia en un abrir y cerrar de ojos. Su lealtad sobrepasaba los límites de la amistad. Lynley se preguntó de nuevo el motivo, qué deuda de honor existía entre Joy Sinclair y Vinney.

– ¡Jer! ¡Jerry! ¡Por el amor de Dios, date prisa! Paulie está esperando y ya sabes que se pondrá muy nervioso si volvemos a llegar tarde.

La segunda voz provenía de la acera opuesta. Delicada, petulante, casi femenina. Lynley buscó su procedencia. Un joven de apenas veinte años estaba de pie en el pasadizo que conducía al interior de la estación. Daba pataditas en el suelo y encogía los hombros para protegerse del frío. Una luz del pasillo iluminaba su rostro. Era dolorosamente bello. Poseía una belleza renacentista, de rasgos, color y forma perfectos. A la mente de Lynley acudió una definición renacentista de dicha belleza, una definición de Marlowe, tan apropiada en este momento como en el siglo XVI: «Más peligrosa que ir en busca del Vellocino de Oro.»

Entonces, por fin, la última pieza del rompecabezas encajó en su sitio. Era tan obvia que Lynley no supo a qué atribuir su despiste. Joy no hablaba de Vinney en su grabación, sino que hablaba con él, recordándose algo que deseaba discutir con su amigo en una futura conversación. Al otro lado de la calle se encontraba el motivo de su preocupación: «¿Por qué me pone tan nerviosa? No es una proposición para toda la vida.»

– ¡Jerry! ¡Jemmy! -llamó la voz de nuevo, zalamera. El chico giró sobre un talón, como un perrito impaciente. Rió cuando su abrigo se hinchó alrededor de su cuerpo como el traje de un payaso.

Lynley enfocó sus ojos de nuevo en el periodista. Vinney desvió la mirada lejos del muchacho, en dirección a Victoria Street.

– ¿No fue Freud quien dijo que nada es casual? -La voz de Vinney sonó resignada-. En el fondo deseaba que lo supiera, para que comprendiera a qué me refería cuando dije que Joy y yo siempre fuimos simplemente amigos. Supongo que se le puede llamar absolución, o tal vez justificación. Ahora ya no importa.

– ¿Ella lo sabía?

– Yo no tenía secretos para ella. Creo que si lo hubiera intentado, no lo habría logrado. -Vinney miró deliberadamente al muchacho. Su expresión se suavizó. Sus labios se curvaron en una sonrisa llena de ternura-. Padecemos la maldición del amor, ¿verdad, inspector? No nos da paz. Lo buscamos incesantemente, de mil maneras diferentes, y si tenemos suerte lo disfrutamos durante un momento estremecedor. Y entonces nos creemos hombres libres, inclusive si cargamos con el peso más espantoso.

– Me atrevería a decir que Joy sí lo ha comprendido.

– Ya lo creo. Fue la única persona en mi vida que lo hizo. -Apartó las manos de la ventanilla-. Así que le debo lo de los Rintoul. Es lo que ella deseaba. El artículo. La verdad.

– Lo que ella deseaba era la venganza, señor Vinney -dijo Lynley, moviendo la cabeza-. Y creo que lo consiguió. En cierta manera.

– ¿Así que éste es el final? ¿Va a permitir que termine de esta manera, inspector? ¿Después del daño que toda esa gente le ha hecho? -Agitó la mano en dirección al edificio que se erguía detrás de ellos.

– Nos hacemos daño a nosotros mismos -replicó Lynley. Se despidió con un movimiento de la cabeza, subió la ventanilla y arrancó.

Más tarde, recordaría el viaje a Skye como una mancha fantasmagórica de paisaje continuamente cambiante, del que apenas era consciente mientras conducía a toda velocidad hacia el norte. Se detuvo sólo para comer, reponer gasolina y, en una ocasión, para descansar unas horas en una fonda situada entre Carlisle y Glasgow. Llegó a Kyle of Lochalsh, un pequeño pueblo frente a la isla de Skye, a última hora de la tarde del día siguiente.

Entró en el aparcamiento de un hotel del muelle y se quedó mirando el estrecho; su rizada superficie poseía el color de las monedas antiguas. El sol estaba en su ocaso, y el majestuoso pico de Sgurrna Coinnich, que dominaba la isla, parecía cubierto de plata. Al pie, el transbordador se apartó del muelle y comenzó a moverse lentamente hacia tierra firme, cargado sólo con un camión, dos excursionistas que se abrazaban para protegerse del intenso frío, y una figura esbelta y solitaria cuyo suave cabello castaño azotaba su rostro, que estaba alzada, como esperando la bendición, hacia los últimos rayos del sol invernal.

Al ver a Helen, Lynley comprendió que había sido una locura viajar hasta allí. Era la última persona que ella deseaba ver, y él lo sabía. Deseaba la paz que le proporcionaba ese paraje aislado. Pero todo eso perdió importancia a medida que el transbordador se acercaba a tierra firme. Reparó en que los ojos de Helen se fijaban en el Bentley solitario del aparcamiento. Salió del coche, se puso el abrigo y caminó hacia el desembarcadero. El viento soplaba con fuerza, abofeteaba sus mejillas y revolvía su pelo. Probó el salitre del lejano Atlántico Norte.

Cuando el transbordador atracó, el camión se puso en marcha, expulsando una nube de humo maloliente, y rodó hacia la carretera de Invergarry. Los excursionistas, un hombre y una mujer, pasaron por delante de él tomados del brazo y riendo. Se detuvieron para besarse y admirar la costa de Skye, cubierta de nubes cuyo tono gris se teñía de los colores exuberantes del crepúsculo.

El viaje desde Londres había concedido a Lynley largas horas para reflexionar sobre lo que diría a Helen cuando por fin la viera. Sin embargo, cuando bajó del transbordador y se apartó el pelo de las mejillas, no supo qué decir. Lo único que deseaba era estrecharla entre sus brazos, pero sabía que ese derecho le estaba vedado. Caminó a su lado en silencio mientras subían la pendiente que llevaba al hotel.

Entraron. El salón estaba vacío, y los ventanales ofrecían una panorámica de agua, montañas y las nubes teñidas por el ocaso que se cernían sobre la isla. Lady Helen se acercó, quedándose de pie frente a las ventanas. Si bien su postura (la cabeza ligeramente inclinada y los hombros encorvados) denotaba claramente su deseo de soledad, Lynley se sentía incapaz de dejarla sin decir antes lo que le parecía de todo punto necesario. Se colocó a su lado y observó las sombras que aparecían bajo sus ojos, indicios de pesar y fatiga. Tenía los brazos cruzados sobre el pecho, como si necesitara calor o protección.

– ¿Por qué demonios mató a Gowan? Es lo que me parece más absurdo, Tommy.

Lynley se preguntó por qué había pensado que Helen, de entre todo el mundo, le recibiría con la sarta de recriminaciones que se había ganado tan a pulso. Venía preparado para escucharlas, para admitir la verdad. En la confusión de los últimos días, había conseguido olvidar la básica bondad humana que era el núcleo fundamental del carácter de Helen. Anteponía Gowan a su persona.

– En Westerbrae, David Sydeham declaró que se había dejado los guantes sobre el mostrador de recepción -replicó, observando que Helen bajaba los ojos con aire pensativo; sus negras pestañas destacaban contra la piel cremosa-. Dijo que los había dejado allí cuando Joanna y él llegaron.

– Pero cuando Francesca Gerrard tropezó con Gowan después de la lectura y derramó los licores, Gowan tuvo que limpiar toda la zona de recepción, y vio que los guantes de David Sydeham no aparecían por ninguna parte, ¿verdad? No debió recordarlo en aquel momento.

– Sí, creo que sucedió así. En cualquier caso, Gowan debió comprender lo que eso significaba en cuanto se acordó. El guante que la sargento Havers encontró en el mostrador de recepción al día siguiente, y el que tú encontraste en la bota, sólo pudieron llegar ahí de una forma: los puso el propio Sydeham después de matar a Joy. Creo que eso es lo que Gowan intentó decirme antes de morir. Que no había visto los guantes en el mostrador de recepción. Pero yo… yo pensaba que estaba hablando de Rhys.

Los ojos de Helen se cerraron al oír el nombre, y Lynley comprendió que no esperaba oírlo de sus labios.

– ¿Cómo lo hizo Sydeham?

– Todavía se hallaba en la sala de estar cuando Macaskin y la cocinera de Westerbrae vinieron a preguntarme si la gente podía salir de la biblioteca. Se deslizó en la cocina y tomó el cuchillo.

– ¿Con la casa llena de gente, y sobre todo de policías?

– Los invitados estaban haciendo las maletas, corriendo de un lado para otro. Además, fue cuestión de uno o dos minutos. Después subió a su habitación por la escalera de atrás.

Lynley, de manera inconsciente, levantó la mano y acarició la curva del cabello de Helen hasta tocar su hombro. Ella no se apartó. Lynley sintió que el corazón le latía violentamente.

– Lamento mucho todo lo ocurrido. Tenía que verte al menos para decírtelo. Ella no le miró, como si el esfuerzo lucra excesivo y ella la persona menos capacitada para llevarlo a cabo. Luego, habló en voz baja y clavó los ojos en las distantes ruinas de Caisteal Maol, mientras el sol iluminaba sus muros derruidos por última vez en aquel día.

– Tenías razón, Tommy. Dijiste que intentaba repetir la historia de Simon con un final distinto, y descubrí que era cierto. Sólo que no ha habido un final diferente, ¿verdad? Me he repetido de forma admirable cuando ha llegado la ocasión. Lo único que ha faltado en este espantoso guión es una habitación de hospital, para que yo pudiera marcharme, dejándole allí completamente solo.

No se detectaba ninguna acritud en su tono, pero Lynley no necesitaba captarla para saber que cada palabra estaba impregnada de auto desprecio.

– No -dijo, apesadumbrado.

– Sí. Rhys sabía que hablaba contigo por teléfono. ¿Sucedió hace dos noches? Parece que hayan pasado mil años. Cuando colgué, me preguntó si eras tú. Contesté que no, que era mi padre. Pero él lo sabía. Y se dio cuenta de que habías logrado convencerme de que era un asesino. Lo seguí negando, por supuesto, lo negué todo. Cuando me preguntó si te había dicho que él estaba conmigo, también lo negué. Rhys sabía que yo mentía. Y comprendió que había elegido, justo como él había dicho que haría. -Alzó una mano como si quisiera tocarse la mejilla, pero el esfuerzo pareció de nuevo excesivo y la dejó caer a un costado-. No me hizo falta escuchar al gallo cantar tres veces. Sabía lo que había hecho. A los dos.

Pese a sus deseos de acudir a Skye, Lynley sabía que debía convencer a lady Helen de su culpabilidad en el pecado que ella se atribuía. Al menos, tenía que proporcionarle ese consuelo.

– No fue culpa tuya, Helen. No habrías hecho nada de esto si yo no te hubiera obligado. ¿Qué ibas a pensar cuando te conté lo de Hannah Darrow? ¿Qué ibas a creer? ¿A quién ibas a creer?

– Exactamente. Podía haberme decantado por Rhys, dijeras lo que dijeses. Lo supe entonces y lo sé ahora. En lugar de ello, me decanté por ti. Rhys se dio cuenta y me dejó. ¿Quién podría recriminárselo? Al fin y al cabo, creer que tu amante es un asesino daña irreparablemente una relación. -Se volvió y le miró por fin, tan cerca que él pudo oler el aroma puro y fresco de su pelo-. Hasta Hampstead, creí que Rhys era el asesino.

– Entonces, ¿por qué le avisaste? ¿Lo hiciste para castigarme?

– ¿Avisarle? ¿Eso pensaste? No. Cuando apareció sobre el muro, comprendí al instante que no era Rhys. Yo… he llegado a conocer bien el cuerpo de Rhys. Aquel hombre era demasiado grande. Reaccioné sin pensarlo, horrorizada al darme cuenta de lo que le había hecho, al saber que le había perdido. -Desvió la cabeza hacia la ventana, pero sólo un momento. Siguió hablando, mirando otra vez a Lynley-. Acudí a Westerbrae como su salvadora, la bella y recta mujer que iba a enderezarle. Me consideraba su razón de no volver a beber. Ya ves, en el fondo tenías razón. Se repitió la historia de Simón.

– No, Helen, yo no sabía lo que me decía. Estaba loco de celos.

– Da igual, tenías razón.

Mientras hablaban, las sombras habían invadido el salón, y el camarero encendió las luces, abriendo el bar situado en el extremo opuesto del salón. Oyeron voces en el mostrador de recepción: una crucial decisión acerca de unas postales, una discusión de tono amistoso sobre las actividades del día siguiente. Lynley prestó oídos, anhelando la agradable normalidad de unas vacaciones con la persona amada.

Lady Helen se desplazó en dirección al ascensor.

– He de cambiarme para cenar.

– ¿Por qué has venido aquí? -preguntó Lynley.

Ella se detuvo, pero no le miró.

– Me apetecía ver Skye en pleno invierno. Necesitaba saber cómo es estar aquí sola.

Lynley posó la mano sobre su brazo. Su calidez le insufló vida.

– ¿Y no te has cansado de la soledad?

Ambos sabían lo que implicaba su pregunta, pero, en lugar de responder, Helen se dirigió hacia el ascensor y apretó el botón, contemplando la luz con aire ausente, como si fuera testigo de un acto creativo genial. Él la siguió y oyó apenas sus siguientes palabras.

– Por favor. No podría soportar que nos hiciéramos más daño.

En algún punto situado sobre sus cabezas, el ascensor zumbó. Y entonces supo que Helen subiría a su habitación, en busca de la soledad que tanta falta le hacía, dejándole al margen. Al mismo tiempo, se dio cuenta de que la intención de Helen no se limitaba a una separación de escasos minutos, sino de un período de tiempo indeterminado, inacabable, insoportable. Sabía que era el peor momento para hablar, pero tal vez no tendría otra oportunidad.

– Helen. -Ella le miró con los ojos anegados en lágrimas-. Cásate conmigo.

Una breve risotada, más teñida de desesperación que de humor, escapó de sus labios. Hizo un leve pero elocuente ademán.

– Sabes que te quiero -insistió él-. No me digas que es demasiado tarde.

Helen inclinó la cabeza. Las puertas del ascensor se abrieron frente a ella. Como impelida a ello, expresó con palabras lo que él temía y sabía que diría.

– No quiero verte, Tommy, al menos durante un tiempo.

– ¿Cuánto tiempo? -acertó a preguntar, abrumado por las palabras.

– Unos meses. Tal vez más.

– Parece una sentencia de muerte.

– Lo siento, pero es lo que necesito. -Entró en el ascensor y pulsó el botón de su piso-. A pesar de lo que ha ocurrido, no soporto herirte. Nunca podré, Tommy.

– Te quiero -dijo Lynley, y lo repitió como si cada palabra supusiera un doloroso acto de contrición-. Helen, te quiero.

Vio entreabrirse los labios de la joven, vio su fugaz y dulce sonrisa antes de que las puertas del ascensor se cerrasen y ella desapareciera.

Barbara Havers se encontraba en el bar del King's Arms, no lejos de New Scotland Yard, sumida en melancólicas reflexiones sobre su pinta semanal de cerveza. La hacía durar desde que se la habían servido, treinta minutos antes. Faltaba una hora para cerrar y ya debería haber vuelto a casa de sus padres en Acton, pero no se había sentido con ánimos para ello. La documentación administrativa estaba archivada, los informes terminados y las conversaciones con Macaskin interrumpidas por el momento. Como siempre, al concluir un caso era consciente de su inutilidad. La gente seguiría matándose, a pesar de sus pobres esfuerzos por evitarlo.

– ¿Invitas a este tío a tomar un trago?

Levantó la cabeza al oír la voz de Lynley.

– ¡Creí que se había ido a Skye! Santo Dios, parece acabado.

Era cierto. Sin afeitar, la ropa arrugada, como los buenos deseos de una Navidad pretérita.

– Estoy acabado -admitió, haciendo un patético esfuerzo por sonreír-. He perdido la cuenta de las horas que he pasado en el coche los últimos días. ¿Qué está bebiendo? ¿Debo suponer que esta noche no toma tónica?

– Esta noche no. Me he pasado a la Bass. Pero ya que está aquí, es posible que cambie de brebaje. Depende de quién pague.

– Entiendo. -Se quitó el abrigo, lo arrojó sobre la mesa más cercana y se desplomó sobre una silla. Rebuscó en su bolsillo, sacando la pitillera y el encendedor.

Como de costumbre, ella se sirvió sin pedir permiso. Lynley le acercó la llama.

– ¿Qué pasa? -preguntó el detective.

Havers encendió el cigarrillo.

– Nada.

Ah.

Fumaron como viejos camaradas. Él no hizo el menor gesto de pedir una bebida. Ella esperó.

– Le he pedido que nos casemos, Barbara -dijo por fin, clavando los ojos en la pared de enfrente.

Era lo que ella suponía.

– No parece portador de buenas noticias precisamente.

– No, en efecto. -Lynley carraspeó y examinó el extremo del cigarrillo.

Barbara suspiró, intuyó el peso doloroso y abrumador de la tristeza de Lynley y, para su sorpresa, descubrió que la sentía como propia. Evelyn, la camarera de aspecto ordinario y ojos legañosos, estaba en el mostrador, hojeando las facturas de la noche y haciendo cuanto podía por ignorar los impúdicos avances de dos clientes habituales del establecimiento. Barbara la llamó por su nombre.

– ¿Sí? -respondió Evelyn bostezando.

– Tráenos dos Glenlivets. Sin bautizar. -Barbara miró a Lynley y añadió-. Y date prisa, ¿eh?

– Claro, cariño.

Cuando se los trajeron a la mesa y Lynley hizo ademán de sacar la cartera, Barbara volvió a hablar.

– Esta noche me toca a mí, señor.

– ¿Una celebración, sargento?

– No. Un velatorio. -Bebió el whisky, que encendió su sangre como una llama-. Beba, inspector. Cojamos una buena curda.

Загрузка...