Capítulo 7

– Creo que el punto más importante es si te crees la historia de Stinhurst -dijo St. James a Lynley.

Se hallaban en el dormitorio que compartían, situado en la confluencia del ala noroeste de la casa con el cuerpo principal. Era una habitación pequeña, con muebles de madera de haya y pino. El dibujo del empapelado consistía en enredaderas sobre un fondo azul pálido. La atmósfera conservaba un vago olor medicinal a limpiador y desinfectante, desagradable aunque no agobiante. Lynley podía ver desde la ventana el ala oeste, donde Irene Sinclair paseaba arriba y abajo de la habitación sin cesar, con un vestido colgado del brazo como si no se decidiera a ponérselo o a olvidar el asunto por completo. Su rostro, un óvalo blanco enmarcado por el cabello negro, como un estudio sobre la fuerza del contraste, carecía de color. Lynley corrió la cortina y, al volverse, vio que su amigo se estaba cambiando para bajar a cenar.

Asistía a un desmañado ritual, empeorado porque el suegro de St. James no se hallaba presente para prestarle ayuda, empeorado porque la necesidad de requerir ayuda para algo tan elemental tenía su origen en una noche de borrachera y descuido del propio Lynley. Le contempló, deseoso de ofrecerle su colaboración pero sabiendo que su ofrecimiento sería rechazado con gentileza. La abrazadera de la pierna estaba al descubierto y los zapatos desanudados, pero el rostro de St. James reflejaba una indiferencia total, como si diez años antes no hubiera sido un hombre ágil y atlético.

– Lo que Stinhurst me dijo sonaba a cierto, St. James. No es la clase de cuento que uno se inventa para librarse de una acusación de asesinato, ¿verdad? ¿Qué iba a ganar desacreditando a su mujer? En cualquier caso, las cosas se le han puesto más negras. Él mismo se ha adjudicado un excelente motivo para el crimen.

– Y que no puede ser verificado -señaló St. James con suavidad-. A menos que se lo preguntes a la propia lady Stinhurst. Y algo me dice que Stinhurst te considera demasiado caballero para hacer eso.

– Lo haré, por supuesto. Si es necesario.

St. James dejó caer un zapato al suelo y empezó a ajustarse la abrazadera a otro.

– Dejemos a un lado que haya adivinado tu posible reacción, Tommy. Supongamos por un momento que su historia sea cierta. Sería muy inteligente por su parte, ¿verdad?, subrayar tan obviamente su móvil para cometer el crimen. De ese modo no necesitas rastrearlo, no necesitas fortalecer tus sospechas cuando lo descubras. Llevado al extremo, ni siquiera necesitas ya sospechar de él como culpable, porque desde el primer momento ha sido completamente sincero contigo. Listo, ¿eh? Demasiado listo. ¿Y qué mejor manera de justificar una necesidad crucial de destruir pruebas que autorizando la presencia en Westerbrae de Jeremy Vinney, un hombre que no dudaría en seguir la pista de cualquier historia escabrosa después del asesinato de Joy?

– Estás dando a entender que Stinhurst sabía de antemano que los retoques de la obra sacarían a la luz la relación entre su esposa y su hermano, pero eso no concuerda con que a Helen le dieran la habitación contigua a la de Joy, o con que la puerta del pasillo estuviera cerrada, o con que las huellas de Davies-Jones se encontraran en la llave.

– Si te pones así, Tommy -se limitó a señalar St. James-. Podríamos decir que tampoco concuerda con el hecho de que Sydeham estuviera solo parte de la noche. Y también su esposa, por cierto. Cualquiera de los dos tuvo la oportunidad de matarla.

– La oportunidad, tal vez. Parece que todo el mundo tuvo la oportunidad, pero el problema es el móvil. Por no mencionar el hecho de que la puerta de Joy estaba cerrada con llave, de modo que el asesino entró mediante las llaves maestras o desde la habitación de Helen. Siempre volvemos a lo mismo, ya lo ves.

– También Stinhurst pudo tomar las llaves, ¿no? Él mismo te dijo que había estado antes aquí,

– Al igual que su esposa, su hija y Joy. Cualquiera pudo tomarlas Waves, St. James. Hasta David Sydeham, si bajó al pasillo por la tarde para ver en qué habitación había desaparecido Elizabeth Rintoul cuando les vio llegar a él y a Joanna. Pero eso sería exagerar las cosas, ¿no crees? ¿Por qué iba a sentir curiosidad por descubrir el escondite de Elizabeth Rintoul? Más aún, ¿por qué iba a matar Sydeham a Joy Sinclair? ¿Para ahorrarle a su mujer una obra con Robert Gabriel? No concuerda. En teoría, un férreo contrato la obliga a actuar con Gabriel quiera o no quiera. Matar a Joy no solucionaría nada.

– Volvemos al mismo punto, ¿te das cuenta? La muerte de Joy solamente parece beneficiar a una persona: Stuart Rintoul, lord Stinhurst. Ahora que está muerta, la obra que prometía ser tan embarazosa para él ya no se representará. Nadie la producirá. Lo tiene mal, Tommy. No entiendo por qué dejas de lado ese motivo.

– En cuanto a eso…

Alguien llamó a la puerta. Lynley la abrió y se encontró al agente Lonan en el pasillo, que traía un bolso de señora envuelto en plástico. Lo sostenía frente a él con las dos manos, muy tieso, como un mayordomo que presentara una bandeja de canapés en dudoso estado.

– Es de la Sinclair -explicó el agente-. El inspector pensó que a usted le gustaría echar un vistazo al contenido antes de que el laboratorio lo analice para detectar huellas.

Lynley lo tomó, lo dejó sobre la cama y se ajustó los guantes de látex que St. James, sin decir palabra, había sacado de la maleta que tenía a sus pies.

– ¿Dónde lo encontraron?

– En el salón -contestó Lonan-. Al pie de la ventana y detrás de las cortinas.

Lynley le dirigió una mirada penetrante.

– ¿Estaba escondido?

– Parecía que lo hubiera tirado allí como hizo con el resto de sus cosas en la habitación.

Lynley abrió la cremallera del plástico y dejó caer el bolso sobre la cama. Los otros dos hombres le contemplaron con curiosidad mientras lo abría y desparramaba su contenido, que incluía una interesante colección de objetos. Lynley los fue separando poco a poco, dividiéndolos en dos grupos. En uno colocó los comunes a cientos de miles de bolsos que colgaban del brazo de cientos de miles de mujeres: llaves sujetas a una anilla metálica, dos bolígrafos baratos, un paquete de Wrigleys, una caja de cerillas y un par de gafas oscuras guardadas en un estuche de piel.

El resto del contenido fue a parar al segundo grupo, demostrando que, como muchas mujeres, Joy Sinclair había impreso a un objeto tan mundano como un bolso negro el sello singular de su personalidad. Lynley hojeó primero su talonario de cheques, examinando las entradas en busca de algo anormal, sin encontrar nada. Por lo visto, a la mujer le traía sin cuidado el estado de sus finanzas, pues hacía por lo menos seis semanas que no lo llevaba al corriente. El billetero, que contenía cerca de cien libras en billetes de diverso valor, explicaba esta indiferencia financiera. Sin embargo, ni el talonario ni el billetero retuvieron la atención de Lynley en cuanto sus ojos cayeron sobre los dos últimos objetos que Joy Sinclair llevaba consigo: una agenda y una pequeña grabadora, del tamaño de una mano.

La agenda era nueva y sus páginas apenas habían sido utilizadas. El fin de semana en Westerbrae estaba indicado con grandes letras, así como un almuerzo con Jeremy Vinney que se remontaba a dos semanas atrás. Había referencias a una fiesta con gente del teatro, una cita con el dentista, una especie de aniversario y tres citas señaladas con la inscripción «Upper Grosvenor Street», todas tachadas como si ninguna hubiera tenido lugar. Lynley volvió la página del mes siguiente, no encontró nada y siguió adelante. Las palabras «P. Green» ocupaban toda la semana, y «capítulos 1-3» la semana siguiente. No había nada más, salvo una referencia al «Cumpleaños S» anotada en el día 25.

– Agente -dijo Lynley con aire pensativo-. Me gustaría quedarme con esto. El contenido, la bolsa no. ¿Quiere consultarlo con Macaskin antes de que se largue?

El agente asintió y se marchó. Lynley esperó a que la puerta se cerrase para volverse hacia la cama, tomar la grabadora y conectarla, echando una mirada a St. James.

Tenía una voz encantadora, ronca y melodiosa. Era potente, seductora, con esa sensualidad involuntaria que algunas mujeres consideran una bendición y otras una maldición. El sonido era discontinuo y los ruidos de fondo diferentes, tráfico, el metro, un breve estruendo de música, como si Joy extrajera la grabadora del bolso para almacenar una idea súbita dondequiera se le ocurriese.


«Intentar sacarme de encima a Edna al menos durante dos días. No hay nada que informar. Quizá crea que he tenido la gripe… ¡Aquel pingüino! Antes le gustaban los pingüinos. Será perfecto… Por el amor de Dios, que mamá no se vuelva a olvidar de Sally este año… John Darrow tenía la mejor opinión de Hannah hasta que las circunstancias le obligaron a tener la peor… Buscar billetes y un lugar decente donde quedarse. Esta vez llevar un abrigo más grueso… Jeremy. Jeremy. Dios, ¿por qué me pone tan nerviosa? No es una proposición para toda la vida… Estaba oscuro, y aunque la tormenta… Fantástico, Joy. ¿Por qué no te limitas a seguir con una noche oscura y tormentosa y envías a la mierda la creatividad de una vez por todas…? Recuerda aquel olor peculiar: verduras podridas y objetos que el río arrastró después de la última tormenta… El sonido de las ranas y las bombas de agua y la interminable llanura… ¿Por qué no le pregunto a Rhys la mejor forma de abordarle? Sabe tratar a la gente. Me podrá ayudar… Rhys quiere…»


Lynley desconectó la grabadora. Levantó los ojos y vio que St. James le estaba mirando. Para ganar tiempo antes de que lo inevitable sucediera entre ellos, Lynley reunió los artículos y los introdujo en una bolsa de plástico que St. James había sacado de su maleta. La cerró y la acercó a la cómoda.

– ¿Por qué no has interrogado todavía a Davies-Jones? -preguntó St. James.

Lynley caminó hacia su maleta, que descansaba sobre un banco al pie de la cama, la abrió y sacó la ropa que pensaba ponerse para la cena, meditando sobre la pregunta de su amigo. Sería muy fácil decir que las circunstancias iníciales no le habían permitido interrogar al gales, que hasta el momento el caso se desarrollaba dentro de una lógica y que había seguido intuitivamente esa lógica para ver hasta dónde le conducía. Esa explicación contenía algo de verdad, pero, más allá de ella, Lynley reconocía una realidad suplementaria y desagradable. Luchaba con la necesidad de evitar el enfrentamiento, una necesidad con la que aún no había llegado a un acuerdo, tan extraña le resultaba.

Oía los movimientos ágiles, enérgicos y eficientes de Helen en la habitación de al lado. Los había oído miles de veces a lo largo de los años, los había oído sin darse cuenta. Los sonidos, ahora, se habían amplificado, como si pretendieran imprimirse para siempre en su conciencia.

– No quiero herirle -dijo por fin.

St. James estaba sujetando la abrazadera a un zapato negro. Hizo una pausa, el zapato en una mano y la abrazadera en la otra. Su cara, por lo general inexpresiva, reflejaba sorpresa.

– Tienes una forma muy extraña de demostrarlo, Tommy.

– Ya hablas como Havers. ¿Qué quieres que haga? Helen está decidida a no ver lo obvio. ¿Debo aclararle los hechos ahora, o me muerdo la lengua y dejo que se comprometa más con ese hombre, permitiendo que sufra una espantosa decepción cuando descubra que la ha utilizado?

– Si la ha utilizado -apostilló St. James.

Lynley se puso una camisa limpia, abrochó los botones con disimulado nerviosismo y se anudó la corbata.

– ¿Sí? Entonces, ¿para qué crees que la visitó anoche en su habitación?

Su pregunta no recibió respuesta. Lynley sentía la mirada de su amigo clavada en su cara. Sus dedos lucharon con el lío en que había convertido la corbata -¡Maldita sea! -murmuró con rabia.

Al oír la llamada, lady Helen abrió la puerta, esperando encontrar en el pasillo a la sargento Havers, a Lynley o a St. James, dispuestos a escoltarla hasta el comedor como si fuera la principal sospechosa o una testigo clave que necesitara protección policial. Sin embargo, era Rhys. No dijo nada, vacilante, como si no estuviera seguro del recibimiento que le dispensarían. Pero, cuando lady Helen sonrió, entró en la habitación y cerró la puerta a su espalda.

Se miraron como amantes culpables, ansiosos por encontrarse a escondidas. La necesidad de tranquilidad, de sigilo, de unión manifiesta, acentuaba la sensibilidad, acentuaba el deseo, acentuaba y fortalecía el reciente lazo creado entre ellos. Cuando él extendió los brazos, lady Helen buscó refugio en ellos sin dudarlo ni un momento.

Henchido de deseo, sin pronunciar una palabra, él la besó en la frente, en los párpados, en las mejillas y, por fin, en la boca. Los labios de Helen se abrieron en respuesta y le aferró con más fuerza, como si su presencia pudiera borrar las cosas horribles sucedidas durante el día. Ella sintió que todo el cuerpo de Rhys se apretaba contra el suyo, provocando una dulce agonía, y empezó a temblar, invadida por una oleada de deseo inesperada y turbadora. Se derramó sobre ella por sorpresa y recorrió su sangre como fuego líquido. Sepultó su rostro en el hombro de Rhys, y las manos de éste la acariciaron con posesiva sabiduría.

– Cariño, cariño -susurró Rhys. No dijo nada más, porque al oír sus palabras Helen movió la cabeza y buscó su boca de nuevo-. Te he echado de menos, pequeña -murmuró al cabo de un momento-. Pero creo que ya te habrás dado cuenta.

Lady Helen le alisó las sienes plateadas y sonrió, experimentando cierto alivio sin saber bien por qué.

– ¿De dónde ha sacado un perverso gales ese acento tan típico de Escocia?

Rhys torció la boca, se puso rígido y lady Helen adivinó, antes de que él contestara, que había hecho una pregunta inoportuna.

– Del hospital -contestó él.

– Oh, Dios mío, lo siento mucho. No pensé…

Rhys meneó la cabeza, la apretó más contra él y apoyó la mejilla en su cabello.

– No te lo he contado todo, ¿verdad, Helen? Creo que no me apetece que lo sepas.

– Pues no…

– No. El hospital estaba en las afueras de Portree, en Skye. En pleno invierno. Mar gris, cielo gris, tierra gris. Las barcas zarpaban hacia tierra firme, y yo deseaba encontrarme a bordo de una de ellas. Solía pensar que Skye me llevaría a beber sin cesar. Esos lugares ponen a prueba tu valor más que ninguno. La única forma de sobrevivir era echar tragos a escondidas de una botella de whisky o confiar en la pericia de los escoceses. Elegí los escoceses. Eso, al menos, era lo que me aconsejaba mi compañero de cuarto, que se negaba a hablar de otra cosa. -Pasó los dedos por su cabello, apenas la sombra de una caricia, insegura y vacilante-. Helen, por el amor de Dios. Por favor. No quiero que te apiades de mí.

«Era su estilo», pensó ella. El estilo de siempre. Debía ponerle fin, eliminar todas las expresiones absurdas de compasión que se interponían entre él y el resto del mundo. La compasión le ponía en desventaja, prisionero de una enfermedad incurable. Ella asumió su dolor.

– ¿Cómo puedes creer que me apiado de ti? ¿Piensas que lo de anoche sucedió por ese motivo?

– Tengo cuarenta y dos años -suspiró entrecortadamente Rhys-. ¿Lo sabes, Helen? ¿Sabes que soy quince años mayor que tú? ¿O son más, Dios mío?

– Doce años.

– Estuve casado cuando tenía veintidós. Toria tenía diecinueve. Ambos éramos unos tontos que pensábamos convertirnos en el siguiente prodigio del West End.

– No lo sabía.

– Ella me abandonó. Hice una gira de invierno por Norfolk y Suffolk. Dos meses allí, un mes aquí. Vivía en habitaciones mugrientas y hoteles malolientes. Hacer abstracción de ello no era tan malo, porque servía para comer y comprar ropa a los niños. Cuando volví a Londres, ella se había marchado, había regresado a su casa de Australia. Mamá, papá y la seguridad. Algo más que un trozo de pan en la mesa. Zapatos en los pies. -La tristeza asomaba a sus ojos.

– ¿Cuánto tiempo estuviste casado?

– Sólo cinco años. Lo bastante, me temo, para que Toria averiguara lo peor de mí.

– No digas…

– Sí. Sólo he visto a mis hijos una vez durante los últimos quince años. Ahora ya son adolescentes, un chico y una chica que ni siquiera me conocen. Y lo peor es que fue por mi culpa. Toria no se largó porque yo fracasara en el teatro, aunque Dios sabe que mis posibilidades de éxito eran muy remotas. Se largó porque yo era un alcohólico. Todavía lo soy. Un alcohólico, Helen. No debes olvidarlo nunca. No dejaré que lo olvides.

Ella repitió lo que Rhys había dicho una noche que paseaban por la orilla de Hyde Park.

– Bien, sólo es una palabra, ¿verdad? Sólo posee la fuerza que nosotros queremos darle.

Rhys movió la cabeza. Helen notaba los violentos latidos de su corazón.

– ¿Ya te han interrogado? -preguntó ella.

– No -rodeó con sus fríos dedos la nuca de la joven, y habló sobre su cabeza con cautela, como si eligiera cada palabra deliberadamente-. Creen que yo la maté, ¿verdad, Helen?

Los brazos de ella le aferraron como poseídos de voluntad propia, proporcionándole la respuesta. Rhys continuó:

– He estado pensando en cómo creen que lo hice. Vine a tu habitación, traje coñac para emborracharte, te hice el amor como maniobra de distracción y después apuñalé a mi prima. Aún falta el móvil, por supuesto, pero no creo que tarden en encontrarlo.

– El coñac estaba abierto -susurró lady Helen.

– ¿Piensan que le puse algo? Santo Dios. ¿Y tú? ¿También lo crees? ¿Crees que vine con la intención de drogarte y Juego asesinar a mi prima?

– Claro que no -Lady Helen levantó los ojos y vio en su rostro una mezcla de cansancio y tristeza, mitigada por el alivio.

– Cuando salí de la cama, la abrí -dijo-. Me moría de ganas de beber, estaba desesperado, pero entonces te despertaste. Te acercaste a mí. Y, con toda franqueza, descubrí que te deseaba más a ti.

– No hace falta que me lo digas.

– Me faltó muy poco para echar un trago. No me había sentido así desde hacía meses. Si no hubieras estado allí…

– No importa. Estaba allí. Y ahora también.

Desde la habitación de al lado les llegó la voz alterada de Lynley, primero, y después el plácido murmullo de St. James. Ambos escucharon. Rhys habló.

– Tus lealtades van a ser puestas brutalmente a prueba, Helen. Lo sabes, ¿verdad? Y, aún en el caso de que te presenten verdades irrefutables, vas a tener que decidir por ti misma por qué vine a tu habitación anoche, por qué quise estar contigo, por qué te hice el amor. Y, sobre todo, qué hice mientras dormías.

– No necesito decidir. En lo que a mí respecta, sólo existe una explicación.

Los ojos de Rhys se ensombrecieron.

– Pero hay dos. La tuya y la mía. Y tú lo sabes.

Cuando St. James y Lynley entraron en el salón, comprendieron enseguida que iba a resultar una cena de lo más desagradable. El grupo se había dispuesto sobre la alfombra oriental del modo más elocuente para expresar el desagrado que les causaba cenar en compañía de New Scotland Yard.

Joanna Ellacourt había elegido un lugar destacado. Casi derrumbada sobre un sofá de palisandro cerca del hogar, obsequió a los recién llegados con una mirada glacial antes de volverse, tomar un sorbo de lo que parecía un jarabe de color rosa coronado de blanco, y posó su mirada sobre la chimenea Jorge II, como si necesitara memorizar las pilastras verde pálido. Los demás se habían congregado a su alrededor en tresillos y sillas; su inconexa conversación cesó en cuanto los dos hombres entraron.

Lynley paseó la mirada por el grupo, fijándose en que faltaban algunos miembros, especialmente en que dos de los ausentes eran lady Helen y Rhys Davies-Jones. El sargento Lonan se hallaba sentado en el otro extremo de la habitación ante un carrito de bebidas, como un ángel guardián, mirando con fijeza a los reunidos, como a la espera de que uno o varios cometieran un nuevo acto de violencia. Lynley y St. James se acercaron a él.

– ¿Dónde están los otros? -preguntó Lynley.

– Aún no han bajado -replicó Lonan-. La señora acaba de llegar sola.

Lynley vio que la señora en cuestión era la hija de lord Stinhurst, Elizabeth Rintoul, que caminaba hacia el carrito de bebidas como una mujer que se dirigiera al patíbulo. Al contrario que Joanna Ellacourt, ataviada con un vestido ajustado de raso para la cena, como si se tratara de un acontecimiento social de primerísimo orden, Elizabeth llevaba una falda de tweed color tostado y un voluminoso jersey verde, adornado con tres agujeros de polilla que dibujaban un triángulo isósceles sobre su hombro izquierdo. Ambas prendas se veían decididamente viejas y le sentaban mal.

Lynley sabía que tenía treinta y cinco años, pero parecía mucho mayor, como una mujer que se acercara a la edad madura de la peor manera posible. Se había teñido el cabello, tal vez en un intento infructuoso de darle un tono rubio rojizo, con una sombra artificial de color castaño, que había adquirido un lustre de latón. La rígida permanente formaba una pantalla desde detrás de la cual podía observar el rumbo. Tanto el color como el estilo sugerían una elección realizada a partir de una fotografía de revista, sin tener en cuenta las exigencias de sus rasgos o la forma de su cara. Era muy delgada, de facciones puntiagudas y su labio superior empezaba a desarrollar las arrugas de la edad.

Cruzó la habitación con la inquietud reflejada en su cara descolorida. Estrujaba su falda con una mano. No se molestó en presentarse, ni en formalidades preliminares. Estaba claro que había esperado más de doce horas para formular su pregunta y no estaba dispuesta a demorarla ni un solo momento más. Sin embargo, no miró a Lynley cuando habló. Sus ojos (maquillados inexpertamente con una peculiar sombra aguamarina) se limitaron a establecer contacto resbalando sobre su rostro, y a partir de ese instante permanecieron clavados en la pared que había frente a ella, como si se dirigieran al cuadro que colgaba allí.

– ¿Tiene el collar? -preguntó con rigidez.

– ¿Perdón?

Elizabeth extendió la mano sobre su falda.

– El collar de perlas de mi tía. Se lo di a Joy anoche. ¿Está en su habitación?

Se elevó un murmullo del grupo reunido ante la chimenea, y Francesca Gerrard se puso de pie. Se acercó a Elizabeth y la tomó por el codo, intentando llevarla hacia los demás sin mirar a los policías.

– Está bien, Elizabeth -murmuró-. De veras. Está bien.

Elizabeth se apartó con brusquedad.

– No está bien, tía Francie. En primer lugar, yo no quería dárselo a Joy. Sabía que no resultaría. Ahora que ha muerto, quiero recuperarlo -seguía sin mirar a nadie. Sus ojos estaban inyectados en sangre, y el maquillaje contribuía a acentuar el efecto.

– ¿Había perlas en la habitación? -preguntó Lynley a St. James.

Éste negó con la cabeza.

– Pero yo le di el collar. Todavía no estaba en su habitación. Se había ido a… Por eso le pedí a él que… -Elizabeth se interrumpió, pero su cara no cesaba de agitarse. Sus ojos buscaron y localizaron a Jeremy Vinney-. No se lo diste, ¿verdad? Dijiste que lo harías, pero no fue así. ¿Qué has hecho con el collar?

El vaso de gintonic que sujetaba Vinney se quedó a medio camino de sus labios. Sus dedos, demasiado gordezuelos y velludos, lo aferraron con fuerza. Resultaba claro que la acusación le pillaba por sorpresa.

– Claro que se lo di. No seas absurda.

– ¡Estás mintiendo! -chilló Elizabeth-. ¡Dijiste que no quería hablar con nadie, y te lo guardaste en el bolsillo! ¡Os oí a los dos en tu habitación, ya lo sabes!

¡Sé lo que ibas buscando, pero cuando ella no te dejó la seguiste hasta su habitación! ¡Estabas encolerizado! ¡Tú la mataste! ¡Y después robaste las perlas!

Vinney se levantó con agilidad, a pesar de su gordura. Intentó apartar de un empujón a David Sydeham, que le agarró por el brazo.

– ¡Arpía reprimida! ¡Estabas tan celosa de ella que quizá la mataste! Siempre fisgoneando, escuchando detrás de las puertas. Es lo máximo que has conseguido, ¿no?

– Por el amor de Dios, Vinney…

– ¿Qué estabas haciendo con ella? -el color subió a las mejillas de Elizabeth. Sus labios se retorcieron en una mueca despectiva-. ¿Confiabas en obtener jugos creativos extrayéndoselos a ella? ¿La olisqueabas como todos los hombres que hay aquí?

– ¡Elizabeth! -suplicó débilmente Francesca.

– ¡Porque yo sé a qué fuiste! ¡Sé lo que tú ibas buscando!

– Está loca -murmuró Joanna con desagrado.

Lady Stinhurst, al oír sus palabras, no pudo reprimirse y espetó una réplica a la actriz.

– ¡No digas eso! ¡Ni te atrevas! Estás ahí sentada como una Cleopatra envejecida que necesita hombres para…

– ¡Marguerite! -La voz de su marido retumbó.

Logró que todos se callaran, nerviosos e inseguros.

Unos pasos en la escalera y el vestíbulo rompieron la tensión. Un momento después entraron los restantes miembros del grupo: la sargento Havers, lady Helen, Rhys Davies-Jones. Robert Gabriel apareció un minuto más tarde.

Sus ojos saltaron del tenso grupo reunido junto a la chimenea a los congregados cerca del carrito de bebidas, y por fin a Elizabeth y Vinney, a punto de llegar a las manos. Era un momento ideal para un actor, y supo aprovecharlo.

– Aja -sonrió alegremente-. Hemos caído todos en la cuneta, ¿verdad? Me pregunto quién estará mirando las estrellas.

– Elizabeth no, desde luego -replicó Joanna Ellacourt, volviendo a su bebida.

Lynley vio por el rabillo del ojo que Davies-Jones guiaba a lady Helen hacia el carrito de bebidas y le servía un jerez seco. «Hasta conoce sus costumbres», pensó desconsolado, y decidió que ya estaba harto de todo el grupo.

– Hablemos de las perlas -dijo-. Francesca Gerrard tocó el collar de cuentas baratas que llevaba. Eran de color castaño rojizo; desentonaban de una forma exagerada con el verde de su blusa. Agachó la cabeza, se cubrió la boca con una mano nerviosa, como si intentara ocultar sus dientes prominentes, y habló con una educada vacilación, como si las reglas de urbanidad desautorizasen esa intromisión.

– Yo… Es por mi culpa, inspector. Me temo que anoche le pedí a Elizabeth que le ofreciese las perlas a Joy. No son muy caras, desde luego, pero pensé que si necesitaba dinero…

– Ah, entiendo. Un soborno.

Los ojos de Francesca Gerrard se desviaron hacia lord Stinhurst.

– Stuart, ¿querrás…? -Las palabras quedaron flotando en el aire. Su hermano no contestó-. Sí. Pensé que tal vez accedería a retirar la obra.

– Dile cuánto valen las perlas -insistió Elizabeth con denuedo-. ¡Díselo!

Francesca hizo un delicado mohín de disgusto, revelando que no estaba acostumbrada a discutir tales asuntos en público.

– Eran un regalo de bodas que me hizo Phillip. Mi marido. Eran… perfectamente iguales y…

– Se hallaban valoradas en más de ocho mil libras -estalló Elizabeth.

– Siempre tuve la intención de pasárselas a mi hija, por supuesto, pero como no tuvimos hijos…

– Irían a parar a manos de nuestra querida Elizabeth -concluyó Vinney, triunfante-. ¿Quién tuvo mejores motivos para agenciárselas del cuarto de Joy? ¡Puta asquerosa! ¡Muy inteligente lo de acusarme a mí!

Elizabeth hizo un precipitado gesto en dirección a Vinney, pero su padre se levantó, interponiéndose entre los dos. Iba a repetirse por segunda vez la misma escena cuando Mary Agnes Campbell apareció de improviso en la puerta, vacilante, los ojos abiertos de par en par, tocándose las puntas del cabello con los dedos. Francesca le habló en un esfuerzo por aplacar los ánimos.

– ¿La cena, Mary Agnes? -preguntó con un hilo de voz.

Mary Agnes paseó la vista por la habitación.

– ¿Gowan? -respondió-. ¿No está con ustedes? ¿Tampoco con la policía? La cocinera le busca… -Su voz se quebró-. ¿No le han visto?

Lynley miró a St. James y a Havers. A los tres les vino a la mente por un momento lo impensable. Los tres se movieron a la vez.

– Encárguese de que nadie abandone la habitación -ordenó Lynley al agente Lonan.

Se lanzaron en direcciones diferentes. Havers subió por la escalera, St. James bajó al pasillo inferior noreste y Lynley atravesó el comedor, la habitación de la vajilla y entró como una tromba en la cocina. La cocinera, con una olla humeante en la mano, le miró sorprendida. Un chorro aromático de caldo se derramó por un costado. Lynley oyó que Havers corría por el pasillo oeste del piso superior. Abría las puertas a empellones y gritaba el nombre del muchacho.

Lynley se plantó ante la puerta de la trascocina en siete pasos. El pomo giró en su mano, pero la puerta no se abrió. Algo bloqueaba el paso.

– ¡Havers! -gritó, cada vez más angustiado por la ausencia de respuesta-. ¡Havers, maldita sea!

Entonces oyó que bajaba como un rayo por la escalera posterior, oyó que se detenía, oyó su grito de incredulidad, oyó el extraño sonido del agua, como un niño que chapoteara en un charco. Transcurrieron segundos preciosos. Y entonces oyó la voz de Havers, como quien traga una dosis de jarabe amargo que pensaba eludir.

– ¡Gowan! ¡Demonios! -¡Havers, por el amor de Dios…! Algo fue arrastrado y la puerta se abrió unos centímetros. Lynley se zambulló en el calor, en el vapor y en el corazón de la maldad.

Gowan, la espalda teñida y manchada de color carmesí, había quedado tendido de bruces sobre el último peldaño de la trascocina, tal vez en un esfuerzo por escapar de la habitación y del agua hirviente que brotaba de la caldera y se mezclaba con la derramada en el suelo. Formaba una capa de varios centímetros de profundidad, y Havers avanzó chapoteando en busca de la válvula de emergencia que cortaría la inundación. Cuando la encontró, la habitación se sumió en un pavoroso silencio que rompió la voz de la cocinera desde el otro lado de la puerta.

– ¿Está ahí Gowan? ¿Está ahí el chico? -Y estalló en sollozos que retumbaron como un instrumento musical contra las paredes de la cocina.

Otro sonido vibró en el aire caliente cuando por fin se calló. Gowan respiraba. Estaba vivo.

Lynley volvió al muchacho hacia él. Su cara y su cuello eran una masa rojiza y arrugada de carne hervida. La camisa y los pantalones se habían fundido con su cuerpo.

– ¡Gowan! -gritó Lynley-. ¡Havers, llame a una ambulancia! ¡Busque a St. James! -Ella no se movió-. ¡Maldita sea, Havers! ¡Haga lo que le digo!

Pero su vista estaba clavada en la cara del muchacho. Lynley vio que los ojos de Gowan empezaban a vidriarse y comprendió lo que significaba.

– ¡Gowan! ¡No!

Por un momento pareció que Gowan intentaba desesperadamente responder al grito, aceptar la llamada que le rescataba de la oscuridad. Tomó aliento con un estertor ahogado.

– No… vi…

– ¿Qué? -le instó Lynley-. ¿No viste qué?

Havers se inclinó hacia adelante.

– ¿A quién? Gowan, ¿a quién?

Los ojos del muchacho la buscaron con un enorme esfuerzo, pero no dijo nada más. Su cuerpo se estremeció y después se quedó inmóvil.

Lynley se dio cuenta de que había aferrado la camisa de Gowan en un frenético intento de infundir vida a su cuerpo torturado. Le soltó, dejando que el cadáver descansara sobre el peldaño, y experimentó una monstruosa sensación de ultraje. Empezó como un aullido que se enroscó en el interior de sus músculos, tejidos y órganos, clamando por salir. Pensó en la vida destruida, en las generaciones de vida arrebatadas sin piedad, en el muchacho que había hecho… ¿qué? ¿Qué crimen, qué observación casual, qué conocimiento había pagado?

Le quemaban los ojos y su corazón latía violentamente, y durante un momento prefirió ignorar que la sargento Havers le estaba hablando. Su voz se quebró de dolor.

– ¡Se sacó ese maldito trasto! ¡Dios mío, inspector, debió sacárselo él mismo!

Lynley vio que se había acercado a la caldera. Estaba arrodillada en el suelo, indiferente al agua, con un trozo de toalla en la mano. Lo utilizó para levantar algo del charco y Lynley observó que era un cuchillo de cocina, el mismo cuchillo que había visto en las manos de la cocinera de Westerbrae tan sólo unas pocas horas antes.

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