Capítulo 8

Lynley acababa de empezar su guisado de carnero cuando la sargento Havers entró en la taberna. En el exterior, la temperatura había empezado a bajar y el viento a levantarse, de modo que Havers había reaccionado de la forma adecuada: se había enrrollado tres veces al cuello una bufanda, mientras la otra le tapaba la boca y la nariz. Parecía un bandido islandés.

Se detuvo en el umbral y sus ojos escrutaron la considerable (y ruidosa) multitud que se había congregado para comer bajo la colección de guadañas, azadas y horcas antiguas que decoraban las paredes de la taberna. Cabeceó en dirección a Lynley cuando le vio y caminó hacia la barra, donde se despojó de sus capas exteriores de ropa, pidió la comida y encendió un cigarrillo. Con una tónica en una mano y una bolsa de patatas en la otra, se abrió camino entre las mesas y se reunió con él en el rincón. El cigarrillo colgaba de sus labios, mientras iba acumulando ceniza.

Dejó caer el abrigo y las bufandas en el banco, al lado de Lynley, y se derrumbó en una silla frente a él. Dirigió una mirada de irritación al altavoz situado sobre sus cabezas, que difundía en aquel momento Killing me softly por Roberta Flack, a un volumen espeluznante. A Havers no le hacían ninguna gracia las nostalgias musicales.

– Es mejor que Guns and Roses * -dijo Lynley, por encima del fragor creado por música, conversaciones y tintineo de vasos.

– Apenas -replicó Havers.

Abrió la bolsa de patatas con los dientes y dedicó los siguientes segundos a masticar, mientras el humo de su cigarrillo mancillaba la cara de Lynley.

Este la miró de manera significativa.

– Sargento…

La mujer frunció el ceño.

– Ojalá se diera al vicio de nuevo. Nos llevaríamos mejor.

– Pues yo pensaba que avanzábamos cogidos del brazo alegremente hacia la jubilación.

– Sí que avanzamos, pero, de alegrías, ni hablar.

Apartó el cenicero. El humo fluctuó hacia una mujer de cabello azulado, en cuya barbilla crecían seis notables pelos. Fulminó a Havers con la mirada, desde la mesa que compartía con un perro gales de tres patas y un caballero que no se encontraba en mucho mejor estado. Havers masculló una excusa, dio la última calada al cigarrillo y lo apagó.

– ¿Y bien? -preguntó Lynley.

Havers se quitó una brizna de tabaco de la lengua.

– Dos vecinos ratifican su historia por completo. La mujer de al lado… -sacó el bloc del bolso y pasó las páginas-, una tal señora Stanford…, señora de Hugo Stanford, insistió, y deletreó el apellido por si yo no había pasado del parvulario. La vio cargando el maletero del coche a eso de las siete de la mañana de ayer. Con mucha prisa, subrayó la señora Stanford, preocupada porque, cuando salió a buscar la leche, saludó a Sarah y esta no la oyó. Después… -dio la vuelta al bloc para leerlo de lado-, un tipo llamado Norman Davies, que vive al otro lado de la carretera. También la vio salir a toda pastilla en su coche alrededor de las siete. Se acuerda porque estaba paseando a su perro y el chucho hizo sus necesidades en la calzada, en lugar de la calle. Nuestro Norman estaba hecho una furia. No quería que Sarah pensara que permitía al señor Jeffries, el perro, ensuciar el camino peatonal. De entrada, lamentó que cogiera el coche. No es bueno para ella, insistió en informarme. Necesita volver a pasear. Antes siempre andaba. ¿Qué le habrá pasado a la muchacha? ¿Qué está haciendo en el coche? Tampoco le gustó mucho su coche, por cierto. Se burló y dijo que el conductor está arrojando el país en manos de los árabes que controlan el petróleo, olvidándose del mar del Norte. Muy locuaz. Tuve suerte al poder huir antes de la hora de comer.

Lynley cabeceó, sin contestar.

– ¿Qué ocurre? -preguntó la sargento.

– No estoy seguro, Havers.

Calló mientras una chica ataviada como una lechera de Richard Crick depositaba la comida de Havers sobre la mesa. Consistía en bacalao, guisantes y patatas fritas, que la sargento regó con abundante vinagre, mientras contemplaba a la camarera.

– ¿No deberías estar en la escuela? -preguntó.

– Soy mayor de lo que aparento -replicó la muchacha. Llevaba un botón granate en la fosa nasal derecha.

Havers resopló.

– Muy bien.

Clavó el tenedor en el pescado. La chica desapareció con un revoloteo de sus enaguas. Havers reanudó la conversación, enlazando con el último comentario de Lynley.

– Eso no me gusta, inspector. Tengo la sospecha de que tiene a Sarah Gordon entre ceja y ceja. -Levantó la vista de la comida, como si esperase una respuesta. Lynley continuó en silencio-. Supongo que es por aquel rollo de santa Cecilia. En cuanto descubrió que era artista, decidió que había alterado la posición del cuerpo inconscientemente.

– No. No es eso.

– ¿Pues qué?

– Estoy seguro de que la vi anoche en St. Stephen. Y no me lo explico.

Havers bajó el tenedor. Bebió un poco de tónica y se pasó una servilleta de papel sobre la boca.

– Muy interesante. ¿Dónde estaba?

Lynley le habló de la mujer que había salido de las sombras del cementerio mientras él miraba por la ventana.

– No la vi con claridad -admitió-, pero el cabello es igual. Y el perfil. Podría jurarlo.

– ¿Qué haría allí? Usted no se aloja cerca de la habitación de Elena Weaver, ¿verdad?

– No. El Patio de la Hiedra lo utilizan los profesores. Casi todo son estudios, donde los profesores trabajan y llevan a cabo las evaluaciones.

– ¿Qué haría…?

– Imagino que las habitaciones de Anthony Weaver están allí, Havers.

– ¿Y…?

– Si tal es el caso, y lo comprobaremos después de comer, doy por sentado que fue a verle.

Havers ensartó una generosa ración de guisantes y patatas, y las masticó con aire pensativo.

– ¿No nos estamos saltando algo, inspector? ¿No será que vamos de la A a la Z, olvidándonos de las demás letras?

– ¿A quién, si no, habría ido a ver?

– ¿Qué le parece cualquier persona del College? Mejor aún, ¿y si no era Sarah Gordon? Alguien de cabello oscuro. Pudo ser Lennart Thorsson, si no le daba bien la luz. El color no es el mismo, pero tiene pelo suficiente para dos mujeres.

– Era alguien que no quería ser visto. Aunque fuera Thorsson, ¿por qué tenía que esconderse?

– ¿Y por qué ella, a ese respecto? -Havers concentró su atención en el pescado. Cogió un trozo, masticó y apuntó el tenedor en su dirección-. Muy bien, le seguiré la corriente. Digamos que el estudio de Anthony Weaver está allí. Digamos que Sarah Gordon fue a verle. Dijo que le había tenido como estudiante; por lo tanto, sabemos que le conocía. Le llamaba Tony; digamos que le conocía bien. Ella lo admitió. ¿Qué tenemos, pues? Sarah Gordon fue a ofrecer unas palabras de consuelo a su antiguo estudiante, un amigo, por la muerte de su hija. -Dejó el tenedor sobre el borde del plato y procedió a destruir su anterior argumentación-. Solo que ignoraba la muerte de su hija. No sabía que el cadáver era el de Elena Weaver hasta que nosotros se lo dijimos.

– Y aunque supiera quién era y nos mintiera por algún motivo, si quería ofrecer sus condolencias a Weaver, ¿por qué no fue a su casa?

Havers ensartó una patata goteante.

– De acuerdo. Cambiemos la historia. Quizá Sarah Gordon y Anthony, Tony, Weaver hayan echado un polvo de vez en cuando. Ya sabe a qué me refiero. La mutua pasión por el arte conduce a la mutua pasión del uno por el otro. El lunes por la noche se habían citado. Ya tiene el motivo de su sigilo. No sabía que se había tropezado con el cadáver de Elena Weaver, y vino a echar el polvo de costumbre. Considerando la situación, Weaver carecía de lucidez para telefonearla y cancelar la sesión, así que Sarah fue a sus habitaciones, si es que son sus habitaciones, y descubrió que no estaba.

– Si tenían una cita, ¿no habría esperado unos minutos, como mínimo? Más aún, ¿no tendría una llave de su habitación para entrar cuando quisiera?

– ¿Cómo sabe que no tiene llave?

– Porque pasaron menos de cinco minutos desde que entró hasta que salió, sargento. Yo diría dos minutos, a lo sumo. ¿Suficiente para abrir una puerta y esperar un ratito a tu amante? Y, para empezar, ¿por qué demonios encontrarse en las habitaciones de Weaver? Admitió que su estudiante graduado trabaja en ellas. Además, su nombre consta en una lista de aspirantes a una prestigiosa cátedra de historia, que no va a arriesgar por tirarse en el College a una mujer que no es la suya. Los comités de selección suelen ser puñeteros en ese tipo de cosas. Si el quid del asunto es una relación amorosa, ¿por qué Weaver no fue a Grantchester?

– ¿Cuáles son las implicaciones, inspector?

Lynley apartó su plato a un lado.

– ¿No es frecuente que quien encuentra un cadáver resulte ser el asesino, empeñado en borrar sus huellas?

– Tan frecuente como que el asesino resulte ser un miembro de la familia. -Havers ensartó más pescado, con dos patatas encima. Lanzó una mirada de astucia a Lynley-. Tal vez debería decirme con exactitud adónde apunta. Porque sus vecinos han corroborado su coartada, diga lo que diga usted, y empiezo a experimentar aquella inquietante sensación que tuve en Westerbrae, * si sabe a qué me refiero.

Lynley lo sabía. Havers tenía amplios motivos para cuestionar su objetividad. Intentó justificar sus sospechas sobre la artista.

– Sarah Gordon encuentra el cuerpo. Aparece aquella noche en las habitaciones de Weaver. No me gusta la coincidencia.

– ¿Qué coincidencia? ¿Por qué ha de ser una coincidencia? Ella no reconoció el cuerpo. Fue a ver a Weaver por otros motivos. Quizá quería arrastrarle de nuevo hacia el arte. Para ella es un gran reto. Tal vez quería que para él fuera también un gran reto.

– Pero intentaba pasar inadvertida.

– En su opinión, inspector. En una noche neblinosa, cuando debería estar en un sitio calentito. -Havers arrugó la bolsa de patatas y le dio vueltas en la mano. Parecía preocupada y, al mismo tiempo, intentaba disimular el grado de preocupación-. Creo que ha tomado una decisión apresurada -dijo con cautela-. Me pregunto por qué. Tuve oportunidad de echarle un buen vistazo a Sarah Gordon, ¿sabe? Es morena, es delgada, es atractiva. Me recordó a alguien. Me pregunto si a usted también le recordó a alguien.

– Havers…

– Escúcheme, inspector. Examinemos los hechos. Sabemos que Elena empezó a correr a las seis y cuarto. Su madrastra nos lo dijo. El conserje lo confirmó. Según su testimonio, confirmado por los vecinos, Sarah se fue de casa alrededor de las siete. Y el informe de la policía afirma que entró en la comisaría para denunciar el descubrimiento del cadáver a las siete y veinte. Por lo tanto, haga el favor de pensar en lo que está sugiriendo, ¿de acuerdo? Primero, que por algún motivo, aunque salió de St. Stephen a las seis y cuarto, Elena Weaver tardó cuarenta y cinco minutos en correr desde el College a Fen Causeway… ¿Cuánto hay, menos de kilómetro y medio? Segundo, que cuando llegó allí, por razones desconocidas, Sarah Gordon la golpeó en la cara con algo de lo que consiguió desembarazarse, la estranguló, cubrió su cuerpo con hojas, vomitó y corrió hacia la comisaría de policía para evitar sospechas. Todo ello en poco más de quince minutos. Y ni tan solo hemos contemplado la cuestión del porqué. ¿Por qué iba a matarla? ¿Cuál era su motivo? Usted siempre me está leyendo la cartilla del motivo-medios-oportunidad, inspector. Dígame cómo encaja Sarah Gordon.

Lynley no pudo, ni tampoco sostener que alguno de los elementos ya conocidos constituyera una coincidencia harto improbable que revelara una culpabilidad indiscutible. Porque todas las razones aducidas por Sarah Gordon para ir a la isla poseían un timbre de veracidad. Y que estaba comprometida con su arte parecía muy comprensible si se tenía en cuenta la calidad de su obra. Como este era el caso, se obligó a tomar en cuenta las cuestiones señaladas por el sargento Havers.

Deseaba rebatir que el parecido de Sarah Gordon con Helen Clyde era puramente superficial, una combinación de cabello y ojos oscuros, piel blanca y cuerpo esbelto, pero no podía negar que se sentía atraído por ella a causa de otras similitudes: la manera franca de hablar, la voluntad decidida de profundizar el yo, el compromiso con la maduración personal, la adaptación a la soledad. Y, sepultado bajo esas capas, algo aterrado y vulnerable. No quería creer que sus dificultades con Helen darían de nuevo como resultado una miopía profesional en la que se empecinaría, esta vez sin acusar a un hombre con el que Helen se había acostado, sino concentrándose en una sospecha hacia la que se sentía atraído por motivos ajenos al caso, indiferente a las pistas que conducían a otra parte. Debía admitir, con todo, que los razonamientos de la sargento Havers sobre el tiempo durante el cual se había producido el crimen exoneraban a Sarah Gordon de inmediato.

Suspiró y se frotó los ojos. Se preguntó si en verdad la había visto anoche. Había estado pensando en Helen solo momentos antes de acercarse a la ventana. ¿No la habría transportado, por medio de la imaginación, de Bulstrode Gardens al Patio de la Hiedra?

Havers sacó un paquete de Players del bolso y lo tiró sobre la mesa, entre ellos. En lugar de encender uno, alzó la vista.

– Thorsson es el candidato con más posibilidades -dijo. Antes de que él abriera la boca, le interrumpió-. Escúcheme, señor. Usted dice que su móvil es demasiado obvio. Perfecto. Aplique una variación de esa objeción a Sarah Gordon. Su presencia en el lugar del crimen es demasiado obvia, pero, si vamos a ir a por uno de ellos, aunque solo sea de momento, apuesto por el hombre. La deseaba, ella le rechazó, le sacó de quicio. ¿Por qué apuesta usted por la mujer?

– No es así. No del todo. Lo que me inquieta es su relación con Weaver.

– Estupendo. Inquiétese. Entretanto, propongo que persigamos a Thorsson hasta que ya no existan motivos. Digo que interroguemos a sus vecinos para averiguar si alguno le vio salir por la mañana, o regresar, a ese respecto. Veamos si la autopsia aporta algo. Veamos qué da de sí esa dirección de la calle Seymour.

La experiencia de Havers había dado lugar a un sólido plan.

– De acuerdo -dijo Lynley.

– ¿Así de sencillo? ¿Por qué?

– Usted se ocupa de esa parte.

– ¿Y usted?

– Comprobaré si las habitaciones de St. Stephen son de Weaver.

– Inspector…

Lynley sacó un cigarrillo del paquete, se lo tendió y encendió una cerilla.

– Se suele llamar compromiso, sargento. Fume.


Cuando Lynley abrió la puerta de hierro forjado situada en la entrada sur del Patio de la Hiedra, vio que una comitiva nupcial estaba posando para los fotógrafos en el viejo cementerio de la iglesia de St. Stephen. Era un grupo curioso, con la novia vestida de blanco y lo que parecía un seto de ligustre en la cabeza, la dama de honor ataviada con un vestido rojo sangre, y el padrino con aspecto de deshollinador. Solo el novio iba vestido de chaqué, pero estaba mitigando la preocupación que esto pudiera causar mediante el expediente de beber champán de una bota de montar que, al parecer, había arrebatado a uno de los invitados. El viento agitaba las ropas de todo el mundo, pero el juego de colores (blanco, rojo, negro y gris) sobre el verde liquen de las viejas lápidas poseía un encanto especial.

Por lo visto, el fotógrafo también se había dado cuenta, porque no cesaba de gritar:

– Quieto, Nick. Quieta, Flora. Bien, así. Perfecto.

Tomó varias instantáneas seguidas.

Flora, pensó Lynley con una sonrisa. No era de extrañar que llevara un arbusto en la cabeza.

Pasó junto a un montón de bicicletas caídas y atravesó el patio hasta llegar a la puerta por la que había visto desaparecer anoche a la mujer. Un letrero recién pintado, casi oculto por una masa de hiedra, colgaba en la pared bajo una luz. Había escritos tres nombres. Lynley experimentó aquella repentina y fugaz sensación de triunfo que se experimenta cuando algo confirma una intuición. Anthony Weaver era el primer nombre de la lista.

Solo reconoció a uno de los otros dos. A. Jenn sería el ayudante de Weaver.

Y a Adam Jenn encontró Lynley en el estudio de Weaver, después de subir la escalera que conducía al primer piso. La puerta estaba entreabierta y revelaba una entrada triangular apagada, que daba a una angosta despensa, un dormitorio algo más grande y el estudio en sí. Lynley oyó voces que procedían del estudio (preguntas en voz baja de un hombre, respuestas apagadas de una mujer), y aprovechó para echar un rápido vistazo a las otras habitaciones.

A su derecha, la despensa estaba provista de una cocina, una nevera y una pared de alacenas encristaladas, que contenían los suficientes utensilios de cocina y elementos de vajilla para vivir confortablemente. Aparte de la cocina y la nevera, todo parecía nuevo, desde el reluciente microondas hasta las tazas, platillos y fuentes. Las paredes estaban recién pintadas, y el aire olía bien, a polvos infantiles, un perfume que rastreó hasta localizar su origen: un sólido rectángulo de desodorante que colgaba de un gancho detrás de la pared.

La perfección de la despensa le intrigó, pues no se adaptaba a su concepción de cómo sería el entorno profesional de Anthony Weaver, considerando el estado de su estudio. Con la curiosidad de comprobar si el hombre había estampado el sello de su personalidad en algún sitio, abrió la luz del dormitorio y lo examinó desde el umbral.

Sobre el revestimiento pintado de color hongo se alzaban las paredes, cubiertas de un papel crema con finas rayas marrones. De ellas colgaban bocetos a lápiz enmarcados (una partida de caza de faisanes, una cacería de zorros, un ciervo acosado por sabuesos), todos firmados con el apellido «Weaver», mientras desde el techo una lámpara de latón pentagonal arrojaba luz sobre una cama individual, a cuyo lado había una mesa de trípode que sostenía una lamparilla de bronce y un díptico enmarcado a juego. Lynley cruzó la habitación y lo cogió. Elena Weaver sonreía desde un lado, Justine desde el otro; la primera jugaba con un cachorro, mientras la segunda foto consistía en un primoroso retrato de la esposa, el largo cabello cuidadosamente apartado de la cara y sonriendo con los labios apretados, como si quisiera esconder los dientes.

Lynley dejó el díptico en su sitio y paseó la vista a su alrededor con aire pensativo. La mano que había provisto a la cocina de sus aparatos cromados y vajilla de porcelana marfileña, también se había ocupado de decorar el dormitorio, al parecer. Guiado por un impulso, levantó un poco el cubrecama marrón y verde, para descubrir tan solo el colchón desnudo y una almohada sin funda. No le sorprendió. Salió de la habitación.

En ese momento, la puerta del estudio se abrió y se encontró frente a frente con los dos jóvenes cuyos murmullos había escuchado momentos antes. El joven, de hombros cuadrados que la toga contribuía a realzar, cogió a la muchacha cuando vio a Lynley y la atrajo hacia sí en un gesto protector.

– ¿Puedo serle de ayuda?

Habló con educación, pero el gélido tono transmitía un mensaje muy diferente, al igual que las facciones del joven, que habían pasado de la tranquilidad inherente a una amigable conversación a la severidad que indica suspicacia.

Lynley miró a la chica, que apretaba un cuaderno contra el pecho. Se tocaba con una gorra de punto, bajo la cual se derramaba su cabello rubio. Caía sobre la frente y ocultaba sus cejas, pero realzaba el violeta de sus ojos, que, en ese momento, expresaban un gran temor.

La reacción de ambos era normal, dadas las circunstancias. Una estudiante del colegio había sido brutalmente asesinada. Los extraños no podían ser bienvenidos ni tolerados. Lynley extrajo su tarjeta de identificación y se presentó.

– ¿Adam Jenn? -preguntó.

El joven asintió.

– Hasta la semana que viene, Joyce -dijo a la muchacha-. Has de continuar con la lectura antes de redactar el siguiente trabajo. Tienes intuición. Tienes cerebro. No seas tan perezosa, ¿vale?

Sonrió como para mitigar la negatividad de su último comentario, pero la sonrisa pareció maquinal, apenas un fugaz movimiento de los labios que no alteró en absoluto la preocupación reflejada en sus ojos color avellana.

– Gracias, Adam -dijo Joyce, con esa voz jadeante que siempre consigue sonar como una invitación ilícita. Sonrió a modo de despedida y un momento después oyeron el repiqueteo de sus talones en los peldaños de madera. No fue hasta que la puerta de abajo se abrió y cerró tras la joven que Adam Jenn invitó a Lynley a entrar en el estudio de Weaver.

– El doctor Weaver no está -dijo-, si ha venido a verle a él.

Lynley no respondió de inmediato, sino que se acercó a una ventana, que, al igual que la única practicada en su habitación, estaba encastrada en uno de los frontones holandeses que daban al Patio de la Hiedra. Al contrario que en su habitación, sin embargo, no había un escritorio en el hueco, sino dos confortables butacas situadas una frente a otra en el ángulo, separadas por una mesa de pasta de papel sobre la que descansaba un libro titulado Eduardo III: el culto a la caballería. Su autor era Anthony Weaver.

– Es un hombre brillante -declaró Adam Jenn, con el tono de quien defiende a alguien-. Ningún erudito del país sabe tanto como él de historia medieval.

Lynley se puso las gafas, abrió el volumen y pasó algunas de las densas páginas. Sus ojos cayeron al azar sobre las palabras: «Pero fue por culpa del ignominioso trato dispensado a las mujeres, como objetos subyugados a los caprichos políticos de sus padres y hermanos, por lo que el período adquirió su reputación de habilidad en las maniobras diplomáticas, ahogando las preocupaciones democráticas, tan transitorias como falsas, que proclamaba repetidamente». Como sus ojos no veían escritos universitarios desde hacía años, Lynley sonrió divertido. Había olvidado la propensión de los académicos a difundir sus teorías con una pomposidad tan notoria.

Leyó la dedicatoria del libro, «Para mi querida Elena», y cerró la cubierta. Se quitó las gafas.

– Usted es el ayudante del doctor Weaver -dijo.

– Sí.

Adam Jenn trasladó el peso de su cuerpo de un pie al otro. Bajo la toga negra llevaba una camisa blanca y téjanos recién lavados y planchados. Hundió las manos en los bolsillos traseros y esperó sin hablar, de pie junto a una mesa ovalada sobre la que descansaban tres libros de texto abiertos y media docena de trabajos escritos a mano.

– ¿Cómo se convirtió en ayudante del doctor Weaver?

Lynley se quitó el abrigo y lo dejó sobre el respaldo de una butaca.

– Por una vez, tuve suerte en la vida.

Era una curiosa forma de no responder a la pregunta. Lynley enarcó una ceja. Adam interpretó el gesto como Lynley deseaba y continuó.

– Cuando era estudiante leí dos de sus libros. Asistí a sus clases. Cuando se le seleccionó para la cátedra Penford, a principios del trimestre de Pascua del año pasado, le pedí que dirigiera mi tesina. Tener al titular de la cátedra Penford como tutor… -Paseó la vista por la habitación, como si su caótico contenido proporcionara una explicación adecuada sobre la importancia del papel que Weaver desempeñaba en su vida-. No se puede subir más.

– ¿No es un poco arriesgado por su parte subirse al carro de Weaver tan pronto? ¿Qué pasará si no consigue el puesto?

– Creo que vale la pena correr ese riesgo. En cuanto gane la cátedra, le lloverán proposiciones para dirigir los estudios de los graduados. Yo me adelanté.

– Parece bastante seguro de su hombre. Tengo entendido que estos puestos son políticos, en su mayoría. Un cambio en el clima académico y su candidato está acabado.

– Muy cierto. Los candidatos caminan sobre la cuerda floja. Si se indisponen con el comité de investigación, u ofenden a algún pez gordo, adiós cargo. Sería una estupidez por parte del comité negarle la cátedra. Como ya he dicho, es el mejor medievalista del país, y nadie puede discutir ese punto.

– Supongo que es incapaz de indisponer u ofender a nadie.

Adam Jenn lanzó una alegre carcajada.

– ¿El doctor Weaver?

– Entiendo. ¿Cuándo se hará pública la decisión?

– Eso es lo raro. -Adam apartó un espeso mechón de cabello rubio de su frente-. Tenía que haber sido en julio, pero el comité fue aplazando la decisión y empezó a investigar a todo el mundo, como si intentaran encontrar un esqueleto en el armario de alguien. Son una pandilla de estúpidos.

– Solo precavidos, tal vez. Tengo entendido que la cátedra es un puesto muy codiciado.

– Representa la investigación histórica en Cambridge. Es el cargo más prestigioso.

Dos leves líneas púrpura aparecieron sobre los pómulos de Adam. Sin duda, se imaginaba en la cátedra en un futuro lejano, cuando Weaver se jubilara.

Lynley se acercó a la mesa y echó un vistazo a los trabajos esparcidos sobre ella.

– Me han dicho que comparte estas habitaciones con el doctor Weaver.

– Sí, paso aquí unas cuantas horas al día. También la empleo para realizar las evaluaciones.

– ¿Desde cuándo?

– Desde el principio del trimestre.

Lynley asintió.

– Es un ambiente atractivo, mucho más acogedor de lo que recuerdo de mis días universitarios.

Adam contempló el caos de trabajos, libros, muebles y aparatos que contenía el estudio. Era obvio que, si le hubieran preguntado su opinión sobre la habitación, no la habría calificado de «atractiva». Entonces, pareció relacionar el comentario de Lynley con su inesperada aparición, unos minutos antes. Movió la cabeza en dirección a la puerta.

– Ah, se refiere a la despensa y al dormitorio. La esposa del doctor Weaver se encargó de arreglarlas la primavera pasada.

– ¿En previsión de la cátedra? Un profesor eminente necesita unas habitaciones adecuadas.

Adam sonrió con pesar.

– Más o menos, pero no logró meterse aquí. El doctor Weaver no lo permitió. -Añadió esto último como para explicar la diferencia entre el estudio y las otras estancias, y concluyó con cierto sarcasmo-: Ya sabe cómo son estas cosas.

La connotación machista era clara: las mujeres necesitan que sus caprichos sean tolerados, y los hombres poseen esa santa tolerancia.

Era obvio que la mano de Justine Weaver no se había encargado del estudio. Y aunque no se parecía al sanctasanctórum que Weaver tenía en la parte posterior de su casa, era imposible ignorar las similitudes, pues aquí existía el mismo caos, la misma profusión de libros, la misma atmósfera de habitáculo que poseía la habitación de Adams Road.

Daba la impresión de que en todas partes se estaban llevando a cabo trabajos académicos. Un gran escritorio de pino, sobre el que descansaban desde un ordenador a una pila de carpetas negras, era el núcleo de la labor desarrollada. La mesa oval que ocupaba el centro de la habitación hacía las veces de sala de conferencias, y el hueco de la ventana servía de refugio para leer y estudiar, porque, además de la mesa sobre la cual estaba el libro de Weaver, una pequeña caja colocada bajo la ventana, desde la que se podía alcanzar con facilidad ambas sillas, sostenía más volúmenes. Hasta la chimenea de losas color canela servía a otros propósitos, además de proporcionar calor mediante una estufa eléctrica, pues la repisa se utilizaba como depósito de correspondencia. Más de una docena de sobres estaban alineados sobre ella, todos dirigidos a Anthony Weaver. Una solitaria tarjeta de felicitación, a modo de sujetalibros, se alzaba al final de la hilera. Lynley la cogió. Era una felicitación de cumpleaños humorística con la palabra «Papá» escrita sobre la felicitación y firmada por «Elena».

Lynley la devolvió a su sitio y trasladó de nuevo su atención a Adam Jenn, que seguía de pie junto a la mesa, con una mano en el bolsillo y la otra cerrada sobre el apoyabrazos de una silla.

– ¿La conocía?

Adam tiró de la silla. Lynley se acercó a la mesa y apartó dos trabajos y una taza de té frío, en cuya superficie flotaba una desagradable película.

– La conocía -respondió Adam con semblante grave.

– ¿Estaba en el estudio cuando ella telefoneó a su padre el sábado por la noche?

Los ojos de Adam se desplazaron hacia el módem, que descansaba sobre un pequeño escritorio de roble contiguo a la chimenea.

– Aquí no llamó. Si lo hizo, fue después de que yo me marchara.

– ¿A qué hora se fue?

– A eso de las siete y media. -Consultó su reloj como para verificarlo-. Me había citado con tres amigos a las ocho en el Centro Universitario, y antes pasé por mi casa.

– ¿Su casa?

– Cerca de Little St. Mary's. Debió de ser alrededor de las siete y media. Quizá un poco más tarde, a las ocho menos cuarto.

– ¿Se quedó aquí el doctor Weaver cuando usted se marchó?

– ¿El doctor Weaver? El domingo por la noche no estuvo aquí. Pasó un rato a primera hora de la tarde, pero luego se fue a casa a cenar y no regresó.

– Entiendo.

Lynley reflexionó sobre esta información y se preguntó por qué había mentido Weaver sobre su paradero la noche anterior al asesinato. Por lo visto, Adam se dio cuenta de que este detalle era importante en la investigación, y se apresuró a continuar.

– Es posible que viniera más tarde. No puedo afirmar lo contrario. Lleva dos meses trabajando en un ensayo (el papel de los monasterios en la economía medieval), y quizá prefirió adelantar un poco más. La mayoría de los documentos están en latín. Cuesta leerlos. Tardas una eternidad en descifrarlos. Supongo que para eso vino el domingo por la noche. Lo hace con frecuencia. Siempre está preocupado por los detalles. Aspira a la perfección. Si algo le rondaba en la cabeza, es posible que viniera sin pensarlo dos veces. Yo no me habría enterado y él no me lo hubiera dicho.

Dejando aparte a Shakespeare, Lynley no recordaba haber oído a alguien protestar tanto.

– ¿Quiere decir que no le solía avisar de que iba a volver?

– Bueno, déjeme pensar.

El joven arrugó el entrecejo, pero Lynley adivinó su respuesta por la forma en que apretaba las manos contra los muslos.

– Se preocupa mucho por el doctor Weaver, ¿verdad? -dijo.

«Lo bastante para protegerle ciegamente», se calló, pero no había duda de que Adam Jenn había captado la acusación implícita en la frase de Lynley.

– Es un gran hombre. Es honrado. Posee más integridad que media docena de profesores de St. Stephen o de cualquier otro colegio. -Adam señaló las cartas alineadas sobre la repisa de la chimenea-. Todas han llegado desde ayer por la tarde, cuando se supo lo que le había ocurrido a…, lo que le había ocurrido. La gente le aprecia. La gente no suele apreciar tanto a un bastardo.

– ¿Elena quería a su padre?

La mirada de Adam se desvió hacia la tarjeta de felicitación.

– Sí. Todo el mundo le quiere. Se preocupa por la gente. Siempre está a mano cuando alguien tiene problemas. Es fácil hablar con el doctor Weaver. Es un hombre sincero. No se anda con tapujos.

– ¿Y Elena?

– Se preocupaba por ella. Le dedicaba mucho tiempo. La alentaba. Repasaba sus trabajos, la ayudaba en sus estudios y hablaba con ella acerca de su futuro.

– Era importante para él que su hija triunfara.

– Sé lo que está pensando. Una hija triunfadora implica un padre triunfador, pero él no es así. No solo dedicaba tiempo a ella, sino a todo el mundo. Me ayudó a encontrar vivienda. Me consiguió las evaluaciones. Solicité una beca de investigación y me echó una mano. Y cuando tengo una duda en mi trabajo, siempre puedo contar con él. Nunca experimento la sensación de robarle el tiempo. ¿Sabe lo valiosa que es esa cualidad en una persona? No se puede decir que las calles de esta ciudad estén pavimentadas de ella.

Lo que Lynley consideraba más interesante no era el panegírico dedicado a Weaver. Que Adam Jenn admirara al hombre que dirigía sus estudios de graduación era razonable, pero aún resultaba más significativo lo que afirmaba: conseguía soslayar todas las preguntas acerca de Elena. Incluso había logrado no pronunciar su nombre.

Desde el cementerio les llegaron las risas de la boda. Alguien gritó: «¡Danos un beso!», y otra persona replicó: «¡Ni te atrevas!». El ruido del cristal al romperse sugirió el brusco fallecimiento de una botella de champán.

– Es obvio que usted se siente muy unido al doctor Weaver-dijo Lynley.

– Sí.

– Como un hijo.

La cara de Adam Jenn se tiñó de color, pero pareció complacido.

– Como un hermano de Elena.

Adam recorrió con el pulgar el borde de la mesa. Luego, se acarició el mentón con los dedos.

– O tal vez no como un hermano -insistió Lynley-. Al fin y al cabo, era una chica atractiva. Debían verse a menudo. Aquí, en el estudio. Y también en casa de Weaver. De vez en cuando, en la sala de descanso, sin duda, o en alguna cena oficial. Y en la habitación de ella.

– Nunca entré -dijo Jenn-. Solo iba a buscarla, y punto.

– Imagino que salía con ella.

– A ver películas extranjeras en el Arts. Fuimos a cenar alguna vez. Pasamos un día en el campo.

– Entiendo.

– No es lo que usted piensa. No lo hice porque quería… Quiero decir que no podía… ¡Coño!

– ¿Le pidió el doctor Weaver que saliera con Elena?

– Si tanto le interesa, sí. Pensaba que éramos el uno para el otro.

– ¿Y lo eran?

– ¡No!

Lo dijo con tanta vehemencia que la palabra pareció resonar unos segundos en la habitación.

– Escuche -dijo Adam, como si necesitara suavizar de alguna forma la energía de su réplica-, yo era como una carabina, nada más.

– ¿Deseaba Elena una carabina?

Adam agrupó los trabajos diseminados sobre la mesa.

– Tengo demasiado trabajo. Mis estudios, las evaluaciones. En este momento de mi vida no me queda tiempo para las mujeres. Producen complicaciones cuando uno menos lo espera, y no me puedo permitir distracciones. Dedico horas a la investigación cada día. He de leer trabajos, acudir a reuniones.

– Lo cual debe de ser difícil de explicar al doctor Weaver.

Adam suspiró. Apoyó un tobillo sobre la otra rodilla y jugueteó con el lazo de su zapatilla deportiva.

– Weaver me invitó a su casa el segundo fin de semana del trimestre. Quería que conociera a su hija. ¿Qué podía decir? Me había aceptado como ayudante. Se mostraba muy dispuesto a ayudarme. ¿Cómo iba a negarle un favor a cambio de los que él me hacía?

– ¿De qué forma debía ayudarle?

– No quería que se viera con un tipo. Se suponía que yo debía entrometerme entre ellos. El tipo era de Queen's.

– Gareth Randolph.

– Exacto. Le había conocido el año pasado, por medio de la asociación de estudiantes sordos. Al doctor Weaver le molestaba que salieran juntos. Supongo que esperaba… Ya me entiende.

– ¿Que ella se decantara por usted?

Adam apoyó el pie en el suelo.

– De todas formas, a ella no le gustaba el tal Gareth. Me lo dijo. O sea, eran compañeros y le caía bien, pero no era su tipo. Además, sabía cuál era la preocupación de su padre.

– ¿Y cuál era?

– Que terminara… casándose…

– Con un sordo -terminó Lynley-. Lo cual no sería nada extraño, porque ella también es sorda.

Adam se levantó de la silla. Caminó hacia la ventana y miró al patio.

– Es complicado -confesó en voz baja al cristal-. No sé cómo explicárselo. Y aunque lo consiguiera, daría igual. Cualquier cosa que diga le dejará en mal lugar, y no solucionará lo que le ha pasado a ella.

– De todas formas, el doctor Weaver no puede permitirse el lujo de quedar en mal lugar, teniendo en cuenta que la cátedra Penford está en juego.

– ¡Eso no es verdad!

– En tal caso, no perjudicará a nadie que usted me hable con sinceridad.

Adam lanzó una ronca carcajada.

– Es muy fácil decirlo. A usted solo le interesa capturar a un asesino y regresar a Londres. Le da igual que, para conseguirlo, algunas vidas queden destrozadas.

La policía como las Euménides *. Ya había escuchado otras veces tal acusación. Aunque reconocía su parte de verdad (pues debía existir un brazo de la justicia desinteresado, o la sociedad se derrumbaría), la conveniencia de la afirmación le procuró un momento de amarga diversión. Cuando se empuja a la gente hacia el borde del abismo de la verdad, siempre se aferra a la misma forma de rechazo: al ocultar la verdad protejo a alguien, le protejo del daño, del dolor, de la realidad, de la sospecha. Variaciones del mismo tema, en que el rechazo se disfraza de recta nobleza.

– Esta muerte no ha tenido lugar en el vacío, Adam -dijo-. Afecta a todos los que la conocían. Nadie está protegido. Hay vidas que ya han sido destruidas. Es el efecto de todo asesinato. Si no lo sabe, ya es hora de que se entere.

El joven tragó saliva. Lynley percibió el ruido desde el otro lado de la habitación.

– Ella se lo tomaba todo a broma -dijo Adam por fin-. Todo.

– En este caso, ¿qué era?

– La preocupación de su padre porque se casara con Gareth Randolph, que pasara mucho tiempo con los otros estudiantes sordos, pero sobre todo que… Yo diría que él la quería muchísimo, y deseaba que ella le correspondiera de la misma manera. Ella se lo tomaba a broma. Era así.

– ¿Cómo era su relación? -preguntó Lynley, aun a sabiendas de que Adam Jenn no diría nada que traicionara a su mentor.

Adam examinó sus uñas y procedió a torturárselas con la del pulgar.

– Weaver no podía hacer lo bastante por ella. Quería inmiscuirse en su vida, pero siempre parecía… -Hundió las manos en los bolsillos-. No sé cómo explicarlo.

Lynley recordó la descripción que Weaver había efectuado de su hija. Recordó la reacción de Justine Weaver ante dicha descripción.

– ¿Falso?

– Era como si creyera que debía abrumarla de amor y devoción. Como si tuviera que demostrarle continuamente cuánto significaba para él, a fin de que ella llegara a creérselo algún día.

– Supongo que se tomaba molestias adicionales porque ella era sorda. Estaba en un nuevo ambiente. Quería que triunfara, por él y por ella.

– Sé por dónde va. Apunta de nuevo a la cátedra, pero es mucho más que eso. Trascendía sus estudios. Trascendía su sordera. Creo que quería demostrarle su devoción, hasta tal extremo que nunca la veía, al menos por completo.

La descripción se amoldaba perfectamente a las dolorosas declaraciones de Weaver la noche anterior. Los divorcios solían dar lugar a tales circunstancias. Un padre que vive un matrimonio desdichado se siente atrapado entre las necesidades de los hijos y las suyas propias. Si continúa casado para atender a las necesidades de los hijos, recibe la aprobación de la sociedad, pero su personalidad se desmorona. Por otra parte, si rompe el matrimonio para atender a sus propias necesidades, los hijos salen perjudicados. Se requiere un delicado equilibrio entre ambas necesidades, un equilibrio en que el matrimonio se disuelva, los padres separados funden nuevas y provechosas vidas y los hijos salgan indemnes del proceso.

Era el ideal utópico, pensó Lynley, absolutamente improbable, teniendo en cuenta los sentimientos que surgen cuando un matrimonio termina. Incluso cuando la gente actúa de la única manera posible para preservar su paz espiritual, la culpa planta sus semillas más virulentas en esa necesidad. La mayoría de la gente (y él admitía que no se apartaba de la norma) se entregaba de manera invariable a la condenación social, y permitía que la culpa guiara su comportamiento, permitía que su vida fuera dominada por la tradición judeocristiana, la cual enseñaba que no tenía derecho a la felicidad ni a otra cosa que no fuera una vida en la cual las consideraciones egoístas fueran secundarias a la dedicación total a los demás. Daba igual que, como resultado, hombres y mujeres vivieran sumidos en una muda desesperación, pues, mientras vivieran sometidos a los demás, alcanzaban la aprobación de todos aquellos que, ahogados por la misma muda desesperación, se encontraban presos en la misma trampa.

La situación era peor para Anthony Weaver. Para alcanzar la paz espiritual (que la sociedad le negaba, de entrada), había roto un matrimonio y descubierto que la culpa provocada por el divorcio era exacerbada por el hecho de que, al escapar de la desdicha, no solo había dejado a sus espaldas a una niña que amaba y dependía de él; había dejado a una niña minusválida. ¿Qué sociedad le iba a perdonar semejante pecado? Hiciera lo que hiciera, tenía todas las de perder. Si hubiera seguido casado, y dedicado la vida a su hija, habría podido sentirse recto y noblemente desdichado. Al optar por la paz espiritual, había obtenido la cosecha de culpa cuyas semillas estaban plantadas en lo que él y la sociedad consideraban una necesidad ruin y egoísta.

Un examen detenido revelaba que la culpa era el motor principal de muchas clases de devoción. Lynley se preguntó si subyacía tras la devoción de Weaver a su hija. En su mente, Weaver había pecado. Contra su esposa, contra Elena y contra la misma sociedad. La única expiación posible había consistido en entregarse a Elena, allanar sus dificultades, conseguir su cariño. Lynley experimentó una profunda piedad al pensar en la lucha de Weaver por conseguir la aceptación de lo que ya era: el padre de su hija. Se preguntó si Weaver había reunido fuerzas y robado tiempo para preguntar a Elena si ese comportamiento exagerado y ese tormento espiritual eran necesarios para obtener su perdón.

– Creo que nunca la llegó a conocer -dijo Adam Jenn.

Lynley se preguntó si Weaver se conocía a sí mismo. Se levantó.

– ¿A qué hora se marchó anoche, después de que el doctor Weaver le telefoneara?

– Poco después de las nueve.

– ¿Cerró la puerta con llave?

– Por supuesto.

– ¿Hizo lo mismo el domingo por la noche? ¿Siempre la cierra con llave?

– Sí.

Adam señaló con un cabeceo el escritorio de pino y los aparatos (el ordenador, dos impresoras, los floppies y los ficheros).

– Eso vale una fortuna. La puerta del estudio tiene doble cerrojo.

– ¿Y las demás puertas?

– La despensa y el dormitorio no tienen cerradura, pero la puerta principal sí.

– ¿Utilizó alguna vez el videotex para llamar a Elena a sus habitaciones, o a casa del doctor Weaver?

– Sí, en alguna ocasión.

– ¿Sabía que Elena iba a correr por las mañanas?

– Con la señora Weaver. -Adam hizo una mueca-. El doctor Weaver no la dejaba correr sola. No le gustaba que la señora Weaver le pisara los talones, pero el perro también la acompañaba, de modo que la situación era soportable. Quería mucho al perro, y le gustaba mucho correr.

– Sí-dijo Lynley con aire pensativo-. A casi todo el mundo.

Se despidió y salió de la habitación. Dos chicas estaban sentadas en la escalera, con las rodillas dobladas y las cabezas inclinadas sobre un libro de texto abierto. No levantaron la vista cuando pasó a su lado, pero su conversación se interrumpió con brusquedad, y solo se reanudó cuando Lynley llegó al rellano. Oyó la voz de Adam Jenn.

– Katherine, Keelie, estoy a vuestra disposición.

El inspector salió a la fría tarde otoñal.

Miró al cementerio, que estaba al otro lado del Patio de la Hiedra, pensó en su entrevista con Adam Jenn, pensó en la situación derivada de sentirse atrapado entre padre e hija, y se preguntó en especial sobre el significado de aquel violento «¡No!», cuando preguntó al joven si Elena y él estaban hechos el uno para el otro. Y continuaba sin saber más sobre la visita de Sarah Gordon al Patio de la Hiedra de lo que sabía antes.

Consultó su reloj. Pasaban de las dos. Havers aún estaría con la policía de Cambridge. Tenía tiempo suficiente para correr hasta la isla Crusoe. Cuando menos, le proporcionaría algo de información. Fue a casa a cambiarse de ropa.

Загрузка...