Capítulo 10

– Lo cual saca a relucir la cuestión de aquellas píldoras anticonceptivas que no se utilizaron, ¿verdad? -continuó Havers.

Lynley sacó sus gafas del bolsillo de la chaqueta, volvió a la butaca y leyó el informe. Estaba embarazada de ocho semanas. Era el catorce de noviembre. Ocho semanas atrás les llevaba a la tercera semana de septiembre, antes de que empezaran las clases. ¿Sería antes de que Elena hubiera llegado a la ciudad?, se preguntó.

– En cuanto le hablé de ella -dijo Havers-, Sheehan se explayó sobre el tema durante diez minutos largos.

Lynley salió de su ensueño.

– ¿Cómo?

– El embarazo, señor.

– ¿Qué hay de ello?

Havers hundió los hombros en señal de disgusto.

– ¿No me estaba escuchando?

– Me estaba remontando en el tiempo. ¿Estaba en Londres cuando quedó embarazada? ¿Estaba en Cambridge? -Desechó los interrogantes por el momento-. ¿Cuál era la opinión de Sheehan?

– Sonaba un poco victoriana, pero, como el propio Sheehan señaló, en este ambiente es preciso concentrarse en lo arcaico, con A mayúscula. Y sus conjeturas no están nada mal, señor. -Utilizó el lápiz para subrayar cada punto con un golpecito sobre su rodilla-. Sheehan sugirió que Elena tenía un lío con un profesor del College. Quedó embarazada. Quiso casarse. El prefirió su carrera. Sabía que estaba acabado si corría la voz de que había dejado embarazada a una estudiante. Ella le amenazó con propagar la noticia, confiando en que le obligaría a complacerla. Pero no salió como había planeado, porque él la asesinó.

– Sigue obsesionada con Lennart Thorsson.

– Todo encaja, inspector. ¿Se acuerda de aquella dirección de la calle Seymour que Elena había escrito en el calendario? La investigué.

– ¿Y…?

– Una clínica. Y según el médico jefe, que se mostró muy complacido de «ayudar a la policía en sus investigaciones», Elena acudió el miércoles por la tarde para una prueba de embarazo. Y sabemos que Thorsson fue a verla el jueves por la noche. Se había rendido a la evidencia, inspector, pero aún fue peor.

– ¿Porqué?

– Las píldoras anticonceptivas que encontramos en su habitación. Caducaban en febrero, pero no las tomó. Creo que Elena tenía la intención de quedarse embarazada, señor. -Havers tomó un sorbo de té-. La típica trampa.

Lynley contempló el informe con el ceño fruncido, se quitó las gafas y las limpió con la bufanda de Havers.

– No le veo la punta. Pudo dejar de tomarlas porque no tenía sentido: no había ningún hombre en su vida. Cuando se presentó uno, la pilló desprevenida.

– Chorradas. Casi todas las mujeres saben de antemano si van a acostarse con un hombre. Lo saben en cuanto le conocen.

– Pero no saben si van a ser violadas, ¿verdad?

– Muy bien. Concedido. Pero hay que saber si Thorsson es de esos.

– Desde luego, pero no es el único, Havers. Hasta es posible que no encabece la lista.

Alguien llamó dos veces a la puerta. Cuando Lynley dio permiso para entrar, el conserje de día de St. Stephen asomó la cabeza.

– Un mensaje -dijo, y le tendió una hoja de papel doblada-. He pensado que sería mejor entregárselo cuanto antes.

– Gracias.

Lynley se puso en pie.

El conserje retrajo el brazo.

– No es para usted, inspector, sino para la sargento.

Havers lo cogió y cabeceó en señal de agradecimiento. El conserje se retiró. Lynley observó a la sargento mientras leía. Su rostro se descompuso. Arrugó el papel y regresó hacia el escritorio.

– Creo que por hoy ya hemos hecho bastante, Havers -dijo con desenvoltura. Sacó su reloj-. Pasan de las… Santo Dios, mire la hora que es. Son más de las tres y media. Quizá debería pensar en…

Havers agachó la cabeza. Lynley vio que rebuscaba en el bolso. No tuvo ánimos para seguir fingiendo. Al fin y al cabo, no eran banqueros. No trabajaban de ejecutivos.

– No funciona -dijo la mujer. Tiró la hoja arrugada a la papelera-. Ojalá me pudiera decir alguien por qué no funciona nada.

– Vuelva a casa. Ocúpese de ella. Yo me encargaré de todo.

– Demasiado trabajo para usted solo. No es justo.

– Es posible que no sea justo, pero es una orden. Vuelva a casa, Barbara. A las cinco ya habrá llegado. Regrese mañana por la mañana.

– Primero, investigaré a Thorsson.

– No es necesario. No va a huir.

– Le investigaré de todas formas.

Cogió el bolso y el abrigo tirado en el suelo. Cuando se volvió, Lynley vio que su nariz y mejillas habían enrojecido.

– Barbara, lo correcto es, en ocasiones, lo más obvio. Lo sabe, ¿verdad?

– Eso es lo más jodido.


– Mi marido no está en casa, inspector. Glyn y él han ido a encargarse de los preparativos del funeral.

– Creo que usted puede proporcionarme la información que necesito.

Justine Weaver desvió la vista hacia el camino particular, donde la luz del atardecer parpadeaba sobre el guardabarros derecho. Frunció el entrecejo, como si intentara decidir qué hacer con él. Se cruzó de brazos y hundió los dedos en las mangas de su gabardina. Si era un gesto destinado a protegerse del frío, no hizo nada por apartarse de la puerta y de la corriente de aire.

– No veo cómo. Ya le he contado todo lo que sé sobre el domingo por la noche y el lunes por la mañana.

– Pero no todo lo que sabe acerca de Elena, me atrevería a decir.

La mujer le miró. Lynley vio que sus ojos eran de un azul luminoso, y que no necesitaba realzarlos con prendas adecuadas. Aunque su presencia en casa a esta hora daba a entender que no había ido a trabajar, iba vestida casi con tanta formalidad como la noche anterior, con una chaqueta cruzada, una blusa abotonada hasta la garganta y estampada con hojas menudas, y pantalones de lana. Llevaba el cabello peinado hacia atrás.

– Creo que debería hablar con Anthony, inspector -respondió.

– ¿De veras? -sonrió Lynley.

En la calle, un bocinazo replicó al timbre de una bicicleta. Muy cerca, tres piñoneros volaron en arco desde el techo al suelo; su canto distintivo (una especie de «cic») sonaba como una conversación repetida de una sola palabra. Aterrizaron sobre el camino particular, picotearon la grava y, como si constituyeran una unidad, volvieron a emprender el vuelo al mismo tiempo. Justine siguió sus evoluciones hacia un ciprés que se alzaba en el extremo del jardín.

– Entre -dijo por fin, y se apartó para dejarle pasar.

Cogió su abrigo, lo dejó sobre el poste de la escalera y le condujo a la sala de estar donde se habían reunido la noche anterior. Sin embargo, esta vez no le ofreció ninguna bebida, sino que se dirigió a la mesita donde se servía el té y realizó leves ajustes en el ramo de tulipanes de seda. Luego, se volvió hacia él, con las manos enlazadas frente a ella. En aquella posición y con aquella indumentaria, parecía un maniquí. Lynley se preguntó qué haría falta para romper su control.

– ¿Cuándo llegó Elena a Cambridge en el primer trimestre de este curso?

– El curso empezó la primera semana de octubre.

– Eso ya lo sé. Me estaba preguntando si llegó antes, quizá para pasar unos días con usted y su padre. Tardaría unos días en aclimatarse al College, diría yo. Su padre querría ayudarla.

La mano derecha de la mujer trepó lentamente por el brazo izquierdo y se detuvo justo sobre el codo, donde la uña del pulgar se hundió en la piel y empezó a trazar círculos.

– Debió llegar a mediados de septiembre, porque el trece celebramos una fiesta con algunos miembros de la facultad de Historia, y ella acudió. Me acuerdo bien. ¿Quiere que mire el calendario? ¿Necesita saber la fecha exacta de su llegada?

– Cuando llegó a la ciudad, ¿se alojó con su marido y usted?

– Si se le puede llamar alojarse. No paraba de salir y entrar. Era muy activa.

– ¿Toda la noche?

La mano de Justine subió hasta el hombro y se detuvo bajo el cuello de su blusa, como acunando su garganta.

– Qué pregunta más extraña. ¿Qué quiere saber, en realidad?

– Elena estaba embarazada de ocho semanas cuando murió.

Un veloz temblor pasó por el rostro de la mujer, más psíquico que físico. Agachó la cabeza antes de que Lynley pudiera verificarlo. Su mano, sin embargo, continuó en la garganta.

– Usted lo sabía -afirmó Lynley.

Justine levantó la vista.

– No, pero no me sorprende.

– ¿Porque salía con alguien? ¿Alguien a quien usted conocía?

La mirada de la mujer se desvió hacia la puerta de la sala de estar, como si esperara ver entrar al amante de Elena.

– Señora Weaver, estamos hablando de un posible móvil del crimen. Si sabe algo, le agradecería que me lo dijera.

– Tendría que ser Anthony, no yo.

– ¿Por qué?

– Porque yo era su madrastra. -Le dirigió una mirada gélida-. ¿Comprende? Carezco de los derechos que usted me atribuye.

– ¿El derecho de hablar sobre esta muerte concreta?

– Por ejemplo.

– A usted no le gustaba Elena, eso es obvio, pero no es un caso único, teniendo en cuenta la situación. Usted es una entre millones de mujeres que no aprecian a los hijos que les han tocado en suerte a través de un segundo matrimonio.

– Hijos que no suelen ser asesinados, inspector.

– ¿La secreta esperanza de la madrastra transformada en realidad? -Vio la respuesta en el instintivo encogimiento de Justine-. No es un crimen, señora Weaver -dijo en voz baja-. No es la primera persona que ve cumplidos sus más funestos deseos.

La mujer se apartó bruscamente de la mesita y caminó hacia el sofá, donde se sentó. No se apoyó ni se hundió en él, sino que se acomodó en el borde, con las manos en el regazo y la espalda tiesa como un huso.

– Le ruego que se siente, inspector Lynley. -Justine continuó cuando el policía se sentó en la butaca de cuero situada frente al sofá-. Muy bien. Sabía que Elena era… -dio la impresión de que buscaba el eufemismo adecuado- sexual.

– ¿Sexualmente activa?

Justine asintió y apretó los labios, como si quisiera borrar el lápiz de labios salmón que llevaba.

– ¿Ella se lo dijo?

– Era obvio. Olía. Cuando mantenía relaciones sexuales, no siempre se molestaba en lavarse después, y es un olor muy característico, ¿verdad?

– ¿Usted no la aconsejó? O bien ¿su marido no habló con ella?

– ¿Sobre su higiene? -Dio la impresión de que Justine se estaba divirtiendo, siquiera de una manera distante-. Creo que Anthony prefería ignorar lo que su nariz le revelaba.

– ¿Y usted?

– Intenté hablar con ella varias veces. Al principio, pensé que no sabía cuidarse. También consideré pertinente averiguar si tomaba precauciones anticonceptivas. La verdad, nunca me dio la impresión de que Glyn y ella sostuvieran muchas conversaciones del tipo madre-hija.

– Supongo que no quiso hablar con usted.

– Al contrario. De hecho, le divirtió bastante lo que yo le dije. Me comunicó que tomaba píldoras desde los catorce años, cuando empezó a follar, para utilizar su terminología, con el padre de un amigo de la escuela. No tengo ni idea de si era verdad o mentira. En cuanto a su higiene personal, Elena sabía cuidar muy bien de sí misma en ese sentido. No se lavaba a propósito. Quería que la gente se enterara de que mantenía relaciones sexuales. En particular su padre, diría yo.

– ¿Qué le dio esa impresión?

– En ocasiones, cuando llegaba muy tarde y aún estábamos levantados, abrazaba a su padre y se restregaba contra él y apretaba la mejilla contra la suya, oliendo como un…

Los dedos de Justine se precipitaron hacia su anillo de bodas.

– ¿Intentaba excitarle?

– Al principio lo pensé. ¿Quién no lo hubiera pensado ante tal comportamiento? Luego, sin embargo, empecé a pensar que solo intentaba manifestarle su normalidad.

– ¿Como un acto de desafío?

– No, en absoluto. Como un acto de sumisión. -Debió leer la siguiente pregunta en su cara, porque se apresuró a continuar-. Soy normal, papaíto. ¿Ves lo normal que soy? Voy a fiestas, bebo y me acuesto con hombres regularmente. ¿No era esto lo que deseabas? ¿No querías una hija normal?

Lynley comprendió que sus palabras reafirmaban el cuadro que Terence Cuff había pintado de manera sesgada la noche anterior, acerca de la relación de Anthony Weaver con su hija.

– Sé que no quería que se expresara mediante signos -dijo-, pero en cuanto a lo demás…

– Inspector, él no quería que fuera sorda. Ni tampoco Glyn, por cierto.

– ¿Elena lo sabía?

– ¿Cómo no iba a saberlo? Se pasaron toda la vida intentando convertirla en una mujer normal, lo único que jamás podría llegar a ser.

– Porque era sorda.

– Sí. -Por primera vez, Justine alteró su postura. Se inclinó hacia delante unos milímetros para subrayar su afirmación-. La-sordera-no-es-normal, inspector.

Esperó un momento antes de proseguir, como si calibrara su reacción. Y Lynley notó que la reacción se producía rápidamente en su interior. Era la aversión que siempre experimentaba cuando alguien hacía comentarios xenófobos, homofóbicos o racistas.

– Usted también quiere convertirla en una persona normal, ¿se da cuenta? Quiere calificarla de normal y condenarme por osar sugerir que ser sordo es ser diferente. Lo leo en su cara. La sordera es algo normalísimo. Exactamente lo que Anthony quería pensar. Por lo tanto, no puede juzgarle por querer describir a su hija del mismo modo que usted acaba de hacer.

Las palabras llevaban implícito un frío y acertado análisis. Lynley se preguntó cuánto tiempo y reflexión había necesitado Justine Weaver para llegar a una deducción tan precisa.

– Pero Elena sí podía juzgarle.

– Y lo hizo.

– Adam Jenn me dijo que la veía en ocasiones, a petición de su marido.

Justine, sonriendo, recobró su anterior postura erguida.

– Anthony confiaba en que Elena se sintiera atraída hacia Adam.

– ¿Pudo ser él quien la dejara embarazada?

– No creo. Adam la conoció el pasado septiembre, en la fiesta que he mencionado antes.

– Pero, si quedó embarazada poco después…

Justine desechó sus ideas con un rápido ademán.

– Mantenía relaciones sexuales frecuentes desde el pasado diciembre. Mucho antes de conocer a Adam. -Pareció anticipar de nuevo su siguiente pregunta-. Se está preguntando cómo lo sé con tanta seguridad.

– Ha pasado casi un año, al fin y al cabo.

– Vino a enseñarnos el traje que se había comprado para el baile de Navidad. Se desnudó para ponérselo.

– Y no se había lavado.

– No se había lavado.

– ¿Quién la acompañó al baile?

– Gareth Randolph.

El chico sordo. Lynley reflexionó en el hecho de que el nombre de Gareth Randolph se estaba convirtiendo en una especie de corriente oculta constante, omnipresente bajo el flujo de información. Pensó en la manera de utilizarle como instrumento de venganza que Elena Weaver podía haber empleado. Si actuaba impulsada por la necesidad de demostrar a su padre que era una mujer normal y funcionante, ¿qué mejor forma de demostrarlo que quedarse embarazada? Le daba lo que él más deseaba: una hija normal, con necesidades normales y emociones normales, cuyo cuerpo funcionaba con total normalidad. Al mismo tiempo, obtenía lo que deseaba, venganza, al escoger como padre de su hijo a un hombre sordo. Era, en el fondo, un círculo de venganza perfecto. De todos modos, se preguntó si Elena había sido tan tortuosa, o si su madrastra utilizaba el embarazo para pintar un cuadro de la chica que sirviera a sus propósitos.

– Desde enero -dijo-, Elena había dibujado un pez en el calendario periódicamente. ¿Significa algo para usted?

– ¿Un pez?

– Un dibujo a lápiz, parecido al símbolo empleado por los cristianos. Aparece varias veces cada semana. Consta en la noche anterior a su muerte.

– ¿Un pez?

– Sí, ya se lo he dicho. Un pez.

– No se me ocurre qué puede significar.

– ¿Una sociedad a la que pertenecía? ¿Una persona con la que salía?

– Pinta su vida como si fuera una novela de espionaje, inspector.

– Da la impresión de algo clandestino, ¿no cree?

– ¿Porqué?

– ¿Por qué no escribir lo que representaba el pez?

– Quizá era demasiado largo. Quizá era más fácil dibujar el pez. No creo que signifique gran cosa. ¿Por qué iba a preocuparla que alguien viera lo que ponía en su calendario personal? Debía ser como taquigrafía, un truco usado para acordarse de algo. Una evaluación, tal vez.

– O una cita.

– Considerando la forma en que Elena telegrafiaba su actividad sexual, inspector, no me la imagino disfrazando una cita en su propio calendario.

– Quizá era necesario. Quizá deseaba que su padre supiera lo que hacía, pero no con quién. Y él debió ver su calendario. La visitaba en su habitación, y es posible que Elena no quisiera dar publicidad al nombre-. Lynley esperó a que respondiera, pero Justine siguió en silencio-. Elena guardaba píldoras anticonceptivas en su escritorio, pero no las tomaba desde febrero. ¿Me lo puede explicar?

– De la manera más evidente, me temo. Quería quedarse embarazada, lo cual no me sorprende. Al fin y al cabo, era de lo más normal. Amar a un hombre, tener un hijo suyo.

– ¿Usted y su marido no tienen hijos, señora Weaver?

El rápido cambio de tema, enlazado de forma lógica a la anterior afirmación, pareció cogerla desprevenida. Entreabrió los labios. Su mirada se desvió hacia la fotografía de la boda que descansaba sobre la mesita de té. Dio la impresión de que enderezaba la espalda todavía más, pero pudo ser como consecuencia del aliento que tomó antes de contestar.

– No tenemos hijos -se limitó a responder.

Lynley esperó a que añadiera algo más, confiando en el hecho de que su silencio solía ser más eficaz que presionar a base de preguntas capciosas. Transcurrieron los segundos. Las hojas de un arce, agitadas por una súbita ráfaga de viento, golpearon el cristal de la ventana. Adoptaron el aspecto de una nube color azafrán.

– ¿Algo más? -preguntó Justine.

Pasó la mano por la raya inmaculada de sus pantalones. Era un gesto que la declaraba vencedora, por el momento, en la batalla entablada entre sus voluntades.

Lynley admitió la derrota y se puso en pie.

– De momento, no -dijo.

Ella le acompañó a la puerta y le entregó el abrigo. Su expresión no era muy diferente de aquella con que le había recibido. Quiso maravillarse de su grado de autocontrol, pero en cambio se preguntó si era una cuestión de dominar sus emociones, o una cuestión de poseer o experimentar tales emociones. Formuló su última pregunta más con la finalidad de verificar esta segunda posibilidad que con la de doblegar su compostura.

– Una artista de Grantchester encontró ayer por la mañana el cadáver de Elena. Sarah Gordon. ¿La conoce?

La mujer se agachó al instante para recoger el tallo de una hoja, caído sobre el suelo de parquet. Frotó con los dedos el lugar donde lo había encontrado. De un lado a otro, tres o cuatro veces, como si el minúsculo tallo hubiera estropeado la madera. Cuando quedó satisfecha, se irguió de nuevo.

– No -contestó. Le miró directamente a los ojos-. No conozco a Sarah Gordon.

Fue una representación osada.

Lynley cabeceó, abrió la puerta y salió al camino particular. Un setter surgió por la esquina de la casa y corrió hacia ellos, con una sucia pelota de tenis en la boca. Pasó como una centella junto al Bentley y saltó al césped, recorrió su perímetro, salvó una mesa blanca de hierro forjado gracias a un ágil brinco y aterrizó a los pies de Lynley. Abrió la boca y depositó la pelota sobre el camino. Meneó la cola esperanzadamente y su pelaje sedoso se onduló como cañas dobladas por el viento. Lynley cogió la pelota y la tiró al otro lado del ciprés. El perro lanzó un ladrido de placer y salió disparado tras ella. Siguió una vez más el perímetro del jardín, saltó una vez más sobre la mesa de hierro forjado y aterrizó una vez más a los pies de Lynley. «Otra vez», decían sus ojos, «otra vez, otra vez».

– Ella siempre venía a jugar con el perro a última hora de la tarde -explicó Justine-. La está esperando. No sabe que ha muerto.

– Adam dijo que el perro corría con Elena y usted por las mañanas -dijo Lynley-. ¿Se lo llevó ayer, cuando fue a correr sola?

– No quería problemas. Me habría dirigido hacia el río. Yo no quería ir por ahí, ni tampoco que me marcara la ruta.

Lynley frotó con los nudillos la cabeza del perro. Cuando paró, el animal utilizó la nariz para devolver la mano a la posición de acariciar. Lynley sonrió.

– ¿Cómo se llama?

– Ella le llamaba Townee.

Justine no se permitió reaccionar hasta llegar a la cocina. Incluso entonces, no se dio cuenta de que estaba reaccionando hasta que vio su mano cerrada con fuerza alrededor de un vaso de agua, como si le hubiera dado un ataque. Abrió el grifo, dejó correr el agua y sostuvo el vaso debajo del líquido.

Experimentó la sensación de que todas las discusiones, todos los momentos de súplica, todos los segundos de vaciedad de los últimos años se habían concentrado en una sola afirmación: «Usted y su marido no tienen hijos».

Ella misma había proporcionado al detective la oportunidad de hacer aquella observación: amar a un hombre, tener un hijo suyo.

Pero aquí no, ahora no, en esta casa no, con este hombre no.

Se llevó el vaso a los labios sin cerrar el agua y se obligó a beber. Llenó el vaso por segunda vez, tragó penosamente por segunda vez. Lo llenó por tercera vez y volvió a beber. Solo entonces cerró el grifo, levantó los ojos del fregadero y miró por la ventana de la cocina al jardín trasero, donde dos aguzanieves grises saltaban sobre el borde de la alberquilla en tanto una robusta paloma torcaz los contemplaba desde el tejado inclinado del cobertizo.

Durante un tiempo había abrigado la secreta esperanza de que le excitaría hasta el punto de hacerle perder el control, en su deseo de poseerla. Se había dedicado incluso a leer libros que aconsejaban, alternativamente, que fuera juguetona, que le mantuviera a distancia, que se convirtiera en la puta de sus fantasías, que sensibilizara su cuerpo a la estimulación, para comprender mejor la de Anthony, que descubriera las zonas erógenas, que exigiera, pidiera, esperara el orgasmo, que variara posiciones, lugares, horas, circunstancias, que fuera fría, que fuera tierna, que fuera sincera, que fuera sumisa. Todos los consejos y lecturas solo habían servido para aturdirla. No la cambiaron. Tampoco alteraron el hecho de que nada (por más suspiros, gemidos, halagos y estimulaciones) logró impedir que Anthony se levantara en el momento crucial, rebuscara en el cajón, abriera el paquete y se enfundara un despreciable protector de látex, como castigo por haberle amenazado, durante una inútil y ardiente discusión, con dejar de tomar las píldoras sin que él lo supiera.

Ya tenía un hijo. No tendría otro. No podía traicionar a Elena de nuevo. La había abandonado, y no empeoraría el rechazo implícito teniendo otro hijo, que quizá consideraría Elena un sustituto de ella o un competidor por el amor de su padre. Tampoco deseaba correr el riesgo de impulsarla a pensar que solo quería satisfacer su egocentrismo, dando vida a un hijo que pudiera oír.

Habían hablado del tema antes de casarse. Fue sincero desde el principio y le comunicó que no habría hijos fruto de su matrimonio, considerando su edad y sus responsabilidades hacia Elena. En aquella época, con veintitrés años y tres de una carrera en la que estaba dispuesta a triunfar, la idea de tener hijos se le antojaba remota. Su atención estaba concentrada en el mundo de las publicaciones y en abrirse paso hacia puestos de responsabilidad. Pero si el paso de diez años le había procurado un alto grado de éxito profesional (con treinta y cinco años era directora de publicaciones de una editorial muy respetada), también puso en evidencia el hecho inmutable de su mortalidad y la necesidad de dejar para la posteridad algo de su creación, y no el producto de otra gente.

Cada mes avanzaba hacia otro ciclo. Cada óvulo se desperdiciaba en un chorro de sangre. Cada negativa de su marido suponía desechar una posibilidad de vida.

Pero Elena se había quedado embarazada.

Justine quiso chillar. Quiso llorar. Quiso sacar su bonita vajilla de porcelana de la alacena y estrellar cada pieza contra la pared. Quiso volcar los muebles, pisotear fotografías enmarcadas y romper las ventanas a puñetazos. En cambio, bajó los ojos hacia el vaso que sostenía y lo depositó con cuidadosa y decidida precisión sobre el inmaculado fregadero de porcelana.

Pensó en las veces que había observado a Anthony mirando a su hija, en la llamarada de amor ciego que había cruzado su rostro. Enfrentada a esta situación, se había sumido en una disciplinada reserva, mordiéndose la lengua para no decir la verdad, corriendo el riesgo de llegar a la conclusión de que no compartía el amor de su marido por Elena. Elena. Las indómitas y contradictorias corrientes vitales que impulsaban sus actos: la inagotable y fiera energía, la curiosidad intelectual, el humor exuberante, la ira pronta. Y siempre, aquella apasionada necesidad de inequívoca aceptación, en continuo conflicto con su deseo de venganza.

Lo había conseguido. Justine se preguntó con cuánta impaciencia aguardaba Elena el momento de descubrir el embarazo a su padre, como pago por el delito bienintencionado pero revelador de desear que fuera como todo el mundo, qué sensación de triunfo habría experimentado al presenciar la turbación de su progenitor. Reflexionó que ella también debería sentirse algo triunfante, por estar en posesión de datos que disiparían para siempre las ilusiones de Anthony acerca de su hija. Decididamente, se alegraba mucho de que Elena hubiera muerto.

Justine se dirigió al comedor, y de allí a la sala de estar. La casa estaba en silencio, solo perturbado por el viento que azotaba las ramas de un viejo liquidámbar. Notó un súbito escalofrío y apoyó la palma de una mano sobre la frente y las mejillas, preguntándose si estaba incubando algún virus. Se sentó en el sofá, las manos enlazadas sobre el regazo, y contempló el pulcro y simétrico montón de carbones artificiales dispuestos en la chimenea.

Le daremos un hogar, había dicho Anthony cuando supo que Elena iría a Cambridge. La colmaremos de amor. No hay nada más importante que eso, Justine.

Por primera vez desde que recibiera el día anterior la perturbadora llamada de Anthony, Justine pensó en cómo afectaría la muerte de Elena a su matrimonio, porque Anthony había hablado en numerosas ocasiones sobre la importancia de proporcionar un hogar estable a Elena fuera del College, y en numerosas ocasiones había aludido a la longevidad de su matrimonio (diez años) como brillante ejemplo de la devoción, lealtad y amor regenerativo que todas las parejas buscan y pocas encuentran, describiéndolo como una isla de tranquilidad a la que su hija podría retirarse y reponer fuerzas para enfrentarse a los desafíos y batallas de su vida.

«Los dos somos Géminis -había dicho-. Somos los gemelos, Justine. Tú y yo, los dos juntos contra el mundo. Ella se dará cuenta. Lo comprenderá. Le prestará apoyo.»

Elena maduraría al calor de su amor marital. Se haría mujer de una forma más plena por haber recibido el influjo benefactor de un matrimonio sólido, feliz, amoroso y unido.

Ese había sido el plan, el sueño de Anthony. Aferrarse a él contra viento y marea les había permitido seguir viviendo en el seno de una mentira.

Justine contempló la fotografía de bodas. Estaban sentados (¿en alguna especie de banco?) y Anthony se encontraba detrás de ella, con el pelo más largo, pero con el bigote recortado de manera más bien conservadora. Llevaba las mismas gafas de montura metálica. Ambos miraban fijamente a la cámara, con una sonrisa apenas esbozada, como si demostrar excesiva felicidad pudiera desmentir la seriedad de su compromiso. Al fin y al cabo, afrontar la tarea de fundar el matrimonio perfecto es algo trascendental. Sin embargo, sus cuerpos no se tocaban en la foto. Los brazos de Anthony no la rodeaban, ni le cubría las manos con las suyas. Era como si el fotógrafo hubiera captado una verdad de la que ellos no eran conscientes, como si la foto no mintiera.

Por primera vez, Justine comprendió cuáles eran las posibilidades si no entraba en acción, aunque no tuviera el menor deseo.

Townee seguía jugando en el jardín delantero cuando se marchó. En lugar de perder tiempo encerrándole en la parte posterior de la casa o en el garaje, le llamó, abrió la puerta del coche y dejó que entrara, indiferente a que manchara de barro el asiento. No tenía tiempo para pensar en problemas menores, como una tapicería manchada.

El coche arrancó con el ronroneo de un motor puesto a punto. Dio marcha atrás hasta Adams Road y se dirigió a la ciudad. Como todos los hombres, era un ser de costumbres, de modo que estaría terminando su jornada cerca de Midsummer Common.

Los últimos rayos del sol se ocultaron tras las nubes, dibujaron franjas de color albaricoque en el cielo, arrojando las sombras de los árboles, de borde tembloroso, sobre la carretera, como siluetas de encaje. Townee lanzó un ladrido de aprobación al ver los setos y los coches que pasaban. Apoyó su peso sobre las patas delanteras y gimió de entusiasmo. Estaba convencido de que se encontraban enzarzados en un juego.

Y era una especie de juego, supuso Justine, pero, si bien los jugadores habían tomado ya sus posiciones, no existían reglas. Y solo el oportunista más hábil lograría transformar los horrores de las últimas treinta horas en una victoria que sobreviviría al dolor.

Los cobertizos de embarcaciones pertenecientes al College estaban alineados en la parte norte del río Cam. Orientados hacia el sur, miraban al otro lado del río, a la verde extensión de Midsummer Common, donde una joven atendía a uno de los caballos. Su cabello pajizo surgía por debajo de un sombrero vaquero, y grandes manchas de barro aparecían en los costados de sus botas. El caballo sacudió la cabeza, agitó la cola y se rebeló contra sus esfuerzos. La muchacha lo controló.

El viento parecía más fuerte y frío en aquel terreno despejado. Cuando Justine salió del coche y enganchó la correa al collar de Townee, tres hojas de papel naranja volaron como pájaros hacia su cara. Las apartó de un manotazo. Una cayó sobre la capota del Peugeot. Vio la foto de Elena.

Era un panfleto de Estusor en el que se solicitaba información. Lo cogió antes de que se alejara y lo guardó en el bolsillo del abrigo. Se encaminó hacia el río.

A esta hora del día, no había ningún equipo de remo en el agua. Solían practicar por la mañana, pero los cobertizos aún seguían abiertos, una hilera de elegantes fachadas situadas frente a los amplios cobertizos, en cuyo interior algunos remeros de ambos sexos terminaban la jornada de la misma manera que la habían iniciado, hablando de la temporada que comenzaría al concluir el trimestre de cuaresma. Se estaban llevando a cabo los preparativos para esa época de competición. La confianza y las esperanzas aún no habían sido todavía barridas por la visión de un bote de ocho remeros inesperado, como si el aire, y no el agua, fuera el elemento contra el que medían sus fuerzas.

Justine y Townee siguieron la lenta curva del río. Townee tiraba de la correa, ansioso por acudir al encuentro de cuatro ánsares que se alejaron de la orilla cuando el perro se acercó. Saltó y ladró, pero Justine arrolló la correa alrededor de su mano y tiró con fuerza.

– Pórtate bien -dijo-. Esto no es una carrera.

Delante de ellos, un solitario remero navegaba a toda velocidad en un bote corto, desafiando al fuerte viento y a la corriente. Justine imaginó que podía escuchar su respiración, pues, a pesar de la distancia y la escasa luz, veía la película de sudor que cubría su rostro, así como el movimiento de su pecho. Caminó hacia el borde del río.

El hombre no levantó la vista mientras se aproximaba a la orilla. Siguió inclinado sobre los remos, con la cabeza apoyada sobre sus manos. Su cabello, escaso en la coronilla y rizado en el resto, estaba mojado y pegoteado al cráneo, como los bucles de un recién nacido. Justine se preguntó cuánto rato llevaba remando, y si la actividad había logrado mitigar las emociones experimentadas al enterarse de la muerte de Elena. Porque sabía la noticia. Justine lo adivinó al verle. Aunque remaba cada día, no lo habría hecho al anochecer, expuesto al viento y al frío cortante, si no necesitara apaciguar sus sentimientos mediante el ejercicio físico.

Alzó los ojos cuando oyó los lloriqueos de Townee, que pugnaba por soltarse. No dijo nada, ni tampoco Justine. Solo se oía el roce de las uñas del perro sobre el sendero, el graznido de los gansos que percibían la proximidad de Townee, y el estruendo del rock-and-roll que surgía de un cobertizo. U2, pensó Justine, una canción que conocía, pero cuyo título no recordaba.

El hombre saltó de la embarcación y se quedó inmóvil en la orilla cerca de Justine. Esta pensó que había olvidado su corta estatura, tal vez unos cinco centímetros menos del metro setenta y ocho que ella medía.

– No sabía qué hacer -dijo el hombre, indicando el bote con un ademán inútil.

– Tendrías que haberte ido a casa.

El hombre lanzó una carcajada casi silenciosa. No era una réplica humorística, sino una afirmación. Acarició con los dedos la cabeza de Townee.

– Tiene buen aspecto. Saludable.

Ella le cuidaba bien.

Justine introdujo la mano en el bolsillo y sacó el panfleto que había volado a su encuentro. Se lo tendió.

– ¿Has visto esto?

Él lo leyó. Recorrió con los dedos las letras impresas en negro y la fotografía de Elena.

– Lo he visto -dijo-. Así me enteré. Nadie me llamó. No lo sabía. Lo vi en la sala de descanso cuando fui a tomar café, a las diez de esta mañana. Y después… -Miró en dirección a Midsummer Common, donde una muchacha guiaba su caballo hacia Fort St. George-. No supe qué hacer.

– ¿Estabas en casa el domingo por la noche, Victor?

El hombre negó con la cabeza sin mirarla.

– ¿Estuvo ella contigo?

– Un rato.

– ¿Y después?

– Volvió a St. Stephen. Yo me quedé en mis aposentos. -La miró por fin-. ¿Cómo averiguaste lo de nosotros? ¿Te lo contó ella?

– En septiembre, durante la fiesta. Te tiraste a Elena durante la fiesta, Victor.

– Oh, Dios mío.

– En el cuarto de baño de arriba.

– Ella me siguió. Entró. Me la…

Se acarició el mentón. Daba la impresión de que aquel día no se había afeitado, porque la barba estaba crecida, como una mancha sobre la piel.

– ¿La desnudaste por completo?

– Joder, Justine.

– ¿Lo hiciste?

– No. Lo hicimos de pie, contra la pared. Yo la levanté. Ella lo quiso así.

– Entiendo.

– Muy bien. Yo también lo quise así. Contra la pared. Tal como suena.

– ¿Te dijo que estaba embarazada?

– Sí.

– ¿Y…?

– ¿Y qué?

– ¿Qué pensabas hacer?

El hombre estaba mirando en dirección al río, y ahora se volvió hacia ella.

– Pensaba casarme con ella.

No era la respuesta que Justine esperaba oír, aunque, pensándolo mejor, no la sorprendió. En cualquier caso, dejaba un pequeño problema sin resolver.

– Víctor -dijo-, ¿dónde estaba tu mujer el domingo por la noche? ¿Qué hacía Rovena mientras tú te tirabas a Elena?

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