Capítulo 14

A las siete y cuarenta minutos de la mañana siguiente, Lynley vio que el Mini de Havers avanzaba por Trinity Lane. Acababa de salir de su habitación en el Patio de la Hiedra y caminaba hacia su coche, aparcado en un diminuto espacio de Trinity Passage, cuando el montón de chatarra con ruedas que servía de medio de transporte a Havers dobló al final de Gonville y Caius College, y envió una nube tóxica al aire frío cuando Havers cambió de marcha al tomar la curva. Al verle, dio un bocinazo. Lynley levantó la mano y esperó a que se detuviera. Cuando lo hizo, abrió la puerta del pasajero sin la menor palabra o ceremonial y encajó su cuerpo larguirucho en los confines del estrecho asiento delantero. La tapicería estaba brillante de tan vieja y gastada. Un muelle roto formaba un bulto en la tela.

La calefacción del Mini rugía con entusiasmo ineficaz y creaba un pozo palpable de calor que ascendía desde el suelo hasta sus rodillas. De cintura para arriba, por desgracia, el aire era como hielo impregnado de olor a humo de cigarrillo, que había teñido de gris el techo de vinilo beige. Comprobó que Havers se esforzaba en contribuir a la continua metamorfosis del vinilo. Mientras cerraba la puerta, la sargento apagó un cigarrillo en el cenicero y encendió otro de inmediato.

– ¿Desayuno? -preguntó con voz apacible.

– Tostadas untadas con nicotina. -La mujer inhaló con placer y sacudió la ceniza que había caído sobre la pernera izquierda de sus pantalones de estambre-. Bien. ¿Qué hay de nuevo?

Lynley se demoró en contestar. Abrió la ventanilla unos centímetros para que entrara un poco de aire fresco y se volvió para observar el animado semblante de Havers. Su expresión era decididamente risueña, su forma de vestir adecuadamente estrafalaria. Todos los signos necesarios estaban presentes, proclamando a gritos su reconciliación con el mundo. Sin embargo, sus manos aferraban con demasiada fuerza el volante y la tensión de su boca desmentía su tono desenvuelto.

– ¿Qué tal ha ido por casa? -preguntó Lynley.

Havers dio otra calada a su cigarrillo y se abismó en la contemplación de su extremo encendido.

– Lo de siempre. Mamá tuvo un pronto. La señora Gustafson se asustó. Fue leve.

– Havers…

– Escuche, inspector, me doy cuenta de que podría darme el pasaporte y solicitar a Nkata como compañero. Sé que mis idas y venidas son un coñazo. A Webberly no le gustará ni un pelo que me saque de esto, pero, si solicito audiencia y se lo cuento en privado, seguro que lo entenderá.

– Podré resistir, sargento. No necesito a Nkata.

– Pero necesita ayuda. No puede encargarse solo de todo. Este apasionante trabajo necesita colaboración, y tiene todo el derecho a solicitarla.

– Barbara, no estamos hablando de trabajo.

Havers contempló la calle. El conserje dé St. Stephen salió a la puerta para ayudar a una mujer mayor, protegida del frío con un grueso abrigo y bufanda, que había bajado de una bicicleta y trataba de embutirla entre docenas de otras bicicletas apoyadas contra la pared. Le entregó los manillares y, sin dejar de hablar muy animadamente, contempló cómo la colocaba entre las demás. Después, entraron juntos por la puerta.

– Barbara -dijo Lynley.

Havers se removió.

– Estoy manejando la situación. Al menos lo intento, de modo que sigamos con lo nuestro, ¿vale?

Lynley suspiró y pasó el cinturón de seguridad sobre su hombro.

– Hacia Fulbourn Road -dijo-. Quiero ver a Lennart Thorsson.

Ella asintió, condujo marcha atrás por Trinity Passage y regresó por donde había venido momentos antes. La ciudad cobraba vida a su alrededor. Los estudiantes madrugadores pedaleaban hacia un nuevo día de estudios, en tanto las chachas llegaban para arreglar las habitaciones. Dos barrenderos descargaban escobas y palas de un carrito amarillo en la calle Trinity, en tanto tres obreros trepaban a un andamio cercano. Los tenderos de Market Hill estaban preparando sus tenderetes. Disponían frutas y verduras, extendían rollos de tela brillante, doblaban camisetas, tejanos y vestidos hindúes, hacían ramilletes de flores otoñales. Autobuses y taxis tomaban posiciones en la calle Sidney. Mientras Lynley y Havers salían de la ciudad, se cruzaban con los conductores procedentes de Ramsey Town y Cherry Hinton, sin duda dispuestos a ocupar sus puestos detrás de escritorios, en las bibliotecas, en los jardines y ante las cocinas de veintiocho colleges universitarios.

Havers no habló hasta que dejaron atrás (con gran aparato de gases de escape y rugidos del motor) Parker's Piece. Al otro lado del extenso parque, la comisaría de policía se erguía como un impasible guardián. Su doble hilera de ventanas, que reflejaban un cielo carente de nubes, se había transformado en un tablero azul y gris.

– De modo que recibió mi mensaje -dijo Havers-. Sobre Thorsson. ¿No le vio anoche?

– No le localicé en ningún sitio.

– ¿Sabe que vamos a por él?

– No.

Havers aplastó el cigarrillo, pero no encendió otro.

– ¿Qué opina?

– En esencia, que es demasiado bueno para ser cierto.

– ¿Por qué hemos encontrado fibras negras en el cuerpo? ¿Porque tuvo un móvil y la oportunidad?

– Los tiene, al parecer. Y en cuanto sepamos qué utilizaron para golpearla, tal vez descubramos que también tenía los medios.

Le recordó la botella de vino que Sarah Gordon había afirmado ver en el lugar del crimen, y le habló de la huella dejada por aquella misma botella en la tierra húmeda de la isla. Refirió su teoría sobre el uso probable de la botella, que después se había abandonado entre la basura.

– Pero sigue sin creer que Thorsson es nuestro asesino. Lo leo en su cara.

– Parece demasiado obvio, Havers. He de admitir que ese detalle me inquieta.

– ¿Por qué?

– Porque el asesinato en general, y este en particular, es un asunto sucio.

Havers aminoró la velocidad cuando un semáforo se puso en rojo y siguió con la vista a una mujer de espalda protuberante, vestida con un abrigo negro largo, que atravesaba la calle. Clavó los ojos en sus pies. Arrastraba una carretilla plegable para equipajes en la que no había nada.

Cuando el semáforo cambió, Havers atacó de nuevo.

– Creo que Thorsson es tan sucio como un cerdo, inspector. Me sorprende que no se dé cuenta. ¿O es que seducir a colegialas no es tan sucio para otro hombre, mientras las chicas no se quejen?

Lynley se mantuvo indiferente a la invitación indirecta a discutir.

– No estamos hablando de colegialas, Havers. Las llamamos así a falta de una palabra mejor, pero no lo son.

– Muy bien. Mujeres jóvenes en una posición subordinada. ¿Le gusta?

– No, por supuesto que no, pero carecemos de pruebas irrefutables de la seducción.

– Estaba embarazada, por el amor de Dios. Alguien la sedujo.

– O ella sedujo a alguien. O se sedujeron mutuamente.

– O, como usted indicó ayer, la violaron.

– Tal vez, pero no estoy muy seguro.

– ¿Por qué? -El tono de Havers era beligerante, como sugiriendo que la respuesta de Lynley implicaba imposibilidad-. ¿Sustenta usted la típica opinión machista de que tendría que haberse relajado y gozado?

Lynley la traspasó con la mirada.

– Creo que me conoce bastante bien.

– Entonces, ¿qué piensa al respecto?

– Acusó a Thorsson de acoso sexual. Si se arriesgó a la posibilidad de ser sometida a una investigación «embarazosa» de su comportamiento, no creo que pasara por alto una violación.

– ¿Y si la violó el tío con quien salía, y no tenía ganas de liarse con él?

– En ese caso, elimine a Thorsson de la lista, ¿no?

– Usted cree que es inocente. -Dio un puñetazo sobre el volante-. Está buscando la forma de exonerarle, ¿verdad? Intenta echar las culpas a otra persona. ¿A quién? -Un segundo después de formular la pregunta lanzó una mirada de comprensión hacia Lynley-. ¡Oh, no! No estará pensando…

– No pienso nada. Solo busco la verdad.

Havers desvió el coche a la izquierda, hacia Cherry Hinton. Pasó junto a un terreno comunal en el que abundaban castaños de Indias de hojas amarillas, con el tronco cubierto de musgo. Dos mujeres empujaban sendos cochecitos de niños, las cabezas muy juntas. Volutas de vapor surgían como producto de su animada conversación.

Entraron en la urbanización de Thorsson pasadas las ocho. Un TR-6 restaurado estaba aparcado en el estrecho camino particular de su casa; sus protuberantes aletas centelleaban bajo el sol de la mañana. Frenaron detrás, tan cerca que la parte delantera del Mini casi se hundió en el maletero, como un insulto meticuloso.

– Bonito trasto -dijo Havers, mientras lo examinaba-. El coche que me esperaba del marxista local.

Lynley salió y se acercó para inspeccionar el vehículo. Aparte del parabrisas, estaba cubierto de rocío. Apoyó la mano sobre la suave superficie del capó. Notó que el motor aún estaba caliente.

– Otra llegada matutina -comentó.

– ¿Le convierte eso en inocente?

– Le convierte en algo, desde luego.

Caminaron hacia la puerta. Lynley tocó el timbre, mientras su sargento rebuscaba en el bolso y sacaba el bloc. Como no se produjo ninguna respuesta ni movimiento aparente en la casa, tocó el timbre por segunda vez. Llegó hasta ellos un grito lejano, la voz de un hombre que chillaba las palabras «Un momento». Transcurrió más de un momento mientras aguardaban en la franja de hormigón que hacía las veces de peldaño delantero, mientras contemplaban a dos parejas de vecinos que salían a trabajar y a una tercera que arrastraba dos niños hacia un Escort aparcado en el camino particular. Una sombra se movió detrás de los cinco paneles de cristal opaco de la puerta.

El pomo giró, Thorsson apareció en la entrada. Llevaba una bata de terciopelo negro que se estaba anudando. Tenía el cabello mojado, y colgaba sobre sus hombros. Iba descalzo.

– Señor Thorsson -dijo Lynley, a modo de saludo.

Thorsson suspiró, miró a Lynley, y después a Havers.

– Joder-dijo-. Maravilloso. Tenemos snuten otra vez. -Se pasó una mano por el pelo, que cayó sobre su frente como el flequillo de un muchacho-. ¿Qué vienen a hacer aquí? ¿Qué quieren?

No aguardó la respuesta, sino que dio media vuelta y avanzó por un corto pasillo hasta la parte posterior de la casa, donde una puerta se abría a lo que parecía una cocina. Siguieron sus pasos y le encontraron sirviéndose café de una impresionante cafetera que descansaba sobre la encimera. Empezó a beber con gran estrépito; primero soplaba y luego sorbía. Su bigote no tardó en mancharse de líquido.

– Los invitaría, pero por la mañana lo necesito en vena.

Dicho esto, se sirvió más café.

Lynley y Havers se sentaron en la mesa de cristal y cromo situada frente a las puertas cristaleras, que permitían el acceso a un jardín trasero cuya terraza de losas albergaba una colección de muebles de exterior. Una de las piezas era una tumbona, sobre la cual había tirada una manta arrugada, mojada por la humedad.

Lynley paseó una mirada pensativa de la tumbona a Thorsson. El profesor miró por la ventana de la cocina en dirección a la tumbona. Después, clavó sus ojos en Lynley, el rostro imperturbable.

– Da la impresión de que hemos interrumpido su baño matutino -dijo Lynley.

Thorsson engulló más café. Una cadena de oro plana adornaba su cuello. Brillaba como piel de serpiente contra su pecho.

– Elena Weaver estaba embarazada -dijo Lynley.

Thorsson se apoyó en la encimera, sin soltar la taza de café. Su expresión no delataba el menor interés, sino más bien un profundo aburrimiento.

– Y pensar que no tuve la oportunidad de celebrar con ella tan dichoso acontecimiento.

– ¿Iba a celebrarlo?

– ¿Y yo qué sé?

– Pensaba que lo sabría.

– ¿Porqué?

– Estuvo con ella el jueves por la noche.

– No estuve con ella, inspector. Fui a verla. Existe una gran diferencia. Tal vez demasiado sutil para usted, pero existe.

– Por supuesto, pero recibió los resultados de la prueba de embarazo el miércoles. ¿Fue ella quien solicitó verle, o tomó la decisión usted?

– Fui a verla. Elena no sabía que yo iría.

– Ah.

Los dedos de Thorsson aumentaron su presión sobre la taza.

– Entiendo. Claro. Yo era el ansioso padre en ciernes que esperaba saber los resultados. ¿Ha habido suerte, preciosa, o hemos de empezar a almacenar pañales de usar y tirar? ¿Es así como lo ve usted?

– No. No exactamente.

Havers pasó una hoja de su bloc.

– Si era el padre, imagino que querría saber los resultados -dijo-. Teniendo en cuenta la situación.

– ¿Qué situación?

– La acusación de acoso sexual. Un embarazo es una prueba bastante convincente, ¿no cree?

Thorsson lanzó una carcajada que sonó como un ladrido.

– ¿Qué se supone que he hecho, mi querida sargento? ¿Violarla? ¿Arrancarle las bragas? ¿Ponerla ciega de drogas y tirármela después?

– Tal vez -respondió Havers-, pero la seducción es más propia de usted.

– No me cabe la menor duda de que podría llenar volúmenes enteros con sus conocimientos sobre la materia.

– ¿Ha tenido antes problemas con estudiantes de sexo femenino? -intervino Lynley.

– ¿A qué clase de problemas se refiere?

– Como el de Elena Weaver. ¿Le han acusado anteriormente de acoso sexual?

– Por supuesto que no. Jamás. Pregúntelo en el College, si no me cree.

– Ya he hablado con el doctor Cuff. Confirmó lo que usted me ha dicho.

– Pero su palabra no es bastante buena para usted, al parecer. Prefiere creer las historias inventadas por una putilla sorda que se abría de piernas, o de boca, a cualquier idiota que se la quería tirar.

– Una putilla sorda, señor Thorsson -dijo Lynley-. Curiosa elección de palabras. ¿Insinúa que Elena tenía reputación de promiscua?

Thorsson se sirvió otra taza de café y lo bebió con parsimonia.

– Los rumores corren -dijo-. El College es pequeño. Siempre hay habladurías.

– Por lo tanto, si era una… -Havers fingió que comprobaba sus notas-… una putilla sorda, ¿por qué no aprovecharse y echarle un polvo, como los demás? ¿A qué otra conclusión podía llegar usted, si daba por sentado que se le iba a…, ¿cómo era? -Se concentró de nuevo en sus notas-. Ah, sí, aquí está… Abrir de piernas o de boca. Al fin y al cabo, debía tener ganas. No cabe duda de que un hombre como usted iba a superar de largo a cualquiera de sus competidores.

El rostro de Thorsson se tiñó de púrpura, casi emulando el tono dorado rojizo de su cabellera.

– Lo siento muchísimo, sargento -contestó con desenvoltura-. No podré complacerla, a pesar de sus deseos incontrolables. Prefiero las mujeres que pesan menos de setenta kilos.

Havers sonrió, sin placer ni diversión, pero con la certeza de haber cazado a su presa.

– ¿Como Elena Weaver?

Djávla skit! ¡Basta ya!

– ¿Dónde estuvo el lunes por la mañana, señor Thorsson? -preguntó Lynley.

– En la facultad de Inglés.

– Me refiero a primera hora. Entre las seis y las seis y media.

– En la cama.

– ¿Aquí?

– ¿Dónde, sino?

– Pensé que usted nos lo diría. Un vecino le vio llegar a casa justo antes de la siete.

– Entonces, uno de mis vecinos se equivoca. ¿Quién es? ¿La vaca de al lado?

– Alguien que le vio llegar en coche, bajar y entrar en casa. Muy deprisa. ¿Puede aclararlo? Convendrá conmigo en que es difícil confundir un Triumph.

– En este caso, no. Estaba aquí, inspector.

– ¿Y esta mañana?

– ¿Esta…? Aquí.

– El motor del coche aún estaba caliente cuando llegamos.

– ¿Y eso me convierte en un asesino? ¿Así lo interpreta?

– No lo interpreto de ninguna manera. Solo quiero saber dónde estuvo.

– Aquí. Ya se lo he dicho. No puedo evitar que un vecino espíe, pero no era yo.

– Entiendo.

Lynley miró a Havers. Estaba cansado de la esgrima dialéctica con el sueco. Necesitaba la verdad. Y, por lo visto, solo había una manera de lograrlo.

– Sargento, por favor -dijo.

Havers se sintió muy complacida de hacer los honores. Abrió el cuaderno con gran ceremonial y sacó de la cubierta interior la lista de derechos. Lynley se la había oído recitar cientos de veces, y era muy consciente de que la sabía de memoria. El uso de bloc añadió dramatismo a la ocasión, y dada su creciente antipatía hacia Lennart Thorsson, no negó aquel placer momentáneo a su sargento.

– Bien -dijo Lynley cuando Havers terminó-. ¿Dónde estuvo el domingo por la noche, señor Thorsson? ¿Dónde estaba a primera hora del lunes por la mañana?

– Exijo un abogado.

Lynley señaló el teléfono que colgaba de la pared.

– Adelante, entonces -dijo-. Tenemos mucho tiempo por delante.

– No puedo conseguir uno a estas horas de la mañana, y usted lo sabe.

– Estupendo. Esperaremos.

Thorsson sacudió la cabeza en una clara demostración (aunque manifiestamente falsa) de disgusto.

– Muy bien -dijo-. El lunes a primera hora fui a St. Stephen. Una estudiante quería entrevistarse conmigo. Olvidé su trabajo y volví a toda prisa para recogerlo y llegar a tiempo. ¿Eso es lo que deseaba saber con tanta ansia?

– Una estudiante. Entiendo. ¿Y esta mañana?

– Esta mañana, nada.

– ¿Cómo explica el estado del Triumph? Aparte de caliente, está cubierto de humedad. ¿Dónde lo dejó aparcado anoche?

– Aquí.

– ¿Pretende que nos creamos que salió esta mañana, limpió solamente el parabrisas, por motivos ignotos, y volvió a casa para darse un baño?

– Me importa un bledo lo que cualquiera de los dos…

– ¿Y que conectó el motor un ratito para que el coche se calentara, aunque no iba a ningún sitio?

– Ya he dicho…

– Ya ha dicho muchas cosas, señor Thorsson. Y nada encaja entre sí.

– Si piensa que asesiné a aquel putón…

Lynley se levantó.

– Me gustaría echar un vistazo a su ropa.

Thorsson dejó la taza de café en el borde de la encimera. La taza cayó al fregadero.

– Para eso necesita un mandamiento judicial. Lo sabe muy bien.

– Si es usted inocente, no tiene nada que temer, ¿verdad, señor Thorsson? Tráigame a la estudiante con la que se encontró el lunes por la mañana y entrégueme toda su ropa de color negro. Hemos encontrado fibras negras en el cadáver, a propósito, pero como son una mezcla de poliéster, rayón y algodón, podremos eliminar una o dos de sus prendas desde el primer momento. Sería suficiente.

– Y una skit. Si quiere fibras negras, piense en las togas. Ah, pero no irá a husmear en esa dirección, ¿verdad? Porque todo el mundo tiene una en la jodida universidad.

– Una observación interesante. ¿Su habitación está por ahí?

Lynley se dirigió hacia la puerta de la calle. Encontró la escalera en una sala de estar situada en la parte delantera de la casa y empezó a subir. Thorsson le siguió, con Havers pisándole los talones.

– ¡Bastardo! No puede…

– ¿Este es su dormitorio? -dijo Lynley, ante la puerta más cercana a la escalera. Entró y abrió el ropero empotrado en una pared-. Vamos a ver qué hay. Sargento, una bolsa.

Havers le tiró una bolsa de basura y Lynley comenzó su examen de la ropa.

– ¡Haré que le expulsen de la policía!

Lynley levantó la vista.

– ¿Dónde estaba el lunes por la mañana, señor Thorsson? ¿Dónde estaba esta mañana? Un hombre inocente no ha de temer nada.

– Si es inocente, para empezar -añadió Havers-. Si lleva una vida decente. Si no tiene nada que ocultar.

Todas las venas del cuello de Thorsson se hincharon. El pulso repiqueteaba como un tambor en su sien. Sus dedos aferraron el cinturón de la bata.

– Cójanlo todo -siseó-. Tienen mi permiso. Cojan cada jodida prenda, pero no olviden esta.

Se quitó la bata. No llevaba nada debajo. Puso los brazos en jarras.

– No tengo nada que ocultarles -dijo.


– No sabía si reír, aplaudir o detenerle en el acto por exhibición impúdica-dijo Havers-. Este tío se lo toma todo a la tremenda.

– Es único en su género -convino Lynley.

– Me pregunto si es producto del entorno universitario.

– ¿Quiere decir que alienta a los profesores a desnudarse ante los agentes de la policía? Creo que no, Havers.

Habían parado en una panadería de Cherry Hinton para tomar dos bollos recién hechos y dos cafés bien cargados. Los bebieron en vasos de plástico mientras regresaban a la ciudad. Lynley se encargaba de poner las marchas para dejar a su sargento una mano libre.

– En cualquier caso, fue un acto muy significativo, ¿no cree, señor? No sé lo que opinará usted, pero creo que estaba buscando la oportunidad de… O sea, que ardía en deseos de exhibir… Bueno, ya sabe…

Lynley arrugó el papel en que iba envuelto el bollo. Lo depositó en el cenicero, entre dos docenas de colillas, como mínimo.

– Estaba ansioso por hacer un pase de su paquete. No hay duda, Havers. Usted le provocó.

La cabeza de la sargento se volvió como un rayo.

– ¿Yo? Señor, yo no hice nada y usted lo sabe.

– Temo que sí lo hizo. Subrayó desde el primer momento que no iba a dejarse impresionar por su empleo en la universidad o por ninguno de sus logros…

– Más bien dudosos.

– … de manera que se sintió obligado a darle una idea del tamaño del placer que le iba a negar como castigo.

– Qué chorrada.

– En efecto. -Lynley tomó un sorbo de café y puso la segunda cuando Havers tomó una curva y desembragó-. Pero hizo algo más, Havers. Y, si me disculpa la expresión, ahí reside la belleza de todo el asunto.

– ¿Cuál, aparte de haberme proporcionado el mejor espectáculo matutino de los últimos años?

– Verificó la historia que Elena contó a Terence Cuff.

– ¿Cómo?

Lynley cambió a tercera y después a cuarta antes de proseguir.

– Según lo que Elena refirió al doctor Cuff, las insinuaciones de Thorsson habían incluido, entre otras cosas, referencias a las dificultades que había tenido cuando estaba a punto de casarse.

– ¿Qué clase de dificultades?

– Sexuales, centradas en el tamaño de su erección.

– ¿Demasiado hombre para que la pobre mujer lo soportara? ¿Va por ahí?

– Exacto.

Los ojos de Havers se encendieron.

– ¿Cómo iba a estar enterada Elena de su tamaño, a menos que él se lo dijera? Debió confiar en que le dieran ganas de echar un vistazo. Hasta puede que le hiciera una demostración para ponerla a cien.

– Muy posible. En conjunto, no es el tipo de invitación velada al acto sexual que una chica de veinte años inventaría, ¿verdad? Sobre todo cuando coincide hasta tal punto con la verdad. Si hubiera inventado la historia, habría atribuido a Thorsson algo más exagerado. Y él es bastante propenso a la exageración, como ya hemos comprobado.

– Por lo tanto, Thorsson mentía sobre el acoso sexual. Y -Havers sonrió con indisimulado placer-, si mintió sobre eso, ¿por qué no sobre todo lo demás?

– Definitivamente, se ha reintegrado a la carrera, sargento.

– Yo diría que va a ganarla por una cabeza de ventaja.

– Ya veremos.

– Pero, señor…

– Siga conduciendo, sargento.

Se internaron en la ciudad, y después de un pequeño embotellamiento provocado por la colisión entre dos taxis al final de Station Road, frenaron ante la comisaría de policía y sacaron la bolsa de ropa que habían cogido en casa de Thorsson. El recepcionista uniformado abrió las puertas interiores del vestíbulo cuando Lynley mostró sus credenciales. Subieron en ascensor al despacho del superintendente.

Encontraron a Sheehan de pie junto al escritorio desierto de su secretaria, con el teléfono pegado a la oreja. Su conversación consistía sobre todo en gruñidos, maldiciones y blasfemias.

– Llevan dos días discutiendo sobre el cadáver de esa chica, Drake -dijo por fin-. Si no está de acuerdo con sus conclusiones, llame a un especialista de la Metropolitana y que se encargue del trabajo… Me importa un bledo lo que opine el jefe sobre este punto. Yo me ocuparé de él. Limítese a hacerlo… Escuche, esto no es una encuesta sobre su competencia como jefe del departamento, pero, si no puede, en conciencia, ratificar el informe de Pleasance y él no lo quiere cambiar, no hay nada que hacer… Yo no tengo autoridad para despedirle… Las cosas son como son, hombre. Llame a la Metropolitana.

Cuando colgó, no expresó excesiva complacencia al ver a los representantes de Scotland Yard en la puerta del despacho, testimonios de la ayuda externa que las circunstancias del caso le habían obligado a soportar.

– ¿Problemas? -preguntó Lynley.

Sheehan cogió unas cuantas carpetas del escritorio y examinó unos papeles depositados en la bandeja.

– Qué mujer -dijo, y cabeceó en dirección a la silla vacía-. Llamó esta mañana, anunciando que estaba indispuesta. Edwina siempre intuye cuándo las cosas van a ponerse al rojo vivo.

– ¿Las cosas se están poniendo al rojo vivo?

Sheehan cogió tres papeles de la bandeja, los añadió a las carpetas y entró en su despacho. Lynley y Havers le siguieron.

– El jefe insiste en que diseñe una estrategia destinada, según sus palabras, a «mejorar las relaciones comunitarias», un eufemismo de tener contentos a los peces gordos de la universidad, impidiendo que ustedes aparezcan allí cada dos por tres. La funeraria y los padres de la chica me llaman cada cuarto de hora preguntando por el cadáver. Y ahora -echó un vistazo a la bolsa de plástico que colgaba de los dedos de Havers-, supongo que me han traído otro juguete.

– Ropa para el departamento forense -dijo Havers-. Nos gustaría que la compararan con las fibras encontradas en el cuerpo. Si obtienen algo positivo, tal vez consigamos lo que necesitamos.

– ¿Para efectuar una detención?

– Es posible.

Sheehan sonrió sin humor.

– Detesto dar a ese par de gallitos otro motivo para pelearse, pero haremos la prueba. Llevan discutiendo sobre el arma desde ayer. A lo mejor esto los distrae un poco.

– ¿Aún no han llegado a ninguna conclusión? -preguntó Lynley.

– Pleasance, sí. Drake no está de acuerdo. No firmará el informe, e insiste en llamar a la Metropolitana para recabar otra opinión desde ayer por la tarde. Orgullo profesional, ya me entiende, por no mencionar competencia. Tiene miedo de que Pleasance esté en lo cierto. Y como ha insistido tanto en librarse de él, si alguien confirma las conclusiones de Pleasance, se arriesga a perder mucho más que el prestigio.

Sheehan tiró los papeles y las carpetas sobre el escritorio, y se mezclaron con un montón de hojas de la impresora del ordenador. Rebuscó en el cajón superior del escritorio y sacó un paquete de chicles. Les invitó, se derrumbó en su silla y se aflojó la corbata. El teléfono empezó a sonar en el despacho de Edwina.

– Amor y muerte -dijo-. Mézclese orgullo con cualquiera de ambos y estás acabado, ¿no?

– ¿Qué molesta más a Drake, la intervención de la Metropolitana o la de cualquier extraño?

El teléfono continuó sonando en el otro despacho. Sheehan se empeñó en hacer caso omiso.

– La Metropolitana. La posibilidad de que sus colegas de Londres tengan que echarle una mano le pone muy nervioso. La presencia de ustedes ha cabreado mucho a nuestros muchachos. Drake no quiere que ocurra lo mismo en el departamento forense, porque mantener a raya a Pleasance ya le provoca bastantes problemas.

– ¿Molestaría mucho a Drake que alguien sin relación con el Yard echara un vistazo al cadáver? Si se diera la circunstancia de que ese alguien trabajara con los dos, Drake y Pleasance, les proporcionara la información de palabra y les permitiera redactar el informe.

Sheehan mostró un repentino interés.

– ¿Qué tiene en mente, inspector?

– Un testigo experto.

– Ni hablar. No tenemos dinero para pagar a alguien de fuera.

– No tendrán que pagar.

Sonaron pasos en el despacho exterior. Una voz falta de aliento contestó al teléfono.

– Obtendremos la información que necesitamos sin que la presencia de la Metropolitana proclame a voz en grito que se está cuestionando la competencia de Drake.

– ¿Y qué ocurrirá cuando llegue el momento de que alguien deba prestar testimonio en el tribunal, inspector? Ni Drake ni Pleasance querrán subir al estrado para exponer conclusiones que no sean suyas.

– Cualquiera de ellos podrá, si colabora y sus conclusiones son las mismas del experto.

Sheehan jugueteó con el paquete de chicles, pensativo.

– ¿Será posible llevarlo con discreción?

– ¿De manera que nadie, excepto Drake y Pleasance, sepa que el testigo experto estuvo aquí? -Sheehan asintió-. Páseme el teléfono.

Una voz femenina llamó a Sheehan desde el despacho exterior, un tímido «Superintendente», y nada más. Sheehan se levantó y fue a reunirse con el agente uniformado que había contestado al teléfono. Mientras hablaban, Havers se volvió hacia Lynley.

– Está pensando en St. James -dijo-. ¿Podrá venir?

– Más deprisa que cualquiera de la Metropolitana -respondió Lynley-. Sin papeleos y sin zancadillas políticas. Rece para que no deba prestar testimonio en los próximos días.

Levantó la vista cuando Sheehan volvió a entrar y se encaminó al perchero metálico del que colgaba su abrigo. Lo cogió, agarró la bolsa de plástico caída junto a la silla de Havers y la tiró al agente que le había seguido hasta la puerta.

– Envía esto a los chicos del departamento forense -ordenó-. Vamonos -dijo a Lynley y a Havers.

Lynley descubrió sin necesidad de preguntar el significado de la expresión de Sheehan. La había visto demasiadas veces para ignorar el motivo. Hasta se dio cuenta de que sus facciones se teñían de una sombría irritación, lo que siempre sucedía cuando recibía la noticia de un asesinato.

Por lo tanto, estaba preparado para la inevitable revelación que Sheehan anunció mientras se ponían en pie.

– Han encontrado otro cuerpo.

Загрузка...