Capítulo 16

Melinda Powell estaba a punto de entrar montada en su bicicleta en el Patio Viejo, cuando un coche de la policía se detuvo a menos de media manzana. Salió un policía uniformado, acompañado del director del Queen's College y el jefe de estudios. Los tres se quedaron hablando a la intemperie, los brazos cruzados sobre el pecho, una expresión grave y sombría en el rostro. Su aliento lanzaba nubecillas de vapor al aire. El policía asintió cuando el director dijo algo al jefe de estudios, y antes de que el policía se marchara, un ruidoso Mini entró en el sendero desde la calle Silver y aparcó detrás del otro vehículo.

Salieron dos personas, un hombre alto y rubio que llevaba un elegante abrigo de cachemira, y una mujer rechoncha envuelta en bufandas y prendas de lana. Se reunieron con los demás, el hombre rubio exhibió algún documento de identidad, y el director del College le tendió la mano. Se enzarzaron en una animada conversación, el director señaló la entrada lateral del College, y el rubio dio indicaciones al policía uniformado. Este asintió y corrió en dirección a Melinda, cuyas manos envueltas en mitones rodeaban los manillares de su bicicleta, notando que el frío del metal se introducía entre la lana tejida como chorros de humedad.

– Perdone, señorita -dijo, cuando pasó de largo y atravesó el portal que daba acceso al College.

Melinda le siguió. Había desperdiciado la mayor parte de la mañana, luchado con un trabajo que estaba escribiendo por cuarta vez, en un esfuerzo por dejar clara su teoría antes de enseñarlo a su tutor, quien sin duda se lo tiraría por los suelos, haciendo gala una vez más de su habitual sadismo académico. Era cerca de mediodía, y aunque era normal ver a miembros del College paseando por el Patio Viejo a estas horas, cuando Melinda salió del pasadizo flanqueado por las torres que conducía a Queen's Lane vio a varios grupos de estudiantes que sostenían conversaciones en voz baja en el sendero que corría entre los dos rectángulos de césped, mientras un grupo más numeroso se había congregado ante la puerta de la escalera situada a la izquierda de la torrecilla norte.

El policía desapareció por esa puerta antes de detenerse un momento para contestar a una pregunta. Melinda desfalleció al presenciar la escena. Notó la bicicleta pesada, como si una cadena oxidada dificultara su manejo, y alzó la vista hacia el último piso del edificio, en un esfuerzo por escudriñar las ventanas de aquella habitación deforme encajada bajo el alero.

– ¿Qué sucede? -preguntó a un chico que pasaba. Llevaba un anorak azul cielo y una gorra a juego, con las palabras «Ski Bulgaria» impresas en rojo.

– Una corredora -respondió el muchacho-. Se la han cargado esta mañana.

– ¿Quién?

– Otra tía de «Liebre y Sabuesos», según dicen.

Melinda notó que la cabeza le daba vueltas.

– ¿Te encuentras bien? -oyó que él preguntaba, pero no respondió, sino que empujó la bicicleta, aturdida, hacia la puerta que daba a la escalera de Rosalyn Simpson.

– Me lo prometió -susurró Melinda para sí. Por un momento, la monstruosa naturaleza de la traición de Rosalyn le resultó aún más devastadora que la muerte.

No le había arrancado la promesa en la cama, cuando las decisiones desfallecen en presencia del deseo. Tampoco había provocado un lacrimógeno enfrentamiento, utilizando los puntos débiles de Rosalyn como herramientas de una fructífera manipulación. Había optado por el diálogo (intentando mantener la calma, sin caer en el pánico y la histeria que repugnarían a Rosalyn, si no conseguía controlarlos) y urgió a su amante a reflexionar sobre los peligros de continuar corriendo mientras un asesino andara suelto. Esperaba resistencia, sobre todo porque sabía cuánto lamentaba Rosalyn la anterior promesa impulsiva que la había llevado a Oxford el lunes por la mañana, pero, en lugar de una discusión o una negativa tajante a hablar del tema, Rosalyn había accedido. No volvería a correr hasta que descubrieran al asesino, o, si corría, no lo haría sola.

Se habían despedido a medianoche. Aún eran una pareja, pensó Melinda, aún estaban enamoradas… Sin embargo, no habían hecho el amor en todo el martes, como ella había imaginado, celebrando que Rosalyn hubiera anunciado al mundo sus preferencias en materia sexual. No había salido así. Rosalyn había aducido agotamiento, un trabajo que debía preparar y la necesidad de estar sola para asumir la muerte de Elena Weaver. Simples excusas, comprendía Melinda ahora, el principio del fin entre ellas.

¿Acaso no ocurría siempre igual? La locura amorosa del principio. Las citas, las esperanzas. La creciente intimidad. El deseo de sueños compartidos. La gozosa comunicación. Y, por fin, el desengaño. Pensaba que Rosalyn sería diferente, pero ahora ya estaba claro: era falsa y mentirosa, como todas las demás.

Puta, pensó. Puta. Prometiste y mentiste, ¿sobre qué más mentiste, con quién más te acostaste, te acostaste con Elena?

Apoyó la bicicleta contra el muro, indiferente a que las normas del College lo prohibieran, y se abrió paso entre la multitud. Vio que un conserje montaba guardia dentro de la entrada, impidiendo el paso a los curiosos, con aspecto sombrío, irritado y disgustado al mismo tiempo.

– Un disparo -le oyó decir, por encima de los murmullos-. En plena cara.

Y su cólera se disipó en cuanto escuchó aquellas sencillas palabras.

Un disparo. En plena cara.

Melinda descubrió que se estaba mordiendo sus dedos enguantados. En lugar del conserje apostado en la puerta del Patio Viejo, vio a Rosalyn, su rostro y su cuerpo destrozados, desintegrados ante ella en una nube de pólvora, fuego y sangre. Y, a continuación, apareció la horrible certeza de quién lo había hecho, y por qué, y de que su vida pendía de un hilo.

Escrutó los rostros de los estudiantes que la rodeaban, en busca del rostro que escrutaría el suyo. No lo vio, pero eso no significaba que estuviera lejos. Podía encontrarse tras una ventana, espiando sus reacciones. Habría descansado un poco después del esfuerzo, pero su intención sería consumar la tarea.

Sintió que sus muslos se tensaban en respuesta a la exigencia de huir que dictaba su mente. Al mismo tiempo, comprendió que era imprescindible aparentar calma, porque, si daba media vuelta y se ponía a correr delante de todo el mundo (sobre todo si alguien esperaba a que diera el primer paso), estaba perdida.

¿Adónde voy?, se preguntó. Dios mío, Dios mío, ¿adónde voy?

El grupo de estudiantes empezó a dispersarse cuando se oyó una voz masculina por encima de las demás.

– Apartaos, por favor. Havers, haga esa llamada a Londres, por favor.

El hombre rubio que había visto en Queen's Lane se abrió paso entre el grupo reunido ante la puerta, mientras su compañera se dirigía hacia la sala de descanso de los estudiantes.

– El conserje ha dicho que fue un disparo -dijo alguien en voz alta cuando el rubio subió el único peldaño que daba acceso al edificio. Al instante, el hombre lanzó al conserje una mirada de censura, si bien no dijo nada.

– Me han dicho que le destrozó el estómago -dijo un joven con la cara cubierta de granos.

– No, fue en la cara -contestó otro.

– Antes la violaron…

– La ataron…

– Le cortaron las tetas y…

El cuerpo de Melinda entró en acción. Se giró en redondo y se abrió paso a codazos entre la muchedumbre. Si era lo bastante rápida, si no se paraba a pensar adónde iba y cómo lo lograría, si conseguía llegar a su habitación, coger un mochila, un poco de ropa y el dinero que su madre le había enviado por su cumpleaños…

Corrió hacia la escalera situada a la derecha de la torrecilla sur. Abrió la puerta y subió la escalera como una exhalación. Solo quería escapar, casi sin respirar, casi sin pensar.

Alguien gritó su nombre cuando llegó al segundo rellano, pero no hizo caso y continuó hacia arriba. Estaba la casa de su abuela en West Sussex, pensó. Un tío abuelo vivía en Colchester, y su hermano en Kent. Nada le parecía lo bastante seguro, lo bastante alejado. Ninguno de sus parientes le parecían capaces de ofrecerle la protección que necesitaría de un asesino que parecía conocer por anticipado los movimientos, los pensamientos y los planes. De hecho, era un asesino que, incluso en este mismo momento, podía estar acechando…

Llegó al último piso y se detuvo ante la puerta, consciente del peligro que podía aguardar detrás. Se le aflojaron las tripas y las lágrimas se agolparon en sus ojos. Aplicó el oído a la blanca hoja de la puerta, pero esta se limitó a amplificar su respiración entrecortada.

Quería huir, necesitaba esconderse, pero antes tenía que recoger aquel dinero.

– Jesús -susurró-. Oh, Dios. Oh, Dios.

Extendió la mano hacia el pomo. Abrió la puerta. Si el asesino estaba dentro, chillaría como un demonio.

Contuvo la respiración y empujó la puerta con el hombro. Se abrió del todo. Golpeó contra la puerta. Obtuvo una vista general de la habitación. El cuerpo de Rosalyn yacía en su cama.

Melinda empezó a chillar.


Glyn Weaver se colocó a la izquierda de la ventana de la habitación de su hija y apartó la tela transparente del cristal para ver sin obstáculos el jardín delantero. El perdiguero mostraba el nerviosismo previo a un buen paseo. Daba vueltas alrededor de Justine, que se había puesto un chándal y zapatillas de deporte para realizar los ejercicios preparativos. Había sacado la correa del perro, y Townee la cogió de la hierba durante una de sus carrerillas. La paseó como una bandera. Hizo toda clase de cabriolas.

Elena le había enviado una docena de fotos del perro: un cachorrito dormido sobre su regazo, un poco más crecido, buscando sus regalos tras el árbol de Navidad, en casa de su padre, un ágil adolescente que salvaba de un brinco un muro de piedra seca. En el dorso de cada foto había escrito la edad de Townee (seis semanas y dos días; cuatro meses y ocho días; ¡hoy cumple diez meses!), como una madre mimosa. Glyn se preguntó si habría hecho lo mismo con el hijo que llevaba en su seno, o si habría optado por el aborto. Al fin y al cabo, un niño era diferente de un perro. Independientemente de los motivos que la hubieran impulsado a quedarse embarazada, pues Glyn conocía lo bastante a su hija para saber que el embarazo de Elena debía ser un acto premeditado, Elena no era tan idiota para creer que un hijo no cambiaría su vida. Los hijos siempre alteraban la vida de la gente de incontables formas, y su devoción nunca era tan constante como la de un perro. Pedían y pedían, y casi nunca daban. Solo los adultos casi desprovistos de egoísmo podían disfrutar continuamente la sensación de ser despojados de todos los recursos y sueños.

¿Y cuál era la recompensa? La nebulosa esperanza de que aquel ser, aquel individuo completo sobre el cual se carecía por completo de control, no cometiera los mismos errores, no repitiera las mismas pautas, no padeciera los mismos sufrimientos de sus padres.

Justine se estaba sujetando el pelo en la nuca. Glyn tomó nota de que, para ello, utilizaba un pañuelo que hacía juego con el chándal y las zapatillas. Se preguntó si Justine salía de casa alguna vez sin un conjunto impecable, y rió por lo bajo al verla. Aunque deseara criticarla por ir a entrenarse dos días después del asesinato de su hijastra, no podía condenarla por la elección del color. Era muy apropiado.

Qué hipócrita, pensó Glyn, y torció los labios. Se apartó para no verla.

Justine había salido de casa sin despedirse, elegante, fría y majestuosa, pero ya no tan controlada como deseaba. El enfrentamiento de la mañana durante el desayuno había terminado con eso, y la mujer verdadera había surgido tras el disfraz de anfitriona y esposa perfecta de un profesor. Ahora iría a correr, para tonifica aquel cuerpo adorable y seductor, para segregar un sudor que oliera a rosas.

Pero había algo más. Tenía que correr. Y tenía que esconderse. Porque la verdad oculta tras la Justine Weaver ficticia se había desvelado aquella mañana, en aquel fugaz momento en que sus facciones, por lo general cándidas e inocentes, transparentaron un sentimiento de culpabilidad. La verdad había surgido.

Había odiado a Elena. Y ahora que iba a correr, Glyn se dedicaría a buscar las pruebas capaces de demostrar que, tras la fachada de buenos sentimientos de Justine, se agazapaba la desesperación de una asesina.

Oyó que los alegres ladridos del perro se alejaban hacia Adams Road. Por fin se habían marchado. Glyn estaba decidida a aprovechar cada segundo de su ausencia.

Se encaminó a toda prisa hacia el dormitorio principal, con sus elegantes muebles daneses y lámparas de latón. Se acercó al largo tocador y empezó a abrir cajones.


– Georgina Higgins-Hart. -El agente de cara de comadreja consultó su libreta, cuya cubierta estaba manchada de algo muy parecido a salsa de pizza-. Miembro de «Liebre y Sabuesos». Se preparaba para la licenciatura en Literatura del Renacimiento. Nacida en Newcastle. -Cerró la libreta-. El director del colegio y el jefe de estudios identificaron el cadáver sin la menor duda, inspector. La conocían desde que llegó a Cambridge, hace tres años.

El agente montaba guardia ante la puerta cerrada del dormitorio de la muchacha, con las piernas abiertas, los brazos cruzados sobre el pecho, y su expresión, que oscilaba entre la autocomplacencia y la burla, indicaba hasta qué punto consideraba responsable de este último asesinato a la incompetencia de la New Scotland Yard.

– ¿Tiene la llave, agente? -se limitó a preguntar Lynley, y la cogió cuando el hombre se la tendió.

Observó que Georgina había sido una fanática de Woody Allen, y que la mayor parte del espacio libre de las paredes estaba dedicada a los carteles de sus películas. Las estanterías dedicadas a libros ocupaban el resto, y sobre ellas descansaba una ecléctica colección de sus pertenencias, desde una serie de muñecas antiguas Raggedy Ann hasta una cuidadosa elección de vinos. Había dispuesto los pocos libros que tenía sobre la repisa de la chimenea empotrada. Una palma en miniatura los sujetaba por cada lado.

Después de cerrar la puerta, Lynley se sentó sobre el borde de la cama. Estaba cubierta por un edredón rosa, con un gran ramo de peonías amarillas bordado en el centro. Sus dedos recorrieron el dibujo de flores y hojas, mientras su mente recorría las pautas de los dos asesinatos.

De entrada, aparecían los detalles más obvios: una segunda corredora de «Liebre y Sabuesos», una segunda chica, una segunda víctima que era alta, delgada y de pelo largo, sorprendida en la penumbra del amanecer. Esas eran las similitudes superficiales. Pero, si los asesinatos estaban relacionados, tenían que existir otras.

Y existían, por supuesto. La más patente era que Georgina Higgins-Hart, al igual que Elena Weaver, estaba relacionada con la facultad de Inglés. Aunque ya se había graduado, Lynley no podía pasar por alto el hecho de que, en su cuarto curso universitario, habría conocido a muchos profesores, a casi todos los adjuntos, y a todas las personas interesadas en su campo, la literatura del Renacimiento, las obras, tanto europeas como británicas, escritas en los siglos catorce, quince y dieciséis. Sabía las deducciones a las que llegaría Havers cuando se enterara, y no podía negar la relación existente.

Pero tampoco podía pasar por alto que Georgina Higgins-Hart era miembro del Queen's College, ni lo que el Queen's College implicaba, además.

Se levantó y caminó hacia el escritorio encajonado en un hueco, de cuyas paredes colgaba una colección de fotogramas de El dormilón, Bananas y Toma el dinero y corre. Estaba leyendo el primer párrafo de un ensayo sobre Cuento de invierno, cuando la puerta se abrió y Havers entró.

Se reunió con él junto al escritorio.

– ¿Y bien?

– Es Georgina Higgins-Hart. Literatura del Renacimiento.

Intuyó su sonrisa cuando la sargento identificó el período con su autor más representativo.

– Lo sabía. Lo sabía. Hemos de volver a su casa y buscar esa escopeta, inspector. Sugiero que Sheehan nos preste a unos cuantos de sus chicos para poner patas arriba su guarida.

– No pensará que un hombre de la inteligencia de Thorsson se cargue a una chica y luego guarde el arma entre sus cosas. Sabe que sospechamos de él, sargento. No es tan idiota.

– No hace falta que sea idiota. Basta con que esté desesperado.

– Además, como apuntó Sheehan, está a punto de abrirse la temporada del faisán. Las escopetas abundan. No me sorprendería averiguar que en la universidad existe una asociación de devotos de la caza. Si encuentra una guía del estudiante sobre la repisa, compruébelo.

Havers no se movió.

– ¿Insinúa que los dos asesinatos no están relacionados?

– De ninguna manera. Todo lo contrario, pero no necesariamente de la manera más obvia.

– Pues ¿cómo? ¿Qué otra relación puede existir, sino la más obvia, que nos han servido en bandeja de plata? De acuerdo, sé que hay otra relación que tener en cuenta, porque también corría. Y también sé que, en general, se parecía a la Weaver, pero la verdad, inspector, intentar basar un caso en esos dos hechos parece mucho más difícil que basarlo en Thorsson. -Dio la impresión de que intuía la inclinación de Lynley a contradecir su punto de vista, y prosiguió con más insistencia-. Sabemos que existía algo de verdad en las acusaciones de Elena Weaver contra Thorsson. Lo ha demostrado esta misma mañana. Si la estaba acosando, ¿por qué no también a esa chica?

– Hay otra relación, Havers. Además de Thorsson. Además de correr.

– ¿Cuál?

– Gareth Randolph. Es miembro del Queen's.

La información no pareció complacer ni intrigar a Havers.

– Muy bien. En efecto. ¿Y su móvil, inspector?

Lynley jugueteó con los objetos esparcidos sobre el escritorio de Georgina. Los catalogó mentalmente y reflexionó sobre la pregunta de su sargento, con la intención de madurar una respuesta hipotética que se adaptara a ambos asesinatos.

– Quizá se trate de un rechazo primario que ha contaminado el resto de su vida.

– ¿Elena Weaver le dio calabazas, él la mató, y después, al descubrir que un solo asesinato no bastaba para borrar el rechazo de su recuerdo, necesita matar una y otra vez, sea donde sea? -Havers no hizo nada para disimular su incredulidad. Pasó la mano por su cabeza, agarró un mechón y tiró de él nerviosamente-. No me lo trago, señor. Los métodos son demasiado diferentes. Puede que la Weaver muriera en un ataque bien planeado, pero «ataque» es la palabra clave. Una rabia auténtica impulsaba al criminal, al deseo de hacer daño, además de matar. Este otro… -Agitó la mano sobre el escritorio, como si los libros y papeles diseminados simbolizaran la muerte de la segunda muchacha-. Creo que este se cometió por la necesidad de eliminar. Hazlo deprisa, hazlo sin complicaciones, pero hazlo.

– ¿Por qué?

– Georgina estaba en «Liebre y Sabuesos». Probablemente conocía a Elena, y, de ser así, también es probable que conociera las intenciones de Elena.

– Acerca de Thorsson.

– Y tal vez Georgina Higgins-Hart era la prueba que Elena necesitaba para corroborar la acusación de acoso sexual. Tal vez Thorsson lo sabía. Si fue a discutir del asunto con Elena el jueves por la noche, quizá la chica le dijo que no iba a ser la única en acudir a las autoridades. Y, de ser así, ya no iba a ser solo su palabra contra la de él. Iba a ser la de él contra la de ellas. No lo tenía muy bien, ¿verdad, inspector? Habría despertado la animosidad del personal.

Lynley se vio obligado a admitir que la hipótesis de Havers era más realista que la suya. En cualquier caso, a menos que encontraran una prueba concluyente, estaban atados de pies y manos. La sargento pareció intuir sus pensamientos.

– Tenemos las fibras negras -insistió-. Si coinciden con sus ropas, ya le tenemos.

– ¿De veras cree que Thorsson nos hubiera entregado sus cosas esta mañana, independientemente de su estado de ánimo, si hubiera abrigado la menor sospecha de que coincidirían con las fibras encontradas en el cuerpo de Elena Weaver? -Lynley cerró un libro abierto sobre el escritorio-. Sabe que no existen pruebas a ese respecto, Havers. Necesitamos otra cosa.

– El arma utilizada contra Elena.

– ¿Ha localizado a St. James por teléfono?

– Aparecerá a eso del mediodía de mañana. Estaba liado con un no-sé-qué polimórfico, murmuró algo sobre isoenzimas y de que tenía los ojos cansados de mirar por el microscopio durante más de una semana. La distracción le sentará bien.

– ¿Eso dijo?

– No. En realidad, dijo: «Dile a Tommy que me las pagará», pero eso es muy propio de ustedes dos, ¿no?

– Ya lo creo.

Lynley estaba mirando la agenda de Georgina. Era menos activa que Elena Weaver, pero, al igual que esta, llevaba un registro de sus citas. En la lista se incluían los seminarios y las evaluaciones, por el tema y por el nombre del supervisor. También constaba «Liebre y Sabuesos». Solo tardó un momento en comprobar que el nombre de Lennart Thorsson no salía, ni nada parecido al pececillo que Elena había dibujado con regularidad en su calendario. Lynley pasó todas las páginas de la agenda, en busca de algo que sugiriera el tipo de intriga que implicaba el pez, pero no había nada. Si Georgina Higgins-Hart tenía secretos, no los había confiado al volumen.

En realidad, contaban con muy poco para seguir adelante. Una serie de conjeturas indemostrables, a lo sumo. Hasta que Simón Allcourt-St. James llegara a Cambridge, y a menos que les proporcionara algo más sobre lo cual trabajar, dependían de las escasas evidencias reunidas hasta el momento.

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