Capítulo 14

– ¿Nos has reunido para una sesión de porno bíblico?

Hugh apartó la mirada con desinterés de donde los vampiros y yo nos arracimábamos alrededor de la mesa de mi cocina. Ya casi no se apreciaba ninguna magulladura. El diablo se puso un cigarro en los labios y sacó un mechero del bolsillo de su abrigo.

– No fumes aquí -le advertí.

– ¿Qué más te da? ¿Me vas a decir que no te pasaste casi todo el siglo XX fumando?

– En absoluto. Pero ya no lo hago. Además, es malo para Aubrey.

La gata, que estaba sentada en una de mis encimeras, dejó de atusarse al oír su nombre y lo miró de soslayo. Hugh, devolviéndole la mirada, dio una larga calada al cigarro antes de apagarlo contra la superficie junto a ella. Aubrey siguió acicalándose, y Hugh empezó a deambular por el apartamento.

A mi lado, Cody estaba apoyado en la mesa, estudiando mi Biblia.

– No entiendo cómo pueden ser ángeles estos tipos. «Hijos de Dios» parece un término genérico para los humanos. Quiero decir, ¿no se supone que todos somos hijos de Dios?

– Mejorando lo presente, claro -llamó Hugh desde el salón, antes de añadir-: ¡Jesús bendito! ¿De dónde has sacado esta estantería? ¿De Hiroshima?

– En teoría lo somos -convine, haciendo oídos sordos al diablillo y respondiendo a la pregunta de Cody. Había hecho varias pesquisas bíblicas desde mi descubrimiento de hoy y empezaba a cansarme del libro-. Pero Warren tiene razón… ese término se emplea para referirse a los ángeles. Además, aquí las mujeres no se llaman «hijas de Dios». Se denominan «hijas de los hombres». Ellas son humanas, sus maridos no.

– Podría ser sexismo puro y duro. -Peter por fin se había atrevido a afeitarse la cabeza. Dada la forma de su cabeza, el look no me parecía nada favorecedor-. No sería un concepto nuevo para la Biblia.

– Nah, creo que Georgina tiene razón -dijo Hugh, volviendo con nosotros-. O sea, sabemos que los ángeles cayeron en desgracia por algo. La lujuria es un motivo tan bueno como cualquier otro, y les da sopas con honda a la gula o la pereza.

– Bueno, entonces, ¿qué tenemos? -Quiso saber Peter-. ¿Qué relación hay entre todo esto y el caza vampiros?

– Aquí -señalé el versículo 6:4-. Donde dice: «En aquel entonces había gigantes en la Tierra (y también después), cuando los hijos de Dios se unieron a las hijas de los hombres, y ellas les daban hijos. Éstos son los héroes de antaño, hombres famosos.» Las palabras clave son «en aquel entonces» y «también después». Sugiere que los ángeles han caído en desgracia por culpa de las mujeres humanas más de una vez. Esto responde a la pregunta de si los ángeles siguen cayendo en desgracia. Lo hacen.

Cody asentía al son de mis palabras.

– Lo que respalda tu teoría de que hay uno intentando caer en estos momentos.

– Sin embargo, no parece que su catalizador vaya a ser la lujuria -apuntó Hugh-. Creo que la nocturnidad y la alevosía encabezan su lista de preferencias.

– A menos que se trate de pasión por Georgina -sugirió secamente Peter-. Al parecer te considera muy guapa.

La observación de Hugh había suscitado mi interés.

– ¿Pero bastaría con la nocturnidad y la alevosía? Sobre todo tratándose de vampiros y diablillos… Quizá en el otro bando no lo aprueben, pero no estoy segura de que eliminar agentes del mal cualifique automáticamente a un ángel para convertirse en demonio.

– Hay precedentes que indican que el otro bando no es precisamente… flexible con los transgresores -observó el diablillo.

– ¿Y el nuestro sí? -preguntó Peter.

Cody me miró de repente.

– ¿Vas a darle la espalda a tu propia teoría?

– No, no. Estoy reconsiderando la parte de la caída en desgracia, eso es todo. Creo que hablar de un «rebelde» o «renegado» podría ser más preciso.

– Pero fuiste tú la que mencionó la caída de los ángeles -señaló Hugh-. Seguro que eso significa algo. ¿Pista relevante o simple broma de mal gusto?

Pensé en la nota. Sí, Hugh tenía razón. Estaba segura de que el contenido de la nota desempeñaba algún papel en todo esto; sencillamente no lograba entender su significado por completo todavía.

– El pésimo humor es inherente a los ángeles -nos recordó Peter-. Por lo menos si tomamos a Cárter como ejemplo.

Vacilé un momento, reticente a compartir mi segunda teoría. Todos parecían interesados en la idea del ángel, no obstante, por lo que supuse que era ahora o nunca.

– Chicos, ¿creéis… creéis que es posible que sea Cárter quien esté detrás de todo esto?

Tres pares de ojos se clavaron en mí, asombrados.

Hugh fue el primero en hablar.

– ¿Qué? ¿Te has vuelto loca? Sé que los dos siempre estáis a la greña, pero Dios, si piensas…

– Cárter es uno de los nuestros -le dio la razón vehementemente Cody.

– Ya lo sé, ya lo sé. -Procedí a explicar el razonamiento que respaldaba mi acusación, citando su sospechosa forma de seguirme y la consiguiente conversación en la tienda de Erik.

Se hizo el silencio.

– Todo eso es muy raro -dijo Peter, al cabo-. Pero sigo sin tragármelo. Cárter no.

– Cárter no -convino Hugh.

– Ah, ya veo. ¿Todo el mundo se apresura a inculparme por lo de Duane, pero Cárter es perfecto? -Se despertó mi ira ante su solidaridad automática, ante la idea de que Cárter pudiera estar por encima de todo reproche-. ¿Entonces por qué se junta con nosotros? ¿Habéis oído hablar alguna vez de un ángel que haga algo parecido?

– Somos sus amigos -dijo Cody.

– Y sabemos pasárnoslo mejor -añadió Hugh.

– Podéis creer lo que os dé la gana, pero yo no. Ir de pub en pub con un demonio y sus colegas es la estrategia de sabotaje perfecta. Nos ha estado espiando. Es sólo que estáis condicionados por lo buen compañero de copas que es.

– ¿Y no te parece, Georgina -me advirtió Peter-, que cabe la ligerísima posibilidad de que seas tú la que esté condicionada? Reconozco que esta descabellada teoría sobre los ángeles tiene cada vez más sentido, ¿pero de dónde ha salido Cárter?

– Eso -dijo Hugh-. Es como si hubieras decidido implicarlo sin ningún motivo. Todo el mundo sabe que no os lleváis bien.

Miré con incredulidad a los tres pares de ojos enfadados.

– Tengo motivos de sobra. ¿Cómo explicáis que estuviera en el local de Erik?

El diablillo sacudió la cabeza.

– Todos conocemos a Erik. Cárter podría haber ido por la misma razón que tú.

– ¿Y las cosas que dijo?

– ¿Pero qué dijo realmente? -Preguntó Peter-. ¿Fue en plan, «Oye, Georgina, espero que recibieras mi nota»? Todo esto está traído por los pelos.

– Mirad, no digo que tenga pruebas sólidas, sólo que circunstancialmente…

– Me tengo que ir -me interrumpió Cody, levantándose. Lo miré con frialdad. ¿Tanto me había pasado de la raya? -Lo entenderé si no estás de acuerdo conmigo, pero no hace falta que te marches.

– No, tengo que hacer una cosa. Peter puso los ojos en blanco.

– No eres la única que sale con alguien ahora, Georgina. Cody no quiere admitirlo, pero creo que tiene una mujer escondida en alguna parte.

– ¿Viva? -preguntó Hugh, impresionado.

Cody se puso el abrigo.

– Tíos, no tenéis ni idea.

– Bueno, ve con cuidado -le advertí de forma automática.

La tensión se disipó de repente, ya nadie parecía enfadado conmigo por haber sospechado de Cárter. Estaba claro, sin embargo, que nadie me creía al respecto. Estaban descartando mis ideas como haría alguien con los miedos irracionales o los amigos imaginarios de una niña pequeña.

Los vampiros salieron juntos, y Hugh los siguió poco después. Me dirigí a la cama, intentando todavía reconstruir las piezas de este rompecabezas. El autor de la nota había hecho una referencia a la caída en desgracia de los ángeles por culpa de las mujeres hermosas; eso debía de significar algo. Sin embargo, sencillamente no podía conectarlo con este extraño par de ataques contra Duane y Hugh, los cuales tenían que ver más con la violencia y la brutalidad que con la belleza o la pasión.

Cuando llegué al trabajo a la mañana siguiente, mi bandeja de entrada reveló un nuevo mensaje de Seth, y me temí algún tipo de continuación de su petición de salir del día anterior. En vez de eso, se limitaba a responder a mi último correo, parte de una conversación sobre sus observaciones del Noroeste. El estilo y la voz del email eran tan entretenidos como siempre, y parecía a todas luces que no le importara, que ni siquiera se hubiera fijado en mi torpe rechazo de ayer.

Verifiqué este hecho más tarde, cuando subí en busca de café. Seth estaba sentado en su rincón de costumbre, tecleando, ajeno al hecho de que fuera sábado. Me detuve y le dije hola, obteniendo una respuesta típicamente distraída a cambio. No mencionó haberme pedido que fuera a la fiesta con él, ni pareciera molesto; de hecho, daba la impresión de no importarle en absoluto. Supongo que debería haberme sentido agradecida por su pronta recuperación, porque no estuviera suspirando con el corazón roto por mí, pero mi egoísmo no pudo por menos que sentirse un poco decepcionado. No me hubiera importado dejar una huella ligeramente más profunda en él, algo que lo impulsara a lamentar ni negativa. Doug y Román, por ejemplo, no se habían dejado amilanar por un no. Qué vanidosa era.

Pensar en los dos me recordó que iba a reunirme con Román más tarde para acudir al concierto de Doug. La perspectiva de volver a ver a Román era embriagadora, aunque la sensación estaba teñida de aprensión. No me gustaba que surtiera este efecto sobre mí, y hasta la fecha no había demostrado la menor aptitud para rechazar sus insinuaciones. Vamos a alcanzar el punto crítico uno de estos días, y temía cuál pudiera ser el resultado. Sospechaba que cuando ocurriera, desearía que Román hubiera desistido de su empeño con la misma facilidad que Seth.

Todas las preocupaciones se evaporaron de mi mente esa noche, cuando dejé entrar a Román en mi apartamento. El atuendo que había elegido era todo en elegantes tonos de azul y gris plateado, hasta el último cabello y pliegue perfectamente en su sitio. Me dedicó una de aquellas sonrisas devastadoras, y hube de cerciorarme de que no empezaran a temblarme las rodillas como si fuera una colegiala.

– Espero que sepas que éste es un concierto de ska con mezcla de punk postgrunge. La mayoría de la gente irá en vaqueros y camisetas. A lo mejor algo de cuero aquí y allá.

– La mayoría de las citas decentes terminan con cuero. -Su mirada recorrió el apartamento, deteniéndose brevemente en la estantería-. ¿Pero no habías dicho que el espectáculo empezaba tarde?

– Sí. A las once.

– Eso nos deja cuatro horas que matar, encanto. Te vas a tener que cambiar.

Miré mis téjanos negros y mi top rojo. -¿No vale así?

– Realza admirablemente tus piernas, lo reconozco, pero creo que te hará falta una falda o un vestido. Algo como lo que llevabas puesto el día de las clases de swing, sólo que tal vez… más sugerente.

– Me parece que es la primera vez que escucho la palabra «sugerente» aplicada a mi guardarropa.

– Y yo me lo creo. -Señaló al pasillo-. Venga. El tiempo es oro.

Diez minutos más tarde regresé con un ceñido vestido de tela georgette azul marino. Tenía los tirantes muy finos y un dobladillo asimétrico, aserrado y fruncido, que subía a lo largo de mi pierna izquierda. Me había soltado la coleta y la melena caía ahora sobre mis hombros.

Román levantó la cabeza de donde estaba enfrascado en trascendental comunicación cara a cara con Aubrey.

– Sugerente. -Indicó la Biblia del Rey James que descansaba en mi mesita. Estaba abierta, como si hubiera estado hojeándola-. No te tenía por feligresa.

Tanto Seth como Warren habían hecho chistes parecidos. Ese mamotreto estaba echando a perder mi reputación.

– Estoy investigando una cosa, nada más. Hasta ahora está resultando sólo moderadamente útil.

Román se puso de pie y se estiró.

– Probablemente debido a que es una de las peores traducciones que existen.

Recordé la plétora de biblias que había visto.

– ¿Me recomendarías alguna mejor? Se encogió de hombros.

– No soy ningún experto, pero lo mejor para documentarse, no por devoción, sería tener más de una. Anotadas. Como las que se usan en la universidad.

Archivé la información, preguntándome si los misteriosos versículos aún podrían desvelar algo más. Por el momento, tenía una cita con la que lidiar.

Terminamos en un pequeño restaurante mejicano escondido en el que no había estado nunca. Los camareros hablaban español (al igual que Román, así las cosas), y la comida no estaba rebajada al gusto estadounidense. Cuando aparecieron dos margaritas en la mesa, comprendí que Román había pedido por mí.

– No quiero beber esta noche. -Recordaba lo aturdida que había acabado la última vez que salimos.

Se me quedó mirando como si acabara de declarar que pensaba dejar de respirar un rato, para variar.

– No lo dirás en serio. En este sitio preparan los mejores margaritas al norte del Río Grande.

– Quiero estar sobria esta noche.

– Uno no te va a matar. Tómatelo con la comida y no te darás ni cuenta. -Me quedé callada-. Por el amor de Dios, Georgina, por lo menos prueba la sal. Un sorbito y estarás enganchada.

A regañadientes, pasé la lengua por el borde. Desencadenó un deseo de beber tequila que rivalizaba con mi instinto sexual de súcubo. Cedí contra mi voluntad y probé un sorbo. Era fantástico.

El menú también, lo que no tenía nada de sorprendente, y terminé tomando dos margaritas en vez de sólo uno. Román resultó tener razón en lo de beber mientras comía, por suerte; sólo me sentía ligeramente achispada, no fuera de control, y sabía que podría manejar la situación hasta que se me pasara el mareo.

– Dos horas más -le dije mientras salíamos del restaurante-. ¿Tienes alguna cosa más en mente?

– Claro. -Inclinó la cabeza en dirección al final de la calle, y seguí el movimiento con la mirada. Miguel `s.

Escarbé en mi memoria.

– He oído hablar de este sitio… espera, ahí se baila salsa, ¿verdad?

– En efecto. ¿Lo has probado alguna vez?

– No.

– ¿Cómo? Creía que eras la reina de las pistas.

– Todavía no he terminado con el swing.

La verdad sea dicha, me moría de ganas por probar la salsa. Como los libros de Seth Mortensen, sin embargo, no me gustaba apurar lo bueno hasta el final de una sentada. Seguía disfrutando del swing y quería agotar todas sus posibilidades antes de cambiar de baile. Vivir tanto tiempo hacía que uno saboreara más las cosas.

– Bueno, tendrás que ponerte en modo multitarea. -Me cogió de la mano y empezó a caminar.

Intenté protestar, pero no podía explicarle realmente mi razonamiento; y así, como con los margaritas, claudiqué sin ofrecer mucha resistencia.

El club era un lugar caluroso y repleto de cuerpos, y la música era para morirse. Mis pies empezaron inmediatamente a marcar el compás mientras Román pagaba la entrada y me conducía a la pista de baile. Igual que con el swing, resultó ser un experto en salsa, y me descubrí siguiendo su ritmo con facilidad tras unos cuantos pases de práctica. Tal vez no hubiera demostrado mucho talento a la hora de defender mi postura contra los margaritas, pero llevaba siglos bailando. Llevaba el don en la sangre.

La salsa resultó ser mucho más sensual que el swing. No es que el swing no lo fuera, por descontado, pero la sala poseía un dejo oscuro y sinuoso. No se podía por menos que concentrarse en la proximidad del cuerpo de la otra persona, el modo en que se movían juntas las caderas. Ahora entendía lo que había querido decir Román con «sugerente».

Nos tomamos un descanso después de aproximadamente media hora, y me llevó a la barra.

– Ahora mojitos -me dijo, levantando dos dedos para el camarero-. Para seguir con la temática latina de esta noche.

– No puedo…

Pero los mojitos aparecieron sin mi beneplácito y resultaron estar tremendamente buenos. Los terminamos antes de lo debido, para regresar cuanto antes a la pista.

Cuando llegó la hora de partir en pos al concierto de ska con mezcla de punk postgrunge de Doug, el plan había perdido parte de su atractivo. Me sentía exultante de tanto bailar, acalorada y sudorosa, y me había tomado otro mojito seguido de un chupito de tequila. Sabía que acababa de encontrar una nueva pasión en la sala y maldije para mis adentros a Román por lo que sin duda iba a convertirse en una adicción, aunque en la práctica hubiera caído gustosamente en ella. Su cuerpo se había movido con seductora elegancia, rozándose con el mío de una forma que me había dejado temblando de anhelo.

Salimos a la calle dando tumbos, cogidos de la mano, sin aliento y riéndonos. El mundo daba vueltas ligeramente a mí alrededor, y decidí que seguramente era lo mejor habernos ido cuando lo hicimos. Mis controles motrices habían dejado de funcionar a niveles normales.

– Bueno, ¿dónde aparcamos?

– Estarás de guasa -le dije, tirando de él para doblar una esquina tras la que se atisbaba el suave brillo de un taxi amarillo-. Tenemos que coger un taxi.

– Venga ya, no estoy tan mal.

Pero tuvo el buen tino de no insistir en sus protestas, de modo que llegamos en taxi a la cervecería de Greenlake. La gente entraba y salía en tropel del edificio; había habido otras dos actuaciones antes de la de Doug. Tal y como me temía, nuestras elegantes ropas de baile desentonaban irremediablemente con el desarrapado atuendo de los universitarios, pero ya no parecía un detalle tan importante como cuando Román me recogió.

– No te enredes en juegos de moda -me aconsejó mientras nos abríamos paso hacia el interior de la atestada cervecería-. Estos chavales seguro que nos toman por anticuados conformistas acomodaticios o algo así, pero lo cierto es que ellos también siguen las reglas a su manera. Sencillamente está de moda no ir a la moda.

Oteé la multitud en busca de los chicos de la librería, esperando que nos hubieran reservado una mesa.

– Oh, no. No te pondrás político cuando te emborrachas, ¿verdad?

– No, no. Es sólo que estoy harto de la gente que siempre intenta encajar en un molde, intentando marcar tendencias, ya sea a un lado o a otro. Me enorgullece ser el tipo mejor vestido de todo el local. Crea tus propias normas, eso es lo que digo.

Divisé a Beth y arrastré a Román hasta una mesa en la otra punta del local. Había más colegas sentados con ella: Casey, Andy, Bruce… y Seth. Me dio un vuelco el estómago.

– Bonito vestido -dijo Bruce.

– Te habíamos reservado un asiento. -Casey indicó una silla-. No sabía que fueras a venir con un… amigo.

El tema de las sillas me preocupaba poco. Sólo podía sentir los ojos de Seth sobre mí, su expresión pensativa pero neutra. Me sonrojé, sintiéndome como una completa idiota, y deseé poder dar media vuelta y desaparecer. Tras darle largas con mi estúpida perorata sobre no aceptar citas, aquí estaba yo, bebida y cogida de la mano de Román. No lograba imaginarme qué estaría pensando Seth de mí ahora.

– Ningún problema -declaró Román, ajeno a mis emociones encontradas e impertérrito ante la divertida atención de mis colegas. Se sentó en la silla y me plantó en su regazo-. La compartiremos.

Andy hizo una incursión a la barra y regresó con cervezas para todos salvo Seth, quien, al igual que con la cafeína, prefería abstenerse. Román y yo explicamos dónde habíamos estado, ensalzando la salsa como el nuevo pasatiempo supremo del mundo, consiguiendo que los demás me exigieran que iniciara una segunda ronda de clases de baile.

El grupo de Doug salió enseguida al escenario, y todos vitoreamos apropiadamente a la vista de nuestro subdirector convertido en vocalista de Nocturnal Admission. La cerveza no dejaba de fluir, y aunque seguir bebiendo probablemente era la mayor estupidez que podía cometer, había rebasado el punto en que podía atender a razones. Además, tenía muchas más preocupaciones. Como evitar el contacto visual con un Seth muy callado. Y paladear la sensación de estar encima de Román, con su pecho contra mi espalda y sus brazos ciñéndome la cintura. Su barbilla descansaba en mi hombro, facilitándole el susurrarme al oído y acariciarme ocasionalmente el cuello con los labios. El bulto que sentía bajo los muslos sugería que no era la única que le encontraba ventajas a esta distribución de los asientos.

Doug se acercó a charlar con nosotros durante el descanso, cubierto de sudor pero extasiado. Reparó en mí pegada a Román.

– Vas muy vestida, ¿no, Kincaid? -Se lo pensó mejor-. O muy poco. No sabría decir.

– Mira quién habla -repuse, terminando mi… segunda… ¿o era la tercera?… cerveza.

Doug llevaba puestos unos ajustados pantalones de vinilo rojo; botas militares; y una chaqueta larga de terciopelo púrpura abierta para dejar su torso al descubierto. Un sombrero de copa raído se ladeaba sobre su cabeza.

– Formo parte del espectáculo, nena.

– Igual que yo, «nene».

Hubo algunas risitas. La expresión de Doug se tornó desaprobadora, pero no me dijo nada; en vez de eso le hizo un comentario a Beth sobre la cantidad de gente que había acudido al concierto.

Me introduje en esa especie de túnel visual que se produce a veces por efecto del alcohol, donde me quedé tan atrapada por mi arremolinada y vertiginosa percepción que la conversación y el ruido a mi alrededor se difuminaron en un zumbido ininteligible, y los rostros y los colores quedaron relegados a un telón de fondo irrelevante aislado de mi existencia. En realidad, lo único que sentía era a Román. Hasta el último de mis nervios chillaba, y deseé que las manos que descansaban en mi estómago se deslizaran hacia arriba hasta copar mis senos. Podía sentir los pezones endureciéndose a través de la fina tela, y me pregunté cómo sería girarse y montarlo como había hecho con Warren…

– Servicio -exclamé de pronto, apeándome atropelladamente de Román. Tenía gracia cómo la vejiga de una podía pasar de soportable a intolerable tan deprisa-. ¿Dónde están los servicios aquí?

Los demás me miraron de forma rara, o eso me pareció a mí.

– Allí atrás -apuntó Casey; su voz sonaba muy lejos pese a tenerla tan cerca-. ¿Estás bien?

– Sí. -Me levanté un tirante-. Sólo tengo que usar el baño. -Y alejarme de Román, añadí para mis adentros, para poder pensar con claridad. Como si tal proeza fuera posible en mi estado.

Román empezó a levantarse, tan borracho y bamboleante como yo.

– Te acompaño…

– Ya voy yo -se ofreció apresuradamente Doug-. Tengo que volver a subir para el próximo set de todas formas.

Me cogió del brazo y se abrió camino entre la gente hacia un pasillo menos poblado al fondo. Trastabillé ligeramente sobre la marcha, y aminoró el paso para ayudarme.

– ¿Cuánto has bebido?

– ¿Antes o después de llegar aquí?

– Joder. Estás ida.

– ¿Algún problema?

– En absoluto. ¿Cómo te crees que me paso yo la mayoría de mis noches libres?

Nos detuvimos frente al aseo de señoras. -Seguro que Seth piensa que soy una golfa.

– ¿Por qué iba a pensar algo así?

– A él no lo verás bebiendo. Purista de los cojones. Él y sus estúpidas gilipolleces sobre la cafeína y el alcohol.

Mis palabrotas encendieron una chispa de sorpresa en los ojos de Doug.

– No todos los abstemios desprecian a los bebedores, ¿sabes? Además, Seth no me preocupa. El que me molesta es el Don Manos Largas de ahí fuera.

Pestañeé, desconcertada.

– ¿Te refieres a Román?

– Menudo cambio has pegado, prácticamente de no aceptar citas a darte el lote en público.

– ¿Y? -repuse, ofuscada-. ¿Es que no puedo estar con nadie? ¿No tengo derecho a hacer algo que quiero realmente, para variar, en vez de por deber? -Mis palabras resonaron con más verdad amarga, y volumen, de lo pretendido.

– Por supuesto -me aplacó-, pero esta noche no eres tú. Como no tengas cuidado vas a hacer algo estúpido. Algo de lo que te arrepentirás luego. Deberías pedirles a Casey o a Beth que te lleven a casa…

– ¡Ja, menudo elemento estás hecho! -exclamé. Sabía que estaba siendo irracional, que jamás hubiera atacado así a Doug estando sobria, pero no podía parar-. Sólo porque no quiero salir contigo, sólo porque prefiero follar con Warren o con cualquier otro, tienes que entrometerte e intentar mantenerme pura e inmaculada. O tuya o de nadie, ¿no es eso?

Doug palideció; unos pocos curiosos se nos quedaron mirando.

– Dios, Georgina, no…

– ¡Eres un hipócrita de mierda! -le grité-. ¡No tienes derecho a decirme lo que tengo que hacer! Ningún derecho, joder.

– No es eso, me…

No escuché el resto de lo que tuviera que decir. Me di la vuelta e irrumpí en el aseo de señoras, el único lugar donde podía refugiarme de estos hombres. Cuando hube terminado y fui a lavarme las manos, me miré en el espejo. ¿Tenía pinta de borracha? Mis mejillas se veían rosadas, algunas de las ondas de mi cabello un poco más lacias que al comenzar la velada. Y estaba sudando. No muy borracha, decidí. Podría ser mucho peor.

Me imponía respeto salir del aseo, temía que Doug estuviera esperándome. No quería hablar con él. Entró una mujer con un cigarro encendido, y le robé uno, que me fumé en su totalidad acuclillada en un rincón para matar el tiempo. Cuando oí que la banda atacaba de nuevo, supe que estaba a salvo.

Salí del lavabo, y choqué de bruces con Román.

– ¿Estás bien? -preguntó, apoyando las manos en mi cintura para estabilizarme-. Me preocupé al ver que no volvías.

– Sí… estoy bien… esto, no, no lo sé -reconocí, apoyándome en él, envolviéndolo con mis brazos-. No sé qué me pasa. Me siento muy rara.

– Está bien -me dijo, dándome unas palmaditas en la espalda-. No pasa nada. ¿Tienes que irte? ¿Puedo hacer algo?

– No… No lo sé… -Me aparté ligeramente y me asomé a sus ojos. Aquellos estanques verdeazulados amenazaban con ahogarme, y de repente no me importaba.

No sé quién empezó (podría haber sido cualquiera de los dos) pero de improviso estábamos besándonos, allí en medio del pasillo, apretando nuestro abrazo, trabajando furiosamente nuestros labios y nuestras lenguas. El alcohol aumentaba mi respuesta física básica, pero atenuaba mi consciencia de la absorción de energía de súcubo. Debía de estar funcionando pese a mi incapacidad para sentirla, sin embargo, porque Román se apartó de mí de repente, desconcertado.

– Qué extraño… -Se llevó una mano a la frente-. Me siento… mareado de golpe. -Vaciló un momento antes de recuperarse y volver a atraerme. Igual que todos los demás. Nunca se percataban de que era yo la responsable, yo la que les hacía daño, así que seguían volviendo a por más.

Su pausa era lo que necesitaba para recuperar un resquicio de sensatez en medio de mi aturdimiento etílico. ¿Qué había hecho? ¿Qué había permitido que me ocurriera esa noche? Cada una de mis interacciones con Román me había hecho traspasar un nuevo límite. Primero había dicho que no aceptaba citas. Luego había accedido sólo a un número limitado de ellas. Esta noche me había jurado que no iba a beber, y ahora apenas si podía mantenerme en pie por culpa del alcohol. Besarnos era otro tabú que acababa de romper. Y no haría sino desembocar en lo inevitable…

En mi imaginación, podía vernos después del sexo. Román despatarrado, pálido y extenuado, drenado de vitalidad. Esa energía crepitaría en mi interior como una corriente eléctrica, y él me miraría fijamente, débil y confuso, incapaz de comprender lo que acababa de perder. Dependiendo de cuánto le robara, podría perder años de su vida. Algunos súcubos poco rigurosos habían llegado incluso a matar a sus víctimas bebiéndoles la vida demasiado rápido.

– No… No… No lo hagas.

Lo aparté de mí, negándome a ver aquel futuro hecho realidad, pero su brazo siguió reteniéndome. Al mirar detrás de él, vi de pronto a Seth, que venía por el pasillo. Se quedó helado al descubrirnos, pero estaba demasiado preocupada como para fijarme en el escritor.

Me faltaba el canto de una moneda para volver a besar a Román, para llevarlo a algún lugar… cualquier lugar… donde pudiéramos estar desnudos y a solas, donde poder hacer todas las cosas con las que fantaseaba. Otro beso… otro beso, y no podría detenerme. Lo deseaba demasiado. Quería estar con alguien de mi elección. Siquiera una vez después de tantos años.

Y por eso precisamente no podía hacerlo.

– Georgina… -empezó Román, desconcertado, sin quitarme aún las manos de encima.

– Por favor -imploré, susurrando-, suéltame. Por favor. Tienes que soltarme.

– ¿Qué sucede? No lo entiendo.

– Por favor, suéltame -repetí-. ¡Que me sueltes! -El inesperado volumen de mi voz me sobresaltó incluso a mí, proporcionándome así la pequeña inyección de energía que necesitaba para liberarme de su presa. Extendió los brazos hacia mí, pronunciando mi nombre, pero retrocedí. Sonaba histérica, desquiciada, y así era como me miraba Román-. No me toques. ¡No! ¡Me! ¡Toques!

Estaba más furiosa conmigo misma, con mi vida, que con él. Me invadían la rabia y la frustración, amplificadas por el alcohol, dirigidas contra el universo. El mundo no era justo. No era justo que algunas personas pudieran tener vidas perfectas. Que civilizaciones hermosas tuvieran que convertirse en polvo. Que nacieran bebés con los alientos contados. Que yo estuviera atrapada en este cruel remedo de existencia. Una eternidad para hacer el amor sin amor.

– Georgina…

– No me toques. Nunca jamás. Por favor -susurré con voz ronca, y entonces, hice lo único que me quedaba por hacer. Escapar. Correr. Le di la espalda y corrí por el pasillo, alejándome de Román, de Seth, de la zona de mesas. No sabía adónde iba, pero estaría a salvo. Román estaría a salvo. Quizá fuera incapaz de restañar mis heridas, pero podía evitar que él sufriera ninguna.

La coordinación y la desesperación se combinaron para arrojarme contra la gente, que respondía con distintos grados de educación a mi manía. ¿Me seguía Román? No lo sabía. Había bebido por lo menos tanto como yo; su coordinación no sería mucho mejor. Si pudiera quedarme a solas, cambiaría de forma o me volvería invisible para salir de aquí…

Empujé una puerta, y una oleada de frío aire nocturno me engulló de pronto. Jadeante, miré a mí alrededor. Estaba en el aparcamiento de la parte de atrás. Estaba repleto de coches, y había unos cuantos fumadores de hachís que no me prestaron atención. La puerta que acababa de trasponer se abrió, y me giré, esperándome a Román. En vez de eso vi a Seth, con cara de preocupación.

– No te acerques a mí -le advertí.

Levantó las manos, adelantando las palmas en un gesto conciliador mientras se acercaba despacio.

– ¿Estás bien?

Retrocedí dos pasos, revolviendo el interior de mi bolso.

– Estoy bien. Es sólo que tengo que… tengo que salir de aquí… alejarme de él. -Saqué el móvil con la intención de llamar a alguno de los vampiros. Se me escurrió entre los dedos, esquivó mis intentos por capturarlo, y golpeó el asfalto con un chasquido enfermizo-. Joder.

Me arrodillé, recogí el teléfono y contemplé desesperada los garabatos de la pantalla.

– Joder -repetí.

Seth se arrodilló junto a mí.

– ¿Qué puedo hacer?

Lo miré. Su cara oscilaba, borrosa.

– Tengo que salir de aquí. Tengo que alejarme de él.

– Vale. Vamos. Te llevaré a casa.

Seth me tomó del brazo, y tuve la vaga impresión de que me conducía unas pocas manzanas hasta un coche de color oscuro. Me ayudó a subir y arrancó. Me recliné en el asiento y me sumergí en la sensación del paseo, dejándome llevar por el balanceo de la inercia, adelante y atrás, adelante y atrás…

– Para.

– ¿Qué?

– ¡Que pares!

Así lo hizo, y yo abrí la puerta para verter el contenido de mi estómago en la calle. Cuando hube terminado, Seth aguardó un momento antes de preguntar:

– ¿Te encuentras en condiciones de seguir?

– Sí.

Pero pocos minutos después, le obligué a hacerse a un lado y repetí la operación.

– Este… viaje me está matando -jadeé cuando volvimos a la carretera-. No puedo quedarme en el coche. El movimiento…

Seth frunció el ceño; de improviso, giró bruscamente a la derecha, a punto de provocar que vomitara dentro del vehículo.

– Lo siento -dijo.

Condujimos unos minutos más, y ya me disponía a pedirle que parara de nuevo cuando el coche se detuvo. Me ayudó a salir, y miré en rededor, sin reconocer el edificio que se alzaba ante nosotros.

– ¿Dónde estamos?

– Mi casa.

Me guió adentro, directamente a un cuarto de baño donde no tardé en arrodillarme y rendirle tributo al retrete, liberando nuevamente más líquido del que creía posible que cupiera en mi interior. Era distantemente consciente de Seth a mi espalda, apartándome el pelo. Tenuemente, recordé que los inmortales superiores como Jerome y Cárter podían dejarse afectar por el alcohol hasta donde ellos quisieran, eligiendo despejarse a voluntad. Cabrones.

No sé cuánto tiempo pasé de rodillas antes de que Seth me ayudara a incorporarme con delicadeza.

– ¿Te tienes en pie?

– Creo que sí.

– Tienes… eh… en el pelo y en el vestido. Me parece que deberías cambiarte.

Bajé la mirada a la tela georgette azul marino y suspiré.

– Sugerente.

– ¿Cómo?

– No importa. -Empecé a bajarme los tirantes para poder desenfundarme el vestido. Seth enarcó las cejas y se dio media vuelta corriendo.

– ¿Qué haces? -preguntó con voz fingidamente normal.

– Necesito una ducha.

Desnuda, me metí en la bañera a trompicones y abrí el grifo. Seth, aún sin mirarme, se retiró hasta la puerta.

– No irás a caerte ni nada.

– Espero que no.

Me coloqué debajo del agua, cuyo calor me arrancó un gemido. Me apoyé en la pared de baldosas y dejé que el pesado chorro me purificara. El shock me despejó las ideas de repente. Levanté la cabeza y vi que Seth se había ido; la puerta del cuarto de baño estaba cerrada. Suspiré y cerré los ojos con fuerza, deseando caer de rodillas y desmayarme. Allí de pie, pensé otra vez en Román, en lo agradable que había sido besarlo. No sabía qué iba a pensar de mí ahora, no después de mi comportamiento.

Cuando cerré el grifo y salí de la bañera, la puerta se abrió una rendija.

– ¿Georgina? Usa esto.

Una toalla y una camiseta gigante volaron por los aires antes de que la puerta volviera a cerrarse. Me sequé y me puse la camiseta. Era roja y lucía una imagen de Black Sabbath. Qué bien.

La actividad me pasó factura, sin embargo, y volvió a invadirme una oleada de náusea.

– No -gemí, camino del retrete.

La puerta se abrió.

– ¿Estás bien? -Seth entró y de nuevo me sujetó el pelo. Esperé, pero no pasó nada. Finalmente me puse de pie, temblorosa. -Estoy bien. Necesito tumbarme.

Me sacó del cuarto de baño y me llevó a un dormitorio presidido por una cama enorme sin hacer. Me desplomé encima de ella, agradecida porque fuera llana y estable, aunque la habitación continuaba dando vueltas. Seth se sentó con cuidado al borde de la cama, observándome con expresión dubitativa.

– Lo siento mucho -le dije-. Siento que hayas tenido que… hacer todo esto.

– No pasa nada.

Cerré los ojos.

– Las relaciones son una mierda. Por eso no acepto citas de nadie. Al final siempre sale alguien perjudicado.

– La mayoría de las cosas buenas conllevan el riesgo de algo malo -observó en tono filosófico.

Me acordé de la carta que me había enviado, en la que hablaba de la relación duradera que había descuidado en favor de su escritura.

– ¿Volverías a hacerlo? -pregunté-. ¿Saldrías con esa chica? ¿Aunque supieras que el resultado sería exactamente el mismo?

Se produjo una pausa.

– Sí.

– Yo no.

– ¿Tú no qué?

Abrí los ojos y lo miré.

– Estuve casada una vez. -Era la clase de confesión motivada por el alcohol que una no pronunciaría jamás de estar sobria-. ¿Lo sabías?

– No.

– Nadie lo sabe.

– Entonces, ¿no funcionó? -preguntó Seth al ver qué pasaba el tiempo sin que yo añadiera nada más.

No pude evitar soltar una risita de amargura. ¿Que si no funcionó? Eso era quedarse corto. Había sido débil y estúpida, rendida a los mismos impulsos físicos que habían estado a punto de llevarme al desastre con Román. Sólo que en el caso de Aristón, no podía justificar mi desliz con el alcohol. Estaba sobria por completo, y sinceramente, creo que llevaba mucho tiempo planeándolo de todos modos. Igual que él.

Había venido un día para hacerme otra visita, sólo que esta vez no hablamos demasiado. Creo que para entonces los dos estábamos ya por encima de conversaciones. Ambos nos mostrábamos nerviosos, deambulando sin rumbo y quedándonos parados, conversando sobre trivialidades que no nos interesaban realmente. Mi atención estaba volcada sobre su presencia física, sobre su cuerpo y los poderosos músculos de sus brazos y piernas. El aire estaba tan cargado de tensión sexual que me extrañaba incluso que pudiéramos movernos.

Me acerqué a la ventana, con la mirada perdida mientras escuchaba sus pasos por el resto de la casa. Regresó un momento después, situándose a mi espalda esta vez. Sus manos se posaron de repente en mis hombros, el primer contacto intencionado que establecía. Sus dedos me abrasaban como un hierro de marcar, y me estremecí; su presa se afianzó al arrimarse más contra mí.

– Letha -me dijo al oído-, sabes… sabes que pienso en ti a todas horas. Pienso en cómo sería… estar contigo.

– Ya estás conmigo.

– Sabes que no es eso lo que quiero decir.

Me giró para mirarme a la cara; sus ojos eran como aceite hirviendo bañándome el cuerpo, untuosos y abrasadores. Sus manos ascendieron por mi cuello hasta enmarcarme el rostro un momento. Se agachó y dejó la boca flotando a un suspiro de la mía. A continuación, su lengua salió disparada y me rozó los labios, la más leve de las caricias. Mis labios se entreabrieron, y me incliné hacia delante en busca de más, pero retrocedió con una sonrisita. Una de sus manos bajó hasta mi hombro, hasta el broche que sujetaba mi vestido, y lo soltó. El tejido se precipitó por mi cuerpo hasta formar un charco en el suelo, a mis pies, dejándome desnuda frente a él.

Sus ojos ardían, absorbiendo cada detalle. Debería haberme sentido azorada o tímida, pero no fue así. Me sentía maravillosamente. Deseada. Adorada. Querida. Poderosa.

– Haría lo que fuera, cualquier cosa con tal de poseerte ahora mismo -susurró. Sus manos viajaron de mis hombros a mis pechos, mi cintura y mis caderas. Mi madre había dicho siempre que mis caderas eran demasiado estrechas, pero bajo sus dedos, las sentía plenas y sensuales-. Mataría por ti. Viajaría a los confines de la tierra por ti. Haría todo lo que me pidieras. Todo, con tal de sentir tu cuerpo contra el mío y tus piernas enroscadas a mí alrededor.

– Nadie me había dicho nunca nada parecido. -Me sorprendió la tranquilidad impresa en mi voz. Por dentro, estaba derretida. A lo largo de los próximos mil años aproximadamente oiría distintas versiones de sus promesas, propiedad de cien hombres distintos, pero en aquel momento sus palabras sonaban nuevas y refrescantes.

Una sonrisa maliciosa curvó los labios de Aristón.

– Kyriakos debe de decirte cosas así todo el tiempo. -El tono acre en su voz me recordó que, si bien los dos eran amigos desde hacía tiempo, siempre había yacido una rivalidad soterrada bajo dicha amistad.

– No. Me hace el amor con los ojos.

– Yo usaría mucho más que los ojos.

En aquel momento comprendí el poder que ejercen las mujeres sobre los hombres. Era sorprendente y embriagador. Al diablo con los problemas de economía y política; era en el dormitorio donde gobernaban las mujeres. La carne, las sábanas y el sudor eran nuestros instrumentos. Aquella certeza me inundó, atravesándome con un enardecimiento más poderoso del que podría producir jamás afrodisíaco alguno. Me regodeé en aquella sensación, solazándome en esta recién descubierta influencia. Creo que fue esta revelación lo que más tarde haría que los poderes del infierno me convirtieran en súcubo.

Extendí los brazos y, con manos temblorosas, comencé a despojarlo de su túnica. Se quedó quieto mientras lo desvestía, pero hasta la última fibra de su ser vibraba de calor y anhelo. Su respiración se tornó rápida y pesada mientras yo estudiaba ahora su cuerpo, fijándome en todos los parecidos que guardaba con el de Kyriakos, y en todas las diferencias. Pasé las yemas de los dedos sobre él, acariciando levemente la piel bronceada, los músculos bien definidos, los pezones. A continuación mis manos descendieron bajo su estómago para cerrarse en torno a la dura y prolongada turgencia que encontraron allí. Aristón emitió un débil gemido, pero no avanzó hacia mí aún. Seguía aguardando mi consentimiento.

Levanté la mirada de mis manos acariciadoras y estudié su rostro. Era cierto que haría cualquier cosa por mí. Al tomar conciencia de ello, mi necesidad de él no hizo sino acrecentarse.

– Puedes hacer conmigo lo que quieras -le dije por fin.

Hice que sonara como una concesión, pero en verdad deseaba que hiciera conmigo lo que quisiese. Mis palabras rompieron el hechizo que nos separaba. Fue como el derrumbamiento de un dique. Como expulsar el aliento después de llevar mucho tiempo aguantándolo. Un raudal. Una liberación. Mi cuerpo se desplomó casi sobre el suyo, como si hubiera estado rebelándose contra unas ligaduras ahora cortadas. Su contacto me hizo comprender que deberíamos habernos tocado mucho antes.

Me apresó en un beso implacable, enterrando la lengua en mi boca mientras sus manos se movían debajo de mí para adherirse al dorso de mis muslos. Con un solo movimiento, me levantó en volandas y pegó mi espalda contra la pared. Mis piernas se anillaron en sus caderas, necesitaba tenerlo más cerca; y entonces, de una brusca estocada, me penetró. No sé si es que yo era demasiado estrecha o él demasiado grande, quizá las dos cosas, pero el dolor se produjo en un estallido placentero. Solté un gritito de sorpresa, pero no se detuvo para ver si me encontraba bien. Lo había poseído la pasión, ese impulso animal encerrado en lo más hondo de nuestra sangre que garantiza la perpetuación de la especie. Se concentró ahora exclusivamente en su propio placer mientras empujaba contra mí, una y otra vez, cada vez con más fuerza, como si se creciera con cada gemido y chillido que escapaba de mis labios. Jamás hubiera pensado que podría encontrar liberación en un sexo tan basto, pero lo hice… más de una vez. Cada consumación me bañaba como una abrasadora oleada de sensaciones, naciendo en el fondo de mí ser y propagándose por todo mi cuerpo, restregándose contra cada uno de mis nervios, cubriendo hasta la última de mis partes para saturarme por completo. A continuación la oleada explotaba en fragmentos rutilantes, dejándome encendida, dolorida y sin aliento. Era como hacerse pedazos y regenerarse. Era exquisito. Cada uno de estos orgasmos parecía espolearlo hasta que llegó al clímax. Esta vez fui yo la que se creció con su liberación, clavándole las uñas en la espalda con todas mis fuerzas, asiéndome a él, poniendo un tembloroso y jadeante punto final al episodio.

Y sin embargo, aquello no fue realmente el final; tardó apenas unos instantes en estar listo de nuevo. Me llevó a la cama y esta vez me colocó de rodillas, inclinándose sobre mí por la espalda.

– He oído que las viejas dicen que ésta es la mejor postura para concebir un hijo -susurró.

Dispuse apenas de un momento para ponderar sus palabras antes de tenerlo nuevamente dentro de mí, aún brusco y exigente. Pensé en lo que había dicho mientras me embestía, que quizá fuera él quien me diera descendencia después de todo, no Kyriakos. Aquella idea me hizo sentir extraña, ávida y pesarosa a un tiempo.

Aristón no tenía tantas preocupaciones cuando yacíamos tendidos encima de las mantas ya entrada la tarde, ambos agotados y rendidos mientras el sol que entraba por la ventana nos bañaba con su calor.

– El problema podría ser de Kyriakos -me explicó-. No tuyo. Con todas las veces que te he cubierto hoy, es imposible que no te quedes preñada. -Me chupó el lóbulo de la oreja y me rodeó con los brazos por detrás, dejando que sus manos descansaran en mis pechos-. Te he llenado a rebosar, Letha.

Su voz era baja y dominante, como si acabara de conseguir algo más tangible que el simple sexo. De pronto me pregunté quién sería el que ostentaba el poder en el dormitorio después de todo.

Me apoyé en él, pensando en lo que había hecho y en lo que quería hacer ahora. ¿Cómo podía volver a ser una esposa tras haber sido una diosa? No tuve que decidir nada, sin embargo, porque lo siguiente que supe fue que Kyriakos había llegado antes de tiempo y me llamaba desde el frente de la casa. Aristón y yo nos sentamos de golpe, sobresaltados. Mis dedos se enmarañaron mientras intentaba zafarme de las mantas, enredándose en ellas. Mi vestido. Tenía que encontrar mi vestido. Pero no estaba allí, comprendí. Lo había dejado en la otra habitación. A lo mejor, pensé desesperadamente, podía recuperarlo antes de que Kyriakos nos encontrara. A lo mejor podía ser lo bastante rápida. Pero no lo fui.

En el presente, lo único que le dije a Seth fue:

– Eso. No funcionó. En absoluto. Lo engañé.

– Ah. -Una pausa-. ¿Por qué?

– Porque sí. Fue una estupidez.

– ¿Por eso no sales con nadie?

– Todo aquello fue demasiado doloroso. No salió nada bueno que compensara lo malo.

– No puedes estar segura de que la próxima vez también saldrá mal. Las cosas cambian.

– Para mí no. -Cerré los ojos para ocultar las lágrimas que los anegaban-. Ahora voy a desmayarme.

– Está bien.

Tal vez se fue o tal vez se quedó; no lo sé. Sólo sé que me quedé inconsciente, sumida en un sueño negro y entumecedor.

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