7.- La ayuda de una amiga

Me desperté con una luz tenue que se colaba por las cortinas y bañaba la habitación. Estaba sola en la cama y tardé un poco en situarme. Poco a poco empecé a recordar lo que había hecho la noche anterior y giré la cabeza despacio para mirar el despertador de la mesilla de noche. Tenía el cuello tan tenso que tuve que girar todo el cuerpo para ver la hora: las 11.30. Me incorporé. Los abdominales no me dolían pero tenía los muslos y las pantorrillas agarrotadas y me costó ponerme en pie. Me arrastré hasta el baño con la sensación de haber corrido siete kilómetros después de estar un par de meses sin salir de casa y abrí el grifo de agua caliente de la bañera al máximo.

Ralph me llamó desde el salón.

– Buenos días -le devolví el saludo-. Si quieres hablar conmigo tendrás que venir al baño porque no puedo ir más lejos.

Mientras me inspeccionaba la cara en el espejo, Ralph apareció, vestido, en el cuarto de baño. Mi incipiente ojo morado estaba ennegreciendo y tenía zonas verdes y amarillas. El otro ojo estaba rojizo. La mandíbula la tenía de color gris. El efecto en general era muy poco atractivo.

Creo que Ralph compartía mi opinión. Lo vi por el espejo con cara de asco. Seguro que Dorothy no había llegado nunca a casa con un ojo morado: la vida de pueblo es tan aburrida…

– ¿Lo haces a menudo? -preguntó Ralph.

– ¿El qué? ¿Escudriñarme el cuerpo? -le pregunté.

Hizo un gesto con las manos.

– Pelearte -dijo.

– No tanto como cuando era niña. Crecí en el sur de la ciudad, en Ninetieth y Commercial, no sé si conoces el barrio… Había muchos polacos que trabajaban en la siderúrgica que no aceptaban a los extranjeros, y el sentimiento era mutuo. En mi instituto reinaba la ley de la selva. Si no sabías dar un buen puñetazo o una patada, estabas perdido.

Me di la vuelta. Ralph movía la cabeza pero hacía un esfuerzo para entenderlo y no echarse atrás.

– Es otro mundo -dijo despacio-. Yo crecí en Libertyville y creo que nunca me peleé de verdad con nadie. Si mi hermana hubiera vuelto alguna vez a casa con un ojo morado, mi madre habría estado histérica durante un mes. ¿A tus padres no les importaba?

– Mi madre no soportaba que me peleara, pero murió cuando yo tenía quince años, y mi padre se alegraba de que supiera defenderme sola.

Era cierto. Gabriella odiaba la violencia, pero era una luchadora, y mi espíritu luchador lo heredé de ella, no del bonachón de mi padre.

– ¿Todas las chicas de tu escuela se peleaban? -quiso saber Ralph.

Me metí en la bañera mientras meditaba la respuesta.

– No, algunas eran muy miedicas. Y había unas cuantas que se echaban novietes para que las protegieran. El resto aprendíamos a defendernos. Una pelirroja que iba conmigo al colegio todavía se pega en los bares cuando los tíos se la intentan ligar. Es increíble.

Me incliné hacia atrás y me cubrí la cara y el cuello con paños calientes. Ralph estuvo un rato callado y luego me dijo:

– Preparo café, si me dices el secreto, porque no lo he encontrado por ninguna parte. Y no sabía si querrías utilizar los platos por Navidad, así que los he lavado.

Me quité el paño de la boca. Me había olvidado de los malditos platos.

– Gracias.

¿Qué más podía decirle?

– El café está en el congelador, es en grano. Pon una cucharilla por taza. El molinillo está al lado del horno. Es eléctrico. Los filtros están en el armario de encima, y el cazo está sucio, a no ser que lo hayas lavado.

Se inclinó para besarme y se fue a la cocina. Mojé el paño con agua más caliente y flexioné las piernas en el agua hirviendo. Con un poco de ejercicio se me desentumecieron un poco y tuve la esperanza de que no tardaría muchos días en recuperarme. Antes de que Ralph volviera con el café, había desengrasado la mayoría de los músculos. Salí de la bañera, me envolví en una toalla azul y caminé, con menos dificultad que antes, hacia el salón.

Ralph entró con el café. Me miraba el cuerpo pero evitaba mirarme a la cara.

– El día está despejado. Antes he bajado a comprar el periódico. No hace mucho calor, el aire es fresco. ¿Quieres que vayamos a Indiana Dunes?

Empecé a negar con la cabeza pero me paré en seco porque me dolía.

– No. Es una buena idea pero tengo trabajo.

– Vamos, Vic -protestó-. Deja que se encargue la policía. Estás hecha una piltrafa, necesitas tomarte el día libre.

– Tal vez tengas razón -dije evitando ser brusca-. Pero creo que ya hablamos de ese tema ayer por la noche. No puedo tomarme el día libre.

– ¿Y un poco de compañía? ¿Quieres que te lleve a alguna parte?

Le escruté la cara pero sólo vi ganas de ayudar. ¿Le había entrado un ataque de macho protector o tenía algún motivo para que me tomara el día libre? Si me acompañaba, podía controlar mis movimientos. ¿Y mantener informado a Earl Smeissen?

– Voy a Winnetka a hablar con el padre de Peter Thayer. Como es vecino de tu jefe, no quedaría muy bien que me acompañaras.

– Seguramente no -me dio la razón-. ¿Por qué quieres verlo?

– Como dijo el hombre sobre el Annapurna: porque está allí.

Tenía que hacer un par de cosas más, pero cuando estuviera sola.

– ¿Y si cenamos juntos esta noche?

– Ralph, por el amor de Dios, no te comportes como un perrito faldero. No vamos a cenar juntos esta noche. Eres muy atento y te lo agradezco, pero necesito tiempo para mis cosas.

– Está bien -se quejó-. Sólo intentaba ser agradable.

Me levanté y caminé penosamente hacia el sofá en el que estaba sentado.

– Ya lo sé.

Le puse el brazo alrededor del cuello y lo besé.

– Yo sólo intento ser desagradable.

Me cogió para que me sentara en su regazo. Cambió la mala cara y me besó.

Al cabo de unos minutos lo abandoné con delicadeza y fui renqueando hasta mi habitación para vestirme. El traje azul marino estaba tirado en una silla con un par de rasguños y unas cuantas manchas de sangre. Seguro que en la tintorería me harían un apaño pero no tenía ganas de ponérmelo más. Lo tiré y me puse unos pantalones verdes, una camiseta de color amarillo claro y una chaqueta. Ideal para las zonas residenciales. Decidí no retocarme la cara. Si me maquillaba, sólo conseguiría que se me notaran más los moratones a la luz del día.

Me comí unos cereales mientras Ralph tomaba tostadas con jamón.

– Bien -dije-, ha llegado la hora de visitar los barrios altos.

Ralph bajó las escaleras conmigo e intentó darme la mano para ayudarme.

– No gracias -le dije-, será mejor que me acostumbre a bajarlas sin ayuda de nadie.

Cuando nos dijimos adiós ganó puntos porque no alargó la despedida. Un besito y se fue hacia su coche saludándome con la mano. Me quedé mirándolo hasta que desapareció y luego paré un taxi que pasaba por ahí.

El taxista me dejó en Sheffield, al norte de Addison, un barrio mucho más deprimido que el mío, habitado mayormente por puertorriqueños. Llamé al timbre de Lotty Herschel y suspiré aliviada cuando me contestó.

– ¿Quién es? -rezongó a través del interfono.

– Soy yo, Vic -dije, y empujé la puerta de la entrada.

Lotty me esperó en el umbral de la puerta hasta que conseguí subir los dos pisos.

– Querida Vic, ¿se puede saber qué te ha pasado en la cara? -me saludó con las cejas arqueadas para acentuar su asombro.

Hace años que conozco a Lotty. Es médico y tendrá unos cincuenta años, supongo, aunque con la energía que tiene y esa cara tan juvenil, es difícil de adivinar. En su juventud vienesa descubrió el secreto de estar permanentemente en movimiento. Tiene unas ideas muy contundentes sobre algunos temas, y las pone en práctica en la medicina, para disgusto de sus colegas. Fue una de las pocas doctoras que practicaba abortos en mis épocas de estudiante, cuando el aborto era ilegal y un tema tabú para la mayoría de médicos. Ahora ha montado una clínica en un local desvencijado del barrio. Al principio quería que fuera totalmente gratis, pero se dio cuenta de que la gente del barrio no se fiaría de unos tratamientos por los que no tuviera que pagar. Aun así, es una de las clínicas más baratas de la ciudad, y a veces me pregunto si realmente puede vivir de eso.

Cerró la puerta y me hizo pasar al salón. Al igual que Lotty, el salón era austero pero con colores vivos. Cortinas rojas y naranjas y una pintura abstracta en la pared que parecía fuego. Me hizo sentar en un sofá-cama y me sirvió una taza del fuerte café vienes que ella tomaba a todas horas.

– Y ahora, Victoria, cuéntame qué has estado haciendo, que subes la escalera como si fueras una vieja y tienes el ojo morado. Estoy convencida de que no ha sido un accidente; eso es demasiado civilizado para ti. ¿Me equivoco?

– Como siempre, tienes razón, Lotty -le dije y le hice un resumen de mis aventuras.

Se mordió los labios cuando le conté la historia, pero no perdió tiempo en intentar convencerme de que lo denunciara en comisaría, ni de que dejara el caso ni de que me quedara un día en la cama. Aunque no siempre estaba de acuerdo conmigo, Lotty respetaba mis decisiones. Fue a su habitación y volvió con una maleta negra de médico. Me tiró de los músculos de la cara y me miró los ojos con un aparato de oftalmología.

– Nada que el tiempo no pueda curar -dijo y me comprobó los reflejos de las piernas-. Tienes el cuerpo dolorido y lo tendrás durante unos días. Pero estás bien. Cuídate un poco y estarás en forma dentro de nada.

– Imaginaba que dirías algo así. Pero no puedo esperar a estar en forma. El dolor en los músculos ya me está retrasando bastante. Necesito algo que alivie el dolor para poder hacer unos recados y pensar. Codeína, no, porque me deja por los suelos. ¿Tienes algo para mí?

– Sí, claro. Una medicina milagrosa -dijo en tono de sorna-. No deberías confiar tanto en los médicos y en las medicinas, Vic. Te pondré una inyección de fenilbutazona. Es lo que se da a los caballos de carreras para que no sufran mucho cuando corren, porque la verdad, yo te veo como a un caballo galopando.

Desapareció unos minutos y oí la puerta de la nevera. Vino con una jeringa y un botecito.

– Túmbate. Te lo pondré detrás para que te llegue a la sangre lo más rápido posible. Bájate un poco los pantalones. Es muy fuerte, como un chute; en media hora estarás como un caballo.

Lotty trabajaba deprisa mientras hablaba. Sentí un pinchazo y nada más.

– Siéntate, que te contaré cosas de la clínica. Te daré nepenthe para que te lo lleves. Es un calmante muy fuerte. No bebas ni conduzcas durante el tratamiento. Te daré unas cuantas pastillas.

Me acomodé en el sofá e intenté no relajarme demasiado. La tentación de tumbarme y dormir era muy fuerte. Me obligué a prestar atención a las explicaciones rápidas e inteligentes de Lotty y a hacerle preguntas, pero sin discutir sus ideas más descabelladas. Al cabo de un rato la inyección me hizo efecto. Los músculos del cuello estaban más relajados. No me sentía perfectamente pero estaba casi segura de que podría conducir.

Lotty no intentó detenerme cuando me levanté.

– Has descansado casi una hora. Supongo que aguantarás un buen rato.

Me dio pastillas de fenilbutazona en un frasco de plástico y un tubo de nepenthe. Le di las gracias.

– ¿Cuánto te debo?

Negó con la cabeza.

– Nada, esto son muestras. Cuando vengas a hacerte el chequeo que llevas tanto tiempo retrasando, te cobraré lo mismo que un buen doctor de la avenida Michigan.

Me acompañó hasta la puerta.

– De verdad, Vic. Si el Smeissen este se pone pesado, puedes quedarte en mi habitación para los invitados.

Le di las gracias. Era una buena oferta, y tal vez la necesitaría.

En cualquier otra circunstancia, habría ido a buscar mi coche andando; mi piso estaba a tan sólo ocho manzanas del de Lotty. Pero ni con el chute me veía capaz de volver a pie, así que caminé hasta Addison y cogí un taxi. Me llevó hasta la oficina, cogí la tarjeta del censo de Peter Thayer con la dirección de Winnetka y tomé otro taxi que me llevó hasta mi piso para coger el coche. La factura de McGraw se estaba desorbitando con tanto taxi y los 167 dólares del traje azul marino.

Un montón de gente aprovechaba el buen tiempo para pasear. El aire fresco y el cielo límpido me pusieron de buen humor. Hacia las dos estaba en la autopista Edens dirección norte. Empecé a cantar Ch'io mi scordi di te de Mozart, pero mi caja torácica protestó y cambié de emisora. Me quedé con la WFMT, que emitía un concierto de Bartok.

Es curioso que la autopista pierda su encanto a medida que uno se acerca a las casas de los ricos. A la salida de Chicago, la autopista está flanqueada por verdes prados y bungalows, pero cuando te alejas de la ciudad, el paisaje se llena de centros comerciales, polígonos industriales y restaurantes de comida rápida en los que te sirven sin bajarte del coche. Aunque después de girar hacia el lago por la calle Willow, el paisaje recobró su belleza. Las mansiones señoriales se alzaban detrás de grandes extensiones de césped recién cortado. Miré la dirección exacta de Thayer en la tarjeta y torcí por Sheridan mirando los números de las casas en los buzones. Su casa estaba al este del lago Michigan, con amplios solares que daban a calas privadas y amarraderos para los niños que volvían de Groton o Andover.

Mi Chevy se avergonzó de pasar entre pilares de piedra y más aún cuando pasó al lado de un pequeño Mercedes, un Alfa y un Audi aparcados en un patio trasero. Dejé atrás varios jardines preciosos hasta llegar a la puerta de una mansión de piedra caliza. Al lado de la puerta habían colgado una nota advirtiendo a los proveedores de que dejaran la mercancía en la parte trasera de la casa.

¿Y yo qué era? ¿Una proveedora o una mujer?

No estaba segura de tener que entregar nada, pero mi anfitrión tal vez sí.

Saqué una tarjeta de mi billetero y escribí una nota: «Me gustaría hablar de sus relaciones con los Afiladores». Llamé al timbre.

La cara que puso la mujer de uniforme que me abrió la puerta me recordó que tenía un ojo morado. Con el chute se me había olvidado por completo. Le di la tarjeta.

– Me gustaría ver al Sr. Thayer -le dije un poco seca.

Me miró con desconfianza pero cogió la tarjeta y me cerró la puerta en las narices. A lo lejos se oían voces y gritos de la gente que jugaba en las playas. Como pasaban los minutos y la mujer no volvía, me alejé del porche para mirar con mayor detenimiento el parterre del jardín. Cuando se abrió la puerta, me di la vuelta. La criada frunció el ceño.

– No estoy robando flores -le dije para tranquilizarla- pero como no tienen revistas en la sala de espera, tenía que entretenerme mirando otra cosa.

Suspiró y se limitó a decirme:

– Por aquí.

Ni «por favor» ni nada. Fui indulgente porque estaban de luto.

La criada me guió a toda velocidad por un vestíbulo enorme resguardado por una estatua de un verde pálido, una escalinata y un pasillo que llevaba a la parte trasera de la casa. John Thayer vino hacia nosotras desde el otro lado. Llevaba una camisa blanca de punto y unos pantalones de cuadros grises: un atuendo de las afueras un poco soso. Daba la impresión de estar muy apagado, como si estuviera interpretando el papel de padre que está de luto.

– Gracias, Lucy. Estaremos en el despacho.

Me cogió por el brazo y me llevó a una habitación con cómodos sillones y estanterías atiborradas de libros. Estaban todos muy bien colocados; no sé si alguna vez leía alguno.

Thayer me enseñó la tarjeta con la notita.

– ¿Qué quiere, Warshawski?

– Lo que dice aquí. Hablar de sus relaciones con los Afiladores.

Forzó una sonrisa.

– Las mínimas. Y ahora que Peter… se ha ido, espero que sean inexistentes.

– No sé si McGraw diría lo mismo.

Apretó el puño y arrugó la tarjeta.

– Vamos al grano. McGraw la contrató para que me chantajeara, ¿no?

– Entonces existe una relación entre usted y los Afiladores.

– ¡No!

– ¿Y cómo puede McGraw chantajearle?

– McGraw intenta lo que sea. Ayer le dije que tuviera cuidado con él.

– Vamos a ver, Sr. Thayer. Ayer se enfadó mucho cuando supo que McGraw me había dado una tarjeta suya y hoy teme que quiera chantajearlo. Da mucho que pensar.

Se le arrugó la frente.

– ¿Qué da que pensar?

– Usted y el Sr. McGraw tenían algún asunto entre manos que no querían que se supiera. Su hijo lo descubrió y decidieron matarlo para que no dijera nada.

– Eso es mentira, Warshawski. Es una puta mentira -gruñó.

– Demuéstremelo.

– La policía ha arrestado al asesino de Peter esta mañana.

La cabeza me daba vueltas, tuve que sentarme en un sillón.

– ¿Qué? -pregunté con un hilillo de voz.

– Esta mañana me llamó el inspector para decírmelo. Han encontrado al drogadicto que quería robar en su casa. Dicen que Peter lo pilló in fraganti y el tipo le disparó.

– No -dije.

– ¿Qué quiere decir, no? Han arrestado al chico.

– A lo mejor lo han arrestado, pero eso no es lo que pasó. Nadie entró a robar. Su hijo no pilló a nadie in fraganti. Peter estaba sentado en la cocina y alguien le disparó. Eso no lo hace un drogadicto que está robando. Además, no faltaba nada en el piso.

– ¿Qué intenta, Warshawski? A lo mejor no robó nada. A lo mejor se asustó y salió corriendo. Antes me creo esta versión que la que me ha dado usted: que maté a mi hijo.

El gesto se le retorcía por algún tipo de sentimiento. ¿Lástima? ¿Rabia? ¿O tal vez horror?

– Sr. Thayer, seguro que se ha fijado en mi cara. Un par de desaprensivos me pegaron ayer por la noche para que dejara de investigar la muerte de su hijo. Un drogadicto no tiene esa clase de recursos. He hablado con gente que sí los tiene. Usted y McGraw son dos de ellos.

– A la gente no le gustan las personas entrometidas. Si alguien me pegara, yo captaría la indirecta.

Estaba demasiado cansada para enfadarme.

– En otras palabras, está metido en el asunto pero creo que tiene la espalda cubierta. Así que tendré que ingeniármelas para descubrir de qué se trata. Será un placer.

– Warshawski, se lo digo por su propio bien: déjelo.

Fue hacia su escritorio.

– Ya veo que es una chica muy aplicada, pero McGraw le está haciendo perder el tiempo. No hay nada que descubrir.

Escribió un cheque y me lo extendió.

– Tenga. Dele a McGraw lo que le haya pagado y habrá cumplido con su deber.

El cheque era de 5.000 dólares.

– ¡Qué cabrón! Me acusa de chantaje y luego intenta comprarme.

La rabia pudo más que mi cansancio. Rompí el cheque en pedazos y tiré los trocitos al suelo.

Thayer se puso pálido. El dinero era su punto flaco.

– La policía ha arrestado a una persona. No tengo ningún motivo para comprarla. Pero si quiere hacer el gilipollas, no hay nada más que decir. Será mejor que se vaya.

Se abrió la puerta y entró una chica.

– Papá, mamá quiere que… -y se detuvo-. Lo siento, no sabía que estabas con alguien.

Era una adolescente atractiva. Tenía una melena castaña bien cuidada que le bajaba por la espalda y le hacía una cara ovalada. Llevaba tejanos y una camiseta de hombre a rayas que le iba muy grande. A lo mejor era de su hermano. Normalmente debería de tener aquel aire de seguridad en sí misma que proporciona el dinero, pero ahora se la veía un poco mustia.

– La señorita Warshawski ya se iba, Jill. ¿Por qué no la acompañas hasta la puerta mientras yo voy a ver qué quiere tu madre?

Thayer se levantó y fue hasta la puerta. Esperó a que yo me levantara y me despidiera. No le di la mano. Jill me acompañó hasta la puerta y su padre se fue a toda prisa en dirección contraria.

– Siento lo de tu hermano -le dije cuando pasamos al lado de la estatua verde.

– Yo también -dijo apretando los labios. Cuando llegamos a la puerta me acompañó hasta fuera y se quedó mirando mi cara con el ceño fruncido.

– ¿Conocía a Peter? -dijo al fin.

– No -le contesté-. Soy investigadora privada y encontré su cadáver.

– A mí no me dejaron verlo -dijo.

– Su cara estaba bien. No tengas pesadillas imaginándote su cara desfigurada.

Quería saber más cosas. Si le dispararon a la cabeza, ¿cómo podía tener la cara bien?

Se lo expliqué en un lenguaje médico no muy complicado.

– Peter decía que sabías si podías confiar en una persona mirándola a la cara -dijo después de un rato-. Pero la de usted está tan destrozada que es difícil de adivinar. Pero por lo menos me ha dicho la verdad sobre Peter y no me trata como si fuera una niña pequeña.

Permaneció un rato callada. Esperé sus preguntas.

– ¿Le pidió mi padre que viniera?

Cuando le contesté, me preguntó:

– ¿Por qué estaba enfadado?

– Porque cree que la policía ha detenido al asesino de Peter y yo creo que se han equivocado de persona. Por eso se enfadó.

– ¿Por qué? -preguntó-. Me refiero a por qué cree que se han equivocado de persona.

– Es bastante complicado. No sé quién lo hizo, pero vi a tu hermano y vi su piso, y también he visto a personas relacionadas con Peter que han reaccionado de una determinada manera a mis preguntas. Hace tiempo que trabajo de investigadora, y sé cuándo la gente dice la verdad. Un drogadicto no encaja en absoluto con todo lo que he visto y oído.

Se levantó e hizo una mueca como si fuera a llorar. La rodeé con el brazo y la senté a mi lado en las escaleras del porche.

– Estoy bien -musitó-. Pero es que todo es tan raro. Es horrible, Peter está muerto y, y él…

Le entró el hipo.

– Es papá. Está loco. Seguramente siempre lo estuvo pero yo no me había dado cuenta. Está delirando todo el rato diciendo que Anita y su padre mataron a Peter por dinero y tonterías por el estilo, y luego dice que fue una buena lección para Peter, como si se alegrara de que haya muerto.

Tragó saliva y se secó la nariz con la mano.

– A papá siempre le preocupó que Peter empañara el nombre de la familia, pero no lo habría hecho. Aunque se hubiera hecho sindicalista, seguro que lo habría hecho bien. A Peter le gustaba entender las cosas, quería entender las cosas para mejorarlas.

Seguía con el hipo.

– Y Anita me cae bien. Supongo que no la veré nunca más. En realidad yo no tenía que conocerla, pero ella y Pete me llevaban a cenar a veces cuando mis padres no estaban en Chicago.

– ¿Sabes que ha desaparecido? -le dije-. ¿No sabrás por casualidad dónde puede haber ido?

Me miró con cara de preocupación.

– ¿Cree que le ha pasado algo?

– No -dije con una tranquilidad que no sentía-. Creo que se asustó y se escapó.

– Anita es genial, pero papá y mamá no querían ni conocerla. Papá empezó a decir cosas raras entonces, cuando Pete y Anita empezaron a salir. Incluso hoy, cuando vino la policía a decirle que habían detenido al hombre, no se lo creía. Insiste en que fue McGraw. Es horrible.

Hizo una mueca sin darse cuenta.

– Es horroroso. A nadie le importa Pete. A mamá sólo le importan los vecinos, papá está loco… Sólo a mí me afecta que haya muerto.

Las lágrimas le caían a borbotones y ya no intentaba contenerse.

– A veces pienso que a papá se le cruzaron los cables y mató a Peter.

Este era su gran temor. Después de soltarlo, empezó a llorar desconsoladamente y a temblar. Me quité la chaqueta y se la puse en los hombros. La abracé durante un rato para que llorara a gusto.

Se abrió la puerta detrás nuestro. Lucy estaba de mal humor.

– Tu padre te está buscando y no quiere que andes por ahí cuchicheando con la detective.

Me levanté.

– ¿Por qué no la lleva dentro, la cubre con una manta y le prepara algo calentito? Está muy afectada por lo que está pasando y se merece un poco de atención.

Jill seguía temblando pero había dejado de llorar. Esbozó una sonrisita con los ojos húmedos y me devolvió la chaqueta.

– Estoy bien -susurró.

Le di una tarjeta de mi billetero.

– Llámame si me necesitas, Jill -le dije-. A cualquier hora del día o de la noche.

Lucy se la llevó en un segundo y cerró la puerta. Estaba amansando al vecindario. Qué suerte que no pudieran verme a través de los árboles.

Otra vez se me estaban entumeciendo los brazos y las piernas. Caminé lentamente hasta el coche. Mi Chevy tenía el parachoques delantero abollado del trompazo que le dio un coche en la última nevada del invierno. El Alfa, el Fox y el Mercedes estaban en perfecto estado. Mi aspecto se parecía mucho al de mi coche, y el de los Thayers al del elegante Mercedes sin un rasguño. Seguro que tenía alguna explicación. A lo mejor la vida urbana era perjudicial para los coches y para las personas. Qué profundo, Vic. Quería volver a Chicago para llamar a Bobby y que me pusiera al tanto del drogadicto que habían arrestado, pero tenía que hacer otra cosa mientras me durara el efecto del calmante de Lotty. Cogí la autopista de Edens dirección sur y salí por Dempster. Me dirigí al barrio judío de Skokie y aparqué enfrente de una panadería de rosquillas. Pedí un corned beef gigante con centeno y un refresco, y me lo comí en el coche mientras pensaba dónde podía conseguir una pistola. Sabía disparar. Mi padre había visto muchos accidentes caseros por culpa de las armas y decidió que la única forma de evitarlos era enseñarnos a mi madre y a mí cómo utilizarlas. Mi madre no quiso aprender: las armas le traían recuerdos dolorosos de la guerra y decía que prefería invertir ese tiempo en rezar por un mundo sin armas. Pero yo iba con mi padre los sábados por la tarde a hacer prácticas de tiro. Hace muchos años podía limpiar, cargar y disparar un revólver del 45 en dos minutos, pero desde que mi padre murió hace diez años, no había vuelto a practicar. La pistola de mi padre se la di a Bobby como recuerdo y desde entonces nunca había necesitado ninguna. Una vez maté a un hombre pero fue un accidente. Joe Correl me atacó al salir de un almacén en el que buscaba el inventario del déficit de una empresa. Le di un puñetazo en la mandíbula y cuando cayó al suelo se golpeó la cabeza con una carretilla de horquillas. Yo sólo le rompí la mandíbula, pero las horquillas que se le clavaron en el cráneo lo mataron.

Smeissen tenía a muchos matones contratados, y si se cabreaba, podía contratar a más. Una pistola no me protegería del todo, pero disminuiría las posibilidades.

El bocadillo de comed beef estaba buenísimo. Hacía mucho tiempo que no me tomaba uno, y decidí saltarme el régimen una tarde y pedir otro. Vi que tenían teléfono en el restaurante y busqué en las Páginas Amarillas. Encontré cuatro columnas de tiendas que vendían armas. Había una no muy lejos de donde me encontraba ahora, en el barrio periférico de Lincolnwood. Llamé para saber si tenían lo que yo quería y me dijeron que no. Después de gastarme un dólar y veinte céntimos en llamadas, encontré una Smith & Wesson de repetición en la otra punta de la ciudad. Me dolían tanto las magulladuras que no me veía capaz de conducir 60 kilómetros para llegar al sur de la ciudad. Aunque precisamente por esas magulladuras necesitaba la pistola. Pagué los bocadillos y pedí otro refresco para tomarme cuatro pastillas de Lotty.

En condiciones normales, tendría una hora de camino, pero estaba un poco mareada y mi cuerpo no reaccionaba con prontitud a las órdenes que le daba mi cerebro. Lo último que quería era que me parara la policía. Me lo tomé con calma, me tragué dos pastillas más e hice un esfuerzo por concentrarme al volante.

Eran casi las cinco cuando salí de la 1-57 con dirección a la periferia sur. Cuando llegué a la tienda, estaban a punto de cerrar. Insistí para que me dejaran entrar.

– Sé lo que quiero comprar. Llamé hace un par de horas. Quiero una Smith & Wesson del 38.

El dependiente me miró con desconcierto el ojo morado.

– ¿Por qué no vuelve el lunes? Y si aún quiere una pistola podemos discutir un modelo más apropiado para una dama que una Smith & Wesson del 38.

– Puede pensar lo que quiera, pero le aseguro que no soy una víctima de la violencia conyugal. No quiero comprar una pistola para matar a mi marido. Soy soltera y vivo sola. La otra noche me atacaron, y como sé utilizar una pistola, he pensado que necesitaba una. Y éste es el modelo que quiero.

– Espere un momento -dijo el dependiente.

Fue a la trastienda y empezó a cuchichear con dos hombres. Me acerqué a las vitrinas para ver las armas y la munición que tenían expuesta. La tienda era nueva, limpia y muy ordenada. En el anuncio de las Páginas Amarillas decían que estaban especializados en las Smith & Wesson, pero tenían pistolas para todos los gustos. Una pared entera estaba dedicada a los rifles.

El dependiente se me acercó con un hombre de mediana edad de aspecto agradable.

– Ron Jaffrey. Soy el encargado. ¿Qué podemos hacer por usted?

– Llamé hace un par de horas preguntando por una Smith & Wesson del 38. Me gustaría comprar una -repetí.

– ¿La ha utilizado alguna vez? -preguntó el encargado.

– No. Se me da mejor la Cok del 45 -contesté-, pero la Smith & Wesson es más ligera y se adapta mejor a mis necesidades.

El encargado abrió una vitrina. El dependiente se acercó a la puerta para impedir que entrara otro cliente de última hora. Cogí la pistola de la mano del encargado, la sopesé y probé la típica posición de la policía para disparar: el cuerpo de lado para asegurar el blanco. Me gustaba aquella pistola.

– Me gustaría probarla antes de comprarla -dije al encargado-. ¿Tienen una sala de tiro?

Jaffrey cogió una caja de munición de la vitrina.

– Se nota que sabe usarla. Tenemos una sala en la trastienda. Si decide que no se queda con la pistola, tendrá que pagar la munición, pero si se la queda le regalamos una caja.

– Bien -dije.

Detrás de la puerta trasera habían habilitado una sala de tiro.

– Los domingos por la tarde damos clases de tiro. Y durante la semana los clientes pueden venir a practicar por su cuenta. ¿Necesita ayuda para cargarla?

– A lo mejor -le dije-. Antes podía cargar y disparar en 30 segundos, pero de eso hace un montón de tiempo.

Me temblaban las manos de cansancio y dolor, y tardé unos minutos en insertar ocho cartuchos. El encargado me enseñó como poner y quitar el seguro. Afirmé con la cabeza, me puse frente a la diana y disparé. No parecía que hubieran pasado diez años, sino diez días, pero no di en el blanco. Disparé ocho veces y no conseguí ninguna diana, y sólo dos entraron en el círculo interior. Aun así, la pistola era buena. Firme y sin mucha distorsión.

– Déjeme probar otra vez.

Vacié la recámara y Jaffrey me trajo más cartuchos. Me dio un par de indicaciones.

– Sabe lo que hace, pero está desentrenada y tiene algunos vicios. Su posición es buena, pero se encorva demasiado. No mueva el hombro. Únicamente levante el brazo.

Volví a cargar y disparé intentando no mover el hombro. Era un buen consejo. Todas las balas, excepto dos, entraron en el rojo y una rozó el blanco.

– Está bien -dije-, me la quedo. Deme un par de cajas de munición y un kit de limpieza.

Medité un momento.

– Y una pistolera para el hombro.

Volvimos a la tienda.

– ¡Larry! -gritó Jaffrey.

El dependiente se acercó.

– Limpia y prepara esta pistola para la señorita mientras yo le cobro.

Larry cogió la pistola y Jaffrey y yo fuimos hacia la caja registradora. Tenían un espejo en la pared en el que tardé en reconocerme. Tenía la mejilla izquierda hinchadísima y morada y mí ojo tenía el aspecto inquietante de un dibujo de Paul Klee. Casi me di la vuelta para ver quién era esa mujer apaleada hasta que me di cuenta de que era yo. No me extraña que Larry no quisiera que entrara en la tienda.

Jaffrey me extendió la factura.

– Son 422 dólares. 310 por la pistola, 10 por la segunda caja de munición, 54 por la pistolera y 28 por el kit de limpieza. El resto son impuestos.

Escribí un cheque con parsimonia.

– Tiene que enseñarme el permiso de conducción y dos tarjetas de crédito, y firmar este registro -dijo y miró mi permiso de conducir.

– El lunes tendría que acercarse al ayuntamiento y registrar la pistola. Yo mantengo informada a la policía de las ventas que hago y su nombre también aparecerá en la lista.

Asentí con la cabeza y guardé el permiso en el billetero. La pistola me costó una buena parte de los 1.000 dólares que me dio McGraw pero no me pareció legítimo cargársela a su cuenta. Larry me trajo la pistola en una bonita caja de terciopelo. Le pedí que me la metiera en una bolsa. Ron Jaffrey me acompañó hasta el coche cortésmente y evitando mirarme a la cara.

– Aunque vive bastante lejos, puede venir a practicar cuando quiera. Tiene seis meses de prácticas gratis si trae la factura.

Me abrió la puerta del coche. Le di las gracias y se dio la vuelta para volver a la tienda.

El calmante me ayudaba a mantenerme en pie, pero estaba exhausta. Había gastado mis últimas energías en comprar la pistola y disparar. No me sentía con fuerzas para conducir los 50 kilómetros que me separaban de mi piso. Puse el coche en marcha y busqué un motel. Encontré uno con habitaciones que daban a una callejuela, apartadas del ruido de la calle en la que me encontraba. El recepcionista me miró la cara con detenimiento pero no dijo nada. Pagué en metálico y cogí la llave.

La habitación no estaba mal. La cama era cómoda y no se oía ruido. Descorché la botella de nepenthe que Lotty me había dado y bebí un buen trago. Me quité la ropa, dejé el reloj en la mesilla de noche y me deslicé bajo las mantas. Estuve a punto de llamar a mi contestador pero pensé que estaba demasiado cansada para solucionar lo que pudiera haber pasado. El aire acondicionado al máximo apagaba el ruido de la calle y alentaba a acurrucarse entre las mantas. Cuando me dormí, estaba pensando en John Thayer.

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