16.- El precio de una reclamación

Tuvimos que esperarnos en Milwaukee hasta la 1.30 a que llegara un tren con destino a Chicago. Dejé a Anita en la estación y fui a comprarle unos pantalones y una camiseta. Después de lavarse y cambiarse en el lavabo de la estación, parecía haber rejuvenecido y haber recobrado parte de la salud. Cuando se quitara aquel tinte negro que le sentaba tan mal, estaría mucho mejor. Pensaba que su vida ya no valía nada; pero aunque entonces le pareciera que no tenía remedio, sólo tenía veinte años: se recuperaría.

Murray aceptó ir a buscarla a la estación y llevarla a un hotel. Había escogido el Ritz. «Si va a tener que estar encerrada unos días, por lo menos que esté cómoda», me dijo. «El Star te pagará la mitad de la factura.»

«Gracias, Murray», le dije un poco seca. Tenía que llamar a mi contestador y dejar un mensaje: sí o no, sin dejar ningún nombre. «No» significaría que algo había salido mal en la estación o de camino al hotel y que tenía que llamarle. Yo no iría al hotel. Murray pasaría un par de veces al día para traerle comida y conversación; los dos acordamos que Anita no llamara al servicio de habitaciones.

En cuanto el tren arrancó, me dirigí a la autopista de peaje que llevaba a Chicago. Tenía casi todos los cabos atados. El único problema es que no podía demostrar que Masters hubiera matado a Peter. Que lo hubiera hecho matar. La historia de Anita lo confirmaba: Masters había quedado con Peter en su piso. Pero no teníamos ninguna prueba, nada que justificara que Bobby pusiera una orden de arresto y esposara al vicepresidente de una empresa tan importante de Chicago. Tenía que alborotar el gallinero para provocar al gallo.

Cuando entré en la autopista Edens, me desvié hacia Winnetka para comprobar si Jill había vuelto a casa y si había encontrado algo entre los papeles de su padre. Paré en la gasolinera de la calle Willow y llamé a casa de los Thayer.

Jack se puso al teléfono. Sí, Jill había vuelto a casa, pero no iba a hablar con los periodistas.

– No soy periodista -dije-. Soy V. I. Warshawski.

– Menos aún hablará con usted. Ya ha causado bastante sufrimiento a mamá Thayer.

– Thomdale, eres el tío más gilipollas que jamás haya conocido. Si no me pasas a Jill ahora mismo, me plantaré en el barrio en cinco minutos y molestaré a todos los vecinos hasta que alguien acceda a llamar a Jill para que yo pueda hablar con ella.

Estampó el auricular contra una mesa, supongo, porque la línea no se cortó. Al cabo de un rato Jill se puso al teléfono con su clara y aguda voz.

– ¿Qué le has dicho a Jack? -dijo entre risas-. Nunca lo había visto tan enfadado.

– Ah, nada. Le he amenazado con involucrar a todos los vecinos en el tema -contesté-. Aunque en realidad ya lo están. Seguro que la policía ha ido casa por casa para interrogarlos. ¿Algún problema para llegar a Winnetka?

– Ah, no. Y fue genial. Paul consiguió un escolta de la policía para que nos acompañara a la clínica. Lotty no quería, pero Paul insistió. Fue a buscar tu coche y luego nos acompañó la policía con las sirenas y todo. El sargento McGonnigal es muy, muy guay.

– Qué bien. ¿Y qué tal andan las cosas por casa?

– Bien. Mi madre me ha perdonado pero Jack se comporta como el idiota y falso que es. No para de decirme que he dado un gran disgusto a mamá. Le pedí a Paul que se quedara a comer y Jack lo trató todo el rato como si fuera el barrendero del barrio o algo así. Me enfadé muchísimo, pero Paul me dijo que ya estaba acostumbrado. Odio a Jack -dijo para concluir.

Me reí de su arrebato.

– Eres genial. Paul es un buen chico. Has hecho muy bien saliendo en su defensa. ¿Has podido mirar los papeles de tu padre?

– Ah, sí. Lucy me montó uno de sus numeritos, pero actué como si fuera Lotty y no le hice ningún caso. No sabía exactamente lo que estaba buscando -dijo-, pero encontré un documento en el que aparecen los nombres del Sr. Masters y el Sr. McGraw.

De repente sentí una inmensa paz interior. Como si hubiera sufrido una crisis y me hubiera recuperado sin secuelas. Se me escapó la risa.

– ¿Qué era?

– No lo sé -dijo Jill dubitativa-. ¿Quieres que vaya a buscarlo y te lo lea?

– Sí, supongo que es lo mejor que podemos hacer por ahora.

Dejó el auricular encima de la mesa. Empecé a tararear: «Oh, documento, ¿qué serás? Oh, documento, ¿qué blanquearás?».

– Es una fotocopia -dijo Jill cuando se puso de nuevo al teléfono-. Mi padre escribió la fecha con bolígrafo arriba. 18 de marzo de 1974. Y luego pone:

Acuerdo de fideicomiso. Los abajo firmantes, Yardley Leland Masters y Andrew Solomon McGraw, aceptan, por la presente, la responsabilidad fiduciaria por cualquier cantidad de dinero que se ingrese en esta cuenta bajo su autorización para los siguientes…

Se le trabó la lengua con la palabra «fiduciaria».

– Después da una lista de nombres: Andrew McGraw, Cari O'Malley, Joseph Giel… no puedo pronunciarlo. Hay unos… veintitrés nombres. Y al final pone: «… y cualquier otro nombre que consideren oportuno añadir con mi refrendo». Después está el nombre de papá y un espacio para la firma. ¿Es esto lo que buscabas?

– Exactamente esto buscaba, Jill -dije con un tono tan neutro como si anunciara que los Cubs habían ganado la liga mundial.

– ¿Qué significa? -preguntó más serena que cuando me explicaba su victoria sobre Jack y Lucy-. ¿Significa que papá mató a Peter?

– No, Jill. No es eso. Tu padre no mató a tu hermano. Significa que tu padre estaba metido en un asunto feo que tu hermano descubrió. Mataron a tu hermano porque descubrió de qué se trataba.

– Entiendo.

Estuvo callada un rato.

– ¿Sabes quién lo mató? -preguntó después.

– Creo que sí. Pero tranquila, Jill. Quédate en casa y no salgas si no vas con Paul. Vendré a verte mañana o pasado; supongo que todo esto ya habrá acabado.

Cuando estaba a punto de colgar, pensé que quería recordarle que escondiera el documento.

– Ah, Jill -dije, pero ya había colgado.

Qué más da, pensé. Si alguien creyera que estaba allí, ya habrían entrado a buscarlo.

Lo que significaba el documento era que Masters podía redactar reclamaciones falsas para quien quisiera, y entonces él y McGraw podían cobrar las indemnizaciones al ponerlas en la cuenta que Thayer supervisaba. No entendía por qué usaban sus nombres reales. ¿Por qué no inventárselos? Habría sido mucho más fácil. Si lo hubieran hecho, Peter y su padre estarían vivos. A lo mejor lo pensaron demasiado tarde. Tenía que echar un vistazo a la lista completa de los nombres de la cuenta, y ver si coincidían con los de los Afiladores.

Eran casi las cuatro. Anita ya tendría que estar en Chicago. Llamé a mi contestador, pero nadie había dejado un mensaje con un sí o con un no. Volví al coche y enfilé hacia Edens. El tráfico era impresionante. Estaban haciendo obras en dos carriles y habían convertido la hora punta en una pesadilla. Avanzaba a paso de tortuga por Kennedy, impaciente y airada, aunque en realidad no tenía ningún plan. Pero no podía evitar estar impaciente. No sabía por dónde seguir. Podría sacar a la luz la lista de las reclamaciones falsas, pero, como le había dicho a Anita, Masters podía negar que estaba al caso de las falsificaciones y decir que los Afiladores habían presentado todos los informes médicos necesarios. ¿Acaso los del seguro citaban al asegurado para comprobar físicamente si estaba lesionado de verdad? No era probable. Lo mejor sería hablar con Ralph, explicarle lo que había descubierto y preguntarle si conocía alguna forma legal de demostrar que Masters estaba irremediablemente relacionado con el fraude. Aun así, no tenía suficiente. Tenía que relacionarlo con el asesinato, y no sabía cómo hacerlo.

A las 5.30 llegué a la salida de Addison. Todavía tenía que superar el tráfico de la ciudad. Conseguí desviarme por una calle lateral con muchos baches pero pocos coches. Estaba a punto de girar por Sheffield para ir a casa de Lotty, cuando pensé que podía ir directa a una trampa. Encontré el restaurante que abría las veinticuatro horas en la esquina con Addison y llamé.

– Vic, cielo -me saludó-. ¿Puedes creerte que la Gestapo tuvo la desfachatez de entrar en mi piso? No sé si te buscaban a ti, a Jill o a la hija de McGraw; sólo sé que han estado aquí.

– Oh, Lotty -dije con el estómago revuelto-, lo siento mucho. ¿Te han destrozado muchas cosas?

– No, nada; sólo los cerrojos, pero Paul está aquí cambiándolos. Lo que me molesta es que entraran por la cara.

– Ya -dije llena de remordimientos-. Te pagaré lo que haga falta. Ahora vengo a recoger mis cosas y me iré.

Colgué y decidí que me era igual si me habían tendido una trampa. Y si Smeissen sabía que había vuelto a casa, mucho mejor; no quería poner en peligro a Lotty otra vez ni que la invadieran de nuevo. Fui corriendo hasta su piso y sólo eché un vistazo rápido a la calle para comprobar que no hubiera algún francotirador esperándome. No vi ninguna cara conocida y nadie me disparó mientras subía por las escaleras.

Paul estaba cambiando un cerrojo de la puerta. Sus facciones cuadradas acentuaban su preocupación.

– Esto tiene muy mala pinta, Vic. ¿Crees que Jill corre peligro?

– No creo -dije.

– Creo que iré a ver cómo está.

Le sonreí.

– Buena idea, pero ten cuidado, ¿eh?

– No te preocupes -dijo con una sonrisa impresionante-. Aunque en realidad no sé si la protejo del mañoso o de su cuñado.

– Seguro que de los dos.

Avancé por el piso. Lotty intentaba clavar una mosquitera a la puerta trasera. Para tener tan buenas manos con la medicina, era realmente inútil. Cogí el martillo y en un momento acabé la reparación. Lotty tenía las facciones crispadas y su boca se había convertido en una línea finísima.

– Me alegro de que advirtieras a Paul para que el sargento Mc-no-sé-qué nos llevara a la clínica. Primero me enfadé, contigo y con Paul, pero al final vi que salvó la vida de Jill.

Su acento vienes era mucho más fuerte cuando estaba enfadada. Pensé que exageraba con el peligro que corría Jill, pero no me pareció prudente tocar el tema. Entré en todas las habitaciones del piso y le di la razón: no habían destrozado nada. Ni siquiera se habían llevado las muestras de medicamentos, algunas de las cuales tenían un precio muy alto en la calle.

Durante la inspección, Lotty soltó una sarta de insultos mezclados con palabras en alemán, una lengua que yo no entendía. Desistí de intentar calmarla, y me limité a asentir con la cabeza y a darle la razón. Paul acabó de arreglar la puerta y vino a preguntar si podía hacer algo más.

– No, cielo. Muchas gracias. Ve a ver a Jill, y cuídala. No queremos que le pase nada.

Paul aceptó con fervor. Me devolvió las llaves del coche y me dijo que lo había aparcado en Seminary con Irving. Había pensado dejarle el coche, pero prefería tenerlo por si acaso: no sabía lo que me depararía la noche.

Llamé a Larry para confirmar que mi piso estaba listo. Me dijo que sí, y que había dejado las llaves nuevas a los vecinos del primer piso; le parecieron más simpáticos que la Sra. Álvarez, del segundo.

– Todo está a punto, Lotty. Ya puedo irme a casa. Siento no haberme marchado ayer y haber dormido con la puerta cerrada con clavos: te habría ahorrado la invasión.

Torció la boca para soltar una sonrisa sardónica.

– Déjalo, Vic. Ya se me ha pasado el ataque de mala leche. Se acabó. Estoy un poco melancólica porque me quedo sola. Echaré de menos a los niños. Son tan encantadores… Ah, me olvidé de preguntártelo. ¿Encontraste a la hija de McGraw?

– Olvidé decírtelo: la encontré. Y tendría que comprobar si está instalada y a salvo en su nuevo escondite.

Llamé a mi contestador: sí, después de una impaciente espera, alguien había llamado y había dejado un mensaje: «sí». Pedí a los del servicio del contestador que me pasaran las llamadas de mi despacho a casa. Con los periplos de los últimos días, había olvidado llamar a alguien para que me ordenara los papeles, pero por lo menos la puerta ya estaba arreglada. Ya me encargaría de buscar a alguien al día siguiente.

Llamé a Ralph, pero no estaba. Ni en casa ni en la oficina. ¿Habría salido a cenar? ¿Estaba celosa?

– Bueno, Lotty, gracias por todo. Gracias por dejarme alborotar tu vida durante unos días. Has causado una impresión muy grande en Jill. Por teléfono me ha dicho que cuando la criada empezó a darle la vara, hizo como Lotty y no le prestó la menor atención.

– No creo que sea muy buena idea, que se base en mi personalidad. Es una chica muy guapa, es increíble que no haya pillado nada en estos barrios.

Se sentó en la cama mientras yo hacía la maleta.

– ¿Y ahora qué? ¿Ya puedes desenmascarar al asesino?

– Necesito encontrar algo para que se destape -dije-. Sé quién lo hizo, no quién disparó, aunque seguramente fue Tony Bronsky, pero podría haber sido cualquier otro matón de Smeissen. Me refiero a quién quería la muerte de aquel chico; sé quién fue, pero no puedo demostrarlo. Sé exactamente lo que pasó, cómo lo planearon -dije mientras cerraba la maleta-. Necesito tenderle alguna trampa -estaba hablando más conmigo misma que con Lotty-. O maquinar algo para que cante. Si puedo demostrar que él fue el único instigador de la muerte de Peter, a lo mejor consigo que todo salga a la luz.

Me había levantado, y ausente y con un pie encima de la cama, tamborileaba con los dedos en la maleta. Lotty dijo:

– Si fuera escultora, haría una estatua inspirándome en ti: Némesis cobra vida. Sé que encontrarás la manera… Lo veo en tu cara.

Se puso de puntillas y me dio un beso.

– Te acompaño hasta la calle. Si te disparan, podré recomponer tus pedacitos deprisa antes de que pierdas demasiada sangre.

Me eché a reír.

– Lotty, eres maravillosa. Pero cúbreme las espaldas, por favor.

Me acompañó hasta la esquina de Seminary, pero no había nadie en la calle.

– Eso es gracias al sargento Mc-no-sé-qué -dijo Lotty-. Creo que ha estado controlando la zona. Aun así, Vic, ten mucho cuidado. No tienes madre, pero eres como una hija para mí. No soportaría que te pasara algo.

– Lotty, no seas tan melodramática -protesté-. No te hagas vieja, por favor.

Encogió sus enjutos hombros de una forma muy europea y me dedicó una sonrisa sardónica, aunque me miró con preocupación mientras iba hacia el coche.

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