8.- Algunas visitas entran sin llamar

Me desperecé de un sueño profundo con lentitud. Sin saber exactamente dónde estaba, dormité un rato más. Cuando me desperté por segunda vez estaba más lúcida. Las gruesas cortinas no dejaban pasar ni una pizca de luz. Encendí la lámpara de la mesilla de noche y miré la hora: las 7.30. Había dormido más de doce horas.

Me incorporé y estiré con cuidado las piernas y el cuello. Los músculos se me habían entumecido durante el sueño pero no tanto como el día anterior. Me levanté de la cama y me acerqué a la ventana con unas punzadas de dolor. Busqué el hueco para correr las cortinas y dejé entrar en la habitación una luz muy agradable.

Thayer me dejó perpleja cuando me dijo que habían detenido a un drogadicto por el asesinato de su hijo; a lo mejor el periódico me lo aclararía. Me puse los pantalones y la camiseta y bajé a recepción para coger un ejemplar del Herald Star. Lo subí a la habitación, me desvestí y lo hojeé mientras me bañaba. DETIENEN A UN DROGADICTO POR EL ASESINATO DEL HEREDERO DE UN BANQUERO, ponía en el extremo inferior derecho de la portada.

La policía ha detenido a Donald MacKenzie, vecino del 4302 de la calle Ellis, por el asesinato de Peter Thayer, primogénito del banquero John Thayer, el pasado lunes. El inspector Tim Sullivan felicitó a los agentes que trabajaron en el caso, y dijo que el sábado por la mañana detuvieron a MacKenzie cuando uno de los inquilinos del piso donde vivía Peter Thayer lo identificó como un hombre que últimamente merodeaba por el barrio. Se cree que Mackenzie, supuestamente adicto a la cocaína, entró en el piso de Thayer el lunes 16 de julio por la mañana pensando que no había nadie en casa. Cuando encontró a Peter desayunando en la cocina, se puso nervioso y le disparó. El inspector Sullivan dice que aún no han encontrado la Browning automática del disparo letal, pero que la policía espera encontrarla.


En la página sesenta y tres continuaba la noticia. Una página entera dedicada al caso con fotos de la familia Thayer: Jill, otra hermana y la Sra. Thayer, con un aire muy chic. Sólo había una foto de Peter, vestido con el uniforme de béisbol de la New Trier High School. Y una cándida foto de Anita McGraw. En un extremo de la página, había una columna referida a LA HIJA DEL LÍDER SINDICALISTA EN PARADERO DESCONOCIDO. Decía que «ahora que la policía ha hecho una detención, tienen la esperanza de que Anita McGraw vuelva a Chicago o llame a su familia. Por el momento su foto ha sido enviada a las comisarías de Wisconsin, Indiana y Michigan».

Y eso era todo. Me incliné hacia atrás en la bañera y cerré los ojos. Se suponía que la policía estaba removiendo cielo y tierra para encontrar la Browning y que estaban interrogando a los amigos de Mackenzie para averiguar qué sitios frecuentaba. Yo tenía la sensación de que no encontrarían nada. Intenté recordar qué armas llevaban los matones de Earl. Fred llevaba una Colt, pero Tony a lo mejor llevaba una Browning. ¿Por qué Thayer estaba decidido a creer como fuera que Mackenzie mató a su hijo? Según Jill, él estaba convencido de que lo asesinó McGraw. Me pasaban ideas por la cabeza, pero no acababa de verlo claro. ¿Podía existir alguna prueba de que lo hizo Mackenzie? Por otro lado, ¿qué prueba tenía yo que él no tuviera? Mis músculos agarrotados, el hecho de que no cogieron nada del piso… ¿Y a qué conclusiones llegaba? Me preguntaba sí Bobby había llevado a cabo la detención y estaba entre los diligentes policías que el inspector Sullivan alababa con tanto afán. Tenía que volver a Chicago para hablar con él.

Me vestí y me fui del motel. Recordé que no había comido nada desde los bocadillos de ternera del día anterior. Paré en una cafetería y comí una tortilla de queso acompañada de café y zumo. Últimamente comía demasiado y no hacía ejercicio. Me pasé los dedos con disimulo por la goma de los pantalones pero no me pareció que hubiera engordado.

Tomé unas cuantas pastillas más con el café que me hicieron efecto cuando salí de la autopista Kennedy por Belmont. El tráfico era fluido los domingos por la mañana y llegué a Halsted sobre las diez. Enfrente de mi casa encontré sitio para aparcar y vi un coche de color oscuro con una antena de policía. Levanté las cejas sorprendida. ¿Había ido la montaña a Mahoma? Crucé la calle para ver quién había dentro del coche: el sargento McGonnigal, solo, leyendo el periódico. Cuando me vio, dejó de leer y bajó del coche. Vestía pantalones grises y chaqueta deportiva que le marcaba el bulto de la pistolera. Es zurdo, pensé.

– Buenos días, sargento -dije-. Qué día más bonito, ¿verdad?

– Buenos días, señorita Warshawski. ¿Le importa si subo con usted y le hago unas preguntas?

– No sé -contesté-. Depende de las preguntas. ¿Le envía Bobby?

– Sí. Estamos interrogando a varias personas y Bobby me pidió que pasara a verla para verificar que estaba bien. ¡Vaya ojo!

– Sí.

Abrí la puerta principal para que pasara y lo seguí por las escaleras.

– ¿Hace rato que me espera?

– Vine ayer por la noche, pero llamé un par de veces y al ver que no estaba en casa me fui a dormir. He vuelto esta mañana y pensaba esperarla hasta el mediodía. El teniente Mallory tenía miedo de que el capitán pusiera una orden de busca y captura si yo no la localizaba.

– Vaya, me alegro de haber vuelto a casa.

Cuando llegamos arriba, McGonnigal se detuvo.

– ¿Acostumbra a dejar la puerta abierta?

– Nunca.

Lo empujé hacia un lado para que me dejara pasar. La puerta estaba llena de agujeros y desencajada. Estaba claro que no la habían forzado: habían disparado para hacer saltar los cerrojos. McGonnigal sacó la pistola, abrió la puerta de una patada y entró rodando por el suelo. Entré detrás suyo apoyándome en la pared y lo seguí.

Mi piso daba pena. Quien fuera que había entrado, se había quedado a gusto. Me habían rajado los cojines del sofá, las fotos estaban esparcidas por el suelo, los libros abiertos con páginas arrancadas. Continuamos la inspección en mi habitación. Habían vaciado todos los cajones y habían tirado la ropa por todas partes. El suelo de la cocina estaba pringado de azúcar y harina, y tenías que sortear platos y sartenes para poder pasar. En el comedor vi las copas venecianas tiradas en la mesa. Dos habían caído al suelo pero sólo una se había roto. La otra se había salvado gracias a la alfombra. Recogí las copas enteras y las coloqué en la estantería. Intenté recoger los pedacitos de la que se había roto, pero no pude; me temblaban las manos.

– No toque nada, Srta. Warshawski -dijo McGonnigal sin alzar la voz-. Voy a llamar al teniente Mallory para que envíe a los expertos en huellas dactilares. Aunque seguramente no encontrarán nada, tenemos que intentarlo. Pero, por favor, no toque nada.

Asentí con la cabeza.

– El teléfono está al lado del sofá, bueno, de lo que antes era el sofá -dije con la cabeza gacha.

¿Qué más me podía pasar? ¿Quién diablos había entrado, y por qué? No era un robo cualquiera. Un profesional destrozaría un piso para encontrar objetos de valor pero no rajaría el sofá. Y no tiraría porcelana al suelo. Mi madre trajo las copas desde Italia en una maleta y no se le rompió ninguna. Estuvo casada diecinueve años con un policía y vivía al sur de Chicago, y no se le rompió ninguna. Si me hubiera convertido en cantante, como ella pretendía, esto no habría pasado nunca. Suspiré. Ya no me temblaban las manos. Recogí los pedacitos de la copa y los puse en un plato.

– No toque nada, por favor -repitió McGonnigal desde la puerta.

– Vayase al carajo, McGonnigal, y cállese de una vez -le corté-. Aunque encuentre una huella que no sea mía ni de mis amigos, ¿cree que encontrará huellas en estos pedacitos de copa? Y me juego una cena en el Savoy a que la persona que me destrozó el piso llevaba guantes y no van a encontrar una maldita huella -dije mientras me levantaba-. Además, me gustaría saber dónde estaba usted mientras montaron este follón. ¿Estaba en el coche leyendo el periódico? ¿Pensó que el ruido era del televisor de algún vecino? ¿Quién entró y salió del edificio mientras usted estaba aquí?

Se puso como un tomate. Mallory le haría la misma pregunta. Y si no sabía qué responder, estaba apañado.

– No creo que entraran mientras yo estaba aquí. De todas formas, iré a preguntar a los vecinos si oyeron ruido. Me imagino que debe de ser muy desagradable llegar a casa y ver que te han destrozado el piso, pero por favor, Srta. Warshawski, si tenemos una oportunidad, por remota que sea, de encontrar a esos tipos, tenemos que mirar las huellas.

– Está bien, está bien.

Bajó a hablar con los vecinos. Entré en mi habitación. Aunque me habían abierto la maleta, por lo menos no me la habían rajado. Seguro que no se detectaban huellas en la lona, así que escogí unas cuantas prendas de ropa de entre el montón que había por el suelo y las puse en la maleta junto con la pistola que había comprado. Desde la mesilla de noche llamé a Lotty.

– Lotty, ahora no puedo contártelo, pero me han saqueado el piso. ¿Puedo quedarme unos días en tu casa?

– Por supuesto, Vic. ¿Quieres que pase a buscarte?

– No, tranquila. Ya me las arreglaré. Primero tengo que hablar con la policía.

Colgué y bajé la maleta para cargarla en el coche. McGonnigal estaba hablando con la vecina del segundo piso; lo vi de espaldas porque la puerta estaba entreabierta. Puse la maleta en el portaequipajes y cuando cruzaba para volver a subir, apareció Mallory con el ruido de las sirenas y un par de coches de la brigada a todo gas. Aparcaron en doble fila, con las luces encendidas, y llamaron la atención de un grupo de niños que estaba al final de la calle. A la policía le encanta la espectacularidad. No veía otro motivo para montar aquel numerito.

– Hola, Bobby -dije intentando sonreír.

– ¿Qué coño está pasando, Vicki? -preguntó Bobby tan enfadado que se olvidó de su regla de oro: no decir palabrotas delante de mujeres y niños.

– No lo sé, pero sea lo que sea, no me gusta. Me han destrozado el piso y me han roto una copa de Gabriella.

Mallory, que estaba subiendo las escaleras a empellones, frenó en seco con esta última frase. Había brindado muchos fines de año con aquellas copas.

– Lo siento mucho, Vicki. ¿Pero se puede saber por qué estabas husmeando en este asunto?

– ¿Por qué no mandas a los chicos arriba y tú y yo nos sentamos aquí a hablar? En mi piso no podemos sentarnos en ninguna parte, y además, creo que no soportaría volverlo a mirar.

Se lo pensó un rato.

– Está bien. Podemos sentarnos en mi coche. Quiero que me respondas a unas preguntas. ¡Finchley! -gritó.

Un policía alto y negro se acercó.

– Subid al piso y buscad huellas o pruebas.

Mallory se dio la vuelta para preguntarme:

– ¿Tenías algo de valor?

Me encogí de hombros.

– No sé qué significa «de valor» para un saqueador. Tengo un par de joyas buenas, eran de mi madre. Nunca me las pongo porque están pasadas de moda. Un colgante con un diamante y filigranas de oro y unos pendientes a conjunto. Un par de anillos. Un juego de cubertería de plata. No sé… una bandeja. No he mirado si faltaba algo. He entrado un momento y he salido enseguida.

– Está bien -dijo Bobby-. Subid -y les hizo un gesto con la mano para que se pusieran en marcha-. Y decidle a McGonnigal que baje -les dijo mientras subían.

Bobby y yo nos sentamos en su coche. Tenía las facciones crispadas. Estaba enfadado, pero conmigo creo que no.

– El jueves te dije que te olvidaras del caso Thayer.

– He oído que la policía arrestó a un hombre ayer. Donald Mackenzie. ¿Aún existe el caso Thayer?

Como si no hubiera oído la pregunta.

– ¿Qué te ha pasado en la cara?

– Me estampé contra una puerta.

– No digas tonterías, Vicki. ¿Sabes por qué le pedí al sargento McGonnigal que viniera a hablar contigo?

– Me rindo. ¿Se enamoró de mí y tú le diste la oportunidad de acercarse a mi casa para verme?

– ¡Hoy no se puede hablar contigo! -dijo a grito pelado-. Han matado a un chico, te han destrozado el piso, tu cara da pena y tú sólo piensas en tomarme el pelo. Compórtate y hazme un poco de caso.

– Está bien, está bien -dije para poner paz-. Me rindo. ¿Por qué me enviaste al sargento?

Bobby tomó unas bocanadas de aire. Asentía con la cabeza como si quisiera convencerse de que se había calmado.

– Porque anoche me dijo John Thayer que te habían dado una paliza y que no te creías que Mackenzie fuera el asesino.

– Thayer -dije incrédula-. Ayer hablé con él y me echó de su casa porque no me creía que Mackenzie fuera el asesino. Y ahora, ¿por qué va y te lo cuenta? Además, ¿por qué hablaste con él?

Bobby sonrió amargamente.

– Tuvimos que ir a Winnetka a hacer unas cuantas preguntas. Cuando se trata de la familia Thayer, tienes que esperar a que estén dispuestos, y parece que ayer lo estaban. Thayer cree que fue Mackenzie pero quiere estar seguro. Ahora cuéntame lo de tu cara.

– No hay nada que contar. Tiene muy mala pinta pero no es tan grave. Ya sabes que los ojos morados impactan mucho.

Bobby tamborileaba los dedos sobre el volante con exagerada paciencia.

– Vicki, después de hablar con Thayer le pedí a McGonnigal que averiguara si había alguna denuncia por malos tratos. Encontramos a un taxista en la estación que nos dijo que había recogido a una mujer en Astor y Drive y que la había dejado en esta dirección. Qué casualidad, ¿no? El tipo estaba preocupado porque tenías muy mal aspecto pero nadie podía ayudarte… porque no lo denunciaste.

– Cierto -le dije.

Mallory apretó los labios pero no perdió el control.

– Vicki, McGonnigal no entendía que te dieran una paliza en Astor y Drive porque no es una zona precisamente famosa por sus atracos. Y entonces recordó que Earl Smeissen tiene una casa en Astor, o en Parkway, como acostumbran a llamar a la parte más pija del barrio. Queremos saber por qué Earl te pegó una paliza.

– Esa es tu versión. Si dices que me pegó, dime también por qué motivo.

– A lo mejor porque estaba hasta las narices de tus gilipolleces -dijo Bobby elevando el tono de la voz otra vez-. Si no me lo dices, te pongo el otro ojo morado.

– ¿A eso has venido? ¿A amenazarme?

– Vicki, quiero saber por qué Earl te pegó. El único motivo que se me ocurre es que tuviera alguna relación con Peter Thayer y que lo matara porque alguien sospechaba algo del chico.

– Entonces no crees que Mackenzie fuera el asesino.

Mallory no dijo nada.

– ¿Lo arrestaste tú?

– No -dijo Mallory con brusquedad.

Acababa de meter el dedo en la llaga.

– Lo arrestó el teniente Carlson.

– ¿Carlson? No sé quién es. ¿Para quién trabaja?

– Para el capitán Vespucci -dijo Bobby.

Levanté las cejas.

– ¿Vespucci? -parecía un loro.

Mi padre trabajó con Vespucci y se avergonzaba de él. Protagonizó muchos escándalos en el departamento por dejarse sobornar o participar en actividades delictivas. Nunca consiguieron suficientes pruebas para echarlo del cuerpo, pero también se dice que esto fue porque conocía la forma de mantener a la gente callada.

– ¿Carlson y Vespucci, juntos? -pregunté.

– Sí -dijo monosilábico.

Me quedé pensando un rato.

– ¿Es que alguien, por ejemplo Earl, presionó a Vespucci para que hiciera un arresto? ¿Donald Mackenzie es otro pobre desgraciado que ha pringado porque se paseaba por el lugar que no tocaba? ¿Dejó huellas en el piso? ¿Habéis encontrado la pistola? ¿Ha confesado?

– No, pero no puede demostrar dónde estaba el lunes. Y estamos casi seguros de que ha entrado a robar en algunas casas de Hyde Park.

– Pero no crees que sea el asesino…

– Para la policía el caso está cerrado. Esta mañana he hablado con Mackenzie.

– ¿Y?

– Y nada. Mi capitán dice que es un arresto justificable.

– ¿Tu capitán… le debe algún favor a Vespucci? -pregunté.

Mallory se puso agresivo.

– No me hables en ese tono, Vicki. Tenemos setenta y tres casos de asesinato sin resolver. Si conseguimos resolver uno en una sola semana, el capitán tiene todo el derecho a estar contento.

– Está bien, Bobby -suspiré-. Lo siento. El teniente Carlson arrestó a Mackenzie y Vespucci ordenó a tu capitán que te dijera que no investigaras más, que el caso estaba cerrado. Aun así, quieres saber por qué me pegó Earl.

Mallory se subía por las paredes.

– No puedes tenerlo todo en esta vida. Si Mackenzie es el asesino, ¿qué pinta Earl en este asunto? ¿Por qué debería meterse conmigo o con Peter? Si Earl me hubiera pegado, y fíjate que he dicho si, podría ser por un montón de motivos. A lo mejor lo dejé en la estacada cuando me pidió un favor. Earl no soporta que las mujeres lo dejen tirado. Ya ha pegado a unas cuantas por esa razón. Cuando me enfrenté a él por primera vez, yo era una abogada de oficio novata e ingenua. Defendí a una chica que acusaba a Earl de malos tratos. Una prostituta joven y muy guapa que no quería trabajar para él. Perdona. He dicho una calumnia. Earl era el presunto culpable de la paliza, pero no pudimos probarlo.

– Entonces no vas a denunciarlo -dijo Mallory-. No me extraña. Cambiemos de tema. Hablemos de tu piso. Aún no lo he visto pero me imagino que te lo han destrozado. McGonnigal me ha dado una descripción de los hechos. O sea, que estaban buscando algo. ¿Qué?

Negué con la cabeza.

– No tengo ni idea. Ninguno de mis clientes me ha dado nunca el secreto de la bomba de neutrones o siquiera una nueva marca de dentífrico. No acostumbro a tocar esa clase de temas. Además, si alguna vez tengo información confidencial, la guardo en la caja fuerte de mi despacho… -se me iba la voz.

¿Por qué no se me había ocurrido antes? Si habían entrado en mi piso buscando algo que no encontraron, el siguiente paso lógico era buscarlo en mi despacho.

– Dame la dirección -dijo Mallory.

Le di el nombre de la calle y el número, e inmediatamente pidió por radio que un coche patrulla pasara por mi despacho.

– Vicki, sé sincera conmigo por una vez. Sin testigos ni grabadoras. Entre tú y yo: dime qué cogiste del piso de Peter que alguien, llamémosle Smeissen, quiere recuperar desesperadamente.

Me miró con ojos paternales y comprensivos. ¿Qué perdía por contarle lo de la foto y el cheque?

– Bobby -dije muy seria-, eché un vistazo al piso, pero no vi absolutamente nada que pudiera involucrar a Earl o a cualquier otra persona. Además, aquel piso no lo había registrado nadie.

El sargento McGonnigal se acercó al coche.

– Teniente. Me ha dicho Finchley que quería hablar conmigo.

– Sí -dijo Bobby-. ¿Quién entró y salió del piso mientras esperaba a la Srta. Warshawski?

– Sólo una inquilina, señor.

– ¿Está seguro?

– Sí, señor. Una vecina del segundo piso: la señora Álvarez. He hablado con ella y me ha dicho que oyó mucho ruido alrededor de las tres, pero que no le dio importancia porque, según ella, la Srta. Warshawski tiene unos amigos muy raros y no le gusta que se metan en su vida,

Gracias, Sra. Álvarez. Eso es precisamente lo que necesita esta ciudad: más vecinos como usted. Tuve suerte de no estar en casa a las tres. ¿Pero qué buscaban con tanto afán en mi piso? El cheque demostraba que Peter trabajó en Ajax, pero eso no era ningún secreto. ¿Y la foto de Anita? Aunque la policía aún no la hubiera relacionado con Andrew McGraw, la foto no les ayudaría demasiado. Tanto la foto como el cheque, los había puesto en una pequeña caja de caudales, a prueba de fuego y bombas, que me hice empotrar a la pared dentro de la caja fuerte principal. Allí guardaba los papeles importantes desde que el director de Transicon contrató a un tipo para que destruyera unas pruebas de la caja fuerte hace dos años.

Estuvimos hablando de mi piso con Bobby media hora más, y un poco de mis heridas. Al final le pregunté:

– Bobby, ¿por qué no te crees que lo hiciera Mackenzie?

Mallory tenía la mirada perdida en el parabrisas.

– Sí que me lo creo. No me cabe ninguna duda. Estaría más contento si hubiéramos encontrado huellas o la pistola, pero me lo creo.

No hice ningún comentario.

– Pero me gustaría haberlo arrestado yo -dijo al cabo de un rato-. El inspector Sullivan llamó a mi capitán el viernes por la tarde para decirle que yo estaba estresado, y le pidió a Vespucci que me asignara a Carlson como ayudante. Me mandaron a casa a descansar. No me echaron del caso, sólo me dijeron que durmiera unas horas. Cuando me levanté al día siguiente, ya habían arrestado a un hombre.

Se giró hacia mí.

– Yo nunca te he contado esto -dijo.

Asentí con la cabeza para que no se preocupara. Bobby me hizo unas cuantas preguntas más, pero sin tanto entusiasmo. Al final se rindió.

– Si no quieres hablar, no hables. Pero recuerda que Earl Smeissen tiene poder. Ya sabes que la ley no ha conseguido doblegarlo. No le provoques porque no estás a su altura ni por asomo.

Asentí solemnemente.

– Gracias, Bobby. Lo tendré en cuenta.

Abrí la puerta.

– Ah, por cierto -dijo Bobby como quien no quiere la cosa-, ayer recibimos una llamada de una tienda de armas de Hazelcrest. Nos dijeron que una tal V. I. Warshawski compró una pistola ligera y que el encargado no sabía si vendérsela porque tenía un aspecto lamentable. No sabrás de quién se trata, por casualidad…

Salí del coche, cerré la puerta y me asomé a la ventanilla.

– Soy la única de mi familia con este nombre, Bobby, pero en esta ciudad hay más Warshawskis.

Cosa rara, Bobby no perdió los estribos. Se puso serio y me miró a los ojos.

– Cuando se te mete una idea en la cabeza, nadie puede hacerte cambiar de opinión. Pero si vas a utilizar esa pistola, hazme el maldito favor de registrarla en el ayuntamiento mañana a primera hora. Y dile al sargento McGonnigal dónde podemos localizarte mientras no te arreglen el piso.

Mientras le daba la dirección de Lotty a McGonnigal, la radio de Bobby emitió un gañido: también habían entrado en mi despacho. No estaba muy segura de que lo cubriera mi seguro de interrupción del trabajo.

– Vicki, recuerda que te estás enfrentando a un profesional -me avisó Bobby-. Suba, McGonnigal.

Y se fueron.

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