11.- Sutiles métodos de persuasión

Pasamos por la clínica antes que por el piso para decirle a Lotty que había abusado de su hospitalidad y preguntarle si Jill necesitaba algo para el estado de shock. En la sala de espera había varias mujeres con niños pequeños. Jill observó a su alrededor con curiosidad. Me asomé por una puerta y la enfermera de Lotty, una joven puertorriqueña, me reconoció.

– Hola, Vic. Lotty está con un paciente. ¿Te puedo ayudar en algo?

– Hola, Carol. ¿Puedes preguntarle si le importa que mi amiga se instale unos días en su casa? La chica que he ido a ver esta mañana. Ella ya sabrá a quien me refiero. Y dile si puede echarle un vistazo. No le pasa nada pero ha recibido impresiones muy fuertes estos últimos días.

Carol entró en la minúscula consulta y habló unos minutos con Lotty.

– Llévala al despacho. Lotty le echará un vistazo cuando haya acabado con la Sra. Segui. Y por supuesto que puedes llevarla al piso.

Entré con Jill en el despacho ante las miradas de desaprobación de los que hacía rato que esperaban. Mientras nos esperábamos, le hablé un poco de Lotty. Refugiada de guerra austriaca, brillante estudiante de medicina en Londres, doctora poco convencional, muy buena amiga. Lotty entró como un torbellino.

– La Srta. Thayer, supongo -dijo con tono de eficiencia-. ¿Vic te ha traído para descansar unos días? Estupendo.

Le levantó la barbilla con la mano, le miró las pupilas y la examinó rápidamente sin dejar de hablar en todo el rato.

– ¿Qué ha pasado?

– Han matado a su padre.

Lotty chasqueó la lengua y movió la cabeza de un lado para otro, y luego siguió con Jill.

– Abre la boca. Ya sé que no te duele la garganta, pero es gratis, soy doctora y tengo que mirártela. Perfecto. No te pasa nada, pero necesitas descansar y comer algo. Vic, cuando lleguéis a casa, un poco de brandy. Y no le hagas muchas preguntas, deja que descanse. ¿Vas a salir?

– Sí, tengo que hacer muchas cosas.

Apretó los labios y se quedó pensando un rato.

– Enviaré a Carol dentro de una hora. Se puede quedar con ella hasta que una de las dos regrese a casa.

En aquel instante me di cuenta de lo mucho que apreciaba a Lotty. No me hacía gracia dejar a Jill sola por si Earl me seguía muy de cerca. Ya fuera porque me había leído el pensamiento o simplemente porque pensaba que una chiquilla no debía estar sola, me ahorré tener que decírselo.

– Genial. Entonces me quedaré con Jill hasta que llegue Carol.

Salimos de la clínica ante más miradas torvas mientras Carol llamaba al siguiente paciente.

– Es muy simpática, ¿no?

– ¿Lotty o Carol?

– Las dos, pero me refería a Lotty. Parece que no le importa en absoluto que me instale en su casa por la cara.

– Es verdad. Tiene un don innato para ayudar a los demás, y no lo hace por sentimentalismo.

Cuando llegamos al piso, le dije que se esperara en el coche mientras yo echaba un vistazo a la calle y a la entrada. No quería asustarla más de lo que ya estaba, pero tampoco quería que le metieran una bala en el cuerpo. No había moros en la costa. A lo mejor Earl se había convencido de que me había asustado de verdad, o tal vez el arresto del pobre Mackenzie le dejaba dormir tranquilo.

Nada más entrar, dije a Jill que se tomara un baño caliente. Mientras, yo prepararía el desayuno; después le haría unas preguntas, y luego a dormir.

– Se te nota en los ojos que últimamente no has dormido mucho -dije.

Asintió avergonzada. La ayudé a deshacer la maleta y le dije que se instalara en la que había sido mi habitación, que yo dormiría en el sofá-cama del comedor. Cogí una de las toallas enormes de Lotty y le enseñé dónde estaba el baño.

De repente me di cuenta de que tenía mucha hambre; eran las diez y sólo había comido el pedazo de tostada que le había robado a Lotty. Hice una incursión en la nevera. No encontré zumo. Lotty no tomaba nada envasado. Encontré un cajón lleno de naranjas, y exprimí unas cuantas hasta llenar una jarrita. Silbando, me preparé una tostada con una rebanada del ligero pan vienes. Estaba de buen humor, a pesar del asesinato de Thayer y todas las piezas sueltas del caso. El instinto me decía que el asunto empezaba a moverse.

Cuando Jill salió del baño, morada y con cara de sueño, le dije que se sentara a comer. Me guardé las preguntas para después del desayuno y respondí, a cambio, a las suyas. Quería saber si siempre atrapaba al asesino.

– En realidad, es la primera vez que me enfrento directamente con un asesino -contesté-. Pero generalmente sí, resuelvo los casos por los que me contratan.

– ¿Estás asustada? -preguntó Jill-. Lo digo porque te han pegado, te han destrozado el piso y han… han matado a papá y a Pete.

– Claro que estoy asustada -dije lentamente-. Cualquiera se asustaría ante algo así. Pero no estoy aterrorizada. Sólo ando con más cuidado; el miedo me hace ser más prudente, pero no dejo que me sobrepase. Y ahora quiero que me digas todo lo que recuerdas sobre las personas que hablaron con tu padre estos últimos días, y qué dijeron. Nos sentaremos en la cama y te tomarás un poco de leche con brandy, como dijo Lotty, y así cuando acabemos con las preguntas, ya estarás a punto para dormir.

Me siguió hasta la habitación y se metió en la cama, obediente, sorbiendo la leche. Le había puesto azúcar moreno y nuez moscada con un buen trago de brandy. Puso una cara rara pero se terminó el vaso mientras hablábamos.

– Cuando vine el sábado, me dijiste que tu padre no quería creerse que Mackenzie fuera el asesino de tu hermano, pero que los vecinos le hicieron cambiar de idea. ¿Quiénes eran estos vecinos?

– Bueno, vino mucha gente y todos dijeron más o menos lo mismo. ¿Quieres que te dé todos los nombres?

– Si te acuerdas de quiénes eran y de qué dijeron, sí.

Me dio una docena de nombres, incluyendo al Sr. Masters y su esposa, el único nombre que reconocí. Me contó los parentescos que existían entre las familias y después hizo una mueca para intentar recordar qué dijeron exactamente.

– Has dicho que «todos dijeron más o menos lo mismo». ¿Hubo alguno que pusiera más empeño que los demás para convencer a tu padre?

Asintió.

– El Sr. Masters. Papá deliraba todo el rato diciendo que lo había hecho el padre de Anita y Masters le dijo algo así: «Mira, John, será mejor que no andes por ahí diciendo cosas de este tipo. Podrías enterarte de muchas cosas que preferirías no saber». Papá se puso furioso y empezó a gritarle: «¿Qué significa eso? ¿Me estás amenazando?», y el Sr. Masters dijo: «Claro que no, John. Somos amigos. Sólo te estoy dando un consejo», o algo así.

– Entiendo -dije. Muy interesante-. ¿Y nada más?

– Sí, cuando el Sr. y la Sra. Masters ya se habían marchado, papá dijo que seguramente estaba equivocado y yo me alegré, porque era evidente que Anita no había matado a Peter. Pero luego empezó a decir cosas horribles de Peter.

– Dejemos esto de lado, por ahora. Tienes que relajarte para poder dormir. Y ayer, ¿pasó algo?

– Se discutió con alguien por teléfono, pero no sé con quién ni de qué hablaban. Supongo que de negocios del banco, porque dijo: «No voy a ser cómplice de esto». No oí nada más. Actuaba de una forma tan rara…

Tragó saliva y bebió un poco más de leche.

– En el funeral lo estuve evitando todo el rato. Y cuando se puso a gritar por teléfono, salí de la habitación. Susan vino a buscarme para que me cambiara de ropa y entretuviera a aquella gente horripilante que vino al funeral, pero no podía, y bajé a la playa.

Se me escapó la risa.

– Bien. Y sobre la discusión por teléfono, ¿sabes si tu padre hizo la llamada o la recibió?

– Casi seguro que llamó él porque no recuerdo que sonara el teléfono.

– Perfecto. Todos estos detalles me sirven más de lo que crees. Ahora intenta olvidarte de todo esto. Mientras te acabas la leche, te desenredo el pelo, y luego a dormir.

Estaba agotada. Mientras la peinaba, se tumbó para relajarse.

– Quédate conmigo -me pidió adormilada.

Corrí las cortinas, me senté a su lado en la cama y le di la mano. Me rompía el corazón porque me hacía pensar en la hija que nunca tuve; estuve observándola hasta que se durmió profundamente.

Mientras esperaba a Carol, hice unas cuantas llamadas, empezando por Ralph. Tuve que esperar un rato porque su secretaria no lo encontraba, pero cuando se puso al teléfono estaba tan animado como siempre.

– ¿Cómo va, Sherlock? -me preguntó de muy buen humor.

– Bastante bien -contesté.

– Supongo que no llamas para cancelar la cena de esta noche…

– No, no. No te preocupes. Quería pedirte que averiguaras algo para mí.

– ¿Qué?

– Averigua si tu jefe recibe llamadas de un tal Andrew McGraw. Y hazlo sin que él se entere.

– ¿Por qué te empeñas en buscar agua en el desierto? -preguntó un poco exasperado.

– No he borrado a nadie de la lista de sospechosos. Ni siquiera a ti, Ralph.

– Pero la policía ha arrestado a un hombre.

– En ese caso, tu jefe es inocente. Pero averigua lo que te he pedido como un favor a una amiga que ha pasado una mala semana.

– Está bien -accedió a regañadientes-. Pero me gustaría que comprendieras que la policía entiende tanto de criminales como tú.

Solté una carcajada.

– No eres el único. Ah, por cierto, ¿sabes que esta mañana han asesinado al padre de Peter Thayer?

– ¿Qué? -exclamó-. ¿Cómo ha sido?

– Le han disparado. Es una pena que Donald Mackenzie ya esté en la cárcel, pero seguro que en el barrio de los Thayer encontrarán a algún drogadicto al que colgarle el muerto.

– ¿Crees que la muerte de Peter está relacionada con la de su padre?

– Hombre, da un poco que pensar cuando asesinan a dos miembros de una misma familia en menos de una semana y los hechos sólo se relacionan al azar.

– Está bien, está bien -dijo Ralph-. Ya te he entendido. No hace falta que seas sarcástica. Preguntaré a la secretaria de Yardley.

– Gracias, Ralph. Hasta luego.

El borrador de la reclamación, los comentarios que hizo Masters a Thayer, que podrían ser amenazas… No había averiguado mucho más, pero merecía la pena tirar del hilo. La otra pieza del rompecabezas era McGraw y el hecho de que conociera a Smeissen. Si pudiera encontrar una relación entre Masters y McGraw o entre Masters y Smeissen… Tendría que haber pedido a Ralph que comprobara también si su jefe recibía llamadas de Earl. Bueno, se lo podía preguntar por la noche. Supongamos que McGraw y Masters tenían algún asunto entre manos. Si eran inteligentes, no dejarían sus nombres verdaderos cuando se llamaban. Incluso la encantadora secretaria de McGraw podría delatarlo si las pruebas eran demasiado evidentes. A lo mejor quedaban en algún sitio para tomar una copa. Debería darme una vuelta por los bares del Loop y de los alrededores del sindicato para ver si alguien los había visto juntos. O Thayer con McGraw, para el caso. Necesitaba fotos y no tenía ni idea de dónde podía sacarlas.

Carol llegó mientras buscaba un número en la guía telefónica.

– Jill está durmiendo -le dije-, y seguramente seguirá durmiendo por la tarde.

– Perfecto. He traído todos los historiales. Como en la clínica nunca tenemos tiempo de actualizarlos, ahora tendré la oportunidad.

Charlamos un rato sobre su madre, que tenía enfisema, y sobre las posibilidades de encontrar a los pirómanos que se extendían por el barrio, y volví a llamar.

Murray Ryerson era el periodista de sucesos del Herald Star, que me entrevistó cuando el caso Transicon salió a la luz. Escribió un artículo bastante bueno. Era casi la hora de comer y no estaba segura de encontrarlo en su despacho, pero tenía la suerte de cara.

– Ryerson -murmuró.

– Soy V. I. Warshawski.

– Ah, hola -dijo recordándome sin problemas-. ¿Tienes alguna historia para mí?

– Todavía no, pero seguramente a finales de semana. Necesito que me ayudes consiguiéndome un par de fotos.

– ¿De quién?

– Si te lo digo, ¿me prometes que no las pondrás juntas en un artículo hasta que no tenga pruebas?

– Depende de lo cerca que estés del desenlace de una historia que ya sabemos que está pasando.

– ¿Tenéis a Andrew McGraw en vuestros archivos?

– ¿McGraw? Es un clásico, y uno de nuestros favoritos, pero ahora no tenemos nada relacionado con él. ¿Quién es el otro?

– Un tipo llamado Yardley Masters. Es el vicepresidente de Ajax y seguramente tengáis algo de publicidad de Crusade of Mercy.

– ¿Estás relacionando a McGraw con Ajax?

– Deja de babear, Murray. Ajax no hace negocios con los Afiladores.

– ¿Pero estás relacionando a McGraw con Masters? -insistió.

– ¿Pero qué es esto? ¿Un interrogatorio? -dije irritada-. Necesito dos fotos. Si me sale bien, la historia es tuya. En Transicon lo hicimos así, ¿no?

– ¿Sabes qué te digo? ¿Has comido? Pues nos encontramos en el Fiorella dentro de una hora y te traigo las fotos, si es que encuentro alguna, e intento sacarte información con una cerveza en la mano.

– Genial, Murray. Gracias.

Colgué y miré la hora. En una hora me daba tiempo de ir a registrar la Smith & Wesson. Empecé a tararear el Ch'io mi scordi di te de nuevo y al salir le dije a Carol:

– Dile a Lotty que volveré sobre las seis pero que cenaré fuera.

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