9.- Una reclamación

Llegué a casa de Lotty por la tarde, después de haber llamado a mi contestador por el camino. Un tal McGraw y un tal Devereux habían dejado mensajes con sus correspondientes números de teléfono. Los anoté en mi agenda de bolsillo pero no quise llamar hasta que no estuviera instalada en casa de Lotty. Me recibió con un gesto de preocupación.

– No tenían bastante con destrozarte la cara, han tenido que destrozarte el piso. ¡Qué brutos!

En sus palabras no había censura ni horror, una de las cosas que aprecio de Lotty.

Me miró el ojo con un aparato de oftalmología.

– Se está curando. La hinchazón te ha bajado. ¿Te duele la cabeza? ¿Un poco? Es normal. ¿Has comido? Con el estómago lleno te sentirás mejor. Ven, he preparado una sopa de pollo, la típica cena dominical de Europa del Este.

Lotty ya había comido pero tomó café mientras yo me acababa el pollo. Tenía un hambre que me moría.

– ¿Cuántos días puedo quedarme? -pregunté.

– No espero a nadie este mes. Te puedes quedar el tiempo que quieras hasta el diez de agosto.

– No creo que me quede más de una semana. Unos días serán suficientes. Si no te importa, me gustaría transferirme las llamadas de mi casa aquí.

Lotty se encogió de hombros.

– Entonces no desconectaré el teléfono de la habitación de invitados. Piensa que a mí me llaman a todas horas: mujeres que han roto aguas, chicos con heridas de bala. No tengo un horario fijo. Así que corres el riesgo de contestar mis llamadas, y si yo contesto alguna para ti, ya te lo diré.

Se levantó.

– Tengo que dejarte. Mi consejo como médico es que te quedes en casa, descanses y que tomes mucho líquido. Estás débil y acabas de recibir una impresión muy fuerte. Si decides no hacer caso de mis consejos profesionales, no me hago responsable de nada -se le escapó la risa-. Las llaves están en el cuenco del fregadero. El contestador está en mi habitación. Conéctalo si sales.

Me rozó la mejilla con un beso al aire y se fue.

Caminé un rato arriba y abajo del piso. Tenía que ir a mi despacho para evaluar los destrozos. Tenía que llamar a un conocido que trabajaba en un servicio de limpieza para que me adecentara el piso. Tenía que llamar a la compañía de teléfonos y pedirles que me transfirieran las llamadas a casa de Lotty. Y tenía que volver al piso de Peter Thayer para ver sí encontraba lo que aquellos desgraciados pensaban que estaba en el mío.

Lotty tenía razón: no estaba en perfectas condiciones. La escabechina de mi piso me había afectado más de lo que creía. Estaba llena de rabia, la rabia de la pobre víctima que no se puede vengar. Abrí mi maleta y saqué la Smith & Wesson. Mientras la cargaba, imaginé que tendía una trampa a Earl, o a quien fuera, para que volviera a mi piso. Yo lo esperaba escondida en el rellano y lo acribillaba a tiros. Era tan real que me lo imaginé varias veces. El efecto fue catártico; me desahogué tanto que llamé a la compañía de teléfonos. Les di el número de Lotty y aceptaron transferirme las llamadas.

Después me senté y llamé a McGraw.

– Buenas tardes, Sr. McGraw. Me estaba buscando, ¿verdad?

– Sí, se trata de mi hija -dijo con voz insegura.

– No me he olvidado de ella, Sr. McGraw. De hecho, tengo una pista que me llevará, no directamente a ella, pero a gente que puede que sepa dónde está.

– ¿Hasta dónde ha llegado? Con esa gente, me refiero -dijo con brusquedad.

– Hasta donde he podido en el poco tiempo que he tenido. No es mi estilo alargar los casos para seguir cobrando.

– Nadie la está acusando, Srta. Warshawski, pero quería pedirle que abandone el caso.

– ¿Qué? -dije incrédula-. Monta todo este tinglado ¿y ahora no quiere que encuentre a Anita? ¿O es que ha aparecido?

– No, no ha aparecido. Pero creo que se me cruzaron los cables cuando vi que se había marchado del piso. Llegué a pensar que estaba implicada en el asesinato del chico. Ahora que la policía ha detenido a aquel drogadicto, ya veo que no.

Me estaba poniendo de mal humor otra vez.

– ¿Ah sí? Por inspiración divina, supongo. No faltaba nada en el piso y no se ha demostrado que Mackenzie estuviera allí. Lo siento, pero yo no me lo creo.

– Mire, Warshawski. ¿Quién se cree que es para dudar de la policía? Hace dos días que encerraron al esbirro ese. Si fuera inocente, ya lo habrían soltado. No me venga con el rollo de «Lo siento, pero yo no me lo creo» -me imitó despiadadamente.

– Desde la última vez que hablamos, McGraw, Earl Smeissen me ha destrozado la cara, el piso y el despacho para que dejara el caso. Si Mackenzie es el asesino, ¿qué le preocupa tanto a Smeissen?

– Lo que haga Earl no tiene nada que ver conmigo. Warshawski, le he dicho que deje de buscar a mi hija. De la misma manera que la contraté, puedo despacharla. Envíeme la factura de los gastos, e incluya lo del piso si quiere, pero deje de investigar.

– Es increíble. El viernes estaba preocupadísimo por su hija. ¿Qué ha cambiado desde entonces?

– ¡Abandone el caso, Warshawski! -gritó como un poseso-. Le he dicho que le pagaré. Deje de incordiar.

– Está bien -dije en un berrinche-. Estoy despachada. Le mandaré la factura, pero se equivoca en una cosa, McGraw, y dígaselo a Earl de mi parte: puede despacharme, pero no puede deshacerse de mí.

Colgué el teléfono. Qué retórica, Vic. Seguramente Smeissen creía que me había atemorizado bastante para que dejara el caso y no se me ocurría otra cosa que gritar amenazas como una histérica por teléfono. Tendría que escribir «Piensa antes de actuar» cien veces en la pizarra.

Por lo menos McGraw había reconocido que conocía a Earl, o que sabía quién era. Aunque aquello no era un gran descubrimiento, porque los Afiladores conocían a la mayoría de matones de Chicago. El hecho de que conociera a Earl no significaba que le hubiera pagado para que entrara en mi piso o para que matara a Peter Thayer, pero era la mejor conexión que tenía hasta el momento.

Llamé a Ralph pero no estaba en casa. Caminé un poco más y decidí que había llegado el momento de pasar a la acción. No averiguaría nada si me quedaba en casa pensando sobre el caso ni si tenía miedo de cruzarme con una bala de Tony. Me cambié los pantalones verdes por unos tejanos y unas zapatillas de deporte. En un bolsillo me puse la llave maestra, y en la otra las llaves del coche, el permiso de conducir, la licencia de detective y cincuenta dólares. Me ajusté la pistolera a una camisa ancha de hombre y desenfundé la pistola varias veces hasta que me salió con soltura y naturalidad.

Antes de salir me examiné la cara en el espejo del baño. Lotty no me había engañado: tenía mejor aspecto. El lado izquierdo aún estaba amarillento y con tonos verdes, pero la hinchazón era mucho menor. Ya podía abrir el ojo izquierdo completamente, aunque el color violeta se había extendido. No estaba mal. Conecté el contestador automático de Lotty, me puse una chaqueta tejana, salí y cerré con llave.

Los Cubs jugaban un doble encuentro contra el St. Louis; Addison estaba lleno de gente, los que salían del primer partido y los que venían a ver el segundo. Cuando puse la radio, DeJesus lideraba el final de la primera entrada con un fuerte golpe hasta que se paró en una base. No tardaron en eliminarlo.

Cuando salí de Wrigley Field, el tráfico era mucho más fluido: sólo tardé veinte minutos en llegar a mi despacho. Al ser domingo, encontré sitio para aparcar sin ningún problema. No vi coches de policía, pero cuando iba a entrar en el edificio se me acercó un guardia.

¿Me puede decir adonde va, señorita? -preguntó con seriedad pero sin ser desagradable.

– Me llamo V. I. Warshawski. Tengo un despacho en este edificio y me han entrado a robar hace unas horas. He venido a inspeccionar los daños.

– ¿Puede enseñarme algún tipo de documentación?

Le enseñé el permiso de conducción y la licencia de detective. Los miró, asintió con la cabeza y me los devolvió.

– Está bien. Puede pasar. El teniente Mallory me dijo que vigilara el edificio y que sólo dejara entrar a los inquilinos. También me dijo que seguramente usted vendría.

Le di las gracias y entré. Cosa rara, el ascensor funcionaba; podía utilizar las escaleras para mantenerme en forma otro día que no estuviera tan hecha polvo. La puerta de mi despacho estaba cerrada, pero habían roto el cristal de la parte superior. Cuando entré, vi que los destrozos eran mucho menores que en mi piso. Habían tirado todos los archivos al suelo, pero los muebles no los habían tocado. Y bien, no existe ninguna caja de seguridad completamente segura. Habían forzado la caja escondida detrás de la pared. Pero tenían que haber estado horas para conseguirlo. No me extrañaba que se hubieran ensañado con mi piso: tanto esfuerzo para nada. Por suerte, esta vez no tenía ni dinero ni papeles importantes en la caja.

No toqué nada. Ya llamaría a alguien para que me archivara los papeles. Llamar a un carpintero sí que era urgente, o entraría cualquiera a robar. Ya había perdido una copa de Gabriella, no quería que me pasara lo mismo con la Olivetti. Llamé a un servicio de veinticuatro horas para que vinieran a cambiarme la puerta y bajé. Al guardia no le hizo mucha gracia lo que acaba de hacer, pero dijo que lo consultaría con el teniente. Mientras él hablaba por teléfono, cogí el coche y continué mi trayecto dirección sur.

El día seguía claro y fresco, era agradable conducir. Al horizonte el lago estaba lleno de barquitos y cerca de la costa la gente se bañaba. El partido estaba al final de la tercera entrada. Kingman hizo un strike: 2-0 para el St. Louis. Los Cubs también estaban pasando una mala racha; seguramente peor que la mía.

Aparqué en el solar del centro comercial que estaba detrás del piso de Thayer, y entré en aquel edificio por segunda vez. Los huesos de pollo habían desaparecido, pero el olor a pipí seguía incrustado. No me salió nadie al encuentro para preguntarme qué estaba haciendo allí, y enseguida encontré una llave que abrió la puerta del tercer piso.

Tendría que haberme imaginado que también habrían saqueado aquel piso, pero la verdad es que me pilló por sorpresa. La otra vez sólo se apreciaba el desorden típico de un piso de estudiantes. Ahora, el mismo o los mismos que habían entrado en mi piso habían hecho un trabajo similar aquí. Sacudí la cabeza para intentar ordenar las ideas. ¡Claro! Les faltaba algo y vinieron a buscarlo aquí. Como no lo encontraron, fueron a por mí. Me puse a silbar el inicio del tercer acto de Simón Boccanegra mientras decidía por dónde empezar. No sabía qué era lo que estaba buscando, pero seguramente era un papel o algo por el estilo. Pruebas de un fraude, o una foto, pero no creía que fuera un objeto propiamente dicho.

No era muy probable que aún estuviera en el piso. Peter podría habérselo dado a su novia. En este caso, Anita corría mayor peligro del que creía. Me rasqué la cabeza. Daba la impresión de que los chicos de Smeissen habían agotado todas las posibilidades. Habían rajado los sofás y los libros estaban tirados por el suelo. Era difícil de imaginar que se los hubieran mirado todos, página por página. Si después de buscar por todo el piso no encontraba nada, ya me dedicaría a buscar entre los libros. En un piso de estudiantes había un montón de libros, y mirarlos todos uno a uno suponía muchas horas. Lo único que seguía intacto era el suelo y los electrodomésticos. Busqué baldosas sueltas por todas las habitaciones. Encontré algunas, pero cuando las levanté con un martillo que cogí de debajo del fregadero de la cocina, sólo hallé termitas. En el cuarto de baño miré todos los artilugios uno por uno. Miré en el teléfono de la ducha y en las tuberías del váter y el lavabo. Eso fue un poco pesado. Tuve que bajar al coche para coger herramientas y forzar la puerta del sótano para cortar el agua. Tardé más de una hora en desenroscar las piezas oxidadas para ver qué había dentro. No fue ninguna sorpresa ver que únicamente había agua. Si alguien lo hubiera abierto antes que yo, las piezas se habrían soltado con más facilidad.

Cuando volví a la cocina el sol se estaba escondiendo: eran las seis y media. La silla en la que se había sentado Peter estaba delante de la cocina de gas. Era posible que lo que estaba buscando no lo hubiera escondido, si no que se hubiera caído. Tal vez debajo de la cocina descansaba un trozo de papel. Me tumbé en el suelo e iluminé la parte inferior de la cocina con una linterna. No vi nada y la abertura era muy pequeña. ¿Hasta dónde quería llegar? Me dolían los músculos y me había dejado la fenilbutazona en casa de Lotty. Fui al salón y cogí unos ladrillos de una estantería. Utilicé el gato del maletero de mi coche para hacer palanca y los ladrillos como calzo. Poco a poco, conseguí levantar la cocina. Pero me costó muchísimo porque el gato despegaba la cocina del suelo pero cuando intentaba meter un ladrillo debajo, cedía y la cocina volvía a su posición inicial. Al final acerqué la mesa y la levanté con el gato al mismo tiempo que la cocina. Conseguí poner un ladrillo en el extremo derecho. Poner el otro en el izquierdo fue mucho más fácil. Comprobé que no estuviera a punto de cargarme la tubería del gas y puse otro ladrillo. Me puse bocabajo otra vez y miré debajo de la cocina. Ahí estaba, un trozo de papel grasiento pegado. Lo despegué con cuidado para que no se rompiera y me lo llevé a la ventana para leerlo mejor.

Era una copia de papel carbón de tamaño cuartilla. En el extremo superior izquierdo había el logo de Ajax. En el centro ponía «Borrador: no negociable». Era para Joseph Gielczowski, del 13227 South Ingleside, Matteson, Illinois. Si lo llevaba a un banco para que lo certificaran, Ajax pagaría al banco la suma de 250 dólares en concepto de indemnización por accidente laboral. Aquel nombre no me decía nada, y la transacción parecía de lo más legal. Entonces, ¿por qué era tan importante aquel papel? Ralph lo sabría, pero no quería llamarle desde aquí. Sería mejor que pusiera la cocina de gas en su sitio y me fuera cuanto antes.

Levanté un poco la cocina utilizando la mesa como calce y saqué los ladrillos. La cocina hizo un ruido seco cuando se puso en su sitio. Recé para que los vecinos de abajo no estuvieran en casa o simplemente estuvieran demasiado ensimismados para llamar a la policía. Recogí mis herramientas, doblé el borrador de la reclamación, me lo metí en el bolsillo de la camisa y me fui. Cuando bajaba las escaleras. Se abrió la puerta del segundo piso.

– Soy fontanera -le dije-. Esta noche no habrá agua en el tercer piso.

Cerraron la puerta y salí deprisa.

Cuando subí al coche el partido se había acabado hacía rato, y tuve que esperarme a las noticias de las ocho para saber el resultado. Los Cubs se habían recuperado en la octava entrada. El bueno de Jerry Martin había conseguido un doble, Ontiveros, un sencillo, y el maravilloso Dave Kingman había salvado a los tres con su trigésimo segundo home run de la temporada. Y todo eso con dos jugadores eliminados. Sabía cómo se sentían los Cubs y canté un poco de Fígaro en su honor.

Загрузка...