18.- La sangre pesa más que el oro

Eran las diez, y la enfermera negra bajita dijo:

– No tendríamos que permitirle la entrada, pero dice que no se dormirá hasta que no la haya visto.

La seguí hacia la habitación en la que estaba Ralph, con la cara aún muy pálida, pero con intensidad en su mirada gris. Lotty había hecho un buen trabajo con el vendaje, y el médico del hospital Passavant se había limitado a cambiarle la ropa. Como decía Lotty, había vendado muchas heridas de bala.

Paul, desesperado, había acompañado a Lotty al piso de Ralph. Al llegar a Winnetka había convencido a Lucy para que le dejara entrar veinte minutos después de que Masters hubiera recogido a Jill en coche. De ahí fue directo a casa de Lotty. Me llamaron a casa, y llamaron a la policía para decir que Jill había desaparecido, pero, por suerte, se quedaron en casa de Lotty al lado del teléfono.

Jill se lanzó llorando a los brazos de Paul cuando llegaron, y Lotty hizo una de sus características sacudidas de cabeza:

– Buena idea. Llévatela de aquí y dale un poco de brandy.

Después reparó en Ralph, que estaba sangrando inconsciente en una esquina. La bala le había entrado por el hombro derecho y le había desgarrado parte del músculo y del hueso, pero la herida era limpia porque le había salido por la espalda.

Ahora lo miraba tumbado en la cama del hospital. Me cogió la mano derecha con su izquierda y me la estrechó suavemente; estaba bastante drogado. Me senté en la cama.

– No se siente en la cama -dijo la enfermera bajita.

Estaba destrozada. Quería mandarla al carajo, pero lo último que me apetecía era discutirme con todo el hospital. Me levanté.

– Lo siento -dijo Ralph con dificultad para hablar.

– No te preocupes. Creo que fue lo mejor que podría haber pasado. No sabía cómo desenmascarar a Masters.

– No, pero tendría que haberte escuchado. No podía creerme lo que me contabas. Supongo que en el fondo no me tomaba tu profesión muy en serio. Pensaba que era un hobby, como la pintura para Dorothy.

No dije nada.

– Yardley me disparó. He trabajado para él durante tres años y he sido incapaz de ver su parte negativa. Tú lo viste una vez y ya supiste de qué tipo de hombre se trataba.

Le costaba hablar pero sus ojos denotaban enfado y dolor.

– Deja de flagelarte con eso -dije amablemente-. Sé lo que significa trabajar en equipo. Nunca te esperas de tus compañeros algo así. Yo venía de fuera y podía ver las cosas de otra forma.

No dijo nada pero me estrechaba los dedos con más fuerza: no estaba dormido.

Al cabo de un rato dijo:

– Me he enamorado de ti, Vic, pero tú no me necesitas.

Torció el gesto y miró hacia el otro lado para que no le viera las lágrimas.

Tenía un nudo en la garganta y no me salían las palabras.

– Eso no es verdad -dije, sin saber si lo era o no.

Me aclaré la voz.

– No te utilicé para pillar a Masters -dije con voz ronca-. Me gustabas, Ralph.

Movió un poco la cabeza, pero hizo una mueca de dolor.

– No es lo mismo. Además, no funcionaría.

Le estreché la mano con rabia.

– Es verdad, no funcionaría.

Me hubiera gustado no tener tantas ganas de llorar.

Poco a poco me agarraba la mano con menos fuerza. Se había dormido. La enfermera me apartó de la cama. No miré atrás cuando salí de la habitación.

Quería irme a casa, emborracharme e irme a la cama, o desmayarme o algo, pero tenía pendiente la historia de Murray y la liberación de Anita. Llamé a Murray desde el vestíbulo del hospital.

– Me empezabas a preocupar, Vic -dijo-. Me acaban de decir que han detenido a Smeissen, y mi contacto en la policía dice que Bronsky y un directivo de Ajax están en el dispensario de la policía de Cook County.

– Sí -dije abatida-. Casi todo se ha terminado. Anita puede salir de su escondite. Iré a recogerla y la llevaré a casa de su padre. Tarde o temprano tendrá que hacerlo, y cuanto antes sea, mejor.

Masters se chivaría enseguida de McGraw, y yo quería verlo antes que Mallory.

– Mira -dijo Murray-. Nos encontramos en el vestíbulo del Ritz y me cuentas la historia por el camino. Después haré unas fotos enternecedoras del reencuentro entre el irascible líder sindicalista y su hija.

– Creo que no, Murray. Nos encontramos en el vestíbulo y te doy cuatro pinceladas. Si Anita quiere que vengas, ningún problema, pero yo no lo daría por sentado. No te preocupes por la historia. Tendrás la exclusiva.

Colgué el teléfono y salí del hospital. Tendría que hablar con Bobby, también. Cuando llegó la ambulancia, me fui con Ralph y Lotty, y Mallory no hacía más que gritar: «¡Tengo que hablar contigo!» mientras me iba. Pero ahora mismo no me apetecía. Jill estaría bien. Algo arreglado. Pero a la pobre Anita tenía que llevarla a casa de su padre antes de que lo hiciera la policía.

El Ritz estaba a cuatro manzanas del hospital. La noche era cálida y agradable. Necesitaba una madre ahora mismo, y la madre noche era una buena compañía, acurrucandome en sus negros brazos.

El vestíbulo del Ritz era lujoso sin ser ostentoso. El hotel tenía doce pisos. Aquel ambiente tan elegante me crispaba un poco los nervios, y desentonaba con mi aspecto. En los espejos del ascensor me vi despeinada y con manchas de sangre en la chaqueta y en los tejanos. Mientras esperaba a Murray, temí que se me acercara el guardia. Los dos llegaron a la vez.

– Disculpe, señora -dijo educadamente-. ¿Le importaría acompañarme?

Murray se echó a reír.

– Perdona, Vic, pero te lo mereces.

Se dirigió al guardia.

– Me llamo Murray Ryerson, y soy periodista del Star. Esta señorita se llama V. I. Warshawski, es investigadora privada. Hemos venido a buscar a una de sus huéspedes y luego nos iremos.

El guardia frunció el ceño cuando vio la acreditación de Murray, y luego asintió con la cabeza.

– Está bien, señor. Señora, ¿podría esperarse en el mostrador?

– Por supuesto -dije educadamente-. Entiendo que sus huéspedes no están acostumbrados a ver más sangre que la que contiene un steak tartare. ¿Qué le parece si me lavo mientras el Sr. Ryerson espera a la Srta. McGraw?

El guardia me acompañó diligentemente hasta el lavabo privado del gerente. Me adecenté como pude y me lavé la cara. Encontré un cepillo en el armario del baño y me cepillé el pelo. Tenía mucho mejor aspecto. Seguía sin encajar en el Ritz, pero tampoco era para esconderme.

Anita estaba en el vestíbulo con Murray cuando volví. Me miró con incredulidad.

– Murray dice que estoy fuera de peligro…

– Sí. Smeissen, Masters y su matón están detenidos. ¿Quieres hablar con tu padre, antes de que lo arresten a él también?

Murray abrió la boca pero le puse una mano en el brazo para que se callara.

Anita se lo pensó un poco.

– Sí. Hoy he estado pensando en lo que me dijiste, y tienes razón: cuanto más alargue esta situación, peor.

– Vengo con vosotras -dijo Murray.

– No -dijo Anita-. No voy a enseñar esto a los periódicos. Vic ya te contará la historia más tarde. Pero no quiero que los periodistas se entrometan en esto.

– Te lo mereces, Murray -dije-. Búscame más tarde. Estaré… no sé, en el bar de siempre.

Anita y yo nos fuimos hacia el ascensor.

– ¿Cuál es el bar de siempre? -dijo Murray alcanzándonos.

– El Golden Glow, en Federal con Adams.

Llamé a un taxi para que nos llevara hasta mi coche. Un agente eficiente, seguramente el que rondaba por delante del hotel, me había puesto una multa en el parabrisas. Veinte dólares por obstruir el paso a una boca de incendios. La policía a su servicio.

Estaba tan cansada que no me veía capaz de conducir y hablar al mismo tiempo. De repente recordé que aquel mismo día había hecho el viaje de más de cuatrocientos kilómetros para ir y volver de Hartford, y que no había dormido la noche anterior. Todo acababa pasando factura.

Anita estaba ensimismada en sus propios problemas. Después de explicarme cómo se llegaba a casa de su padre, en Elmwood Park, se quedó callada mirando por la ventana. Me caía bien, Anita; me sentía cómoda a su lado, pero estaba tan agotada que no podía ofrecerle nada.

Cuando estábamos en la autopista Eisenhower, que va desde el Loop hasta los barrios residenciales del oeste de la ciudad, y llevábamos unos siete kilómetros sin hablar, Anita dio el primer paso.

– ¿Qué le pasó a Masters?

– Se presentó con sus matones para eliminarnos, a mí y a Ralph Devereux. También trajo a Jill para utilizarla como rehén. Conseguí romper un brazo al matón y herir a Masters. Jill está bien.

– ¿De verdad? Es tan buena chica. No soportaría que le hubiera pasado algo. ¿Llegaste a conocerla?

– Sí, estuvo viviendo unos días conmigo. Es verdad, es fantástica.

– Se parece mucho a Peter. La madre sólo se preocupa por la ropa y por el culto al cuerpo, y su hermana es impresionante, parece sacada de un libro. Pero Jill y Peter son… son… -dijo buscando las palabras- están seguros de sí mismos y se entregan a la gente. A Peter le interesa, le interesaba todo: por qué esto funciona así, cómo se podría solucionar. Peter quería ser amigo de todo el mundo. Y Jill se parece mucho a él.

– Me parece que se está enamorando de un puertorriqueño. Estarán entretenidos en Winnetka.

Anita se rió entre dientes.

– Seguro. Es mucho peor que lo mío. Yo era la hija de un líder sindicalista, pero por lo menos no era negra o hispana.

Estuvo callada un rato y luego dijo:

– Sabes, esta semana ha cambiado mi vida. O al menos me ha roto todos los esquemas. Mi vida entera estaba dirigida al sindicato. Quería estudiar derecho y convertirme en una líder sindicalista. Ahora ya no tiene sentido para mí. Pero me he quedado con un vacío muy grande. Y no sé cómo llenarlo. Y ahora que Peter ya no está… He perdido a Peter y al sindicato a la vez. La semana pasada estaba tan asustada que no me di cuenta. Ahora ya sí.

– Claro. Te costará superarlo. El luto siempre es largo y no puedes meterle prisa. Hace diez años que se murió mi padre, y siempre hay momentos que me recuerdan que todavía estoy de luto, que no lo he superado del todo. La peor parte no dura mucho, pero mientras dure, no intentes apartarla de ti. Cuanto más intentes evitar el dolor y la rabia, más te costará superarlo.

Quería saber cosas de mi padre y nuestra vida. El resto del camino le estuve contando cosas de Tony. Qué curioso que tuviera el mismo nombre que el imbécil del matón de Earl. Mi padre, mi Tony, fue un soñador, un idealista: un hombre que no disparó nunca a otro hombre durante todos los años de servicio; disparaba al aire, pero nadie había muerto por culpa de Tony Warshawski. Mallory no podía creérselo. Me acordé de esto cuando Tony se moría. Estaban charlando una noche, Bobby venía mucho cuando Tony estuvo enfermo, y Bobby le preguntó a cuántas personas había matado en sus años en el cuerpo. Tony le dijo que ni siquiera había herido a alguien.

Al cabo de unos minutos, me acordé de algo que me picaba la curiosidad.

– ¿A qué viene este nombre falso? Cuando tu padre me contrató me dijo que te llamabas Anita Hill. En Wisconsin, te hacías llamar Jody Hill. Entiendo que él te diera un nombre falso en un intento poco brillante de no mezclarte en sus asuntos, pero ¿por qué los dos utilizasteis el apellido Hill?

– No nos pusimos de acuerdo. Joe Hill es nuestro héroe desde toda la vida. Jody Hill me vino a la mente inconscientemente. Y supongo que él escogió el mismo apellido por la misma razón.

Habíamos llegado a la salida de la autopista de Elmwood, y Anita me indicó cómo llegar a la casa. Cuando llegamos, se quedó un rato sentada en el coche sin decir nada. Al final dijo:

– No sé si pedirte que me acompañes o no. Pero supongo que será mejor que entres conmigo. Todo esto empezó, o por lo menos tu participación en el asunto, cuando mi padre vino a verte. No sé si se creerá que todo se ha acabado si no le explicas tú la historia.

– De acuerdo.

Caminamos hasta la entrada. Delante de la puerta había un hombre sentado.

– Es un guardaespaldas -me susurró Anita-. Desde que tengo uso de razón, que mi padre tiene uno.

Lo miró y le dijo en voz alta:

– ¡Eh, soy yo! Anita. Me he teñido el pelo.

El hombre se quedó atónito.

– Me han dicho que te habías escapado, que alguien quería matarte. ¿Estás bien?

– Sí. ¿Está mi padre?

– Sí, está ahí arriba, solo.

Entramos en la casa, un pequeño rancho construido en un gran terreno. Anita me llevó al salón, que estaba dividido en dos ambientes. Andrew McGraw estaba mirando la televisión. Se dio la vuelta cuando nos oyó entrar. Al principio no reconoció a Anita con el pelo negro y más corto. De repente dio un salto.

– ¿Annie?

– Sí, soy yo -dijo en voz baja-. La Srta. Warshawski me ha encontrado, tal como le pediste. Rompió el brazo del matón de Earl Smeissen e hirió a Masters. Ahora los tres están en prisión y podemos hablar.

– ¿Es verdad? -preguntó-. ¿Disparó a Masters y le rompió un brazo a Tony?

– Sí -dije-, pero sus problemas no se han acabado, ya lo sabe; en cuanto Masters se recupere, hablará.

Nos miraba intermitentemente a Anita y a mí con sus facciones cuadradas y la expresión incierta.

– ¿Qué sabes? -dijo al fin.

– Muchas cosas -dijo Anita.

Su tono de voz no fue hostil, pero sí distante, el tono de alguien que no conoce a la persona con la que está hablando y no está segura de querer conocerla.

– Sé que has utilizado el sindicato como tapadera para conseguir dinero a través de reclamaciones al seguro falsas. Sé que Peter lo descubrió y se lo contó a Masters. Masters te llamó y tú le diste el nombre de un asesino a sueldo.

– Escucha, Annie -dijo en un tono calmado, muy distinto al tono de gallito al que yo estaba acostumbrada-. Tienes que creerme. No sabía que se trataba de Peter cuando Yardley me llamó.

Ella se lo miraba desde el umbral de la puerta con desprecio. Me hice a un lado.

– ¿No lo entiendes? -dijo con la voz entrecortada-. Eso da igual. No me importa si sabías que se trataba de Peter o no. Lo que me preocupa es que te ampararas en el sindicato para estafar y que conocieras a un matón cuando Yardley necesitaba uno. Ya sé que no habrías dejado que mataran a Peter a sangre fría. Pero todo esto no habría pasado si no supieras cómo eliminar a alguien.

McGraw se quedó pensando, sin decir nada.

– Te entiendo -dijo al fin con la misma voz calmada de antes-. ¿Crees que no lo he estado pensando estos últimos diez días, aquí encerrado, pensando que a lo mejor encontrarían tu cadáver, y que en el fondo te habría matado yo?

Anita no dijo nada.

– Mira, Annie. Tú y el sindicato habéis sido mi vida en estos últimos veinte años. Durante diez días pensé que os había perdido a los dos. Ahora tú has vuelto. Tendré que dejar el sindicato. ¿Me obligarás a prescindir de ti también?

A nuestras espaldas, una mujer con una sonrisa exagerada nos animaba a comprar champú desde el televisor. Anita miró a su padre fijamente.

– Nunca volverá a ser lo mismo. Nuestra vida, los cimientos que nos unían, se han roto.

– Mírame bien, Annie -dijo con la voz quebrada-. Llevo diez días sin dormir, sin comer. Estoy todo el rato mirando la tele para saber si han encontrado tu cadáver en alguna parte. Le pedí a Warshawski que te encontrara cuando pensaba que podía adelantarme a Masters. Pero cuando me dejaron claro que si aparecías te matarían, le dije que dejara de buscarte.

McGraw se dirigió a mí.

– Acertó en casi todo. Usé la tarjeta de Thayer porque quería que se fuera a por él. Fue estúpido por mi parte. Todo lo que he hecho esta última semana ha sido estúpido. Cuando me di cuenta de que Annie estaba en apuros, enloquecí y me dejé llevar por impulsos. No estaba furioso con usted. Sólo rezaba a Dios para que no la encontrara. Si Earl la estaba vigilando, lo habría llevado directamente hasta ella.

Asentí con la cabeza.

– Ya sé que nunca tendría que haber conocido a gángsters -dijo mirando a Anita-. Pero esto empezó hace tanto tiempo… Incluso antes de que tú nacieras. Cuando te mezclas con esta clase de gente, ya no puedes deshacerte de ellos. Los Afiladores éramos un sindicato muy violento hace unos años. Si crees que ahora lo somos, tendrías que habernos visto entonces. Los grandes empresarios contrataban a gángsters para eliminarnos y derrocar al sindicato. Nosotros empezamos a contratarlos para tener más poder. El único problema es que cuando te haces amigo de esa gente, ya no puedes pasar sin ellos. La única forma que tenía de salir de este círculo era dejar el sindicato. Pero no podía hacerlo. A los quince años ya era un representante sindical. Conocí a tu madre en un piquete que hicimos a Western Springs Cutlery, donde ella trabaja montando tijeras. El sindicato era mi vida. Y los tipos como Smeissen eran la parte oscura del negocio.

– Pero traicionaste al sindicato. Lo traicionaste cuando empezaste el negocio de las reclamaciones falsas con Masters -dijo Anita con lágrimas en los ojos.

– Tienes razón -dijo pasándose la mano por el pelo-. Seguramente la estupidez más grande que he hecho en mi vida. Lo conocí un día en el parque Comiskey. Me lo presentaron. Masters tenía esa idea en la cabeza desde hacía años, supongo, pero necesitaba a alguien de fuera que le mandara las reclamaciones. Estaba ciego. Sólo me importaba el dinero. No pensé en las consecuencias que eso podía tener. Es como una historia que me contaron una vez. Había un hombre, griego, creo, que era tan avaricioso que pidió a los dioses que todo lo que tocara se convirtiera en oro. Pero los dioses son muy listos: te dan lo que pides pero al final resulta que no es lo que quieres. En resumen, este hombre era como yo: tenía una hija a la que amaba por encima de todas las cosas. Pero no pensó en las consecuencias, y cuando la tocó, se convirtió en oro. Esto es lo mismo que me ha pasado a mí.

– El rey Midas -dije-. Pero se arrepintió, y los dioses lo perdonaron y resucitaron a su hija.

Anita no sabía con qué cara mirar a su padre. McGraw se la miraba con ojos de súplica. Murray estaba esperando mi historia. No dije adiós.

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