15.- La camarera del sindicato

Paul me estaba esperando, como me había prometido. Era un chico inteligente; había aparcado de forma que no se viera el coche desde el callejón. Entré en el coche por la puerta del copiloto y la cerré.

– ¿Algún problema? -dijo mientras arrancaba y se alejaba del bordillo.

– No, pero he reconocido al hombre dormido que estaba en el callejón. Será mejor que llames a Lotty desde la clínica. Dile que no deje a Jill sola en el piso. Y que mañana llame al teniente Mallory para pedir un escolta que las acompañe a la clínica.

– Claro.

Paul era un encanto. Estuvimos en silencio en el corto trayecto hacia la clínica. Le di las llaves de mi coche y le recordé dónde lo había aparcado.

– Es un Monza azul marino.

– Buena suerte -dijo con voz cálida-. No te preocupes por Jill, ni por Lotty. Yo me ocuparé de ellas.

– Lotty no me preocupa nunca -dije mientras me deslizaba al asiento del conductor-. Es una fuerza de la naturaleza.

Ajusté los retrovisores y quité el freno de mano. Lotty conducía un Datsun, tan práctico y sencillo como ella.

Desde Addison hasta Kennedy, comprobé por el retrovisor que no me siguieran; no vi a nadie. El calor era muy pegajoso; la noche húmeda dejaría paso a un día de niebla y contaminación. El horizonte clareaba y yo me escabullía por las calles vacías. En la autopista no había casi ningún coche y llegué al peaje de Milwaukee en cuarenta y cinco minutos.

El Datsun de Lotty era práctico, pero hacía tiempo que no conducía un coche que no fuera automático, y rascaba un poco las marchas al reducir la velocidad.

Tenía una radio FM y escuché la WFMT hasta pasada la frontera de Illinois. Cuando la emisora empezó a solaparse con las otras, apagué la radio.

Eran las seis de la mañana cuando llegué a la carretera de circunvalación de Milwaukee. Nunca había ido a Hartford, pero en cambio había ido muchas veces a Port Washington, cincuenta kilómetros al este del lago Michigan. Si la orientación no me fallaba, el camino era el mismo, salvo que, treinta kilómetros al norte de Milwaukee, tenía que torcer al oeste en la carretera 60 en vez de al este.

A las 6.50 aparqué el Datsun en la calle principal de Hartford, delante del café Ronna-Comidas Caseras y del banco nacional de Hartford. El corazón me latía con fuerza. Me desabroché el cinturón de seguridad, salí del coche y estiré las piernas. 210 kilómetros en dos horas y diez minutos: no estaba mal.

Hartford es el centro de la industria lactaria en Wisconsin. Tienen una sucursal de la Chrysler que construye fuera-bordas, y en la colina una fábrica de conservas Libby. Pero los principales ingresos del pueblo proceden del campo, y la mayoría de gente a esa hora ya se había levantado. Según el cartel de la puerta, Ronna abría a las 5.30, y cuando yo entré a las siete, la mayor parte de las mesas estaban ocupadas. Compré el Milwankee Sentinel en la caja de periódicos que había en la entrada y me senté en una mesa vacía al fondo del bar.

Una camarera se encargaba de atender a todos los clientes de la barra, y otra atendía las mesas. No paraba de entrar y salir por la puerta de la cocina cargada de platos. Tenía el pelo corto y rizado, y se lo había teñido de negro. Era Anita McGraw.

Estaba sirviendo tortitas, huevos fritos, tostadas y patata con cebolla dorada en una mesa abarrotada de hombres vestidos con peto que bebían café, y después trajo un huevo frito a un joven muy guapo que estaba sentado en la mesa de al lado y que vestía una camisa de color azul marino. Anita me miró con la cara de agobio que ponen las camareras cuando están desbordadas de trabajo.

– Ahora mismo le atiendo. ¿Quiere café?

Asentí con la cabeza.

– Cuando puedas, no tengo prisa -le dije mientras abría el periódico.

Los hombres vestidos con peto se metían con el chico guapo; deduje que él era veterinario y los otros, granjeros que le habían contratado alguna que otra vez.

– ¿Te dejas barba para que piensen que eres adulto? -dijo uno.

– No, para esconderme del FBI -contestó el veterinario.

En aquel momento Anita me estaba trayendo una taza de café; le temblaron las manos y derramó un poco encima del veterinario. Anita se sonrojó y le pidió mil disculpas. Me levanté y le cogí la taza de las manos antes de que derramara el resto, y el chico le dijo de buen humor:

– Si te tiran café encima te despiertas más rápido, sobre todo si está caliente. Pero no te preocupes, Jody -dijo mientras ella le limpiaba la mancha de café de la manga sin mucho resultado-, esto es lo mejor que me caerá hoy encima.

Los granjeros se echaron a reír y Anita vino a preguntarme qué quería comer. Pedí una tortilla Denver sin patatas, pan integral y zumo. Cuando vas al campo, tienes que comer un desayuno campesino.

El veterinario se acabó el huevo y el café.

– Las vacas me reclaman -dijo, y dejó dinero en la mesa y se fue.

Le siguieron más clientes. Eran las 7.15, hora de trabajar. Para los granjeros, esta comida era una pequeña pausa entre muñir las vacas y hacer unos cuantos encargos en el pueblo. Algunos se demoraban ante una segunda taza de café. Cuando Anita me trajo la tortilla, sólo quedaban clientes en tres mesas y unos pocos más en la barra.

Me comí media tortilla, sin prisas, y me leí el periódico de cabo a rabo. La gente entraba y salía del bar. Ya iba por la cuarta taza de café. Cuando Anita me trajo la cuenta, le di un billete de cinco y encima le puse una de mis tarjetas. Le había escrito: «Me envía Ruth. Estoy en el Datsun verde aparcado aquí enfrente».

Salí del bar, metí dinero en el parquímetro y me senté en el coche. Estuve una media hora haciendo un crucigrama hasta que Anita apareció. Abrió la puerta del copiloto y se sentó sin abrir la boca. Doblé el periódico, lo dejé en el asiento de atrás y la miré sin sonreír. En la foto que encontré en el piso se veía una chica sonriente, no muy guapa, pero llena de vitalidad, que es mejor que la belleza en una chica joven. Ahora tenía un aspecto demacrado y las facciones muy tensas.

La policía nunca la habría encontrado basándose en aquella fotografía: estaba más cerca de los treinta que de los veinte, y la falta de sueño, el miedo y la tensión acumulada le habían dejado unas arrugas muy poco comunes a su edad. El cabello negro no le quedaba bien con aquella piel tan clara, la de una pelirroja de verdad.

– ¿Por qué escogiste Hartford? -le pregunté.

Me miró con cara de sorpresa; seguramente era la última pregunta que esperaba que le hiciera.

– El verano pasado vinimos con Peter a la feria del condado de Washington, a cambiar de aires. Tomamos un bocadillo en este bar y cuando me fui, me vino a la memoria.

Tenía la voz cavernosa del cansancio. Me miró y se puso a hablar con rapidez.

– Espero que pueda confiar en ti. Tengo que confiar en alguien. Ruth no sabe qué tipo de gente… qué tipo de gente es capaz de matar a alguien. Yo tampoco, pero creo que sé algo más que ella.

Esbozó una media sonrisa.

– Voy a volverme loca si me quedo aquí más tiempo. Pero no puedo volver a Chicago. Necesito ayuda. No sé si tú podrás ayudarme o si eres una asesina a sueldo astuta que ha conseguido sonsacarle mi paradero a Ruth, no lo sé. Pero tengo que arriesgarme.

Se agarraba las manos con tanta fuerza que tenía los nudillos blancos.

– Soy investigadora privada -le dije-. Tu padre me contrató la semana pasada para que te encontrara, y en vez de a ti, encontré el cadáver de Peter. Este fin de semana me llamó y me dijo que dejara de buscarte. Me imagino el porqué. Por eso estoy metida en el asunto. Tienes razón cuando dices que estás en peligro, y si la cago, ni tú ni yo saldremos muy bien paradas. Pero no puedes esconderte aquí el resto de tus días, y yo creo que soy lo bastante rápida, inteligente y profesional para arreglar las cosas y ayudarte a salir de tu escondite. No puedo aliviarte el sufrimiento que sientes ahora, y que sentirás, pero puedo llevarte a Chicago o a donde quieras para que puedas vivir sin esconderte y con dignidad.

Se quedó pensando y asintiendo con la cabeza. La gente andaba arriba y abajo. Me sentía como en una pecera.

– ¿Podemos hablar en otra parte, en algún sitio más tranquilo?

– Sí, hay un parque…

– Perfecto.

Volví a la carretera 60 dirección Milwaukee. Aparqué el Datsun en un lugar apartado del camino y caminamos hasta el borde de un riachuelo que cruzaba el parque. Desde donde nos sentamos veíamos la fábrica de la Chrysler por detrás. Hacía calor, pero al menos en el campo el aire era fresco y agradable.

– Has hablado de vivir con dignidad -dijo con la vista clavada en el agua y el gesto torcido-. Creo que nunca más podré hacerlo. Sé lo que le pasó a Peter. En cierto modo se podría decir que lo maté yo.

– ¿Por qué dices esto? -le dije con suavidad.

– Has dicho que encontraste el cadáver. Bueno, yo también. Llegué a casa a las cuatro y encontré a Peter muerto. Entonces entendí lo que había pasado. Me puse muy nerviosa y me escapé. No sabía adónde ir. No vine aquí hasta el día siguiente. La primera noche estuve en casa de Mary y luego vine aquí. No entendí por qué no me esperaron en el piso, pero sabía que si volvía, me matarían.

Empezó a sollozar y se le entrecortaba la respiración.

– ¡Dignidad! -dijo con voz ronca-. Lo que daría por dormir una noche de un tirón.

No dije nada, sólo la miraba. Al cabo de un rato se calmó un poco.

– ¿Hasta dónde has averiguado? -me preguntó.

– No puedo probar casi nada de lo que sé. Tengo algunas suposiciones. Lo único de lo que estoy segura es que tu padre y Masters tienen un negocio entre manos. No sé de qué se trata exactamente, pero encontré una reclamación a Ajax en tu piso. Supongo que Peter la trajo a casa y, por tanto, el negocio tiene que estar relacionado con las reclamaciones de seguros. Sé que tu padre conoce a Earl Smeissen, y sé que alguien estaba buscando algo desesperadamente, que pensó que estaba en tu piso y cuando no lo encontraron, pensaron que me lo había llevado yo al mío. Estaban tan desesperados que saquearon ambos pisos. Supongo que estaban buscando esta reclamación, y que Smeissen, o uno de los suyos, saqueó nuestros pisos.

– ¿Smeissen es un asesino? -preguntó con voz ronca y asustada.

– Digamos que él no mata directamente, pero contrata a otros para que lo hagan.

– Y mi padre lo contrató para que matara a Peter, ¿verdad?

Me clavó los ojos, angustiada, y con el gesto torcido. Esta era la pesadilla que tenía una noche tras otra. No me extrañaba que no pudiera dormir.

– No lo sé. Es una de mis suposiciones. Tu padre te quiere y tú lo sabes. Se está volviendo loco. Nunca habría puesto tu vida en peligro a sabiendas. Y nunca hubiera dejado que mataran a Peter. Yo creo que Peter se enfrentó a Masters y Masters se cagó de miedo y llamó a tu padre.

Hice una pausa.

– No sé cómo decírtelo, pero tengo que hacerlo. Tu padre conoce a gente que mata a cambio de un buen sueldo. Ha llegado a la cima de un sindicato muy escabroso con negocios también escabrosos, y ha acabado conociendo a este tipo de gente.

Asintió cansinamente sin mirarme a la cara.

– Lo sé. Antes no quería saberlo pero ahora ya lo sé. O sea que mi padre le dio el nombre del tal Smeissen. ¿Es eso lo que intentas decirme?

– Sí. Estoy convencida de que Masters no le dijo de quién se trataba. Sólo le dijo que alguien se había interpuesto en el camino y que tenían que eliminarlo. Es la única explicación que veo al comportamiento de tu padre.

– ¿Qué quieres decir? -preguntó sin demasiado interés.

– Tu padre vino a verme el pasado miércoles, me dio un nombre falso y una historia falsa, pero quería que te encontrara. Él ya sabía que Peter estaba muerto y estaba preocupado porque tú habías desaparecido. Lo llamaste y le acusaste de haber matado a Peter, ¿verdad?

Asintió de nuevo.

– No sabía lo que me decía. Estaba desquiciada, rabiosa, asustada y muy dolida. No sólo por Peter, sino por mi padre, por el sindicato y por todo aquello con lo que me había educado pensando que era lo correcto y que valía la pena luchar por ello.

– Sí, me imagino que debe de ser duro para ti.

Como no decía nada, seguí hablando yo.

– Al principio tu padre no sabía lo que había pasado. Sólo al cabo de unos días ató cabos y vio que la muerte de Peter estaba relacionada con Masters. Entonces descubrió que Masters hizo matar a Peter. Y entendió que tú también estabas en peligro, y entonces me despachó. No quería que te encontrara porque no quería que te encontrara nadie.

Alzó la vista.

– Ya veo -dijo con el mismo tono cansino-. Entiendo lo que me cuentas, pero no hace que me sienta mejor. Mi padre es el tipo de persona que paga para que maten a alguien, y pagó para que mataran a Peter.

Nos quedamos un rato mirando el río sin cruzar palabra.

– Crecí a la sombra del sindicato -dijo finalmente-. Mi madre murió cuando yo tenía tres años. Como no tenía hermanos ni hermanas, mi padre y yo estábamos muy unidos. Para mí era un héroe; sabía que se metía en algunos líos, pero era un héroe. Siempre me decía que tenía que luchar contra los patronos, y que si pudiera eliminarlos, América sería un sitio mejor para todos los trabajadores y trabajadoras del mundo.

Esbozó otra sonrisa amarga.

– Parece un cuento de niños, ¿no? Claro, era mi cuento, de niña. A medida que mi padre escalaba posiciones en el sindicato, teníamos más dinero. Ir a la Universidad de Chicago siempre fue un sueño para mí. ¿Siete mil dólares al año? Ningún problema. Me pagó el capricho. ¿El coche? El que tú quieras. En el fondo sabía que un héroe de la clase obrera no podía tener tanto dinero, pero prefería no pensar en ello. Tiene derecho, pensaba. Y cuando conocí a Peter, me reafirmé. Los Thayers tenían mucho más dinero del que mi padre jamás soñó, y nunca trabajaron para conseguirlo.

Hizo una pausa.

– Tenía la conciencia tranquila. Y los tipos como Smeissen… algunos venían a casa de vez en cuando, pero yo no me creía nada. Lees algo sobre un mafioso en el periódico y sabes que ha estado en tu casa tomando algo con tu padre, y dices: «¡Anda ya!».

Negó con la cabeza.

– Peter volvió de la oficina. Aceptó trabajar con Masters para hacer un favor a su padre. Estaba cansado del tema del dinero, incluso antes de que nos enamoráramos, aunque sé que su padre me culpaba de su comportamiento. Quería hacer algo bonito en la vida, pero no sabía qué. Para ser amable con su padre, aceptó trabajar en Ajax. No creo que mi padre lo supiera. Yo no se lo dije. No le contaba casi nada de Peter porque no le gustaba que saliera con el hijo de un banquero tan importante. Además, es muy puritano. No soportaba que viviera con Peter de aquella forma. Así que, como ya te he dicho, no le hablaba casi nunca de Peter.

– La cuestión es que Peter sabía quiénes eran los peces gordos del sindicato. Cuando estás enamorado lo sabes todo del otro. Yo también sabía quién era el presidente del banco Dearborn y normalmente este tipo de cosas no las sé.

Se estaba soltando y ya no le costaba tanto contar la historia con naturalidad. Me limité a formar parte del paisaje al que Anita estaba hablando. No dije nada.

– El trabajo que hacía Peter era bastante aburrido. Revisaba papeleo para Masters en el Departamento de Presupuestos. A Peter le gustaba su jefe, y le daban trabajos muy mecánicos, como por ejemplo mirar que coincidieran las indemnizaciones que la compañía estaba pagando con las cantidades que ponía en los archivos. ¿Estaba Joe Blow recibiendo quince mil dólares cuando su archivo decía que sólo tenía que recibir doce mil? Y cosas por el estilo. Tenían un programa informático que lo revisaba, pero como no acababa de funcionar, le pidieron a Peter que hiciera una revisión manual.

Intentó reírse pero le salió un gran sollozo.

– Si Ajax hubiera tenido un buen programa informático, Peter estaría vivo. Cuando pienso en esto, me cargaría a todos los programadores. Pero en fin, empezó revisando las reclamaciones más importantes, porque Ajax tiene muchos seguros contratados; sólo de accidentes laborales, recibe trescientas mil reclamaciones todos los años, pero Peter sólo iba a revisar unas cuantas al azar. Empezó por las más importantes: las indemnizaciones por invalidez total. Al principio era divertido ver qué cosas le pasaban a la gente. Hasta que un día encontró una reclamación de Cari O'Malley. Invalidez total: había perdido el brazo derecho en un accidente espeluznante con una cinta transportadora. Este tipo de cosas pasan, es verdad; te enganchas con una cinta y la máquina te arranca el brazo. Es horroroso pero sucede.

Asentí con la cabeza.

Entonces alzó la vista y empezó a hablarme a mí, y no simplemente enfrente de mí.

– El problema es que esto no era cierto, ¿sabes? Cari es uno de los vicepresidentes del sindicato, la mano derecha de mi padre; lo conozco de toda la vida. Le llamo tío Cari. Peter lo sabía y trajo la reclamación a casa para comprobar si la dirección del papel coincidía con la de Cari, y sí, era la dirección de Cari. Cari está tan entero como tú o como yo; nunca ha tenido un accidente y hace veintitrés años que no trabaja en la cadena de montaje.

– Entiendo. Supongo que no sabías qué pensar, pero ¿por qué no se lo preguntaste a tu padre?

– No, no sabía qué preguntarle. No podía imaginarme ninguna respuesta lógica, así que Peter y yo nos lo tomamos como una broma de Cari, que había hecho una reclamación falsa porque mira… Pero Peter no se quedó tranquilo y se puso a investigar. Peter era así: le gustaba llegar al fondo de las cosas. Y buscó los nombres de los otros directivos, y todos tenían reclamaciones al seguro. No todos tenían invalidez total, ni permanente, pero todos cobraban grandes cantidades de dinero. Y lo peor fue que mi padre también tenía una. Me asusté tanto que no quise preguntarle nada.

– ¿Joseph Gielczowski es uno de los directivos? -pregunté.

– Sí, es uno de los vicepresidentes y el presidente de la logia 3051, una logia con mucha influencia en Calumet City. ¿Lo conoces?

– No, pero la reclamación que encontré iba a ese nombre.

Ahora entendía por qué no querían que tuviera aquel polvorín en mis manos. No me extrañaba que me hubieran saqueado el piso para encontrarlo.

– Y Peter decidió hablar con Masters, supongo. Tú no sabías que Masters estaba involucrado en el negocio, ¿verdad?

– No, y Peter tampoco, claro. Y pensó que era su deber decírselo. Luego ya veríamos lo que hacíamos. Teníamos que hablar con mi padre, pero pensamos que Masters tenía que saberlo primero.

Sus ojos azules eran pozos de terror.

– Lo que pasó fue que se lo dijo a Masters, y Masters le dijo que parecía algo muy serio, y que le gustaría hablar del caso con Peter, en privado, porque a lo mejor se tendría que llevar el caso a la Comisión General de Seguros. Peter no vio ningún problema y Masters le dijo que pasaría a verlo el lunes por la mañana antes de ir al trabajo.

Me miró directamente a los ojos.

– Tendríamos que habernos imaginado algo raro. Deberíamos haber visto que no era normal, que un vicepresidente no hace estas cosas; si quiere hablar de algo, lo hace en su despacho. Pero pensamos que lo hacía como un favor porque Peter era un amigo de la familia.

Volvió a mirar al río.

– Yo quería estar allí cuando Masters llegara, pero tenía que hacer un trabajo de investigación para un profesor del Departamento de Ciencias Políticas.

– ¿Harold Weinstein? -pregunté.

– Sí. Ya veo que me has estado investigando. La cuestión es que tenía que estar en la universidad a las ocho y media y Masters no vendría hasta las nueve, así que dejé a Peter solo.

Lo abandoné. Oh, por favor, ¿por qué pensaría que aquel trabajo era tan importante? ¿Por qué no me quedé con él?

Ahora estaba llorando de verdad, no simplemente sollozando. Escondió la cabeza entre las manos y estuvo llorando un rato. No paraba de repetir que había dejado que mataran a Peter, y que tendría que haber muerto ella; su padre era el que tenía amigos criminales, no el de Peter. Dejé que se desahogara un rato.

– Escucha, Anita, puedes flagelarte el resto de tu vida, pero tú no mataste a Peter. No lo abandonaste. No le tendiste ninguna trampa. Si hubieras estado allí, ahora también estarías muerta y nunca se habría averiguado la verdad.

– ¡Y a mí qué me importa la verdad! -dijo entre sollozos-. Yo ya la sé. Y me da igual si el resto del mundo la sabe o no.

– Si el resto del mundo no la sabe, es como si estuvieras muerta -dije en un tono muy duro-. Y el próximo chico o chica que trabaje con estos documentos y descubra lo que tú y Peter descubristeis, estará muerto también. Ya sé que para ti es horroroso. Que has pasado un infierno y que te costará salir de él, pero cuanto antes acabemos con este asunto, antes podrás superarlo. Cuanto más tiempo tardemos en resolverlo, más insoportable será para ti.

Seguía con la cabeza hundida entre las manos pero había dejado de sollozar. Al cabo de un rato se incorporó y me miró. Tenía la cara llena de lágrimas y los ojos enrojecidos, pero ya no tenía las facciones tan tensas; incluso parecía un poco más joven, y no la máscara de su muerte anticipada.

– Tienes razón. Me enseñaron a no tener miedo de hablar con la gente. Pero no quiero tener que hablar de esto con mi padre.

– Lo sé -dije con ternura-. Mi padre murió hace diez años. Yo era hija única y estábamos muy unidos. Sé por lo que estás pasando.

Llevaba un ridículo traje de camarera de rayón negro con un delantal blanco. Se sonó la nariz con el delantal.

– ¿Quién cobra las indemnizaciones? -pregunté-. ¿Las personas que aparecen en las reclamaciones?

Negó con la cabeza.

– Es imposible saberlo, porque en realidad uno no va al banco a cobrar las indemnizaciones, sino que enseñas la reclamación al banco, ellos verifican que tengas una cuenta allí, y piden a la compañía de seguros que mande los cheques a aquella cuenta. Tendrías que saber en qué banco se presentaban las reclamaciones y esta información no constaba en los archivos; sólo había copias de carbón de las reclamaciones. No sé si conservan los originales, o si los mandan al director del departamento, o qué. Y Peter no quería ir tan lejos sin antes consultarlo con Masters.

– ¿Y qué papel desempeñaba el padre de Peter en todo esto?

Abrió los ojos, extrañada.

– ¿El padre de Peter? Pero si no tenía nada que ver…

– Algo tendría que ver porque lo asesinaron el otro día, el lunes.

Empezó a mover la cabeza hacia delante y hacia atrás y se puso pálida.

– Lo siento -dije-. He sido muy desconsiderada diciéndotelo de esta forma.

Le puse el brazo alrededor del hombro, y no dije nada más. Pero estaba segura de que Thayer ayudaba a McGraw y a Masters a cobrar las indemnizaciones. A lo mejor lo sabía algún directivo más del sindicato, pero seguro que no compartían un caramelo como aquel con todos. Si lo sabía demasiada gente, al final lo descubriría toda la plantilla. Seguramente sólo lo sabían Masters y McGraw, y tal vez algún médico que verificara las lesiones. Thayer les abrió una cuenta sin preguntar de dónde procedía tanto dinero. A cambio, Masters y McGraw le hacían un regalo todos los años, y cuando él amenazó con investigar sobre la muerte de Peter, le dieron la puñalada trapera: le dijeron que él también estaba involucrado y que podían juzgarlo. Tenía su lógica. Ahora sólo faltaba saber si Paul y Jill habían encontrado algo en el despacho de Thayer. O si Lucy no les había dejado entrar. Por el momento, tenía que centrarme en Anita.

Permanecimos un rato en silencio. Anita estaba ensimismada poniendo sus pensamientos en orden. Al rato dijo:

– Me siento mucho mejor después de habértelo contado.

Asentí. Se miró el uniforme absurdo que llevaba.

– Y yo, vestida así. Si Peter pudiera verme… -se le iba la voz-. Me gustaría irme de aquí, dejar de interpretar este papel absurdo de Jody Hill. ¿Crees que puedo volver a Chicago?

Medité la respuesta un momento.

– ¿Dónde te quedarías?

Se quedó pensando un rato.

– No lo sé. No puedo involucrar a Ruth y a Mary otra vez.

– Tienes razón. No sólo por ellas, sino también porque ayer me siguieron a la reunión de las Mujeres Universitarias Unidas, y es muy probable que Earl vigile a las chicas de la asociación durante unos días. Y no puedes volver a casa hasta que hayamos solucionado esto.

– Es verdad -dijo-. Pero es que estoy tan harta. Fue una buena idea venir aquí, pero me siento vigilada, y no puedo contarle a nadie lo que me pasa por la cabeza. Siempre me están chinchando con el tema de los novios, con el Dr. Dan, el hombre al que tiré el café encima esta mañana, y como no puedo decirles nada de Peter, creen que soy una antipática.

– Supongo que podría llevarte de vuelta a Chicago -dije arrastrando las palabras-. Pero tendrías que esconderte durante unos días hasta que solucione el tema… Podríamos publicar una lista con los nombres de los falsos asegurados, pero sólo conseguiríamos hacer daño a tu padre y probablemente no pillaríamos a Masters. Y yo quiero pillarle de forma que no tenga escapatoria hasta que yo lo haya resuelto todo. ¿Me sigues?

Asintió con la cabeza.

– Podría arreglármelas para esconderte en un hotel de Chicago sin que nadie supiera que estás allí. No podrías salir, pero alguien de confianza vendría a hacerte visitas para que pudieras charlar un rato y no volverte loca. ¿Te parece bien?

Hizo una mueca.

– Supongo que no puedo escoger. Por lo menos estaré de nuevo en Chicago, cerca de las cosas que conozco…

– Gracias -dijo al cabo de un rato-. Lo siento, soy muy egoísta. Aprecio mucho lo que estás haciendo por mí.

– No te preocupes por los buenos modales ahora; no lo hago para que me des las gracias.

Volvimos andando al Datsun. Los insectos zumbaban y revoloteaban por el césped, y los pájaros cantaban sin cesar. Una mujer con dos niños pequeños había venido al parque. Los chicos retozaban por el suelo y ella leía un libro y los controlaba de vez en cuando. Tenían una cesta con comida debajo de un árbol. De camino al coche, la mujer gritó:

– ¡Matt! ¡Eve! ¿Por qué no comemos un poco?

Los chicos corrieron hacia ella. Tuve un ataque de envidia. En un día de verano tan bonito, sería agradable ir de picnic con mis hijos en vez de esconder a una fugitiva de la policía y de la mafia.

– ¿Quieres recoger algo en Hartford? -pregunté.

Negó con la cabeza.

– Tendría que pasar un momento por Ronna y decirles que me voy.

Aparqué enfrente del bar y mientras ella iba a despedirse, yo busqué una cabina para llamar al Herald Star. Eran casi las diez, y Ryerson estaba en su despacho.

– Murray, tengo la historia de tu vida si puedes esconder a un testigo crucial durante unos días.

– ¿Dónde estás? -preguntó-. Parece que llames desde el polo norte. ¿Quién es el testigo? ¿La hija de McGraw?

– Murray, tu mente funciona más deprisa que una calculadora. Quiero que me lo prometas y que me ayudes.

– Ya te he ayudado -protestó-. Y muchas veces. Primero te di las fotos, y después te hice el favor de no publicar tu esquela para poder recoger el documento de tu abogado.

– Murray, si hubiera otra persona en quien pudiera confiar, lo haría ahora mismo. Pero sé que tú eres absolutamente incorruptible a cambio de una buena historia.

– Está bien. Haré lo que pueda para ayudarte.

– De acuerdo. Estoy en Hartford, Wisconsin, con Anita McGraw. Quiero llevarla a Chicago y tenerla escondida hasta que solucione el caso. Eso significa que nadie absolutamente puede tener la menor idea de que está allí, porque si lo averiguan, tendrás que escribir su esquela. Yo no puedo llevarla hasta Chicago porque me están buscando. La llevaré a Milwaukee para que coja el tren y quiero que vayas a buscarla a Union Station. Recógela y llévala a un hotel, lo bastante lejos del Loop para que no pueda reconocerla algún esbirro de Smeissen que pulule por ahí. ¿Lo harás?

– Jo, Vic. Todo lo haces a lo grande, tú. Pero ¿qué pasa? ¿Por qué está en peligro? ¿Fue Smeissen el que mató a su novio?

– Murray, te lo digo en serio. Si publicas algo antes de que se haya acabado la historia, encontrarán tu cadáver en el río de Chicago. Te lo aseguro: yo misma lo pondré allí.

– Tienes mi palabra de honor, y cumpliré como un señor a la espera de la exclusiva de la ciudad de Chicago. ¿A qué hora llega el tren?

– No lo sé. Te llamaré otra vez desde Milwaukee.

Cuando colgué, Anita ya había vuelto y me esperaba al lado del coche.

– No les ha hecho mucha gracia que me vaya -dijo.

Me eché a reír.

– Ya te preocuparás por eso de camino a Chicago. Así tendrás la mente ocupada.

Загрузка...