6.- En el fresco de la noche

Durante mi escaramuza con Freddie se me había caído el monedero, así que tuve que pedir al taxista que subiera para poder pagarle. Como vivía en el último piso, estaba casi segura de que mi bolso aún estaría allí. Lo encontré en el rellano, y las llaves, en el cerrojo.

El taxista protestó otra vez por mi estado.

– Gracias -le dije-, pero sólo necesito un baño y una copa.

– Está bien -se encogió de hombros-. Usted sabrá.

Cogió el dinero, me miró por última vez y bajó hacia la calle.

Mi piso no era lujoso como el de Earl. En mi vestíbulo había una alfombrilla en vez de moqueta, y un paragüero en lugar de una mesilla de Luis XV.

Pero por lo menos no estaba lleno de gángsters.

Me sorprendió ver que sólo eran las siete. Había pasado una hora y media desde la primera vez que subí por aquellas escaleras. Pero tenía la sensación de haber cambiado de franja horaria. Me bañé por segunda vez y me serví un dedillo de scotch. Me sumergí en agua ardiendo con la luz del cuarto de baño apagada y me puse una toalla húmeda en la frente. El dolor de cabeza desapareció poco a poco. Pero estaba muy, muy cansada.

Después de estar media hora en remojo renovando el agua caliente, tuve el valor de empezar a moverme un poco. Me enrollé en una toalla grande y caminé por el piso para impedir que se me agarrotaran los músculos. Sólo tenía ganas de dormir, pero sabía que si ahora me metía en la cama, no podría levantarme en una semana. Hice unos cuantos ejercicios suaves y me fortalecí con Black Label. De repente vi la hora y me acordé de mi cita con Devereux. Era muy tarde y no sabía si aún estaría esperándome.

Encontré el teléfono del restaurante en la guía y llamé. El maître, muy amable, me dijo que miraría si Devereux estaba en el bar. Pasaron unos minutos y cuando pensaba que ya se habría marchado, se puso al teléfono.

– Hola, Ralph.

– Espero que tengas una buena excusa.

– Si te lo explicara ahora tardaría mucho rato y no me creerías -le dije-. ¿Me das otra media hora?

Vaciló un momento. Estaría buscando el coraje para decir que no, que los chicos guapos no están acostumbrados a los plantones.

– Por supuesto -dijo al fin-. Pero si a las ocho y media no has llegado, ya puedes volver sólita a tu casa.

– Ralph -dije controlándome-, he tenido un día horrible. Me gustaría pasar una velada agradable, aprender algunas cosas sobre seguros y olvidar lo que me ha pasado hoy. ¿De acuerdo?

Se sintió incómodo.

– Por supuesto, Vicki, quiero decir, Vic. Te espero en el bar.

Colgué el teléfono y busqué en el armario algo apropiado para el Cartwheel, elegante pero cómodo, y encontré un vestido mexicano de colores que había olvidado que tenía. Era un dos piezas: una falda hasta los pies y una blusa tejida con el escote cuadrado que se abrochaba por atrás. Las mangas largas disimulaban los brazos hinchados y no necesitaba ponerme medias. Con unas sandalias de corcho completé el modelito.

Cuando me miré bajo la luz intensa del cuarto de baño, reconsideré lo de salir a la calle. Tenía el labio inferior hinchado por el golpe que me había dado Earl con el anillo del dedo meñique, y una mancha violeta en la mandíbula que se extendía con puntitos rojos desde la mejilla hasta el ojo como si me hubieran roto un huevo en la cara.

Me puse un poco de maquillaje; aunque mi base era demasiado clara para esconder el color violeta, los puntitos rojos los disimulaba muy bien. Una sombra en el párpado delataba un incipiente ojo morado. Con un pintalabios oscuro me pareció que me quedaban los labios más sexys y carnosos, bueno, si la luz fuera más tenue.

Tenía las piernas anquilosadas pero las sesiones de jogging hacían su efecto. Bajé las escaleras sin mucha dificultad. Tomé un taxi que pasaba por ahí y me dejó enfrente del hotel Hannover a las 8.25.

Era la primera vez que iba al Cartwheel. La imagen que tenía de él era la del típico restaurante sin personalidad donde los ricos con más dinero que sentido común iban a comer. El bar, entrando a la izquierda, estaba oscuro, y en un piano con sordina tocaban canciones que hacían llorar a los graduados de Yale. Estaba llenísimo. Era un viernes por la noche en Chicago. Ralph estaba al fondo de la barra bebiendo. Cuando me vio entrar, me miró, sonrió y me saludó con la mano, pero no se levantó. Intenté caminar con desenvoltura hasta su taburete. Miró el reloj.

– Lo has conseguido.

No puedes ni imaginártelo, pensé.

– Vamos, nunca te habrías ido sin acabarte la copa.

No quedaba ningún taburete vacío.

– ¿Por qué no me demuestras que eres más generoso que yo, me dejas sentar y me pides un scotch?

Sonrió y me agarró para que me sentara en su regazo. Sentí un espasmo de dolor en las costillas.

– ¡Ah, Ralph! No, por favor.

Me soltó al instante, se levantó sin decir nada y me cedió el taburete. Me sentí idiota. No me gusta montar números y no quería gastar mis pocas energías en tranquilizar a Ralph. Parecía un chico que no se complicaba la vida; o a lo mejor desde que se había divorciado se sentía inseguro con las mujeres. Tenía que decirle la verdad y soportar su compasión aunque no me apeteciera contarle lo de la paliza de aquella tarde. Y no me consolaba saber que Earl andaría un día o dos cojo.

Salí de mi nube y me acordé de Ralph.

– ¿Quieres que te lleve a casa? -me preguntó.

– Ralph, quiero que aclaremos un par de cosas. Pensarás que no quiero estar contigo porque me he presentado una hora tarde y todo eso… ¿Estás demasiado enfadado para que te lo cuente?

– Claro que no -dijo educadamente.

– ¿Podríamos sentarnos en alguna parte? Me pone nerviosa estar de pie.

– Voy a ver si nos han preparado la mesa.

Cuando se fue a buscar al maître me arrellané en el taburete y pedí un Johnnie Walker Black. ¿Cuántos tendría que beber para anestesiar el dolor e irme a dormir?

Ralph volvió y me dijo que aún teníamos que esperarnos unos diez minutos, que al final se convirtieron en veinte mientras yo, sentada, apoyaba en la mano la mejilla que no estaba hinchada, y Ralph esperaba de pie tras de mí.

Bebí un sorbo de scotch. El aire acondicionado estaba demasiado fuerte y un escalofrío traspasó mi vestido de algodón.

– ¿Tienes frío?

– Un poco -admití.

– Si quieres, te abrazo -tentó la suerte.

Alcé la cabeza para mirarle y sonreí.

– Encantada -le dije-, pero hazlo con suavidad.

Me envolvió en sus brazos. Primero hice una mueca pero luego me reconfortó el calor. Me apoyé en su pecho. Me miró y frunció el ceño.

– Vic, ¿qué te ha pasado en la cara?

Levanté una ceja.

– Nada.

– No, de verdad -dijo acercándose-. Tienes cortes, un moratón y la mejilla hinchada.

– ¿Se nota mucho? -pregunté-. Pensé que el maquillaje lo disimulaba bien.

– Bueno, esta semana no saldrás en la portada de la Vogue, pero tampoco tiene tan mala pinta. Como experto en reclamaciones, he visto a muchas víctimas de accidentes, y tú pareces una de ellas.

– La verdad es que me siento como una de ellas, pero no…

– ¿Has ido al médico? -me interrumpió.

– Pareces el taxista que me llevó a casa. Quería llevarme al hospital como fuera. Sólo le faltó acompañarme a casa y prepararme una sopita de pollo.

– ¿Y tu coche, está destrozado?

– A mi coche no le pasa nada.

Empezaba a perder la paciencia, de forma irracional, ya lo sé, pero cuando me interrogan me pongo a la defensiva.

– No le pasa nada -repitió-. Pero entonces, ¿cómo…?

Nos dijeron que podíamos pasar a la mesa. Me levanté para seguir al camarero y dejé que Ralph pagara las bebidas. El camarero no esperó a Ralph y éste nos alcanzó cuando yo me estaba sentando. Le había contagiado el mal humor.

– Odio a los camareros que escoltan a las señoras sin esperar a sus acompañantes -dijo sin importarle que el maître lo oyera.

– Disculpe, señor. No sabía que estaba con esta dama -dijo con dignidad antes de alejarse de la mesa.

– Cálmate, Ralph -dije con suavidad-. Creo que a los dos nos ha entrado un ataque de egocentrismo. ¿Por qué no empezamos de nuevo?

Apareció un camarero.

– ¿Les gustaría tomar un aperitivo antes de cenar?

Ralph se lo miró indignado.

– ¿Sabe cuánto rato llevamos en el bar esperando esta mesa? No, no queremos tomar nada. Al menos, yo no. ¿Tú quieres algo?

– No, gracias. Si bebo otra copa me dormiré y echaré a perder mi última oportunidad de demostrarte que no intento arruinar la noche.

¿Sabíamos lo que íbamos a comer?, insistió el camarero. Ralph le dijo sin rodeos que nos dejara tranquilos cinco minutos. Aunque mi último comentario le hizo recuperar parte de su buen humor.

– Está bien, Warshawski. Convénceme de que no intentas arruinar la noche para que no te invite a salir nunca más.

– Ralph -dije acercándome-, ¿conoces a Earl Smeissen?

– ¿A quién? -preguntó desconcertado-. ¿Estamos jugando a detectives?

– Sí, supongo que sí -contesté-. Entre ayer y hoy he hablado con mucha gente que conocía a Peter Thayer o a su novia, la chica que ha desaparecido. Tú y tu jefe, entre otras personas. Cuando llegué a casa esta tarde, me estaban esperando dos matones. Tuvimos una pelea. Me defendí bastante bien durante un rato pero al final uno de ellos me dejó sin sentido. Me llevaron a casa de Earl Smeissen. Si no lo conoces, no te pierdes nada. Cuando trabajaba como abogada de oficio, hace diez años, Smeissen empezaba a hacer sus pinitos en asuntos de prostitución y extorsión, y creo que desde entonces no ha parado. Ahora tiene a un grupo de hombres armados bajo sus órdenes. No es una persona agradable.

Hice una pausa. Vi que el camarero se acercaba otra vez, pero Ralph le hizo un gesto con la mano para que se fuera.

– Total, que me dijo que abandonara el caso Thayer y me dejó en manos de un desaprensivo para que me quedara claro.

Y acabé el relato. Tenía recuerdos muy vagos de lo que pasó después en el piso de Earl. Recuerdo que pensé que sería mejor acabar cuanto antes, convencer a Smeissen de que estaba muerta de miedo en vez de quedarme sentada soportando sus arrebatos de violencia. Aunque cuando me acordaba de lo impotente que me sentía mientras Tony me pegaba, como si fuera una puta desagradecida o un cliente que no quisiera devolver un préstamo, me parecía insoportable ser tan vulnerable. Sin darme cuenta, había apretado el puño y estaba arrastrando el mantel. Ralph me miraba desconcertado. Su profesión y su pueblo no lo habían preparado para emociones tan fuertes.

Hice un gesto con la cabeza y cambié el tono por uno menos dramático.

– En resumen, me duele un poco el tórax. Por eso grité cuando me cogiste por la cintura. Lo que me preocupa es cómo averiguó Earl que yo estaba en el caso Thayer. O más concretamente, a quién le preocupa tanto que yo ande por ahí haciendo preguntas que pagó a Earl para que me diera una lección.

Ralph estaba horrorizado.

– ¿Has ido a la policía?

– No -dije impacientemente-. No puedo ir a la policía por una cosa así. Saben que estoy en el caso; ellos también me han pedido que lo abandone, aunque de una forma menos brusca. Si Bobby Mallory -el teniente que lleva el caso- supiera que Earl me ha dado una paliza, Smeissen lo negaría, y aunque pudiera llevarlo a juicio, diría que me dio una paliza por cualquier otro motivo. Además, a Mallory no le doy lástima porque él también quiere que me aleje del caso.

¿Y no crees que tiene razón? De los asesinatos es mejor que se encargue la policía. Y esta gente parece muy bruta…

Me estaba empezando a cabrear, como me pasa siempre que me provocan. Forcé una sonrisa.

– Ralph, estoy cansada y me duele todo el cuerpo. Ahora no me veo con fuerzas para explicarte por qué es éste mi trabajo, pero intenta comprender que es mi trabajo y que no puedo dejarlo en manos de la policía y salir huyendo. No sé exactamente lo que está pasando pero conozco el genio que gastan los tipos como Smeissen. Normalmente sólo me enfrento a delincuentes con traje y corbata, empresarios y oficinistas, pero cuando se encuentran acorralados, se comportan de forma muy parecida a Smeissen, el maestro de la extorsión.

– Entiendo -dijo Ralph meditabundo.

Y sonrió con picardía.

– Debo reconocer que no sé nada del mundo del hampa. Sólo he conocido a estafadores de poca monta que quieren timarnos con los seguros; pero nos enfrentamos con ellos en los tribunales, no en un cuerpo a cuerpo. Intentaré creer que sabes lo que haces.

Me reí y me sonrojé un poco.

– Gracias. Intentaré no comportarme como si fuera Juana de Arco: montando a caballo y atacando a todo el mundo.

El camarero se acercó un poco intimidado. Ralph pidió ostras al horno y codornices, y yo, una sopa senegalesa y una ensalada de espinacas. Estaba demasiado cansada para comer mucho.

Charlamos de cosas triviales durante un rato. Pregunté a Ralph si seguía a los Cubs.

– Para flagelarme, soy su fan número uno -le expliqué.

Ralph dijo que a veces iba a verlos con su hijo.

– Pero no entiendo que alguien pueda ser incondicional de los Cubs. Aunque están jugando bastante bien esta temporada y han eliminado a los Reds, acabarán perdiendo, como siempre. Yo prefiero a los Yankees.

– ¡¿Los Yankees?! -exclamé-. No entiendo a la gente que los apoya. Es como apoyar a la Cosa Nostra. Sabes que tienen dinero para comprar a los mejores jugadores, pero eso no es motivo para alentarles.

– Me gusta ver buenos partidos -insistió Ralph-. No soporto el juego de los equipos de Chicago: son meros aficionados. Fíjate en el jaleo que montó Veeck con los White Sox este año.

Seguíamos discutiendo el tema cuando llegaron los primeros platos. La sopa era deliciosa: ligera, cremosa y con una pizca de curry. Me sentó bien y me animé a comer un poco de pan con mantequilla. Cuando el camarero trajo las codornices de Ralph, pedí otro plato de sopa y una taza de café.

– Y ahora cuéntame por qué un sindicato no contrataría seguros en Ajax.

– Podrían hacerlo -dijo Ralph con la boca llena. Después de masticar y tragar lo que tenía en la boca, dijo:

– Podrían comprar seguros para la central, seguros contra incendios o indemnizaciones para sus secretarias, pero poco más. Y no cubrirían a todos los trabajadores. Además, los Afiladores están asegurados por el sindicato. Lo único que mueve dinero y no paga el sindicato, sino las compañías, son las indemnizaciones de trabajadores.

– Eso incluye las indemnizaciones por invalidez, ¿no? -pregunté.

– Sí, y también por fallecimiento si se produce a causa del trabajo. Incluso las facturas del médico, si no se han perdido días de trabajo. Es curioso porque la persona que contrata un seguro paga según el negocio que tenga. Por ejemplo, una fábrica paga más que una oficina. Pero la compañía aseguradora puede pasarse años pagando semanalmente a alguien que se haya lesionado en el trabajo. Tenemos algunos casos, no muchos afortunadamente, que se remontan al año 1927. Pero el asegurado no tiene que pagar más, o muy poquito, si tiene varias indemnizaciones por invalidez en su negocio. Claro que siempre se puede cancelar un seguro, pero estamos obligados a pagar a los trabajadores lesionados si ya han empezado a cobrar. Me estoy andando por las ramas. La verdad es que mucha gente que no está lesionada puede reclamar una indemnización. Es bastante fácil conseguirla y hay muchos médicos corruptos que les ayudan a conseguirlo, pero no me imagino que una estafa a gran escala con este tipo de indemnizaciones pudiera beneficiar a alguien.

Tomó otro bocado de codorniz.

– Si se trata de grandes cantidades de dinero, sólo podemos pensar en pensiones, como sugerías tú, o tal vez en seguros de vida. En realidad, una compañía de seguros lo tiene mucho más fácil para cometer fraude que cualquier otra persona. Acuérdate del caso de los Fondos del Sindicato de Artistas.

– ¿Crees que tu jefe podría estar metido en un asunto de esos, que podría amañar pólizas falsas para los Afiladores?

– Vic, ¿por qué te empeñas en demostrar que Yardley es un estafador? Es un buen hombre. Hace tres años que lo conozco y nunca he oído a nadie que dijera pestes contra él.

Me hizo gracia este comentario.

– Me extrañó mucho que no pusiera pegas para verme. No sé como va el tema de los seguros, pero conozco muchos otros tipos de empresas. Los jefes de departamento son como los ginecólogos. Siempre tienen el doble de visitas de las que realmente pueden realizar.

Ralph se llevó las manos a la cabeza.

– Me estás mareando, Vic, y creo que lo haces a propósito. ¿Cómo puedes comparar a un jefe de departamento con un ginecólogo?

– Ya me entiendes. ¿Por qué motivo me recibió? No me conocía de nada, seguro que tenía la agenda abarrotada de visitas y reuniones, y le dijo a su secretaria que no le pasara llamadas para no interrumpirnos.

– Sí, pero tú sabías que Peter estaba muerto y él no, de manera que esperabas que se comportara como si fuera culpable, y esto es lo que viste -objetó Ralph-. Seguramente estaba preocupado por Peter porque le había prometido a John Thayer que se ocuparía de él. A mí no me parece tan raro que Yardley quisiera hablar contigo. Si Peter hubiera sido un simple descarriado, me sorprendería más, pero era el hijo de un amigo de toda la vida. El chico no había dado señales de vida en cuatro días y no contestaba al teléfono. Yardley se sentía responsable y estaba preocupado.

Me quedé pensando un rato. Lo que decía Ralph tenía sentido. Supongo que me había dejado llevar por mi imaginación y que mi desprecio por los hombres de negocios sospechosamente amables me hacía ver fantasmas donde no había.

– Seguramente tienes razón. Pero ¿por qué es imposible que Masters estuviera metido en un fraude de seguros de vida?

Ralph se acabó las codornices y pidió postre y café. Yo pedí un helado grande.

– Porque las compañías de seguros funcionan de una manera especial -dijo cuando el camarero ya se había ido-. Somos una compañía grande, la tercera en número de pólizas, lo que significa 8,4 mil millones de dólares al año. Eso incluye las 13 compañías que forman el grupo Ajax. Por motivos legales, la compañía que vende seguros de vida no puede vender seguros de bienes y de accidentes laborales. De manera que la Compañía Aseguradora Ajax se encarga de los seguros de vida y las pensiones, mientras que Ajax Laboral y otras compañías menores se encargan de las pólizas de bienes y accidentes laborales.

El camarero nos sirvió los postres. Ralph había pedido una tarta muy dulce y yo decidí acompañar mi helado con Kahlua.

– En una compañía tan grande como la nuestra, no conoces a todo el mundo. Yardley y yo comemos a veces con los de accidentes laborales, responsabilidad civil, seguros de coches, pero no sabemos exactamente lo que hacen en sus despachos. Gestionan sus propias reclamaciones y tiene un aparato administrativo distinto. Si nos pusiéramos a analizar sus negocios de forma que incluso nosotros pudiéramos cometer fraude, se provocaría tal escándalo político que nos echarían a patadas en menos que canta un gallo. Te lo aseguro.

Moví la cabeza y me concentré en el helado. Había puesto demasiadas esperanzas en Ajax y parecía muy poco prometedor.

– Por cierto, ¿miraste lo de las pensiones?

Ralph se echó a reír.

– Mira que eres perseverante, ¿eh? Llamé a un amigo que trabaja con lo de las pensiones, y lo siento, no encontró nada. Me ha dicho que investigará un poco más para averiguar si recibimos dinero del sindicato a través de terceros.

Puse cara de interrogación.

– Como hace la Loyal Alliance, que da dinero a Dreyfuss para que lo gestione, y Dreyfuss nos da una parte a nosotros. Aunque mi amigo me ha dicho que Ajax no haría negocios con los Afiladores ni loco. Y la verdad es que no me sorprende.

Suspiré y me acabé el helado. Estaba agotada. Si la vida fuera fácil, nunca estaríamos orgullosos de nuestros logros. Mi madre siempre me lo decía cuando me observaba tocando el piano. Seguro que a mi madre no le gustaría mi trabajo, pero nunca permitiría que me repantigara en una silla y me quejara de las cosas que no salían como yo quería. Aun así, estaba demasiado cansada para intentar entender todo lo que había averiguado aquella noche.

– Creo que tus aventuras pueden contigo -dijo Ralph.

El cansancio me arrastraba a la cama.

– Sí, estoy destrozada -admití-. Será mejor que me acueste. Aunque no tendría que ir a dormir tan pronto porque mañana me dolerá todo. Debería despejarme e ir a bailar. Si te mueves, al día siguiente no estás tan mal.

– Si fuéramos a bailar, te caerías de sueño y me arrestarían por haberte pegado o algo así. ¿Por qué ayuda el ejercicio?

– Si la sangre te circula con más fluidez, los músculos no se agarrotan tanto.

– Podríamos hacer las dos cosas: bailar y dormir.

Sonrío con picardía y vergüenza al mismo tiempo.

Después de pasar la tarde con Tony y Earl no me vendría mal un poco de ternura en la cama.

– ¿Por qué no? -le dije con una sonrisa.

Ralph pidió la cuenta y la pagó de inmediato con las manos temblorosas. Pensé que podría pelearme para que me dejara pagar ya que podía pasar la factura como cena de negocios, pero ya había tenido suficientes peleas aquel día.

Esperamos fuera a que el portero nos trajera el coche. Ralph me rozaba sin tocarme y se le notaba tenso. Me di cuenta de que había estado planeando el final de la noche durante toda la cena y de que no estaba seguro de conseguirlo. Sonreí para mis adentros. Cuando subimos al coche, me senté muy cerca de él.

– Vivo en Halsted, al norte de Belmont -le dije, y me dormí en su hombro.

Me despertó en la intersección de Belmont con Halsted para preguntarme la dirección exacta. Mi barrio está al noroeste de una zona residencial y normalmente es fácil encontrar aparcamiento. Enfrente de mi casa había sitio.

Hice un esfuerzo sobrehumano para salir del coche. Hacía una temperatura agradable y Ralph me dio la mano, todavía temblorosa, para cruzar la calle y entrar en el edificio. Subir tres pisos me parecía una barbaridad, y me acordé de cuando me sentaba en la planta baja a esperar que mi padre volviera del trabajo y me llevara a cuestas. Si se lo pidiera a Ralph, seguro que me llevaría, pero alteraría en exceso la balanza de la dependencia en nuestra relación. Me armé de valor y subí las escaleras. Arriba no me esperaba nadie.

Fui a la cocina para coger una botella de Martell y dos copas venecianas que formaron parte de la pequeña dote que mi madre aportó a su matrimonio. Eran muy bonitas: de color rojo claro con los pies en forma de serpiente enroscada. Hacía mucho tiempo que no llevaba alguien a mi piso y por un momento me sentí vergonzosa y vulnerable. Durante el día había estado sobreexpuesta a los hombres y no tenía ganas de estarlo otra vez en la cama.

Cuando volví al salón con los vasos y la botella, Ralph estaba hojeando el Fortune sin prestarle demasiado interés. Se levantó y cogió los vasos de mi mano con admiración. Le expliqué que mi madre huyó de Italia antes de que la guerra se extendiera por Europa. Mi abuela era judía y su familia quería evitarle cualquier horror. Escondió los ocho vasos rojos entre la ropa interior y los puso en la única maleta que tenía, y siempre han sido motivo de orgullo en las comidas familiares. Los llené de brandy.

Ralph me dijo que su familia era irlandesa.

– Por eso me llamo «Devereux», sin a. Las aes son francesas.

Estuvimos un rato sentados, bebiendo y sin hablar. Me relajó un poco ver que él también estaba nervioso. De repente sonrió y se le iluminó la cara.

– Cuando me divorcié vine a la ciudad porque pensé que aquí conocería a tías, perdona, a mujeres. Pero si quieres saber la verdad, eres la primera mujer con la que salgo en los seis meses que llevo aquí, y no te pareces a ninguna que haya conocido antes.

Se sonrojó un poco.

– Sólo quería que supieras que no me acuesto con una diferente todos los días. Pero me gustaría acostarme contigo.

No dije nada. Me levanté y le cogí de la mano. Como críos de cinco años, nos fuimos de la mano hasta mi habitación. Ralph me quitó el vestido con delicadeza y me acarició los brazos hinchados. Yo le desabroché la camisa. Se quitó el resto de la ropa y nos deslizamos en la cama. Tenía miedo de que necesitara ayuda: a veces los hombres que se acaban de divorciar tienen problemas porque se sienten inseguros. Por suerte, no tuvo ninguno porque yo no estaba por la labor de ayudar. Lo último que recuerdo es su fuerte respiración, y luego me dormí.

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