4.- No me asustas: el sindicato me protege

Las oficinas centrales de la Hermandad Internacional de los Afiladores de Cuchillos, Tijeras y Cuchillas están en la calle Sheridan, al sur de Evanston. Es un edificio de diez pisos con acabados de mármol blanco italiano que construyeron hace cinco años. El otro único edificio de Chicago construido con tanto lujo es el Standard de Indiana; al verlo, deduje que los beneficios de la hermandad andaban a la par con los de la compañía petrolera.

La logia 108 estaba en el noveno piso. Enseñé mi tarjeta de visita a la recepcionista y le dije que tenía una cita con el señor McGraw. Me indicó el pasillo que debía tomar. La secretaria de McGraw custodiaba el despacho que daba al lago en una antesala que habría hecho las delicias de Luis XIV. ¿Qué pensarían los de la hermandad cuando vieran en qué se invertían sus cuotas? Tal vez tenían en otra planta unas oficinas más destartaladas para las bases del sindicato.

Le di una tarjeta a la secretaria, una mujer en los cuarenta con el pelo rizado y canoso y un vestido rojo y blanco que dejaba al descubierto unos brazos fofos. Si no quería acabar como ella, tendría que levantar pesas de dos quilos y medio para tonificar mis tríceps. Tuve una necesidad imperiosa de ir a una tienda de deportes y comprarme una barra para levantar pesas.

– Tengo una cita con el Sr. McGraw.

– Su nombre no consta en la agenda del día -dijo de forma brusca sin apenas mirarme.

Me había puesto el traje de chaqueta de seda azul marino. Estaba impresionante y pensaba que merecía un poco más de atención. Seguramente la culpa la tenían los tríceps caídos.

Le dediqué una sonrisa.

– Estoy convencida de que sabe tan bien como yo que el Sr. McGraw tiene algunos negocios fuera de esta oficina. Tengo una cita privada.

– A veces el Sr. McGraw contrata a putas -dijo sonrosada y sin mirarme a la cara- pero es la primera vez que le pide a una que suba a su oficina.

Me controlé para no reventarle la cabeza con la lámpara de la mesa.

– Con una secretaria tan guapa no creo que necesite contratar otros servicios. Por favor, ¿puede decir al Sr. McGraw que estoy aquí?

Aquella cara inexpresiva y pintarrajeada negó con la cabeza.

– El Sr. McGraw está reunido y no quiere que lo interrumpan -dijo con la voz temblorosa.

La verdad es que me sentí un poco rastrera. A lo mejor no encontraría a la chica ni al asesino pero sabía cómo humillar a las secretarias cuarentonas.

El despacho de McGraw estaba insonorizado, pero se oía un murmullo. Vaya, una reunión. Estaba a punto de decir a la secretaria que me sentaba a esperar a que acabara la reunión cuando una frase traspasó la puerta de palisandro.

– ¡Maldita sea! Le tendiste una trampa a mi hijo.

¿Cuántas personas podía haber con hijos a los que les hubieran tendido una trampa en las últimas 48 horas y que estuvieran relacionadas con los Afiladores de Cuchillos? Tal vez más de una, pero era muy improbable. Entré en el despacho acompañada por los gritos de la ricitos.

El despacho no era tan grande como el de Masters, pero también era lujoso y tenía vistas al lago y a una cala privada. El ambiente estaba bastante caldeado. Supuse que aquellos dos hombres habían estado sentados hablando en una mesa redonda que había en un rincón pero ahora uno de ellos estaba de pie gritando para hacerse escuchar.

Aunque tenía el gesto torcido y la mirada rabiosa, vi enseguida que era el de la foto del anuario del banco Dearborn. El otro, que se levantó y también empezó a gritar, era mi cliente. Bajito y rechoncho, con un traje gris.

Los dos se pararon en seco cuando me vieron entrar.

¿Y usted qué coño está haciendo aquí? -gruñó mi cliente-. ¡¿Mildred?!

Ricitos entró andando como un pato y con los ojos húmedos.

– Le dije que usted no querría hablar con ella pero quiso entrar como fuera…

– Sr. McGraw, me llamo V. I. Warshawski -dije alzando la voz para que se me oyera por encima de aquel jaleo-. Tal vez no quiera verme pero piense que soy un ángel comparado con los de homicidios que le visitarán dentro de nada. Buenos días, Sr. Thayer -añadí dándole la mano-. Le acompaño en el sentimiento. Yo encontré el cadáver de su hijo.

– Está bien, Mildred -dijo McGraw con voz queda-. Conozco a esta señorita y me gustaría hablar con ella.

Mildred me lanzó una mirada asesina y salió ofendida dando un portazo.

– Sr. Thayer, ¿por qué cree que el Sr. McGraw tendió una trampa a su hijo? -dije para entablar conversación mientras me sentaba en un sillón de cuero que estaba en una esquina.

El banquero recobró la compostura. Ya no estaba rabioso pero sí pálido.

– La hija de McGraw salía con mi hijo -dijo con una sonrisa-. Cuando me dijeron que habían asesinado a mi hijo vine hasta aquí para saber si McGraw sabía algo. Pero no creo que tendiera una trampa a Peter.

McGraw estaba demasiado furioso para seguirle el juego.

– ¡Y una mierda! -dijo a grito pelado-. Desde que Annie anda con ese niñato de barrios altos, siempre apareces por aquí insultándola e insultándome. Y ahora que el chico ha muerto, calumnias contra ella. Pero te juro que no te saldrás con la tuya.

– ¡Ya estoy harto! -dijo Thayer-. Si estamos con éstas… tu hija, enseguida vi qué tipo de chica era. Y mi pobre Peter… Un buen chico, inocente, con grandes ideales, y renuncia a todo lo que habíamos planeado su madre y yo por una chica que se acuesta con el primero…

– ¡Cuidado con lo que dices de mi hija! -gruñó McGraw.

– Casi le pedí de rodillas que la pusiera a raya -prosiguió Thayer- pero podría haberme tragado el orgullo. Este tipo no tiene sentimientos. Él y su hija querían aprovecharse de Peter porque pertenece a una familia acaudalada, y cuando vieron que no podían sacarle dinero, lo mataron.

McGraw se estaba poniendo de todos los colores.

– Sr. Thayer, ¿ha contado su versión a la policía? -pregunté.

– Si lo has hecho, te llevaré a juicio por difamación -interrumpió McGraw.

– No me amenaces, McGraw -gruñó Thayer imitando a John Wayne.

– Sr. Thayer, ¿ha contado su versión a la policía? -repetí.

Se sonrojó un poco, aunque con el bronceado artificial se le notaba muy poco.

– No. No quiero que salga la historia en los periódicos ni que mis vecinos sepan con quién salía mi hijo.

Asentí con la cabeza.

– Pero está convencido de que el Sr. McGraw, solo o con su hija, tendió una trampa al chico y lo asesinó.

– ¡Pues sí!

¿Y tiene alguna prueba para demostrarlo?

– ¡Pues claro que no la tiene! -gritó McGraw-. Esa versión de mierda no se aguanta por ninguna parte. Anita estaba enamorada de ese mocoso hijo de papá. Le dije que cometía un gran error. Si te mezclas con los jefazos saldrás escaldada. Y mira lo que ha pasado.

Me pareció que en este caso eran los jefazos los que saldrían escaldados, pero pensé que era mejor callarme.

– ¿Alguna vez dio una tarjeta de visita al Sr. McGraw? -pregunté a Thayer.

– No lo sé -dijo nervioso-. A lo mejor le di una a la secretaria. Pero ¿a qué viene eso?

Sonreí.

– Soy detective, Sr. Thayer, y estoy investigando un caso para el Sr. McGraw. La otra noche me enseñó una tarjeta suya y quería saber de dónde la había sacado.

McGraw se puso nervioso. Thayer se lo miró con incredulidad.

– ¿Le enseñaste una tarjeta mía? ¿Se puede saber por qué? ¿Y por qué contrataste a un detective?

– Tengo mis motivos.

McGraw se sentía incómodo y miserable.

– No me extraña -dijo Thayer con firmeza.

Se dio la vuelta y me preguntó:

– ¿Qué investiga para McGraw?

Negué con la cabeza.

– Mis clientes pagan la confidencialidad.

– ¿Qué tipo de cosas investiga? ¿Divorcios?

– La mayoría de gente piensa en divorcios cuando conoce a un detective. Personalmente, creo que este tipo de casos son muy rastreros. Normalmente hago investigaciones industriales. ¿Sabe quién es Edward Purcell, el ex director de Transicon?

Thayer asintió con la cabeza.

– He oído hablar de él.

– Yo investigué aquel caso. Purcell me contrató porque la directiva le presionaba para que averiguara adónde iban a parar los disponibles. Pero tuvo la mala suerte de no borrar todas las pruebas antes de contratarme. El suicidio de Purcell puso la imagen de la empresa por los suelos y duró lo que un suspiro en Chicago.

Thayer se inclinó hacia mí.

– ¿Y qué investiga para McGraw?

Thayer no era tan agresivo como McGraw pero se notaba que era poderoso y que estaba acostumbrado a intimidar a los demás. Me clavó los ojos y me erguí para soportarlo.

– ¿Y a usted qué le importa, Sr. Thayer?

Frunció el ceño como debía de hacerlo con sus empleados para que cumplieran sus órdenes sin rechistar.

– Si le dio una tarjeta mía, es asunto mío.

– No tiene nada que ver con usted, Sr. Thayer.

– Ya está bien, Thayer -gruñó McGraw-. Lárgate de mi despacho.

Thayer se dio la vuelta para mirar a McGraw y me sentí un poco aliviada.

– ¿No intentarás mezclarme en alguno de tus sucios negocios?

– Cuidado con lo que dices, Thayer. Me han absuelto todas las veces que he ido a juicio. Incluso en el congreso. Así que no me vengas con esas gilipolleces.

– El congreso te absolvió, claro… Tuviste suerte de que Derek Bernstein muriera la noche antes de que empezaran las vistas en el senado.

McGraw se encaró con el banquero.

– ¡Eres un hijo de puta! Sal de aquí ahora mismo o conseguiré que te bajen esos humos de banquero.

– No me asustan tus matones, McGraw. No me amenaces.

– ¡Basta! -dije tajante-. Ya veo que los dos son tipos duros. Estoy muerta de miedo. ¿Pueden parar de pelearse como niños? ¿Por qué le preocupa tanto, Sr. Thayer, que el Sr. McGraw me diera una tarjeta suya? No ha intentado involucrarle en sus negocios sucios, si es que tiene alguno. ¿Alguna cosa le remuerde la conciencia o sólo intenta demostrar que tiene a todo el mundo acojonado?

– Mida sus palabras, señorita. Tengo muchos amigos poderosos en esta ciudad que podrían…

– A eso me refiero precisamente -interrumpí-. Sus amigos poderosos pueden retirarme la licencia. No me cabe ninguna duda. Pero ¿a usted por qué le molesta tanto que yo investigue?

Se quedó un rato callado. Y al final dijo:

– Tenga cuidado con McGraw. Aunque los tribunales lo hayan absuelto, tiene muchos negocios sucios.

– Está bien. Tendré cuidado.

Me lanzó una mirada de desprecio y se fue.

McGraw me miró con cara de aprobación.

– Lo ha puesto en su sitio, Warshawski.

No le hice caso.

– ¿Por qué me dio un nombre falso, McGraw? ¿Y por qué mintió en el apellido de su hija?

– ¿Cómo me ha encontrado?

– Cuando vi el apellido McGraw até cabos. Me acordé de la noche en que le dispararon. De hecho, me acordé cuando el teniente Mallory mencionó a los Afiladores de Cuchillos. ¿Por qué acudió a mí? ¿Pensó que mi padre podría ayudarlo como la otra vez?

– ¿De qué me está hablando?

– Vamos, McGraw, yo estaba ahí. A lo mejor no se acuerda de mí pero yo sí que me acuerdo de usted. Vino ensangrentado y mi padre le curó la herida del hombro y le ayudó a escapar. Supongo que pensó que esta vez también lo ayudaría hasta que descubrió que estaba muerto. Y después, ¿qué? ¿Encontró mi nombre en las Páginas Amarillas y pensó que era el hijo de Tony? Y ahora dígame por qué usó el nombre de Thayer.

Intentó relajarse un poco.

– Pensé que no aceptaría mi caso si sabía quién era.

– ¿Pero por qué usó el nombre de Thayer, uno de los peces gordos del mayor banco de Chicago? ¿Por qué no usó un nombre cualquiera, como Joe Blow?

– No lo sé. Supongo que fue un impulso.

– ¿Un impulso? Usted no es idiota. Sabe perfectamente que Thayer podría denunciarlo por difamación.

– ¿Y por qué se lo ha dicho? Está bajo mis órdenes, ¿no?

– No se equivoque, Sr. McGraw. Yo trabajo por libre y usted me ha contratado por un servicio profesional concreto, pero no estoy bajo sus órdenes. Así que volvamos a lo que nos interesa. ¿Por qué me contrató?

– Para que encontrara a mi hija.

– ¿Y por qué me dio un nombre falso? ¿Cómo quería que la encontrara? No, yo creo que me contrató para que encontrara el cadáver.

– Escuche, Warshawski…

– No, escuche usted, McGraw. Es evidente que sabía que el chico estaba muerto. ¿Cuándo lo supo? ¿O lo asesinó usted?

Arrugó la frente y se me acercó con aire amenazador.

– No se pase de lista, Warshawski.

El corazón me latía más deprisa pero no me amedrenté.

– ¿Cuándo encontró el cadáver?

Me miró durante unos segundos y después sonrió.

– Ya veo que no se asusta fácilmente. Me gustan las mujeres con agallas. Estaba preocupado por Anita. Me llama todos los lunes por la noche y como este lunes no lo hizo, pensé que iría a ver qué pasaba. Ya sabe que aquel barrio es muy peligroso…

– Me parece increíble la cantidad de gente que cree que la Universidad de Chicago está en un barrio peligroso. No entiendo por qué los padres no mandan a los hijos a estudiar allí. Pero seamos sinceros. Sabía que Anita había desaparecido cuando vino a verme o nunca me habría dado una foto suya. Bien, está preocupado por ella y quiere que la encuentre. ¿Cree que mató al chico?

McGraw montó en cólera.

– ¿Pero qué dice? ¡Claro que no! Si quiere saberlo, Anita volvió del trabajo el martes y encontró al chico muerto. Me llamó en pleno ataque de histeria y desapareció.

– ¿Lo acusó de haberlo matado?

– ¿Por qué tendría que acusarme?

Estaba furioso y tenso.

– Se me ocurren un montón de razones. Por ejemplo, usted odiaba al chico y pensaba que su hija se estaba vendiendo a la patronal. En un arrebato de protección paternal mató al chico para recuperar a su hija pero…

– ¡Está loca, Warshawski! No hay ningún padre que esté tan chalado.

He conocido a padres mucho más chalados pero no me apetecía extenderme en el tema.

– Si no le gusta esta teoría, probemos con otra. Peter descubrió que usted y los Afiladores de Cuchillos estaban involucrados en algún asunto turbio, o incluso criminal. Se lo contó a Anita pero como estaba enamorado no quería entregarlo a la policía. Pero por otro lado, Peter era un chico joven e idealista y se veía obligado a enfrentarse a usted. Y no se dejaría sobornar. Usted lo mató, o contrató a alguien para que lo matara, y Anita sabía que sólo podía haberlo hecho usted. Así que salió por piernas.

McGraw tuvo otro arrebato de ira. Me insultó y gritó como un poseso. Al final dijo:

¿Y por qué diablos voy a querer que encuentre a mi hija sabiendo que ella puede acusarme?

– No lo sé. Tal vez porque se llevan muy bien y cree que su hija no lo delatará. Pero la policía no tardará demasiado en relacionarle con Anita. Saben que los chicos tenían algo que ver con la hermandad porque en su piso había propaganda editada por el impresor de los Afiladores. No son tontos; todo el mundo sabe que usted está al frente del sindicato y saben que había una McGraw en el piso. A la policía le da igual si se lleva bien con su hija o no. Tienen que resolver un caso de asesinato y estarán encantados de acusarle, sobre todo si un tipo con el poder de Thayer les presiona. Si me dice lo que sabe, tal vez pueda… No le prometo nada, pero tal vez pueda salvarle, a usted y a su hija. Si no es culpable, claro.

McGraw fijó los ojos en el suelo durante un rato. Me dolían los brazos: me di cuenta de que había estado agarrando los brazos del sillón con fuerza, y relajé los músculos. Al cabo de un rato me miró a los ojos y me dijo:

– Si le digo una cosa, ¿me promete que no se lo contará a la policía?

Negué con la cabeza.

– No le puedo prometer nada, Sr. McGraw. Si oculto información sobre un asesinato, me retiran la licencia.

– No me refiero a esto. Joder, Warshawski, se comporta como si hubiera cometido el asesinato de los cojones.

Respiró profundamente y dijo:

– Sólo quería decirle que tenía razón, que fui yo… quien encontró al chico muerto.

Después de soltar esto, el resto fue mucho más fácil.

– Annie… Anita me llamó el martes por la noche. Pero no llamaba desde el piso y no quiso decirme dónde estaba.

Se acomodó en la silla.

– Anita es una chica sensata. Nunca fue una niña mimada y desde pequeña supo ser independiente. Nos llevamos muy bien y siempre ha apoyado al sindicato, pero no es la típica niña que no sabe ir a ninguna parte si no es de la mano de papá. Y nunca quise que lo fuera. El martes por la noche estaba irreconocible. Gritaba como una histérica y decía cosas sin ningún sentido. Pero no me dijo que Peter estuviera muerto.

– ¿Pero qué decía? -pregunté.

– Cosas sin sentido. La verdad es que no comprendí nada.

– Más de lo mismo.

– ¿Qué?

– No me está ayudando mucho.

– Se lo digo por última vez. ¡No me acusó de haber matado a Peter! -gritó con todas sus fuerzas.

No estábamos avanzando demasiado.

– Está bien, no le acusó de haber matado a Peter. ¿Y no le dijo que estaba muerto?

Se quedó pensativo. Si contestaba que sí, la próxima pregunta sería por qué huyó la chica si no pensaba que su padre lo había asesinado.

– No, ya le he dicho que estaba histérica. Cuando encontré el cadáver imaginé que gritaba por eso.

Se detuvo otra vez para recordar detalles.

– Cuando colgó el teléfono, la llamé, pero no contestó y decidí ir a ver qué pasaba. Y entonces encontré al chico muerto.

– ¿Cómo entró? -pregunté por curiosidad.

– Tengo una copia de la llave. Anita me la dio cuando se instaló allí, aunque nunca la había utilizado hasta aquel día.

Buscó en su bolsillo y sacó una llave. La miré y me encogí de hombros.

– ¿Eso fue el martes por la noche?

Asintió con la cabeza.

– ¿Y esperó hasta el miércoles por la noche para venir a verme?

– Tenía la esperanza de que alguien encontraría el cadáver. Pero no decían nada en las noticias y… tenía razón.

Sonrió con arrepentimiento y de repente me pareció más atractivo.

– Imaginé que Tony estaría vivo. No lo había visto durante años, desde que me aconsejó en el tema de Stellinek, pero pensé que era el único que podía ayudarme.

– ¿Por qué no llamó a la policía? -pregunté.

Le cambió la expresión.

– No quise -dijo escuetamente.

Reflexioné un rato.

– Supongo que quería sus propias fuentes de información y pensó que los contactos con la policía no le ayudarían.

No me lo negó.

– ¿Los Afiladores de Cuchillos tienen algún fondo de pensiones en el Banco Fiduciario Dearborn? -pregunté.

McGraw se sonrojó.

– Métase en sus asuntos, Warshawski, y deje en paz nuestros fondos. Ya tenemos a bastantes fisgones.

– ¿Tiene cuentas en el Banco Fiduciario Dearborn?

Se enfadó tanto que sospeché que había puesto el dedo en la llaga, pero él lo negó rotundamente.

– ¿Y la compañía de seguros Ajax?

– ¿Qué pasa con Ajax?

– No lo sé, Sr. McGraw. ¿Tiene seguros contratados con Ajax?

– No lo sé.

Se le contrajeron los músculos de la cara y me miró fríamente, de la misma forma que miró, sin duda alguna, a Timmy Wright, de la logia 4318 de Kansas, cuando éste le propuso convocar unas elecciones limpias en aquella ciudad. Dos semanas más tarde encontraron a Timmy en el río Missouri. Su mirada era mucho más amenazadora que sus insultos, y no me hizo mucha gracia.

– ¿Qué me dice de las pensiones? Ajax es una compañía que tiene muchos fondos de pensiones.

– Váyase de una vez, Warshawski. La contraté para que encontrara a Anita, no para que me preguntara un montón de cosas que no vienen a cuento. Váyase y no vuelva más.

– ¿No quiere que encuentre a Anita?

McGraw se derrumbó y se puso las manos en la cabeza.

– Oh, no sé qué hacer.

Lo miré con compasión.

– ¿Lo han puesto entre la espada y la pared?

Negó con la cabeza pero no dijo nada. Estuvimos un rato callados. Después me miró con cara de preocupación.

– Warshawski, no sé dónde está Anita. Y no quiero saberlo. Pero quiero que la encuentre. Cuando la encuentre, dígame si está bien. Le doy 500 dólares más para esta semana. Venga a verme cuando necesite más dinero.

No era una disculpa formal, pero la acepté y me fui.

Paré en el Barb's Bar-B-Q para comer y llamar a mi contestador. Tenía un mensaje de Ralph Devereux, de Ajax. Quería saber si podíamos encontrarnos en el Cartwheel a las siete y media. Lo llamé y le pregunté si había descubierto algo acerca del trabajo de Peter.

– ¿Puedes decirme tu nombre de pila primero? No puede dirigirme a alguien llamándole V. I.

– Los ingleses siempre lo hacen. ¿Qué has descubierto?

– Nada. Tampoco he buscado. No hay nada que encontrar. El chico no trabajaba con papeles confidenciales. ¿Y sabes por qué, V.I.? Porque las compañías aseguradoras no tocan temas confidenciales. Nuestro producto, la manufacturación y lo que cobramos está regulado por nada menos que sesenta y siente agencias estatales y federales.

– Ralph, mi nombre de pila es Victoria. Mis amigos me llaman Vic. Nunca Vicki. Ya sé que los seguros no te parecen el negocio más confidencial del mundo, pero ofrecen muchas oportunidades de malversación de fondos.

Se hizo un silencio elocuente.

– No -dijo al fin-, al menos no en Ajax. No firmamos nada importante ni tenemos grandes responsabilidades.

Eso ya se vería.

– ¿Sabes si los Afiladores de Cuchillos tienen seguros en Ajax?

– ¿Los Afiladores de Cuchillos? -repitió-. ¿Qué relación tenía Peter con esa banda de matones?

– No lo sé. Pero ¿tenéis fondos de los Afiladores?

– Lo dudo. Ajax es una compañía de seguros, no un lugar de encuentro de mañosos.

– ¿Podrías comprobarlo? ¿Podrías mirar si han contratado seguros con vosotros?

– Vendemos todo tipo de seguros, Vic, pero no creo que un sindicato los contratara.

– ¿Por qué no?

– Mira, es una larga historia. Nos vemos en el Cartwheel a las siete y media y te daré detalles.

– De acuerdo. Pero míralo, por favor.

– ¿Qué significa la I?

– ¿Y a ti qué te importa? -y colgué.

La I significa Iphigenia. Mi madre, italiana, adoraba a Víctor Emmanuel. Este amor y su pasión por la ópera me obligan a cargar con este nombre ridículo.

Pedí un refresco y una ensalada del chef. Me apetecía comer chuletas con patatas fritas pero me acordé de los brazos fofos de Mildred y me reprimí. La ensalada no sació mi apetito pero decidí olvidarme de las patatas y reflexionar sobre los hechos.

Anita McGraw llamó y, como mínimo, le dijo a su padre que Peter estaba muerto. Yo creo que ella lo acusó de estar involucrado. O sea que Peter había descubierto alguna actividad poco honesta de los Afiladores y se lo había contado a Anita. Seguramente lo descubrió en Ajax, o tal vez en el banco. Me encantaba la idea de las pensiones. La Loyal Alliance Pensión Fund recibe mucha publicidad por el manejo, bueno o malo, del dinero de las pensiones de los Afiladores, pero es fácil desviar veinte millones a un banco o una compañía aseguradora. Y el dinero de las pensiones da mucho juego para actividades fraudulentas.

¿Por qué McGraw fue al piso? Primero, porque fuera cual fuera el secreto que Peter descubrió, él lo sabía. Tenía miedo de que Anita también lo supiera. Los enamorados jóvenes no acostumbran a tener secretos. Y si llamó para decir que había encontrado a su novio con un agujero de bala en la cabeza, McGraw pensó que ella sería la siguiente, aunque fuera su hija. Así que se fue corriendo a Hyde Park aterrorizado ante la idea de encontrar a su hija muerta. En vez de encontrar su cadáver, había desaparecido. Mucho mejor.

Si encontraba a Anita, sabría el secreto. O si descubría el secreto, podría publicarlo para que la chica no fuera la única que lo supiera, y tal vez podría convencerla de que volviera. No parecía muy complicado.

¿Y Thayer? ¿Por qué McGraw utilizó su tarjeta de visita? ¿Y por qué le había sentado tan mal? ¿Sólo por principios? Tendría que hablar con él a solas.

Pagué la cuenta y volví a Hyde Park. El Departamento de Ciencias Políticas estaba en la cuarta planta de un viejo edificio del campus. Con el calor que hacía, los pasillos estaban vacíos. Por la ventana vi a los estudiantes tumbados en el césped, leyendo, durmiendo. Algunos incluso jugaban al Frisbee. Un setter irlandés daba brincos e intentaba agarrar el disco.

En la mesa de secretaría había un estudiante de unos diecisiete años con melena rubia. No tenía ni un pelo en la barba. Llevaba una camiseta con un agujero en la manga izquierda y estaba concentrado leyendo un libro. Me miró con desgana cuando lo saludé y dejó el libro abierto sobre las rodillas.

Le sonreí y le dije que estaba buscando a Anita McGraw. Me lanzó una mirada de odio y siguió leyendo sin dirigirme la palabra.

– ¿Qué pasa, que no puedo preguntar por ella? Estudia en esta facultad, ¿no?

Siguió sin alzar la vista. Me estaba poniendo de mala leche pero pensé que tal vez Mallory ya había pasado por ahí.

– ¿Ha venido la policía a preguntar por ella?

– Tú sabrás -masculló sin mirarme a la cara.

– Que no lleve tejanos rotos no significa que sea policía. ¿Por qué no me das la lista de los estudiantes de esta facultad? -pregunté.

No se inmutó. Pasé al otro lado de la mesa y abrí un cajón.

– Está bien -dijo de mal humor. Dejó el libro abierto en la mesa. Capitalismo y libertad, de Marcuse. Era de esperar. Rebuscó en el cajón hasta que encontró una lista mecanografiada de nueve páginas con el título «Horarios del departamento: trimestre de verano, 1979».

Busqué el apartado de ciencias políticas. El horario de verano ocupaba una página. Los nombres de las asignaturas eran del tipo: «El concepto de ciudadanía según Aristóteles y Platón», «El idealismo de Descartes según Berkeley» o «Los grandes poderes políticos y la idea de Weltverschwinden». Fascinante. Al final encontré uno que prometía más: «El pulso del capitalismo: los sindicatos frente a las empresas». Seguro que el profesor que daba una asignatura de este tipo habría llamado la atención de una joven sindicalista como Anita McGraw. A lo mejor incluso sabía quiénes eran sus amigos. El profesor se llamaba Harold Weinstein.

Pregunté al chico de secretaría dónde estaba el despacho de Weinstein. Se hizo el sordo y siguió leyendo a Marcuse. Me puse al otro lado de la mesa, me senté encima, lo agarré por la camiseta y lo sacudí para que me mirara a la cara.

– Debes de pensar que eres muy revolucionario porque te niegas a decir a la pasma dónde está Anita -le dije para ganarme su simpatía-. Cuando encuentren su cadáver en el maletero de un coche, ¿me invitarás a la fiesta en la que celebraréis haber respetado el código de honor contra la insoportable opresión que padecéis? -lo sacudí un poco-. Dime de una vez dónde está el despacho de Weinstein.

– No te sientas obligado a decirle nada, Howard -dijo una voz tras de mí.

– Y a ti -me dijo- no sé por qué te extraña que los estudiantes piensen que la policía es fascista. He visto como zarandeabas al chico.

El hombre que se dirigía hacia mí tenía los ojos marrones y brillantes y el pelo revuelto. Llevaba una camiseta azul y unos tejanos de color caqui.

– ¿El señor Weinstein? -dije afablemente, y solté al chico. Weinstein me miró meditabundo con las manos en la cintura. Tenía un aire noble.

– No soy policía. Soy investigadora privada. Y cuando pregunto una cosa educadamente, espero que me respondan educadamente y no que se encojan de hombros de forma arrogante. Andrew McGraw, el padre de Anita, me contrató para que encontrara a su hija. Tengo el presentimiento de que Anita está en peligro, y su padre también. ¿Podemos hablar en otra parte?

– ¿Tiene un presentimiento? Bien, pues váyase con él a otra parte. En este campus no nos gusta la policía, ni la pública ni la privada -y se fue indignado.

– ¡Maravilloso! -dije aplaudiendo-. Veo que conoce los diálogos de Al Pacino. Ahora que ya ha acabado su actuación, ¿podemos hablar de Anita?

Se le enrojecieron la nuca y las orejas, y se detuvo.

– ¿Qué pasa con Anita?

– Seguro que sabe que ha desaparecido, Sr. Weinstein. A lo mejor también sabe que su novio, Peter Thayer, está muerto. Estoy buscando a Anita para que no acabe de la misma forma -me detuve un momento para que digiriera la información-. Creo que se esconde en algún lugar y piensa que el asesino de su novio no la encontrará. Pero me temo que se ha cruzado con un tipo muy peligroso. Un tipo que puede sobornar a quien sea hasta llegar a su víctima.

Se dio la vuelta para que pudiera verle la cara.

– No se preocupe, Philip Marlowe, a mí no me soborna nadie.

Tal vez si lo torturaran no tendría tantos reparos en hablar.

– ¿Sabe dónde está? -dije en voz alta.

– Sin comentarios.

– ¿Sabe quiénes son sus amigos de la facultad?

– Sin comentarios.

– La verdad es que es de gran ayuda, Sr. Weinstein. Es mi profesor favorito. Ojalá me hubiera dado clases cuando yo era estudiante.

Le di mi tarjeta de visita.

– Si cambia de opinión, llámeme a este número.

Cuando salí del edificio me deprimí bajo el sol inclemente. Mi traje azul marino era precioso pero daba mucho calor. Estaba sudando y seguramente tendría las axilas manchadas. Además, tenía la impresión de que apartaba a todo el mundo que se cruzaba en mi camino. Seguro que si hubiera pegado a Howard no me sentiría tan mal.

Delante del edificio había un banco de piedra circular. Me senté. Debería dejar este caso estúpido. Lo mío era el espionaje industrial, y no los sindicatos corruptos y los mocosos impertinentes. Podría invertir los mil dólares que me dio McGraw en unas vacaciones en Michigan. A lo mejor se enfadaba tanto que me mandaba a un tío cachas…

A mis espaldas estaba la Divinity School. Suspiré, me levanté y me adentré en sus paredes frías. Cuando yo estudiaba, servían café requemado y refrescos tibios en el sótano. Bajé por las escaleras y vi que el bar todavía existía. Me tranquilizó ver que todo continuaba igual y que los jóvenes que llevaban el bar seguían trabajando detrás de una barra provisional. Eran amables e inocentes, profesaban ideas radicales, creían que los ladrones tenían derecho a robar porque estaban oprimidos, pero seguro que se estremecerían si alguien les pidiera que utilizaran una metralleta.

Pedí una Coca-Cola y me senté en un rincón oscuro. Las sillas no eran cómodas pero acerqué la barbilla a mis rodillas y me apoyé en la pared. Habría una docena de estudiantes sentados alrededor de las mesas cojas, algunos intentando leer en la tenue luz, y la mayoría charlando. Oía retazos de conversación: «Sólo puedes mirártelo desde el punto de vista de la dialéctica: lo único que pueden hacer…», «Le dije que si no le frenaba un poco…», «Sí, pero Schopenhauer dice que…», y me dormí.

Al cabo de un rato me desperté sobresaltada con el timbre de una voz que decía: «¿Os habéis enterado de lo de Peter Thayer?». Levanté la vista. La que había pronunciado esta frase era una chica que acababa de entrar, regordeta, con el pelo rojo alborotado y una camisa cutre. Tiró la mochila al suelo y se sentó en una mesa donde había otras tres personas. «Me lo dijo Ruth Yonkers al salir de clase.»

Me levanté, compré otra Coca-Cola y me senté detrás de la chica del pelo rojo.

Un chico joven y delgado con el pelo negro revuelto dijo:

– Es verdad. Y la pasma ha venido a la facultad esta mañana. Peter salía con Anita McGraw y nadie la ha visto desde el domingo. Weinstein echó a la pasma a patadas -dijo en tono de admiración.

– ¿Creen que ella lo mató? -preguntó la del pelo rojo.

Una chica morena un poco mayor que el resto dijo:

– ¿Anita McGraw? La conozco desde hace dos años. Sería capaz de matar a un poli pero nunca a su novio.

– ¿Y a él también lo conoces, Mary? -preguntó la del pelo rojo.

– No -dijo Mary escuetamente-. Nunca hablé con él. A Anita la conozco porque está en la asociación de Mujeres Universitarias Unidas, como su compañera de piso, Geraldine Harata. Pero Geraldine no está en Chicago. Si estuviera aquí, seguro que la poli sospecharía de ella porque siempre intentan culpar primero a las mujeres.

– Me sorprende que la dejaras entrar en la asociación si tiene novio -dijo un joven barbudo.

Era gordo e iba muy descuidado. La camiseta, que le iba pequeña, dejaba al descubierto una barriga prominente.

Mary lo miró con altivez y se encogió de hombros.

– No todas las que están en la asociación son lesbianas -dijo, irritada, la del pelo rojo.

– Con tantos hombres como Bob, es difícil entender por qué no -dijo Mary arrastrando las palabras.

El joven barbudo se sonrojó y murmuró unas palabras de las que sólo entendí «castrar».

– Yo nunca he hablado con Anita -prosiguió la del pelo rojo-. Entré en la asociación en mayo. ¿De verdad que ha desaparecido, Mary?

Mary se encogió de hombros otra vez.

– Si la pasma intenta cargarle la muerte de Peter, no me extrañaría un pelo.

– A lo mejor volvió a casa -sugirió Bob.

– No -dijo una chica-. Si estuviera en su casa la policía no andaría por aquí buscándola.

– Bueno -dijo Mary-, espero que no la encuentren. Se levantó y dijo:

– Voy a escuchar el rollo de Bertram sobre cultura medieval. Si vuelve a decir que las brujas eran mujeres histéricas, al salir de clase le atacarán unas cuantas.

Cogió su mochila, se la colgó al hombro y se fue tranquilamente. Los otros se quedaron en la mesa y comenzaron una animada discusión sobre las relaciones homosexuales frente a las heterosexuales. El pobre Bob prefería estas últimas pero no le dejaban demasiadas oportunidades para expresarse. El chico delgado defendía el lesbianismo con pasión. Los escuché, divertida, un rato. Los universitarios tienen unas opiniones tan entusiastas sobre tantos temas… A las cuatro, el chico de la barra dijo que cerraba. La gente empezó a recoger sus cosas. Los que yo escuchaba siguieron discutiendo unos minutos hasta que el de la barra les dijo que quería irse a casa.

Cogieron sus libros y bolsas con desgana y se dirigieron hacia las escaleras. Tiré el vaso de Coca-Cola y los seguí. Cuando llegamos al final de las escaleras, toqué la espalda de la del pelo rojo. Se detuvo y me miró con simpatía e ingenuidad.

– Perdona. He oído que hablabas de la asociación de las Mujeres Universitarias Unidas. ¿Me puedes decir dónde está?

– ¿Eres nueva?

– No, soy una antigua estudiante pero tengo que pasar este verano en el campus -contesté con cara de honestidad.

– El edificio está en el 5735 del campus. Es una casa antigua que compró la universidad. Las de la asociación nos reunimos los martes por la noche y durante el resto de la semana programamos otras actividades para mujeres.

Le pregunté cómo era la sala que les dejaban. Me dijo que no muy grande, pero mejor que nada, el mismo tipo de local que teníamos en mi época de estudiantes cuando incluso las radicales pensaban que la liberación de la mujer era sinónimo de cochinadas. Tenían un servicio de asesoramiento en materia de salud y cursos de autodefensa, y promocionaban grupos de rap y las reuniones de las Mujeres Universitarias Unidas.

Mientras charlábamos, habíamos llegado al Midway, donde yo había aparcado. Le dije que la llevaba a casa y saltó dentro del coche mientras hablaba apasionadamente sobre la opresión de las mujeres. Me preguntó de qué trabajaba.

– Trabajo por libre, sobre todo para empresas -dije temiendo que quisiera interrogarme más a fondo.

Pero me preguntó si haría fotos. Dio por sentado que era periodista. No quería decirle la verdad porque se lo contaría a todas las chicas de la asociación y me sería imposible encontrar respuestas a la desaparición de Anita. Pero tampoco quería decirle grandes mentiras porque si descubría la verdad, la reacción de las mujeres radicales podía ser muy violenta. Así que le dije que no haría fotos y le pregunté si a ella le gustaba la fotografía. Continuó hablando animadamente hasta que llegamos a su casa.

– Me llamo Gail Sugarman -me dijo al fin y salió torpemente del coche.

– Encantada, Gail -dije educadamente-. Me llamo V. I. Warshawski.

– ¡Vaya! -exclamó-. ¡Qué nombre más raro! ¿Es africano?

– No, es italiano.

Por el retrovisor vi como saltaba los peldaños de su casa. Me hizo sentir muy vieja. Yo, ni con veinte años tenía aquella gracia y simpatía tan inocentes. Me hizo sentir cínica y muy alejada de su mundo. Me avergoncé de haberla engañado.

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