13.- La marca de Zav

El despertador de Ralph sonó a las 6.30. Entreabrí los ojos para mirar la hora y me tapé la cara con la almohada. Ralph intentó acurrucarse junto a mí pero yo me había tapado hasta la cabeza y no le dejé. Después de una pequeña escaramuza me despejé un poco y me incorporé.

– ¿Por qué tan pronto? ¿Tienes que estar en la oficina a las siete y media?

– Eso no es pronto para mí. Cuando vivía en Downers Grove tenía que levantarme todos los días a las seis menos cuarto. Las seis y media es un lujo. Además, a mí me gusta la mañana, es la mejor parte del día.

Refunfuñé y volví a estirarme.

– Ya. Siempre he pensado que a Dios le gustaban las mañanas; creó tantas… ¿Por qué no me traes un poco de café?

Ralph se levantó de la cama y estiró los músculos.

– Por supuesto, Srta. Warshawski. El servicio la atenderá enseguida.

Tuve que reírme.

– Si estás tan animado a estas horas, creo que me iré a desayunar a otra parte.

Con un impulso puse los pies en el suelo y me quedé sentada. Habían pasado cuatro días desde mi encuentro con Earl y sus muchachos y apenas sentía unas punzadas. Hacer ejercicio es imprescindible, pensé. Tenía que ponerme a tono. Me había escaqueado lo suficiente con la excusa de que estaba medio inválida.

– También puedo darte de comer, si quieres -dijo Ralph-. Un banquete no, pero tengo tostadas.

– ¿Sabes qué? Saldré a correr antes de desayunar. Hace cinco días que no hago ejercicio y es muy fácil perder el ritmo si no tienes disciplina. Además, tengo a una adolescente en casa de Lotty y tendría que ir a ver cómo está.

– Mientras no tengas a un montón de adolescentes escondidos para organizar una orgía o algo por el estilo, me da igual. Pero puedes volver esta noche.

– Mmm… creo que no. Esta noche tengo que ir a una reunión y quiero pasar un rato con Lotty y mi amiga.

Me agobiaba la insistencia de Ralph. ¿Intentaba controlar mis movimientos o sólo era un solitario que no quería dejar escapar a una mujer que lo ponía cachondo? Si Masters estaba relacionado con las muertes de John y Peter Thayer, cabía la posibilidad de que su ayudante, que había trabajado para él durante tres años, también tuviera algo que ver.

– ¿Todos los días vas a trabajar tan temprano?

– Si no estoy enfermo, sí.

– ¿El lunes pasado también? -pregunté.

Me miró extrañado.

– Supongo. ¿Por qué me lo preguntas? Ah, claro, fue el día que mataron a Peter. Perdona, me había olvidado. Aquel día llegué tarde a la oficina. Primero fui al piso de Thayer y le sujeté para que Masters le disparara.

– ¿Yardley llegó a la hora el lunes? -insistí.

– ¡Yo qué sé! ¡No soy su secretaria! -dijo cabreado-. No se presenta siempre a la misma hora. A veces tiene reuniones a primera hora de la mañana o coñas marineras. Y yo no le espero con un cronómetro en la mano para saber a qué hora llega.

– Está bien, tranquilízate. Ya sé que crees que Masters es la bondad personificada, pero si estuviera metido en un asunto ilegal, ¿no pediría ayuda a su secuaz ayudante, o sea, a ti? Seguro que no te gustaría que confiara en otra persona, en alguien menos capacitado que tú, ¿me equivoco?

Se calmó y soltó una risotada.

– Eres insoportable. Si fueras un hombre, no te permitiría que dijeras todas esas gilipolleces.

– Si fuera un hombre, no estaría tumbada en tu cama -puntualicé.

Alargué el brazo y lo agarré para que volviera a la cama, pero todavía me carcomía no saber qué hizo el lunes por la mañana.

Ralph se fue a la ducha silbando. Corrí las cortinas para ver la calle. El día tenía un matiz amarillento. Aun siendo tan temprano, la ciudad parecía recién horneada. Se habían acabado los días frescos; el calor insoportable y contaminado nos acompañaba de nuevo.

Me duché, me vestí y fui a tomarme un café con Ralph. El salón estaba dividido por un medio tabique que separaba un área para comer. La cocina tenía que haber sido una despensa en otros tiempos porque la nevera, el fregadero y la cocina estaban apretados uno al lado del otro y dejaban sitio para cocinar pero no para poner sillas. No era feo el piso. De cara a la entrada había un gran sofá, y un poco alejada de las ventanas, una cómoda butaca. Había leído en algún sitio que la gente que tiene ventanales desde el techo hasta el suelo pone los muebles alejados del cristal porque da la impresión que te vas a caer si te pones delante de un cristal de estos. Había más de medio metro entre la butaca y las finas cortinas. La tapicería y las cortinas tenían el mismo estampado floral. No estaba mal la decoración.

A las 7.30 Ralph se levantó.

– Las reclamaciones me llaman -dijo-. Te llamaré mañana, Vic.

– Muy bien.

En el ascensor mantuvimos un silencio cómplice. Ralph me acompañó hasta donde había aparcado el coche, cerca de la avenida Lakeshore.

– ¿Te acerco a la oficina? -pregunté.

Rechazó mi ofrecimiento porque los dos kilómetros que tenía hasta Ajax eran su ejercicio diario.

Cuando arranqué, lo miré por el retrovisor; andaba con garbo a pesar del calor que hacía.

Sólo eran las ocho cuando llegué a casa de Lotty. Estaba comiendo tostadas y tomando café en la cocina. Jill, con su cara oval y expresiva, hablaba animadamente con un vaso de leche en la mano. Su buen humor tan inocente me hizo sentir vieja y decadente. Hice una mueca.

– Buenos días, señoritas. Afuera hace un bochorno insoportable.

– Buenos días, Vic -dijo Lotty animada-. Qué lástima que tuvieras que trabajar toda la noche.

Le di un empujón cariñoso en el hombro.

– ¿De verdad que has estado trabajando toda la noche? -preguntó Jill preocupada.

– No, y Lotty lo sabe. Dormí en casa de un amigo después de investigar un poco. ¿Os lo pasasteis bien? ¿Salieron buenas las enchiladas?

– Ah, sí, buenísimas -dijo Jill entusiasmada-. ¿Sabes que Carol cocina desde los siete años? Yo no sé hacer nada; no sé planchar, ni siquiera sé hacer huevos revueltos. Carol dice que tendría que casarme con alguien que tenga mucho dinero.

– O cásate con alguien que sepa planchar y cocinar -le dije.

– Podrías practicar cómo se hacen los huevos revueltos esta noche -sugirió Lotty-. ¿Cenarás aquí, Vic?

– ¿Podríamos cenar pronto? A las siete y media tengo que ir a una reunión en la universidad de Chicago. He quedado con alguien que tal vez pueda ayudarme a encontrar a Anita.

– ¿Cómo lo ves, Jill?

Jill hizo una mueca.

– Creo que me casaré con un rico.

Lotty y yo nos echamos a reír.

– ¿Qué os parece bocadillos de manteca de cacahuete? -sugirió-. Sé cómo se hacen.

– Haré una fritata, Lotty -le prometí-, si tú y Jill compráis espinacas y cebollas de vuelta a casa.

Lotty hizo una mueca.

– Vic es buena cocinera pero lo ensucia todo -dijo a Jill-. Preparará una comida sencilla para cuatro en media hora y tú y yo tendremos que pasarnos la noche limpiando la cocina.

– ¡Lotty! -protesté-. ¿Por una fritata? Te prometo que… -me lo pensé un momento y me eché a reír-. De acuerdo, no haré promesas. No quiero llegar tarde a la reunión. Jill, tú lavarás los platos.

Jill me miró desorientada. A lo mejor creía que me había enfadado porque no quería hacer la cena.

– Oye, que no tienes que ser perfecta. A Lotty y a mí nos caerás igual de bien aunque te pongas de mal humor, no te hagas la cama o no quieras hacer la cena. ¿De acuerdo?

– Por supuesto -dijo Lotty divertida-. Soy amiga de Vic desde hace quince años y nunca he visto que se hiciera la cama.

Jill sonrió.

– ¿Hoy vas a investigar también?

– Sí. Al norte de la ciudad. Voy a buscar una aguja en un pajar. Me gustaría almorzar con vosotras, pero no sé exactamente a qué hora acabaré. De todas formas, llamaré a la clínica alrededor de las doce.

Fui a la habitación de invitados para ponerme pantalones cortos, camiseta y zapatillas. Jill entró cuando estaba a medio vestir. Me notaba los músculos tensos después de tanto ejercitarlos. Tendría que tomarme el jogging con más calma de lo habitual. Cuando Jill entró, me noté un poco sudada, pero no por el esfuerzo, sino por las agujetas del día después. Me estuvo mirando un rato.

– ¿Te importa si me visto mientras estás aquí? -preguntó al fin.

– No -mascullé-. A no ser que prefieras estar sola.

Me puse derecha.

– ¿Has pensado en llamar a tu madre?

Hizo una mueca.

– Lotty ha tenido la misma idea. Pero he decidido ser una fugitiva y quedarme aquí.

Se puso los tejanos y una camiseta enorme.

– Me gusta vivir aquí.

– Es la novedad. Dentro de unos días echarás de menos tu playa privada -le di un achuchón-. Pero te puedes quedar en casa de Lotty el tiempo que quieras.

Se echó a reír.

– Está bien. Llamaré a mi madre.

– Buena chica. Adiós, Lotty -dije mientras salía.

La avenida Sheffield está a un kilómetro y medio del lago. Calculé que si corría hacia el lago unas ocho manzanas hasta Diversey y volvía, habría corrido unos seis o siete kilómetros. Me lo tomé con calma, para destensar los músculos y porque el calor era sofocante. Suelo correr un kilómetro en cinco minutos pero hoy me conformaba con hacerlo en ocho. Estaba sudando como una cerda cuando llegué a Diversey, y me temblaban un poco las piernas. Reduje el ritmo pero estaba tan cansada que no prestaba demasiada atención al tráfico. Cuando salí del camino del lago, un coche patrulla apareció delante de mí. El sargento McGonnigal iba en el asiento del acompañante.

– Buenos días, Srta. Warshawski.

– Buenos días, sargento -dije intentando respirar con normalidad.

– El teniente Mallory me ha pedido que la buscara -dijo mientras salía del coche-. Ayer recibió una llamada de la policía de Winnetka. Parece que consiguió engatusarlos para que la dejaran entrar en casa de los Thayer.

¿Ah sí? No sabía que había tanta cooperación entre las fuerzas de la ciudad y las de los suburbios.

Me incliné hasta tocarme los dedos de los pies varias veces para que no se me agarrotaran los músculos.

– Están preocupados por la chiquilla de los Thayer. Creen que debería estar con su madre.

– Qué considerados. Pueden llamarla a casa de la Dra. Herschel y preguntarle qué le parece. ¿Ha salido a buscarme para decirme eso?

– No exactamente. La policía de Winnetka ha encontrado un testigo del coche que disparó a Thayer, aunque no vio el tiroteo.

Hizo una pausa.

– ¿Ah sí? ¿Y con una sola identificación ya van a detener a alguien?

– Por desgracia, el testigo sólo tiene cinco años. Está asustadísimo y sus padres han contratado a abogados y a guardias de seguridad. Parece ser que estaba jugando en la cuneta de la calle Sheridan; sus padres le tenían prohibidísimo que fuera allí, pero como estaban durmiendo, se escapó. Precisamente fue allí por eso, porque entra dentro de lo prohibido. Estaba jugando a un juego muy raro, ya sabes cómo son los niños; jugaba a que estaba acechando a Darth Vader cuando de repente vio el coche. Un coche grande y negro, dice, enfrente de la casa de los Thayer. Estaba a punto de acecharle, cuando de repente vio en el asiento del acompañante a un hombre que le puso los pelos de punta.

McGonnigal hizo otra pausa para asegurarse de que le estaba siguiendo. Puso un énfasis especial en las siguientes palabras.

– Al final nos dijo, después de muchas horas y promesas a sus padres de que no le citaríamos a juicio y que no publicaríamos la noticia en el periódico, que lo que le asustó de aquel hombre fue que el Zorro lo había atacado. ¿Por qué el Zorro? Porque el hombre en cuestión tenía una señal en la cara. Eso es todo lo que sabe. Lo vio, se asustó y se fue corriendo. No sabe si el hombre lo vio o no.

– Una pista muy interesante -comenté educadamente-. Sólo tenéis que buscar un coche negro y grande y un hombre con una marca en la cara, y preguntarle si conoce al Zorro.

McGonnigal se encendió.

– Los policías no somos tan estúpidos como cree. No podemos llevar eso a juicio porque se lo prometimos a los padres y a los abogados, pero Zorro, la marca del Zorro, es una Z, y el teniente y yo queremos saber si conoce a alguien con una zeta en la cara.

Hice una mueca. Tony, el chico para todo de Earl, tenía una cicatriz en forma de Z. Negué con la cabeza.

– ¿Debería?

– No hay mucha gente que tenga esta marca. Nosotros pensamos que a lo mejor se trata de Tony Bronsky. Un tal Zav le marcó la cara hace siete u ocho años cuando Tony intentó robarle la novia. Ahora anda con Earl Smeissen.

– ¿Ah sí? -dije-. Earl y yo no somos precisamente amigos. No conozco a todos sus colegas.

– El teniente pensó que le gustaría saberlo y está convencido que no soportaría que le pasara algo a la hija de Thayer mientras está con usted.

Se metió en el coche.

– Al teniente le encanta el dramatismo -le dije cuando estaba a punto de arrancar-. Creo que ha visto demasiadas reposiciones de Kojak a altas horas de la madrugada. Dígaselo de mi parte.

McGonnigal se fue y yo hice el camino de retorno a pie. Ya no me apetecía hacer ejercicio. Lotty y Jill ya se habían ido. Bajo una ducha de agua caliente, relaje los músculos y pensé en el mensaje de McGonnigal. No me extrañaba que Earl estuviera envuelto en el asesinato de John Thayer. Lo que me preocupaba es que Jill corriera realmente peligro. Y si corría peligro, ¿empeoraba las cosas que estuviera con Lotty y conmigo? Me sequé con una toalla y me pesé. Había adelgazado casi un kilo; qué raro, con toda la fécula que comía últimamente.

Fui a la cocina a exprimir unas cuantas naranjas. Claro que Jill corría mayor peligro conmigo, pensé. Si Earl quería dejarme fuera de juego, ella sería el rehén ideal. Sentí un escalofrío.

Mis investigaciones no me estaban llevando a ninguna parte, a menos que la ejecución de Thayer pudiera considerarse final de trayecto. No podía relacionar a McGraw con Masters ni con Thayer. No tenía ninguna pista para encontrar a Anita. El único que tal vez podía ayudarme era McGraw y no tenía intención de hacerlo. ¿Por qué había acudido a mí para empezar?

Sentí un impulso y busqué el número de los Afiladores en la guía de teléfonos. La recepcionista me pasó a Mildred. No le dije quién era pero pregunté por McGraw. Estaba reunido y no quería que lo interrumpieran.

– Es importante. Dígale que se trata de Earl Smeissen y de John Thayer.

Mildred me dijo que me esperara. Me miré las uñas. Tenía que limármelas. Al cabo de un rato oí como descolgaban un teléfono y la ronca voz de McGraw contestó:

– ¿Sí? ¿Qué pasa? -preguntó.

– Soy V. I. Warshawski. ¿Contrató a Earl para que se cargara a Thayer?

– ¿Pero de qué cojones está hablando? Le dije que no se metiera en mis asuntos.

– Usted me metió en sus asuntos, McGraw. Ahora también es asunto mío. Dígame si contrató a Earl para que se cargara a Thayer.

Se quedó mudo.

– Uno de los hombres de Earl mató a Thayer. Y usted fue el primero que mencionó a Thayer en este asunto. Como salvaguardia, supongo. Habría hecho cualquier cosa para que su nombre estuviera en el caso desde el principio. ¿Tenía miedo de que la policía sospechara de Anita y por eso intentó desprestigiar a Thayer? Y después, ¿qué pasó? ¿Thayer amenazó con chivarse y usted le pidió a Earl que lo matara, por si acaso?

– Warshawski, estoy grabando todo lo que dice. Si continúa acusándome nos veremos en los juzgados.

– Ni lo intente, McGraw. Le confiscarían el resto de cintas.

Colgó el teléfono con un golpe seco. No me sentía mejor.

Me vestí en un segundo e inspeccioné la Smith & Wesson antes de colocarla en la pistolera. Tenía la esperanza de que Earl pensara que me había dejado medio inválida y que siguiera pensándolo hasta que hubiera descubierto lo suficiente para que no pudiera actuar de nuevo. Pero no iba a jugármela. Salí por la puerta trasera y di la vuelta a la manzana para llegar a mi coche. No había moros en la costa.

Decidí probar suerte en los bares cercanos al sindicato. Podía volver al Loop al día siguiente si era necesario. De camino al norte, paré en la clínica. Aunque era bastante pronto, la sala de espera ya estaba hasta los topes. Me sentí observada otra vez por las miradas torvas de los que esperaban desde hacía rato.

– Necesito hablar con Lotty -dije bruscamente a Carol.

Se quedó mirándome un rato y fue a buscar a Lotty. En un momento le expliqué la situación.

– No quiero asustar a Jill pero tengo la sensación de que estamos en un campo de minas.

Lotty asintió.

– Pero si estuviera en su casa y quisieran utilizarla como rehén, tampoco tendrían ningún reparo en secuestrarla. Si realmente la quieren utilizar, lo harán; no importa dónde esté. Lo importante no es que tú estés tranquila, sino Jill. Creo que será mejor que se quede un par de días más con nosotras. Al menos hasta el funeral de su padre. Ha llamado a su madre. El funeral no es hasta el viernes.

– De acuerdo, pero yo voy contrarreloj. Tengo que seguir investigando, no puedo quedarme en casa vigilando a Jill.

– No -frunció el ceño y luego alegró la cara.

– Ya está. El hermano de Carol. Es un muchacho alto y fornido y de muy buena pasta. Estudia arquitectura en Circle; a lo mejor podría venir y controlar a los matones.

Llamó a Carol, que escuchó atentamente el problema y se puso las manos a la cabeza cuando le dijimos que Jill podía estar en peligro, y finalmente dijo que Paul estaría encantado de poder ayudar.

– A primera vista parece tonto y mezquino -dijo-. Pero es sólo la fachada. En realidad es muy simpático e inteligente.

Tuve que contentarme con eso, aunque no estaba convencida. Me gustaría mandar a Jill a Wisconsin hasta que hubiera resuelto el caso.

Me acerqué al sindicato de los Afiladores y tracé el recorrido que haría. En esta zona no había tantos bares como en el Loop. Delimité un área de veinte manzanas cuadradas y decidí hacer la ruta con el coche. Pasara lo que pasara, hoy no iba a beber. No soporto la cerveza antes de mediodía. Ni siquiera el scotch.

Empecé por la parte oeste, paralela al metro aéreo de Howard. El primer bar que vi se llamaba Clara y tenía tan mala pinta que estuve a punto de no entrar. Seguro que alguien tan puntilloso como Masters no entraría en un antro como aquel. Pero también podía ser que escogiera un sitio así para asegurarse de que nadie lo reconocería. Me armé de valor y entré en el bar sombrío dejando atrás el calor pegajoso de la calle.

Alrededor de las doce había hecho nueve intentos con resultado cero. Estaba empezando a pensar que mi idea era patética y que estaba perdiendo un montón de tiempo valioso. Acabaría el cupo de bares que me había marcado como objetivo, pero no volvería al Loop. Llamé a la clínica. El hermano de Carol estaba encantado de poder ayudar a Jill con los niños. Le dije a Lotty que no vendría a comer y que le dijera a Jill que lo sentía.

El aire era húmedo e irrespirable. Cada vez que salía de un bar tenía la sensación de que me iba a desmayar. El olor cervecero y rancio de los bares me daba arcadas. En todos los sitios que entré, encontré a seres patéticos clavados a un taburete bebiendo una copa tras otra, y eso que sólo era la mañana. Hallé la misma hostilidad, indiferencia y cooperación que en los bares del Loop, y nadie reconocía a los de las fotos.

Después de llamar a Lotty, hice una pausa para comer. Estaba cerca de la calle Sheridan. Caminé un rato hasta que encontré un restaurante de carne al final de la calle. No quería comer cualquier cosa en un bar. Cuando entré en el restaurante, agradecí el cambio de temperatura. El High Corral era un sitio pequeño, limpio y repleto de agradables olores de comida, un cambio notorio respecto a la cerveza amarga. Estaba bastante lleno. Se me acercó una mujer regordeta de mediana edad con el menú en la mano, y con una sonrisa me llevó hasta una mesa en una esquina. Sólo sentarme, ya me sentí mejor.

Pedí un bistec, una ensalada sin aliñar y un gin-fizz, y comí tranquilamente. Nadie escribiría una reseña del restaurante en la revista Chicago, pero preparaban unos platos sencillos y muy bien presentados. La comida me levantó el ánimo. Pedí café y también me lo tomé con calma. A la 1.45 me di cuenta de que me estaba embobando. «Cuando el deber te llama, "debes actuar", contesta la Juventud a la Madurez, "puedo hacerlo"», murmuré para mis adentros para darme fuerzas. Dejé un par de dólares en la mesa y fui a pagar a la caja. La camarera regordeta fue a recoger mi propina.

– Muy buena la comida -le dije.

– Me alegro de que le haya gustado. ¿Es nueva en el barrio?

Negué con la cabeza.

– Pasaba por aquí y el letrero me llamó la atención.

Impulsivamente saqué la carpeta, un poco mugrienta y arrugada por los bordes.

– ¿Ha visto alguna vez a estos dos hombres juntos en el bar?

Cogió las fotos y se las miró.

– Ah, sí.

No podía creérmelo.

– ¿Está segura?

– Por supuesto. A no ser que tenga que ir a declarar.

Cambió la expresión.

– Si se trata de algo legal… -dijo devolviéndome las fotos.

– No, no -dije rápidamente-. O por lo menos usted no se vería involucrada.

No se me ocurría ninguna historia para convencerla.

– Si me mandan una citación, diré que no los he visto nunca -insistió.

– Extraoficialmente, entre usted y yo, ¿cuánto tiempo llevan viniendo? -dije en un tono que pretendía ser honesto y persuasivo.

– ¿De qué se trata?

Seguía sospechando.

– De un litigio por paternidad -dije la primera cosa que me pasó por la cabeza.

Era ridículo, pero se tranquilizó.

– Bueno, no parece tan grave. Por lo menos hará unos cinco años. Este restaurante es de mi marido y hace dieciocho años que lo llevamos juntos. Me acuerdo de casi todos los clientes habituales.

– ¿Vienen a menudo?

– No, unas tres veces al año. Pero al cabo del tiempo acabas reconociendo a los habituales. Además, este hombre -dijo señalando a McGraw- viene muy a menudo.

Creo que trabaja en aquel sindicato tan grande del final de la calle.

– ¿De verdad? -dije educadamente.

Le enseñé la foto de Thayer.

– ¿Y éste? -pregunté.

Observó la foto un rato.

– Me suena, pero nunca ha venido aquí.

– Tranquila, que no la llamarán a juicio. Y muchas gracias por la comida, estaba buenísima.

El calor agobiante de la calle me mareó un poco. No podía creerme la suerte que había tenido. Cada vez que me tomo un descanso como detective, empiezo a pensar que estoy haciendo el bien y que la Providencia guía mis pasos. ¡Ya era hora! Ya he encontrado la relación entre Masters y McGraw. Y McGraw conoce a Smeissen. Y la ramita está en la rama, y la rama está en el árbol, y el árbol está en la montaña. Vic, eres un genio. La pregunta es: ¿Qué une a estos dos hombres? Tiene que ser la reclamación que encontré en el piso de Peter Thayer, pero ¿cómo?

Encontré una cabina y llamé a Ralph para saber si había buscado el archivo de Gielczowski. Estaba reunido. No, no quería dejar ningún mensaje. Ya volvería a llamar.

Todavía no había descubierto una cosa. ¿Qué relación unía a Thayer, McGraw y Masters? Aunque seguramente no sería muy difícil de averiguar. Seguramente era un negocio para hacer dinero, tal vez dinero libre de impuestos. Si se trataba de eso, Thayer era el vecino de Masters, un buen amigo y el vicepresidente de un banco. Seguramente podía blanquear dinero de infinitas formas que mi mente no alcanzaba a imaginar. Supongamos que Peter descubrió que su padre blanqueaba dinero. McGraw contrató a Smeissen para que matara a Peter. Entonces Thayer empezó a tener remordimientos de conciencia. «No voy a ser cómplice de esto», dijo, ¿a Masters?, ¿a McGraw?… y le dijeron a Earl que lo eliminara también.

No te emociones, Vic, me dije mientras subía al coche. Hasta ahora sólo tienes un hecho: McGraw y Masters se conocen. Pero qué hecho más interesante.

Estaban al final de la quinta entrada en Wrigley Field y los Cubs ganaban a Philadelphia. Por algún motivo, el aire cargado y contaminante tenía un efecto reconstituyente para los Cubs; los otros estábamos medio muertos, pero ellos ganaban 8-l. King hizo su trigésimo cuarto home run. Pensé que me había ganado ver el resto del partido en el campo, pero borré la idea de mi cabeza de inmediato.

A las 2.30 llegué a la clínica. La sala de espera estaba más llena que antes. Un pequeño aparato de aire acondicionado combatía el calor y la mezcla de cuerpos. Cuando entraba en la sala, se abrió la puerta del fondo y me miró un rostro. «Tonto y mezquino» era una descripción perfecta. Crucé la sala.

– Tú debes de ser Paul -le dije alargándole la mano-. Yo soy Vic.

Sonrió y la transformación fue increíble. En sus ojos se reflejaba la inteligencia y me pareció más bien guapo. Por un momento me pasó por la cabeza si Jill era lo bastante mayor para enamorarse.

– Todo tranquilo por aquí -dijo-. Todo menos los niños, claro. ¿Quieres ver cómo le va a Jill?

Lo seguí hasta otra sala. Lotty había sacado la mesa de acero de su segunda consulta. En aquel espacio tan diminuto, Jill jugaba con cinco niños de entre dos y siete años.

Tenía el aspecto de una persona autosuficiente sobrellevando una importante crisis. Sonreí para mis adentros. En una esquina un bebé dormía en una cesta. Jill alzó la vista cuando entré, y me dijo hola, pero la sonrisa fue para Paul. No sabía si era una complicación innecesaria o una ayuda.

– ¿Cómo va? -le pregunté.

– Muy bien. Cuando se ponen un poco pesados, Paul va a buscar al señor del buen humor. Pero creo que al final pillarán el truco y se portarán mal todo el rato.

– ¿Crees que podrías dejarlos unos minutos? Me gustaría hacerte unas cuantas preguntas.

Miró a los niños con cara dubitativa.

– Vete -dijo Paul-, ya te sustituyo. Además, llevas mucho rato con ellos.

Jill se levantó. Uno de los niños más pequeños protestó.

– No puedes irte -dijo contrariado y mandón.

– Claro que puede -dijo Paul agachándose a su lado-. A ver, ¿qué estabas haciendo?

Fui con Jill al despacho de Lotty.

– Parece que lo hayas hecho toda la vida -dije-. Seguramente Lotty intentará convencerte para que te quedes todo el verano.

Se sonrojó.

– Me gustaría mucho. ¿Tú crees que podría?

– No veo por qué no. Pero primero tenemos que resolver otro asunto. ¿Conoces al padre de Anita?

Negó con la cabeza. Busqué entre las fotos que tenía, las de McGraw.

– Es éste. ¿No lo has visto nunca con tu padre o en el barrio?

Miró las fotos durante un rato.

– Creo que no lo he visto nunca. No se parece en absoluto a Anita.

Estuve un rato callada buscando la manera menos dolorosa de decirle lo que quería.

– Creo que el Sr. McGraw y el Sr. Masters son socios en algún tipo de negocio, aunque no sé exactamente cuál. Creo que tu padre también estaba metido en el asunto, a lo mejor sin saber del todo de qué se trataba.

De repente pensé que si Thayer formaba parte del negocio, ¿no se habría confrontado Peter con él primero?

– ¿Recuerdas si Peter y tu padre se pelearon una semana o dos antes de que Peter muriera?

– No. Hacía siete semanas que Peter no venía a casa. Si papá y él se pelearon, tuvo que ser por teléfono o en el banco, pero no en casa.

– De acuerdo. Volvamos a lo del negocio. Tengo que saber hasta dónde estaba implicado tu padre. ¿Puedes pensar en algo que pueda ayudarme? Por ejemplo, ¿tu padre se encerraba en su despacho durante horas con Masters?

– Sí, pero también lo hace, lo hacía, con muchos otros hombres. Papá hacía negocios con mucha gente, y muchas veces venían a casa para hablar de negocios con él.

– Bien. Hablemos de dinero. ¿Sabes si Masters daba dinero a tu padre, o al revés?

Sonrió avergonzada y se encogió de hombros.

– De eso no sé nada de nada. Sé que papá trabajaba en el banco, que era director o algo así, pero no sé lo que hacía exactamente, y no sé nada de dinero. Supongo que debería. Sé que mi familia tiene dinero, que mis abuelos tienen fondos de inversiones, pero no sé nada del dinero de papá.

Era de esperar.

– Si te pidiera que volvieras a Winnetka y que buscaras en su despacho si tenía papeles que hablaran de Masters o McGraw, o de los dos, ¿te sentirías deshonesta?

Negó con la cabeza.

– Si eso puede ayudarte, lo haré. Pero no quiero dejar a los niños.

– Claro.

Miré el reloj y calculé el tiempo que necesitábamos.

– No creo que tuviéramos tiempo de hacerlo antes de la hora de cenar. ¿Qué te parece mañana a primera hora? Y luego volvemos a la clínica a la hora que hay más niños.

– Sí. ¿Vendrás conmigo? Quiero decir que, no tengo coche ni nada, pero me gustaría volver a la clínica, y si me ven allí, seguramente intentarán que me quede.

– Por supuesto.

Seguramente mañana ya no habría policías por todas partes.

Jill se levantó y fue a cuidar a los niños. Oí como decía con voz maternal:

– A ver, ¿a quién le toca?

Me hizo gracia. Me asomé por la puerta de Lotty y le dije que me iba a casa a dormir.

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