Virginia Woolf
Al Faro

I LA VENTANA
1

– Sí, mañana, por supuesto, si hace bueno -dijo Mrs. Ramsay-. Pero tendréis que levantaros con la alondra-agregó.

Estas palabras proporcionaron a su hijo una alegría extraordinaria, como si la excursión fuera ya cosa hecha; como si toda la ilusión con la que había aguardado este momento, que parecía haber tardado años y años, estuviese, tras la oscuridad de la noche, tras un día de navegación, al alcance de la mano. Pero, puesto que, ya a los seis años, era miembro de ese gran grupo que no consigue mantener en orden los sentimientos, sino que consiente que las esperanzas futuras, con sus penas y alegrías, empañen lo que sí que está al alcance de la mano, y puesto que, para quienes son así, desde la más temprana infancia, cualquier movimiento de la rueda de las emociones tiene el poder de hacer cristalizar y detener el momento sobre el que recae ya la pena, ya la exaltación, James Ramsay, que, sentado en el suelo, recortaba estampas del catálogo ilustrado del economato de la armada y el ejército, mientras su madre hablaba, adomó el cromo del refrigerador con una bienaventuranza celestial. Rodeaba el dibujo un halo de complacencia. La carretilla, la cortadora de césped, el sonido de los álamos, las hojas que blanqueaban antes de la lluvia, el graznido de los grajos, los ruidos de las escobas, el rumor de los vestidos: todo esto tenía en su mente color y forma tan propios que les había dedicado un código personal, una lengua secreta; aunque él, por su parte, era la viva imagen del rigor, de la más inflexible seriedad: frente despejada, apasionados ojos azules, inmaculadamente inocentes y puros, ceño severo ante la fragilidad humana; todo esto hacía pensar a su madre (mientras observaba cómo las tijeras seguían con cuidado el contorno del refrigerador), en los estrados, en visiones de togas rojas y armiños'; o en la responsabilidad de algún asunto a la vez delicado y de gran importancia, algo relacionado con alguna grave crisis de los asuntos públicos.

– Pero no hará bueno -dijo su padre, parado ante la ventana del salón.

Si hubiera tenido a mano un hacha, un espetón, o cualquier otra arma con la que hubiera podido atravesarle el pecho, y haberlo matado en aquel mismo momento, James habría echado mano de ella. Tan desmesuradas eran las emociones que Mr. Ramsay despertaba entre sus hijos con su sola presencia; ahí estaba: flaco como hoja de cuchillo, cortante, con su sonrisa sarcástica; contento no sólo por el placer de aguar la fiesta a su hijo, y de dejar en ridículo a su esposa, diez mil veces mejor que él en todos los sentidos (creía James), sino por poder exhibir además cierta secreta vanidad por la precisión de sus juicios. Decía la verdad. Siempre decía la verdad. No sabía mentir, nunca desfiguraba la naturaleza de un hecho cierto, jamás modificaría una palabra, por desagradable que fuera, para acomodarla a la conveniencia o el gusto de nadie; y menos aún la modificaría para complacer a sus propios hijos, de su carne y sangre, quienes debían saber desde la infancia que la vida es dificil, que con la realidad no se puede jugar, que para el viaje hacia esa tierra de fábula en la que se extinguen nuestras más ardientes esperanzas, donde naufragan nuestras frágiles barquillas en medio de las tinieblas (aquí Mr. Ramsay se erguía, los ojillos azules se convertían en rendijas dirigidas hacia el horizonte), lo que hace falta es, sobre todo, valor, sinceridad, fuerza para conllevar los padecimientos.

– Pero puede que haga bueno, y confio en que haga bueno -dijo Mrs. Ramsay, tirando con un leve movimiento impaciente del hilo de lana castaño-rojiza del calcetín que estaba tejiendo. Si acabara esta tarde, y si, después de todo, fueran al Faro, podría regalarle los calcetines al torrero, para el niño, que tenía síntomas de coxalgia; también les llevaría un buen montón de revistas atrasadas, tabaco y, cómo no, cualquier otra cosa de la que pudiera echar mano, y que no fuera verdaderamente indispensable; cosas de esas que lo único que hacen es estorbar en casa; debían de estar, los pobres, aburridos hasta la desesperación, todo el día allí, de brazos cruzados, sin nada que hacer, excepto cuidar el Faro, atender la mecha, pasar el rastrillo por un jardín no más grande que un pañuelo: necesitaban entretenerse. Porque, se preguntaba, ¿a quién puede gustarle estar encerrado durante todo un mes, o acaso más (cuando había tormentas), en un peñón del tamaño de un campo de tenis?, ¿no recibir cartas ni periódicos?, ¿no ver a nadie?; si estuvieras casado, ¿no ver a tu esposa?, ¿ni saber dónde están tus hijos?, ¿si están enfermos, o si se han caído y se han roto piernas o brazos?; ¿ver siempre las mismas lúgubres olas rompiendo una semana tras otra?; ¿y después la llegada de una horrible tempestad, y las ventanas llenas de espuma, y las aves que se estrellan contra el farol, y el movimiento incesante, sin poder asomar la nariz por temor a que te arrastre la mar? ¿A quién puede gustarle eso?, se preguntaba, dirigiéndose de forma especial a sus hijas. A continuación, cambiando de actitud, añadía que era preciso llevarles todo lo que pudiera hacerles la vida algo más grata.

– Sopla de poniente -dijo Tansley, el ateo, abriendo los dedos de forma que el viento pasara entre ellos; compartía con Mr. Ramsay el paseo vespertino por el jardín, de un lado para otro, y vuelta a empezar. Lo que quería decir es que el viento soplaba en la peor dirección posible para desembarcar en el Faro. Sí, hasta Mrs. Ramsay estaba de acuerdo, vaya si le gustaba decir cosas desagradables; era detestable que les refregara eso, y que hiciera que James se sintiera aún más desdichado; sin embargo, no les consentía que se rieran de él. «El ateo -lo llamaban-, el ateazo.» Rose se burlaba de él; Prue se burlaba de él; Andrew, Jasper, Roger se burlaban de él; hasta el viejo y desdentado Badger había intentado morderlo, porque era el joven número ciento diez (eso había dicho Nancy) que los había perseguido hasta las Hébridas, donde lo que de verdad les gustaba era estar solos.

– Bobadas -dijo Mrs. Ramsay, muy seria. Aparte de una muy general tendencia a exagerar, que habían heredado de ella, y aparte de la insinuación (era verdad) de que invitaba a demasiada gente a quedarse con ellos, y que tenía que hospedar a algunos en el pueblo, no podía soportar que nadie fuera descortés con los invitados, especialmente con los jóvenes, porque solían ser pobres de solemnidad; «qué gran talento», decía su marido; eran sus admiradores, e iban a pasar las vacaciones allí. A decir verdad, ella extendía su protección a todos los miembros del sexo opuesto; por razones que no sabría explicar, por su caballerosidad y valor, porque negociaban tratados, gobernaban la India, controlaban el mundo financiero, y, en fin, por una actitud hacia ella misma que no habría mujer que dejara de considerar halagüeña, una actitud que representaba algo en lo que confiar, algo infantil, reverencial; algo que una anciana podría aceptar por parte de un joven sin merma de su dignidad, y ay de la muchacha -¡al cielo rogaba que no fuera ninguna de sus hijas!- que, en lo más íntimo de su ser, no supiera apreciar esto en su verdadero valor, en todo lo que implicaba.

Se volvió con severidad hacia Nancy. No los había perseguido, dijo, lo habían invitado.

Tenía que haber alguna forma de escaparse de todo esto. Tendría que haber algo más sencillo, algo menos laborioso; suspiró. Cuando se miraba en el espejo, y se veía el pelo gris, las mejillas hundidas, los cincuenta años, pensaba en que quizá podía haber hecho las cosas mejor: su marido, el dinero, los libros de él. Pero, por su parte, ni por un segundo se arrepentía de las decisiones que había tomado, tampoco eludía las dificultades, ni se demoraba en el cumplimiento de su deber. El aspecto que tenía era formidable; y sólo en la intimidad de su conciencia, levantando la mirada de los platos, después de que ella hubiera hablado con tanta seriedad acerca de Charles Tansley, se atrevían sus hijas -Prue, Nancy, Rose- a entretenerse con ideas heréticas, de las que eran responsables exclusivas, acerca de una vida enteramente diferente de la de ella; quizá en París; una vida más animada; no ocupándose siempre del hombre que fuera; porque en todas sus mentes habían brotado dudas inexpresadas acerca de la deferencia, la caballerosidad, el Banco de Inglaterra y el Imperio de la India, las sortijas y los encajes; aunque para todas ellas había en todo esto algún componente fundamental de la belleza, algo que despertaba la admiración por la virilidad en sus corazones infantiles, y que, sentadas a la mesa bajo la mirada de su madre, les hacía honrar aquella extraña severidad, aquella cortesía tan perfecta (como la de una reina que alzara del barro el sucio pie de un pobre para lavarlo), cuando las amonestaba con tanto rigor por lo del desdichado ateo que los había perseguido -hablando con propiedad, a quien habían invitado- hasta la isla de Skye.

– Mañana no se podrá desembarcar donde el Faro -dijo Charles Tansley, dando palmadas, parado ante la ventana, junto a Mr. Ramsay. Vaya si había hablado más de la cuenta. Habría deseado que ambos los hubieran dejado en paz, a ella y a James, y que hubieran seguido hablando de sus cosas. Se le quedó mirando. Según los niños era un espécimen poco afortunado, un escaparate de irregularidades; no sabía jugar al críquet, era gruñón, arrastraba los pies. Un animal insolente, había dicho Ándrew. Sabían muy bien qué era lo que de verdad le gustaba: pasear eternamente, de acá para allá, de allá para acá, con Mr. Ramsay, y hablar de quién había ganado esto, y quién había ganado aquello; quién era un talento «de primera» para la composición poética en latín; quién era «brillante, pero, en el fondo, superficial»; quién era, sin ninguna duda, el «individuo con más talento de Balliol»; quién había sepultado su genio, por poco tiempo, en Bristol o Bedford, pero de quien no se iba a dejar de hablar en cuanto vieran la luz sus Prolegoma dedicados a alguna rama de las ciencias matemáticas o la filosofía, y de los que Mr. Tansley tenía ya las galeradas de las primeras páginas, por si Mr. Ramsay quería leerlas. De cosas como éstas es de lo que hablaban.

A veces ni ella podía contener la risa. Algo había dicho ella acerca de «unas olas como montañas». Sí, estaba algo borrascoso, había respondido Charles Tansley.

– ¡No se ha calado hasta los huesos? -había dicho ella.

– Algo húmedo, no calado -había respondido Mr. Tansley, pellizcando la manga, tocando los calcetines.

Pero no era eso lo que les preocupaba, decían los niños. No era la cara, ni los modales. Era él, eran sus opiniones. Cuando hablaban de algo interesante, gente, música, historia, cualquier cosa, incluso cuando decían que hacía una buena tarde, y que querían salir a sentarse afuera, lo que les molestaba de Charles Tansley es que no se sentía satisfecho si no daba un rodeo para que fuera lo que fuera lo reflejara a él, y les hiciera sentirse conscientes de su superioridad, hasta conseguir irritarlos con su agria forma de exterminar tanto las flaquezas como la grandeza de la humanidad. Si iba a una exposición de pintura, lo primero que hacía era preguntar por la opinión que les merecía su corbata. Bien sabe Dios, decía Rose, que no era precisamente una corbata que pudiera gustar a cualquiera.

Desaparecían de la mesa tan sigilosamente como ciervos, en cuanto terminaban de comer; los ocho hijos e hijas de Mr. y Mrs. Ramsay se dirigían a sus dormitorios, sus fortalezas en una casa en la que no había ninguna otra intimidad para hablar de nada o de todo: de la corbata de Tansley, de la aprobación de la Ley de Reforma', de las aves marinas y de las mariposas, de la gente; allí caía el sol sobre las habitaciones de los áticos, separadas por una delgada pared que permitía oír las pisadas con toda claridad, y permitía oír también los sollozos de la muchacha suiza cuyo padre agonizaba de cáncer en un valle de los Grisones; caía el sol e iluminaba los palos de críquet, los pantalones de franela, los sombreros de paja, los tinteros, los frascos de pintura, los escarabajos, los cráneos de pajarillos; y extraía el sol de las largas tiras de algas adornadas como con puntillas, pegadas a las paredes, cierto olor a sal y algas, que también se hallaba en las toallas, ásperas de la arena de la playa.

Porfías, divisiones, diferencias de opiniones, prejuicios arraigados en lo más íntimo de cado uno; qué pena que se manifestaran tan pronto, se lamentaba Mrs. Ramsay. ¡Sus hijos!, eran tan críticos. Decían tantas tonterías. Salió del comedor, llevaba a James de la mano, porque no quería ir con los demás. Eso de inventarse diferencias, le parecía una tontería muy, muy grande; ya era bastante diferente la gente sin necesidad de hacer más grandes las diferencias de lo que eran. Las diferencias de verdad, pensaba, junto a la ventana del salón, ya son pero que muy profundas, demasiado. En aquel momento pensaba en las diferencias entre ricos y pobres, superiores e inferiores; los de alta cuna recibían de ella, medio a contrapelo, su respeto, porque también corría por sus venas sangre de aquella noble, aunque algo legendaria, casa italiana, cuyas hijas, repartidas por los salones ingleses a lo largo del siglo XIX, habían ceceado con tanto encanto, y se habían divertido tan alocadamente; y todo su ingenio, aspecto y temperamento procedían de ellas, y no de las indolentes inglesas, ni de las frías escocesas; pero el otro problema lo rumiaba con más detenimiento: ricos y pobres; lo que veía con sus propios ojos, todas las semanas, a diario, aquí o en Londres, cuando visitaba a esa viuda, o iba en persona a ver a aquella esposa luchadora, con la cesta bajo el brazo, con el cuaderno y ese lapicero con el que anotaba en columnas cuidadosamente trazadas los ingresos y los gastos, el empleo y el paro, con la esperanza de dejar de ser una ciudadana particular cuya caridad fuese un ejercicio sentimental para justificarse ante sí misma, o fuese un remedio que curase su curiosidad, y se convirtiese en aquello que su mente nada adiestrada más admiraba: en una investigadora, en alguien que se ocupara de resolver en serio los problemas sociales.

Problemas irresolubles, se le antojaban, allí, en pie, mientras llevaba a James de la mano. La había seguido hasta el salón, el joven ese del que se reían; estaba junto a la mesa, enredando con algo, torpe, se sentía extraño; sabía todo eso sin necesidad de mirar. Se habían ido todos -los niños, Minta Doyle y Paul Rayley, Augustus Carmichael, Mr. Ramsay-, se habían ido todos. De forma que se volvió con un suspiro,

y dijo: «No se aburrirá si le pido que me acompañe, ¿verdad, Mr. Tansley?»

Tenía que hacer un recado en el pueblo; tenía que escribir una o dos cartas, tardaría unos diez minutos; tenía que ponerse el sombrero. Diez minutos más tarde, con la cesta y el sombrero, ahí estaba de nuevo, daba la impresión de estar preparada, preparada para una excursión, que, no obstante, debía aplazar un momento, al pasar por el campo de tenis, para preguntar a Mr. Carmichael, que tomaba el sol con los ojos entomados, amarillos ojos de gato, que al igual que los de los gatos parecían reflejar el movimiento de las ramas o el paso de las nubes, pero no mostraban señal alguna de ninguna clase de pensamiento o de emoción, ni si quería algo.

Porque se trataba de una expedición de las de verdad, dijo ella, riéndose. Iban al pueblo. «¿Sellos, papel de cartas, tabaco?», dijo, detenida junto a él. Pero no, no necesitaba nada. Tenía las manos cruzadas sobre la espaciosa panza, parpadeó, como si hubiera querido corresponder a su amabilidad (era seductora, aunque algo nerviosa), pero fuera incapaz, hundido como estaba en una somnolencia verdegrís en la que incluía a todos, sin necesidad de palabras, en un vasto y benévolo letargo de buenas intenciones, y en el que cabía toda la casa, todo el mundo, porque había dejado caer en el vaso, a la hora del almuerzo, unas gotas de algo que, según los niños, explicaba la presencia de las brillantes hebras de color amarillo canario de la barba y el bigote, los cuales eran, si no se contaban esas hebras, blancos como la leche. No necesitaba nada, susurró.

Habría sido un gran filósofo, decía Mrs. Ramsay, ya en la carretera, camino del pueblo pesquero, pero se había casado mal. Llevaba la negra sombrilla muy derecha, y se movía con el indescriptible aire de esperar algo, como si fuera a encontrarse con alguien a la vuelta de la esquina; le contó la historia: hubo algo con una muchacha en Oxford, se casó demasiado pronto, eran pobres, tuvo que irse a la India, tradujo algo de poesía, «algo muy hermoso, según creo», quería enseñar a los niños persa o hindi, pero ¿para qué?; después, ya lo había visto, tumbado ahí sobre la hierba.

Se sentía halagado; acostumbrado a las humillaciones, le agradaba que Mrs. Ramsay le contara cosas como ésta. Charles Tansley revivió. Como había dado la impresión, además, de que consideraba favorablemente la grandeza de la inteligencia del personaje, incluso en su decadencia, y de que no le parecía mal la sumisión de toda esposa -no es que ella echara la culpa a la muchacha, había sido un matrimonio feliz, según ella- al trabajo de su marido, todo ello le había hecho sentirse más reconciliado consigo mismo que nunca anteriormente; y le habría gustado, si hubieran alquilado un carruaje, por ejemplo, haber pagado la carrera. Pero estaba esa bolsa tan pequeña, ¿le permitiría llevarla? No, de ninguna manera, había respondido, ¡siempre la llevaba ella! También ella estaba contenta. Sí, lo notaba. Sentía él muchas sensaciones, pero había algo que de forma particular lo agitaba y perturbaba, sin saber por qué: le gustaría que ella lo viera, con birrete y muceta, en una procesión académica. Un puesto de profesor, una cátedra… se sentía con fuerzas para cualquier cosa, se veía ya… pero ¿qué miraba? Un hombre que pegaba un cartel. La inmensa hoja que batía el viento se alisaba poco a poco, y cada golpe de la escobilla revelaba nuevas piernas, aros, caballos, deslumbrantes colores rojos y azules, todo perfecto; hasta que media pared estuvo cubierta con el anuncio del circo: un centenar de jinetes, veinte focas malabaristas, leones, tigres… Acercó la cabeza, era algo corta de vista; leyó que iban «a actuar en el pueblo». Es muy peligroso, exclamó, que un manco suba a una escalera de éstas; dos años antes le había amputado el brazo izquierdo una segadora mecánica.

– ¡Vayamos todos! -dijo, avanzando, como si tanto jinete y tanto caballo la hubieran llenado de gozo infantil, y le hubieran hecho olvidar su piedad.

– Vayamos -dijo él, repitiendo las palabras, con un raro tartamudeo que le hizo mirar sorprendida. «Vayamos al circo». No. No lo decía bien. No sabía expresarlo de forma adecuada. Pero ¿por qué no?, se preguntaba, ¿qué le ocurría? En este momento a ella le caía muy bien. En su infancia, preguntó, ¿no lo habían llevado al circo? Nunca, respondió él, como si le hubieran hecho la pregunta a la que precisamente quena responder, como si durante todos estos días hubiera estado deseando decir que en su infancia no había ido nunca al circo. Su familia era muy grande: nueve, contando hermanos y hermanas; su padre era un trabajador. «Mi padre es farmacéutico, Mrs. Ramsay.» Tuvo que pagarse todo desde los trece años. En invierno, más de una vez había tenido que salir sin abrigo. En la universidad nunca pudo «corresponder a las invitaciones» (fueron éstas sus adustas y secas palabras). Todo lo suyo tenía que durar el doble que lo de los demás; fumaba el tabaco más barato, picadura, la que fumaban los viejos del puerto. Trabajaba mucho: siete horas al día; se dedicaba ahora a estudiar la influencia de algo sobre alguien; echaron a andar de nuevo; Mrs. Ramsay no seguía muy bien lo que decía, sólo algunas palabras de vez en cuando… tesis… puesto de profesor… profesor agregado… catedrático. Ella no conocía la fea jerga académica, que tenía tan cadenciosas resonancias, pero se dijo que ahora sí que se daba cuenta de por qué lo de ir al circo lo había abatido tanto, pobrecito, y por qué había salido al momento con lo de su padre, su madre, hermanos y hermanas; ya se encargaría ella de que no se rieran más de él, tenía que decírselo a Prue. Lo que de verdad le habría gustado a él, se imaginó, quizá sería poder decir que había ido a ver a Ibsen con los Ramsay. Era un pedantón, un pelmazo insoportable. Estaban ya en la calle mayor del pueblo, los carros traqueteaban sobre el adoquinado, pero él seguía hablando sobre becas, la enseñanza, los obreros, lo de ayudar a los de nuestra propia clase, y sobre las clases en la universidad, hasta que ella calculó que ya había recobrado toda la confianza en sí mismo, y se le había olvidado lo del circo, y (volvía a gustarle) estaba a punto de decirle… Pero las casas se alejaban en direcciones opuestas, salieron al muelle, y se extendió la bahía ante su mirada; Mrs. Ramsay, ante el enorme cuadro de agua azul, no pudo evitar exclamar: «¡Ah, qué hermoso!» El blanco Faro, lejano, austero, se hallaba en medio; a la derecha, hasta donde alcanzaba la mirada, desvaídas e incesantes, con delicados pliegues, se veían las dunas de verde arena, con sus flores silvestres sobrevolándolas, que parecían correr perpetuamente hacia algún deshabitado país lunar.

Ésta era la vista que su marido amaba, dijo, deteniéndose, mientras sus ojos se volvían aún más grises.

Hizo una breve pausa. Pero ahora, esto estaba lleno de artistas. A decir verdad, a pocos pasos había uno de ellos, con sombrero de paja, zapatos amarillos, grave, tranquilo, absorto; diez niños lo contemplaban; la cara redonda y roja expresaba un íntimo contento, miraba fijamente, y, después de mirar, mojaba el pincel, introducía la punta en una blanda protuberancia verde o rosa. Desde que Mr. Paunceforte estuvo allí, hacía tres años, todos los dibujos eran así, dijo ella, verde y gris, con barcas de pesca de color limón, y con mujeres vestidas de rosa en la playa.

Pero los amigos de su abuela, dijo ella, mirando con discreción al pasar, tenían más dificultades: para empezar, tenían que mezclar ellos mismos los colores, y los molían, después los colocaban bajo paños húmedos, para mantenerlos frescos.

Supuso que quería que él se diera cuenta de que el dibujo de ese señor era convencional, ¿se decía así?; ¿que los colores no eran consistentes?, ¿es así como había que decirlo? Bajo la influencia de aquella extraordinaria emoción que había ido ganando fuerza durante el paseo, que había nacido cuando, todavía en el jardín, él le había pedido que le dejara llevar la bolsa, que había madurado en el pueblo, cuando quiso contarle toda su vida; bajo esa influencia estaba empezando a verse a sí mismo y a toda su sabiduría como si en el conjunto hubiera alguna leve imperfección. Era algo muy, muy extraño.

Se quedó ahí en el salón de la casucha a la que lo había llevado, esperándola, mientras ella subía un momento, a visitar a una señora. Oyó los rápidos pasos que daba por arriba, oyó la voz alegre; luego, más apagada; se quedó mirando las esteras, la bandeja del servicio del té, las pantallas de cristal; esperaba con impaciencia; estaba ansioso por volver a casa caminando con ella, estaba decidido a llevarle la bolsa; después le oyó salir, cerrar una puerta, decir que debían cerrar las puertas y dejar las ventanas abiertas, preguntarles si necesitaban algo (debía de estar hablando con una niña); cuando, de repente, entró, se quedó inmóvil un instante (como si arriba hubiera estado fingiendo, y ahora se permitiera ser ella misma), estaba frente a un retrato de la reina Victoria, que llevaba la banda azul de la Orden de la Jarretera; de repente se dio cuenta, se dio cuenta: era la persona más hermosa que había visto jamás.

Estrellas en los ojos, velos sobre el cabello, ciclamen y violetas silvestres: ¿en qué tonterías estaba pensando? Por lo menos tenía cincuenta años, tenía ocho hijos. Caminaba por campos llenos de flores, y recogía contra el pecho los capullos derribados, los corderos que no podían andar; estrellas en los ojos, el cabello al viento… Le cogió la bolsa.

«Adiós, Elsie», dijo; salieron a la calle; llevaba la sombrilla derecha, se movía como si esperara encontrarse con alguien a la vuelta de la esquina; por primera vez en toda su vida, Charles Tansley se sintió extraordinariamente orgulloso; un hombre que cavaba en una zanja dejó de trabajar, se quedó mirándola; dejó caer los brazos, siguió mirando. Charles Tansley se sentía extraordinariamente orgulloso; notaba el viento, se daba cuenta de los ciclámenes y las violetas, porque caminaba junto a una mujer hermosa por primera vez en su vida. Le llevaba la bolsa.

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