19

Por supuesto, se dijo, al entrar en la habitación, había venido a recoger algo que necesitaba. En primer lugar, quería sentarse en un sillón concreto, bajo una lámpara concreta. Pero quería algo más, aunque no sabía qué, no podía pensar en qué es lo que quería. Miró a su marido (cogiendo la labor del calcetín, y comenzando a tejer de nuevo), y advirtió que no quería que lo interrumpieran: era evidente. Leía algo que lo emocionaba como ninguna otra cosa. Esbozaba una sonrisa, se dio cuenta de que intentaba dominar sus emociones. Pasaba las páginas aprisa. Representaba lo que leía: quizá se creía que era uno de los personajes del libro. Se preguntaba de qué libro se trataría. Ah, era uno del bueno de sir Walter, lo vio, al ajustar la luz de la lámpara, para que cayera sobre la labor. Porque Charles Tansley había dicho (levantó la mirada, como si esperase oír el golpe de los libros al caer en el piso de arriba) que ya no se lee a Scott. Entonces su marido había pensado: «Eso es lo que dirán de mí», así es que se había ido a coger un libro de Scott. Si llegaba a esa conclusión: si «es verdad» lo que había dicho Charles Tansley acerca de Scott, lo aceptaría. (Se daba cuenta de que lo sopesaba, lo consideraba, lo tenía en cuenta continuamente al leer.) Lo aceptaría en el caso de Scott, no respecto de sí mismo. Siempre estaba intranquilo respecto de sí mismo. Eso la afligía. Siempre estaba preocupado por sus propios libros: ¿los leerán?, ¿son buenos?, ¿por qué no son mejores?, ¿qué piensan de mí? No le gustaba pensar de él en esos términos, y se preguntaba si a la hora de la cena alguien había advertido por qué se había enfadado de repente cuando hablaban de la fama y de los libros que permanecían, y se preguntaba si los niños se reían de eso, tiró del calcetín, y en su frente y mejillas se dibujaron de repente, como con instrumentos de acero, unas finas líneas, y se quedó quieta como un árbol al que ha zarandeado el viento, y ha estado moviéndose, y de repente cesa la brisa, y las hojas de quedan quietas, una tras otra.

Nada importaba, nada de eso importaba, pensaba. Un gran hombre, un gran libro, la fama: ¿quién sabe? Ella no sabía nada de eso. Pero así era él, ésa era la fidelidad que representaba; por ejemplo, durante la cena, ella había estado deseando de forma bastante intuitiva: ¡Ojalá hable! Tenía una confianza absoluta en él. Dejando todo esto a un lado, como cuando al bucear se deja a un lado un junco, hierbas, unas burbujas, sintió de nuevo, bajando a lo más profundo, lo que había sentido en el recibidor cuando los demás hablaban: Quiero algo… algo que he venido a coger, y cada vez se hundía más y más, sin saber qué era, con los ojos cerrados. Y esperó un poco, tejiendo, interrogándose, y lentamente pensaba en las palabras que habían dicho durante la cena, «la rosa china ha florecido, y zumba la amarilla abeja», y estas palabras empezaron a columpiarse en su mente de un lado a otro rítmicamente, y al columpiarse, las palabras, como débiles luces, roja, azul, amarilla, iluminaban la oscuridad de su mente, y parecía que dejaban sus apoyos de allí, y echaban a volar y volar; o parecían gritar y resonar en ecos; entonces se volvió a la mesa, y palpó con la mano para coger un libro.


Que todas las vidas que vivamos,

Que todas las vidas que haya,

Llenas estén acaso de árboles y hojas caducas.


Murmuró estos versos, insertó las agujas en el calcetín. Abrió el libro, y comenzó a leer aquí y allá, al azar; al hacerlo, sintió que ascendía de espaldas, hacia arriba, abriéndose camino bajo pétalos que se inclinaban sobre ella, de forma que sólo sabía que uno era blanco o rojo. Al principio no entendía qué significaban las palabras.


Navegad, hacia aquí navegad en vuestros alados pinos, [derrotados marinos.

Leía, pasaba la página, cambiaba de rumbo, se movía en zigzag de un lado a otro, de un verso a otro, de una flor roja y blanca a otra, hasta que la distrajo un ruido: su marido se daba golpes en las piernas. Cruzaron la mirada unos instantes, pero no querían decirse nada. No tenían nada que decir, pero, no obstante, algo pareció ir de él a ella. Era la vida, el poder de ésta, era el incontenible humor, lo sabía, lo que le hacía darse golpes en las piernas. No me interrumpas, parecía decir, no digas nada, quédate ahí sentada. Seguía leyendo. Movía los labios. Se sentía completo. Se sentía fortificado. Había olvidado limpiamente todos los malestares y sinsabores de la velada, y cuánto le aburría estar sentado a la mesa mientras los demás comían y bebían interminablemente, y lo de estar tan arisco con su esposa, y tan picajoso y quisquilloso cuando hablaban de sus libros como si no fueran nada. Pero ahora, creía, le importaba poco quién llegaba a la Z (si es que el pensamiento se organizaba como un abecedario de la A la Z). Alguien llegaría, si no era él, sería otro. La fuerza y cordura de este hombre, su amor por las cosas sencillas y directas, por los pescadores, por la anciana loca en casa de Mucklebackit, esto era lo que le hacía sentirse tan vigoroso, tan aliviado, que se sentía excitado y triunfante, no podía contener las lágrimas. Levantó el libro un poco, para ocultar la cara, y las dejó caer, mientras sacudía la cabeza, y se olvidó de sí mismo por completo (pero no olvidó una o dos reflexiones acerca de la moralidad en las novelas francesas e inglesas, y el hecho de que Scott estuviese maniatado, y que su retrato fuese tan bueno como los de los otros), olvidó sus fastidios y fracasos por completo al ver que el pobre Steenie se había ahogado, y la pena de Mucklebackit (lo mejor de Scott), y el asombroso placer y la vigorosa sensación que le ofrecía.

Bien, que lo mejoren, pensó al concluir el capítulo. Se sentía como si hubiera estado discutiendo con alguien, y como si hubiera ganado. Esto, dijeran lo que dijeran, no podía mejorarse; se sintió más seguro respecto de sí mismo. Los amantes eran un puro sin sentido, pensó, ordenando todo de nuevo en su memoria. Los amantes, un sin sentido; esto otro, de primera; pensaba, colocando unas cosas junto a otras. Pero debía volver a leerlo. No podía ver los contornos del conjunto. Tenía que aplazar su juicio. Regresó a la otra idea: si a los jóvenes no les interesaba esto, era natural que tampoco él les interesara. No debía quejarse, pensaba Mr. Ramsay, intentando sofocar el deseo de quejarse a su esposa de que los jóvenes no le hacían caso. Pero lo había decidido, no volvería a molestarla. Miró cómo leía. Parecía muy tranquila, leía. Le gustaba pensar que todos se habían ido, y que ella y él estaban solos. No todo en la vida consistía en irse a la cama con una mujer, pensó, regresando a Scott y Balzac, a la novela inglesa y la novela francesa.

Mrs. Ramsay levantó la cabeza como la levantan quienes tienen el sueño ligero, parecía querer decir que si él quería que se despertara, podría despertarse, de verdad, pero si no, ¿podía seguir durmiendo un poquito más?, ¿sólo un poquito más? Iba ascendiendo por las ramas, de un lado a otro; cogía una flor; luego, otra.


Ni alabé de la rosa el bermellón intenso.


Leía, y al leer ascendía, hasta arriba, hasta lo más alto. ¡Qué satisfactorio! ¡Qué descanso! Todo lo fragmentario del día lo atraía este imán; sentía su mente aseada, la sentía limpia. Ahí estaba, con su forma repentina entre sus manos, hermoso y razonable, claro y completo, la esencia extraída de la vida, mostrada aquí en su integridad: el soneto.

Pero era consciente de que su marido la miraba. La sonreía, divertido, como si se riera con buen humor de que se hubiera dormido a la luz del día, pero como si simultáneamente siguiera pensando: Continúa leyendo. No te pongas triste ahora, pensaba él. Se preguntaba qué estaría leyendo ella, y exageraba la nota de su ignorancia, de su sencillez, porque a él le gustaba pensar que ella no era muy inteligente, no tenía cultura libresca. Se pregunta si entendía lo que leía. Quizá no, pensó. Era asombrosamente hermosa. Y le parecía, como si eso fuera posible, que su hermosura era aún mayor.


Mas como parecía invierno, y tú no estabas,

yo jugaba con ellas como con sombras tuyas.


Terminó.

– ¿Y? -preguntó ella, como si fuera el eco de su sonrisa soñolienta, levantando la mirada del libro.


yo jugaba con ellas como con sombras tuyas.


¿Qué había sucedido que fuera importante, pensaba ella, mientras volvía a coger la labor, desde la última vez que lo había visto a solas? Recordaba que se había vestido, que había visto la luna, a Andrew que sostenía el plato muy arriba al servirle la cena, que le había deprimido algo que había dicho William, los pájaros en los árboles, el sofá del rellano, los niños despiertos, Charles Tansley que los despertaba al dejar caer los libros sobre el suelo… ah, no, esto se lo había inventado, lo de la funda de gamuza del reloj que tenía Paul. ¿Cuál de estas cosas le contaría?

– Se han comprometido -dijo, mientras reanudaba la labor-, Paul y Minta.

– Me lo había figurado -dijo él; no había mucho más que decir. La mente de ella seguía de un lado a otro, de un lado a otro, siguiendo la poesía; él se sentía todavía vigoroso, capaz, después de haber leído lo del funeral de Steenie. Siguieron sentados en silencio. Luego ella se dio cuenta de que quería que él le dijera algo.

Cualquier cosa, cualquier cosa, pensaba mientras seguía tejiendo, cualquier cosa servirá.

– Qué bonito casarse con un hombre que guarda el reloj en una funda de gamuza -dijo, pero ésta era la clase de broma que sólo ellos compartían.

Resopló con desdén. Pensaba de este compromiso lo que pensaba de todos los compromisos: que la chica valía demasiado para el joven del que se tratara. Lentamente ella comenzó a pensar: ¿por qué querer que se case la gente? ¿Cuál es el valor, el sentido de las cosas? (Las palabras que se dijeran ahora serían la verdad.) Di algo, pensaba ella, con el único deseo de escuchar la voz de él. Porque la sombra, aquella cosa que los incluía a todos, comenzaba a cerrarse sobre ella de nuevo. Di algo, le suplicaba mudamente, mientras lo miraba, como si le pidiera ayuda.

Él callaba, mientras movía la brújula de un lado a otro suspendida de su cadena, mientras pensaba en las novelas de Scott y en las novelas de Balzac. Pero a través de las paredes crepusculares de su intimidad, porque estaban acercándose, involuntariamente, cada vez más juntos, uno al lado del otro, ella sentía la mente de él como una mano que se alzara y dejara su mente en sombras. Él estaba empezando, ahora que sus pensamientos tomaban un rumbo que a él no le gustaba «pesimismo» lo llamaba él-, a tabalear con los dedos; pero no dijo nada: se llevaba la mano a la frente, enredaba con un rizo del cabello, lo dejaba.

– No acabas el calcetín esta noche, ¿no? -dijo señalando la labor. Eso es lo que ella quería: la asperidad con la que su voz la censuraba. Si dice que está mal ser pesimista, probablemente esté mal, pensaba ella; seguro que el matrimonio saldrá bien.

– No -contestó, alisando el calcetín sobre la rodilla-, no lo termino.

Entonces, ¿qué? Porque se daba cuenta de que él se la había quedado mirando, pero había cambiado la forma de mirar. Quería algo: quería algo difícil de cumplir para ella: quería que ella le dijera que lo amaba. Eso no, no podía. Lo de hablar era mucho más fácil para él que para ella. El sabía decir las cosas; ella, no. Era tan natural que él dijera las cosas; luego, a saber por qué, a él no le gustaba esto, y se lo reprochaba a ella. Decía que era una mujer sin corazón, que nunca le decía que lo amaba. Pero no era eso, no era eso. Era sólo que ella no sabía expresar lo que sentía. ¿No se le habrían quedado migas en la chaqueta? ¿No podía ayudarle? Se levantó, se acercó a la ventana, llevaba en las manos el calcetín de color castaño rojizo, en parte para alejarse de él, en parte porque ahora no le importaba contemplar, mientras él la miraba, el Faro. Porque sabía que él la había seguido con la mirada, la miraba. Sabía también en qué pensaba. Estás más hermosa que nunca. Se sintió muy hermosa. ¿No vas a decirme ni una vez siquiera que me amas? Eso es lo que él estaba pensando, porque estaba nervioso, con lo de Minta y su libro, y porque el día se acababa, y porque habían discutido por lo del Faro. Pero no sabía hacerlo, no sabía decirlo. Entonces, sabiendo que él la miraba, en lugar de decir nada, se dio la vuelta, con el calcetín, se quedó mirándolo. Mientras lo miraba, comenzó a sonreír, porque aunque no había dicho una palabra, él sabía, claro que lo sabía, que ella lo amaba. No podía negarlo. Sin dejar de sonreír, miró por la ventana, y dijo (pensando para sí, No hay nada en la tierra semejante a esta felicidad…):

– Sí, tenías razón. Mañana lloverá -no llegó a decirlo, pero él lo sabía. Lo miró sonriendo. Porque ella había vuelto a triunfar.

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