Pero ¿qué he hecho de mi vida?, pensaba Mrs. Ramsay, mientras se dirigía a su lugar en la cabecera de la mesa, y se quedaba mirando los platos, que dibujaban círculos blancos sobre el mantel.
– William, siéntese junto a mí -dijo-; Lily -dijo con algo de impaciencia-, allí.
Ellos tenían eso -Paul Rayley y Minta Doyle-; ella, sólo esto: una mesa de longitud infinita, platos y cuchillos. En el extremo opuesto estaba su marido, sentado, postrado, con el ceño fruncido. ¿Por qué? No lo sabía. No le importaba. No comprendía cómo era posible que hubiera sentido ningún afecto o cariño hacia él. Tenía la sensación, mientras servía la sopa, de estar más allá de todo, de haber pasado por todo, de haberse librado de todo; como si hubiera un remolino, allí, respecto del cual pudiera una estar dentro o fuera, y le parecía como si ella estuviera fuera. Todo termina, pensaba, mientras se acercaban todos, uno tras otro, Charles Tansley -«siéntese ahí, por favor»-, le dijo a Augustus Carmichael que se sentara y se sentó. Mientras tanto, esperaba, de forma pasiva, a que alguien le respondiera, a que sucediera algo. Pero no se trata de decir algo, pensó, mientras metía el cazo en la sopera, no es eso lo que se hace.
Al levantar las cejas, ante la contradicción -una cosa era lo que pensaba; otra, lo que hacía-, al sacar el cazo de la sopa, advirtió, cada vez con más intensidad, que estaba fuera del remolino; como si hubiera descendido una sombra, y, al quitar el color a todo, viera ahora las cosas como eran. La habitación (la recorrió con la mirada) era una habitación destartalada. No había nada que fuera hermoso. Se abstuvo de mirar a Mr. Tansley. Nada parecía armonizar. Todos estaban separados. Todo el esfuerzo de unir, de hacer armonizar todo, de crear descansaba en ella. De nuevo constató, sin hostilidad, era un hecho, la esterilidad de los hombres; lo que no hiciera ella no lo haría nadie; de suerte que, si se diera a sí misma una pequeña sacudida, como la que se da a un reloj de pulsera que hubiera dejado de funcionar, el viejo pulso de siempre comenzaría a latir de nuevo; el reloj comienza de nuevo a funcionar: un, dos, tres; un, dos, tres. Etcétera, etcétera, se repitió, prestando atención, cuidando y abrigando el todavía tenue latido, al igual que se protege una débil llamita con un periódico que la resguarde. De forma que, al final se dirigió a William Bankes con un gesto mudo, ¡el pobre!, no tenía esposa ni hijos, y siempre, excepto esta noche, cenaba solo en su apartamento; le daba pena, y como la vida ya había afianzado su poder sobre ella, retomó la vieja tarea; como un marino, no sin fatiga, ve cómo se tienden las velas al viento, pero no tiene ningunas ganas de continuar, y piensa que preferiría que el barco se hubiera hundido, para poder descansar en el fondo del mar.
– ¿Ha recogido las cartas? Pedí que las dejaran en el recibidor -le dijo a William Bankes.
Lily Briscoe veía cómo se dejaba ir Mrs. Ramsay hacia esa extraña tierra de nadie adonde no se puede seguir a la gente; sin embargo, los que se marchan infligen tal dolor a quienes los ven partir que intentan cuando menos seguirlos con la mirada, como se sigue con la vista los barcos hasta que las velas desaparecen tras la línea del horizonte.
Qué vieja está, y qué cansada parece, pensó Lily, y qué remota. A continuación Mrs. Ramsay se volvió hacia William Bankes, sonriendo, parecía como si el barco hubiera cambiado de rumbo, y el sol brillara sobre las velas de nuevo; y Lily pensó, con cierto regocijo, al sentirse aliviada, ¿por qué siente pena por él? Porque ésa era la impresión que había causado, cuando dijo lo de que las cartas estaban en el recibidor. Pobre William Bankes, parecía haber dicho, como si el propio cansancio hubiera provocado en parte el sentir pena por la gente; y la vida, la decisión de revivir, le hubiera resucitado la piedad. No era cierto, pensó Lily, era una de esas equivocaciones de ella que parecían intuitivas, y que parecían nacer de alguna necesidad propia, no de la gente. No hay de qué apiadarse. Tiene su trabajo, se dijo Lily. Recordó, como si hubiera encontrado un tesoro, que también ella tenía un trabajo. De repente vio su cuadro; pensó, sí, centraré el árbol; evitaré así esos enojosos espacios vacíos. Haré eso. Es eso lo que me impedía avanzar. Cogió el salero, y volvió a dejarlo sobre una flor del dibujo del mantel, para recordar que tenía que cambiar el árbol de lugar.
– Raro es que venga algo interesante por correo, y, sin embargo, siempre lo espera uno con interés -dijo Mr. Bankes.
Qué tonterías dicen, pensaba Charles Tansley, dejando la cuchara con toda precisión en medio del plato, que estaba completamente vacío, como si, pensaba Lily (estaba sentado enfrente de ella, de espaldas a la ventana, justo en medio), quisiera asegurarse de que comía. Todo en él tenía esa mezquina constancia, esa desnuda insensibilidad. Pero, no obstante, las cosas eran como eran, era casi imposible que alguien no gustara si se le prestaba suficiente atención. Le gustaban sus ojos: azules, profundos, imponentes.
– ¿Escribe usted muchas cartas, Mr. Tansley? -preguntó Mrs. Ramsay, apiadándose de él también, supuso Lily; porque eso era una característica de Mrs. Ramsay -le daban pena los hombres, como si creyera que les faltaba algo-; pero no le daban pena las mujeres -como si a ellas les sobraran las cosas. Escribía a su madre; pero fuera de eso, creía que no enviaba más de una carta al mes, dijo Mr. Tansley, con brevedad.
Desde luego él no iba a dedicarse a hablar de las tonterías de las que ellos hablaban. No iba a dejar que estas tontas lo trataran con condescendencia. Había estado leyendo en la habitación, al bajar todo le pareció necio, superficial, frívolo. ¿Por qué se vestían para cenar? Él había bajado con la ropa de costumbre. No tenía ropa elegante. «Raro es que venga algo interesante por correo»: de esto es de lo que hablaban siempre. Obligaban a que los hombres dijeran cosas como ésa. Sí, pues era verdad, pensó. Nunca recibían nada interesante en todo el año. Lo único que hacían era charlar, charlar, charlar, comer, comer, comer. Era culpa de las mujeres. Las mujeres hacían que la civilización fuera imposible, con todo su «encanto» y su necedad.
– No vamos al Faro mañana, Mrs. Ramsay -dijo con decisión. Le gustaba, la admiraba, todavía se acordaba del hombre del alcantarillado que se había quedado mirándola, pero, para reafirmarse, se sintió en la obligación de expresarse de forma decidida.
Realmente, pensaba Lily Briscoe, a pesar de los ojos, era el hombre menos encantador que hubiera conocido en toda su vida. Pero, entonces, ¿por qué le preocupaba lo que dijera? No saben escribir las mujeres, no saben pintar. ¿Qué importaba que lo dijera, si era evidente que no lo decía porque lo creyera, sino porque por algún motivo le era conveniente decirlo, y por ese motivo lo decía? ¿Por qué se inclinaba toda ella, todo su ser, como los cereales bajo el viento, y volvía a erguirse, para vencer esa postración, sólo tras grande y doloroso esfuerzo? Tenía que volver a hacerlo. Aquí está el dibujo del tallo en el mantel; aquí, mi pintura; debo colocar el árbol en medio; eso es lo importante… nada más. ¿No podía aferrarse a eso, se preguntaba, y no perder la paciencia, y no discutir?; y si quería una ración de venganza, ¿no podía reírse de él?
– Ah, Mr. Tansley -dijo-, lléveme al Faro. Me encantaría ir.
Mentía para que él lo advirtiera. No decía lo que pensaba, para fastidiarlo, por algún motivo. Se reía de él. Llevaba los viejos pantalones de franela. No tenía otros. Se sentía mal, aislado, solo. Sabía que ella intentaba tomarle el pelo por algún motivo; no quería ir al Faro con él; lo despreciaba, al igual que Prue Ramsay, igual que todos los demás. Pero no iba a consentir que unas mujeres le hicieran pasar por tonto, así es que se dio la vuelta en la silla, miró por la ventana, con un movimiento brusco, y con grosería le dijo que haría demasiado malo para ella mañana. Se mareará.
Le molestaba que ella le hubiera hecho hablar así, porque Mrs. Ramsay estaba escuchando. Si pudiera estar en la habitación, trabajando, pensaba, entre libros. Sólo ahí se hallaba a gusto. Nunca había debido ni un penique a nadie; desde los quince años no le había costado a su padre ni un penique; incluso había ayudado a los de casa con sus ahorros; pagaba la educación de su hermana. No obstante, sí que le habría gustado saber contestar a Miss Briscoe de forma correcta, le habría gustado no haber respondido de esa forma tan tosca. «Se mareará.» Le gustaría haber podido pensar algo que decir a Mrs. Ramsay, algo que demostrara que no era sólo un pedantón. Eso es lo que se pensaban que era. Se dirigió hacia ella. Pero Mrs. Ramsay hablaba con William Bankes de gente a quien él no conocía.
– Sí, ya puede llevárselo -dijo, interrumpiendo la conversación con Mr. Bankes, para dirigirse a la sirvienta-. Debe de hacer quince, no, veinte años, que no la veo -decía, dándole la espalda, como si no pudiera perder ni un minuto de esta conversación, absorta, al parecer, en lo que decían. ¡Así que había tenido noticias de ella esta misma tarde! Carrie, ¿vivía todavía en Marlow?, ¿todo seguía igual? Ay, recordaba todo como si hubiera ocurrido ayer: lo de ir al río, el frío. Pero si los Manning decidían ir a algún sitio, iban. ¡Nunca olvidaría cuando Herbert mató una avispa con una cucharilla en la orilla del río! Todo seguía como entonces, murmuraba Mrs. Ramsay, deslizándose como un fantasma entre las sillas y mesas de aquel salón junto a las orillas del Támesis donde hacía veinte años había pasado tanto, ay, tanto frío; pero ahora regresaba como un fantasma; y se sentía fascinada, como si, aunque ella hubiera cambiado, sin embargo, aquel día concreto, ahora tranquilo y hermoso, se hubiera conservado allí, durante todos estos años. ¿Le había escrito la propia Carrie?, le preguntó.
– Sí, me cuenta que están preparando un nuevo salón para el billar -dijo. ¡No! ¡No! ¡Eso es imposible! ¡Preparar un nuevo salón para el billar! A ella le parecía imposible.
Mr. Bankes no advertía que hubiera nada tan raro en ello. Ahora estaban en muy buena situación económica. ¿Quería que le diera recuerdos a Carne?
– ¡Ah! -exclamó Mrs. Ramsay, con un leve sobresalto. No -añadió, pensando en que no conocía a esta Carrie que se hacía preparar una nueva sala para el billar. Pero cuán extraño era, repitió, ante la divertida sorpresa de Mr. Bankes, que todo siguiera igual allí. Porque era algo extraordinario pensar que habían podido seguir viviendo allí todos estos años, cuando ella no había pensado en ellos ni una sola vez. Lo llena de acontecimientos que había estado su propia vida duran- te este mismo tiempo. Aunque quizá Carrie Manning tampoco había pensado en ella. Era una idea rara, le disgustaba.
– La gente pierde las relaciones muy pronto -dijo Mr. Bankes, sintiendo, no obstante, cierta satisfacción porque él sí que conocía tanto a los Manning como a los Ramsay. Él no había olvidado las relaciones, pensó, dejando la cuchara, y limpiándose escrupulosamente los labios. Pero quizá él no era un hombre común, pensó, respecto de estos asuntos; nunca le gustó atarse a una rutina. Tenía amigos entre toda clase de gentes… Mrs. Ramsay tuvo que interrumpir la atención para decirle algo a la sirvienta acerca de que mantuvieran la comida caliente. Por esto es por lo que prefería cenar solo: estas interrupciones le fastidiaban. Bueno, pensaba Mr. Bankes, con una actitud fundada en una cortesía exquisita, y extendiendo los dedos de la mano izquierda sobre el mantel, al igual que un mecánico examina una herramienta reluciente y dispuesta para ser usada en un intervalo de ocio, tales son los sacrificios que hay que hacer por los amigos. A ella no le habría gustado que rechazara la invitación. Pero no le había merecido la pena. Mientras miraba la mano, pensaba en que si hubiera cenado solo, en estos momentos, estaría a punto de haber concluido, ya podría estar trabajando. Sí, una tremenda pérdida de tiempo. Todavía no habían llegado todos los niños.
– ¿Podría subir alguien a la habitación de Roger? -decía Mrs. Ramsay. Qué insignificante era todo esto, qué aburrido es todo, pensaba él, comparado con lo otro, con el trabajo. Aquí estaba, tabaleando con los dedos sobre el mantel, cuando podría estar… vio su propio trabajo como a vista de pájaro. ¡Vaya si era perder el tiempo! Aunque, es una de mis más antiguas amigas. Debo de ser uno de los fieles. Pero ahora, en este preciso momento la presencia de ella no le decía nada; su belleza lo dejaba indiferente; lo de estar sentada junto a la ventana con el niño: nada, nada. Deseaba estar solo, y coger de nuevo el libro. Se sentía incómodo, se sentía falso; lo hacía sentirse así el hecho de estar sentado junto a ella, y no sentir nada. Lo cierto es que él no disfrutaba con la vida familiar. Cuando se hallaba uno en estas circunstancias es cuando se preguntaba, ¿es para que progrese la raza humana para lo que se toma uno tantas molestias? ¿Es eso tan deseable? ¿Somos una especie atractiva? No tanto, pensaba, mirando a los desaseados niños. Su favorita, Cam, pensaba, estaba en la cama. Preguntas necias, preguntas vanas, preguntas que no se hacían cuando había algo que hacer. ¿Es esto la vida? ¿Es aquello? No había tiempo para pensar cosas como ésa. Pero aquí estaba haciéndose estas preguntas, porque Mrs. Ramsay daba instrucciones a las criadas, y también porque le había llamado la atención, pensando en la reacción de Mrs. Ramsay al enterarse de que Carne Manning seguía viva, que las amistades, incluso las mejores, fueran tan frágiles. Nos separamos insensiblemente. Se lo reprochó de nuevo. Estaba sentado junto a Mrs. Ramsay, y no había nada que decir, no sabía qué decirle.
– Cuánto lo siento -dijo Mrs. Ramsay, dirigiéndose por fin a él. Se sentía envarado y estéril, como un par de zapatos que se hubieran mojado, y luego se hubieran secado, y fuera imposible meter los pies en ellos. Pero no hay remedio, hay que meter los pies. Tenía que obligarse a hablar. Si no tenía cuidado, ella advertiría su falsedad: que ella no le importaba nada; y eso no sería nada grato, pensaba. De forma que, con cortesía, dirigió la cabeza hacia ella.
– Cómo debe de detestar cenar en medio de este tumulto -le dijo, sirviéndose, como solía hacer cuando tenía la cabeza en otra cosa, de sus modales de alta sociedad. Cuando había una disputa de idiomas en alguna reunión, la presidencia recomendaba, para lograr la armonía, que se usara sólo el francés. Quizá el francés no era muy bueno. Puede que en francés no se hallen las palabras del pensamiento que se quería expresar; sin embargo, hablar francés impone una suerte de orden, cierta uniformidad. Contestándole en la misma lengua, Mr. Bankes dijo:
– No, no, de eso nada.
Mr. Tansley, que no conocía de esta lengua ni siquiera sus más conocidos monosílabos, tuvo la sospecha de que no era sincero. Vaya si decían tonterías, pensó, los Ramsay; y se abalanzó sobre este nuevo ejemplo con alegría, redactando mentalmente una nota, que un día de éstos leería a uno o dos de sus amigos. Entonces, en compañía de quienes le permitían a uno decir lo que quisiera, describiría de forma sarcástica lo de «la temporada con los Ramsay», y las necedades que decían. Merecía la pena ir una vez, diría, pero no repetir. Qué aburridas eran las mujeres, diría. Desde luego, Ramsay se lo merecía, por haberse casado con una mujer hermosa, y por haber tenido ocho hijos. Sería algo parecido a esto, pero ahora, en este momento, sentado, con un asiento vacío junto a él, nada parecido a esto había ocurrido. Todo eran jirones y fragmentos. Se sentía extremadamente, incluso físicamente, incómodo. Quería que alguien le diera la oportunidad de reafirmarse. Lo necesitaba con tanta urgencia que hacía movimientos nerviosos sobre la silla, miraba a una persona; luego, a otra; intentaba participar en la conversación, abría la boca, volvía a cerrarla. Hablaban de las pesquerías. ¿Por qué nadie le preguntaba su opinión? ¿Qué sabían ellos de pesquerías?
Lily Briscoe se daba cuenta de todo. Sentada frente a él, ¿no veía, como en una radiografía, en la oscura tiniebla de su carne, las costillas y fémures del deseo del joven de hacerse visible: esa delgada niebla con la que la convención había recubierto su deseo de participar en la conversación? Pero pensaba, entrecerrando los rasgados ojos, y recordando que se burlaba de las mujeres, «no saben pintar, no saben escribir», ¿por qué tengo que ayudarle a consolarse?
Hay un código de conducta, ella lo sabía, en cuyo artículo séptimo (debe de ser) se dice que en ocasiones como ésta compete a la mujer, se dedique a lo que se dedique, ir a ofrecer ayuda al joven que se siente enfrente de ella, para que pueda exhibir y aliviar los fémures, las costillas de su vanidad, su urgente deseo de afirmarse; como, en verdad, es deber de ellos, reflexionaba, con su honradez de solterona, ayudarnos, por ejemplo, en el caso de que el metro se incendiara. En ese caso, ciertamente, esperaría que Mr. Tansley me rescatase. Pero ¿qué pasaría si ninguno de los dos hiciéramos lo que se esperaba? Se sonrió.
– No querrás ir al Faro, ¿no?, ¿Lily? -dijo Mrs. Ramsay-. Acuérdate del pobre Mr. Langley; ha dado la vuelta al mundo en varias ocasiones, pero me confesó que nunca lo había pasado tan mal como cuando mi marido lo llevó allí. ¿Es usted buen marino, Mr. Tansley? -preguntó.
Mr. Tansley levantó un martillo, lo blandió en el aire, pero, al bajarlo, dándose cuenta de que no debía aplastar una mariposa con semejante instrumento, sólo dijo que no se había mareado nunca. Pero en esa oración, compacta como la pólvora, había dejado otra información: que su abuelo había sido marino; su padre era farmacéutico; y él se había labrado su propio futuro con sus propios medios; estaba muy orgulloso de ello; él era Charles Tansley, algo de lo que al parecer nadie se daba cuenta, aunque muy pronto todos lo sabrían. Su desdén los contemplaba desde una gran distancia de ventaja. Hasta casi podía sentir pena por estas personas tan finas, con su cultura, que uno de estos días ascenderían al cielo como balas de algodón o barricas de manzanas; muy pronto, mediante la pólvora que había en el interior de Charles Tansley.
– ¿Me llevará Mr. Tansley? -dijo Lily, con rapidez, con amabilidad, porque, por supuesto, si Mrs. Ramsay le hubiera dicho, como, de hecho, le había dicho: «Me ahogo, querida, en un mar de llamas. A menos que apliques algún ungüento balsámico en este momento, y le digas algo amable a ese joven de ahí, la vida se estrellará contra los arrecifes: a decir verdad ya oigo chirridos y murmullos. Tengo los nervios tensos como cuerdas de violín. Un toque más, y saltan», cuando Mrs. Ramsay hubo dicho todo esto, con la mirada, por supuesto, no menos de cincuenta veces, Lily tuvo que renunciar al experimento -qué es lo que sucedería si decidiera no ser buena con aquel joven-, y decidió ser buena.
Juzgando adecuadamente el cambio de humor -ahora se dirigía hacia él de forma amistosa-, se aplacó su ataque de egotismo, y le dijo que se había caído de una barca cuando era un bebé; y que su padre había tenido que pescarlo con un bichero; y que así es como había aprendido a nadar. Tenía un tío torrero en algún faro escocés, dijo. Había estado con él en una ocasión, durante una tempestad. Esto lo dijo en voz alta, durante un silencio. Escucharon todos que había acompañado a su tío en un faro durante una tempestad. Ay, pensaba Lily Briscoe, al ver que la conversación seguía este curso tan prometedor, advirtió que Mrs. Ramsay le estaba agradecida (porque Mrs. Ramsay se sintió autorizada a hablar de nuevo con quien quisiera), ay, pensaba, pero ¿cuánto me habrá costado esta gratitud? No había sido sincera.
Había recurrido al truco de siempre: ser buena. Nunca lo conocería. Y él nunca la conocería a ella. Las relaciones humanas eran siempre así, pensaba, y eran peores (salvando a Mr. Bankes) las relaciones entre hombres y mujeres; inevitablemente, aquéllas eran siempre muy insinceras. Entonces vio con el rabillo del ojo el salero, que había dejado ahí para que le recordara algo, y recordó que el día siguiente tenía que colocar el árbol en una posición central, y se sintió tan animada al pensar en que al día siguiente podría pintar que se rió en voz alta de lo que Mr. Tansley estaba diciendo. Que no deje de hablar en toda la noche si lo desea.
– Pero ¿cuánto tiempo tienen que estar en el Faro? -preguntó. Él se lo dijo. Estaba sorprendentemente bien informado. Como estaba agradecido, como le gustaba ella, como empezaba a divertirse, era el momento, pensó Mrs. Ramsay, de regresar a aquel lugar soñado, aquel lugar irreal pero fascinante, el salón de los Manning de hace veinte años; donde una podía moverse sin problemas ni preocupaciones, porque no había un futuro del cual preocuparse. Sabía cómo les había ido a cada uno de ellos, y cómo le había ido a ella. Era como releer un buen libro, porque sabía cómo acababa el cuento, porque había ocurrido hacía veinte años, y la vida, que se derramaba profusamente incluso en esta sala, sabe Dios hacia dónde, estaba allí sellada, y era como un lago, apacible, contenida en el interior de las orillas. Decía que habían preparado una sala para el billar, ¿era cierto? ¿Querría William seguir hablando de los Manning? Ella sí quería. Pero no, había algún motivo por el cual él ya no se sentía nada animado. Lo intentó. Pero él no respondió. No podía obligarlo. Se sintió decepcionada.
– Estos chicos son una desgracia -dijo, con un suspiro. Él dijo algo acerca de que la puntualidad es una de esas virtudes menores que sólo se adquieren cuando uno ya no es niño.
– Si se adquiere -dijo Mrs. Ramsay con el único fin de rellenar un vacío, pensando en que Lily estaba convirtiéndose en una solterona. Consciente de su traición, consciente del deseo de ella de hablar de algo más íntimo, pero sin ganas de hacerlo, se le representaron todas las cosas desagradables de la vida: estar allí sentada, esperando. Quizá los demás estuvieran contando algo interesante, ¿de qué hablaban?
Que la temporada de pesca había sido mala, que los hombres emigraban. Hablaban de salarios y del paro. El joven insultaba al Gobierno. William Bankes, pensando en lo satisfactorio que era poder dedicarse a algo semejante cuando la vida íntima era desagradable, le oyó decir que se trataba de «uno de los decretos más escandalosos de este Gobierno». Lily escuchaba, Mrs. Ramsay escuchaba, todos escuchaban. Pero, ya aburrida, Lily pensaba en que había algo de lo que carecían esas palabras; Mrs. Bankes pensaba en que faltaba algo. Mientras se recogía el chal, Mrs. Ramsay pensaba en que faltaba algo. Todos ellos, escuchando atentamente, pensaban: «a los cielos pido que no tenga que dar mi verdadera opinión sobre esto»; porque todos pensaban: «Los demás se sienten igual. Están irritados e indignados con el Gobierno por lo de los pescadores, pero, yo, en el fondo, no siento nada acerca de ello.» Pero quizá, pensaba Mr. Bankes, mirando a Mr. Tansley, sea éste el hombre. Siempre se esperaba al hombre. Había siempre una oportunidad. En cualquier momento podía aparecer un nuevo dirigente; un hombre genial, porque la política no dejaba de ser como las demás actividades. Probablemente a nosotros, los anticuados, nos parecerá desagradable, pensaba Mr. Bankes, intentando ser comprensivo; porque sabía, a través de una curiosa sensación física, como si se le encresparan los nervios de la columna vertebral, que era parte interesada, en cierta medida, porque tenía celos; en parte, más probablemente, por su trabajo, por sus opiniones, por su ciencia; y por lo tanto no era persona muy receptiva, porque Mr. Tansley parecía decir: Han desperdiciado ustedes sus vidas. Están equivocados todos ustedes. Pobres viejos caducos, se han quedado ustedes en el pasado. Parecía demasiado poseído, este joven; y no tenía modales. Pero Mr. Bankes se vio obligado a reconocer que tenía valor, tenía talento, manejaba los datos con aplomo. Quizá, pensaba Mr. Bankes, mientras Mr. Tansley insultaba al Gobierno, haya mucho de cierto en lo que dice.
– Veamos… -decía. Seguían hablando de política, y Lily miraba la hoja del mantel; Mrs. Ramsay, dejando la discusión en manos de los dos hombres, se preguntaba por qué le aburría tanto esta conversación, y deseaba que dijera algo su marido, a quien veía en el otro extremo de la mesa. Una sola palabra, se decía. Porque con una sola cosa que dijera eso sería bastante. No se andaba con rodeos. Le preocupaban los pescadores y sus salarios. Perdía el sueño pensando en ellos. Todo era diferente cuando hablaba, cuando hablaba no había que pensar en suplicar que no se viera lo poco que le importaba a uno, porque sí que le importaba. Entonces, al darse cuenta de que era porque lo admiraba tanto, y que por eso esperaba que hablase, se sintió como si alguien hubiera estaba elogiando a su marido y su matrimonio, y se puso roja, sin darse cuenta de que había sido ella misma quien lo había alabado. Dirigió la mirada hacia él, esperando encontrar todo esto reflejado en su cara, que tendría un aspecto radiante… Pero, ¡nada de eso! Tenía la cara deformada por una mueca, tenía gesto de irritación, tenía el ceño fruncido, estaba rojo de cólera. ¿Qué demonios pasaba? ¿Qué podía haber pasado? Que el pobre Augustus había pedido otro plato de sopa… eso era todo. Era algo inimaginable, era una desdicha (se lo hizo saber mediante señas desde el otro extremo de la mesa) que Augustus se atreviera a comer otro plato de sopa. Le disgustaba profundamente que la gente siquiera comiendo cuando él había terminado. Veía cómo la ira le brotaba en los ojos, como si fuera una jauría de perros; se veía en su ceño; y pensaba que de un momento a otro iba a estallar con gran violencia, pero, ¡gracias a Dios!, le vio tirar de las riendas, y frenarse a sí mismo, y todo su cuerpo pareció desprender chispas, aunque no dijera una palabra. Se quedó sentado, muy enfadado. No había dicho nada, sólo quería que ella se diera cuenta. ¡Por lo menos había sabido controlarse! Pero, después de todo, ¿por qué el pobre Augustus no podía pedir otro plato de sopa? Se había limitado a tocarle el brazo a Ellen, y a decirle:
– Ellen, por favor, otro plato de sopa -y entonces Mr. Ramsay se había enfadado.
Pero ¿por qué no?, se preguntaba Mrs. Ramsay. Si quería, ¿por qué no darle otro plato de sopa a Augustus. Odiaba a los que se revolcaban en la comida, Mr. Ramsay la miraba azorado. Detestaba que las cosas se prolongasen durante horas. Pero se había controlado, Mr. Ramsay quería que lo advirtiese, aunque el espectáculo había sido repugnante. Pero ¿por qué demostrarlo de forma evidente?, se preguntaba Mrs. Ramsay (se miraban desde los extremos de la larga mesa, y se enviaban estas preguntas y respuestas; ambos sabían exactamente lo que pensaba el otro). Todos podían haberse dado cuenta, pensaba Mrs. Ramsay. Rose se había quedado mirando a su padre, Roger se había quedado mirando a su padre; ambos comenzarían a reírse de forma incontrolada de un momento a otro; se daba cuenta, y dijo al momento (la verdad es que ya era hora):
– Encended las velas -al momento se levantaron de un salto, y empezaron a rebuscar en el aparador.
¿Por qué no sabía disimular sus emociones?, se preguntaba Mrs. Ramsay, y se preguntaba también si Augustus se habría dado cuenta. Quizá sí, quizá no. No pudo evitar sentir respeto hacia la compostura con la que estaba sentado, bebiendo la sopa. Si quería sopa, la pedía. Si se reían de él, o se enfadaban por su culpa, le daba igual. A él no le gustaba ella, lo sabía; pero en parte por ese motivo, la respetaba; y al verlo beber la sopa, grande y tranquilo, en la penumbra, monumental, contemplativo, se preguntaba cuáles serían los sentimientos de él, y por qué estaba siempre contento y tenía un aspecto tan digno; y pensó en cuánto quería a Andrew, a quien llamaba a su habitación, y, según decía Andrew, «le enseñaba cosas». Se quedaba todo el día en el jardín, presumiblemente pensando en su poesía, hasta que terminaba por recordarle a una a un gato que estuviera acechando a los pájaros, y luego daba palmas con las zarpas, cuando había dado con la palabra que le faltaba, y su mando decía: «El bueno de Augustus es un poeta de verdad», lo cual en boca de su marido era un gran elogio.
Hubo que poner ocho velas sobre la mesa, y tras la primera vacilación, la llama se irguió, y sacó a la luz toda la mesa, en medio había una fuente de color amarillo y púrpura. Mrs. Ramsay se preguntaba qué había hecho con ella Rose, porque las uvas y peras, las pieles de color rosa, con sus picos, los plátanos, todo le hacía pensar en un trofeo arrebatado al fondo del mar, en el banquete de Neptuno, en el racimo que le cuelga a Baco del hombro (en algún cuadro), entre pieles de leopardo, la procesión de antorchas rojas y doradas… Así, bajo la repentina luz, parecía poseer gran tamaño y profundidad, era un mundo al que podía llevar una su propio cayado, y comenzar a ascender por los montes, pensaba, y bajar a los valles, y con placer (porque los unió fugazmente) veía que también Augustus disfrutaba de la fuente de fruta con los ojos, se zambullía, cortaba una flor aquí, cortaba un esqueje más allá, y regresaba, tras el festín, a su colmena. Era su forma de mirar, diferente de la de ella. Pero el mirar juntos los unía.
Ya estaban encendidas las velas, y las caras a ambos lados de la mesa parecían estar más juntas por efecto de la luz, y formaban, como no lo habían hecho en la luz del anochecer, un grupo reunido en torno a una mesa, porque la noche había sido excluida por los cristales, que, lejos de dar una imagen correcta del mundo exterior, lo mostraba como si estuviera haciendo ondas, de una forma que aquí, en el interior de la habitación, parecía estar el orden y la tierra firme; pero afuera había un reflejo en el que las cosas temblaban y desaparecían, se hacían agua.
Hubo un cambio que afectó a todos, como si esto hubiera sucedido de verdad, y todos fueran conscientes de ser un grupo en medio del vacío, en una isla; como si los uniera la causa común contra la fluidez del exterior. Mrs. Ramsay, que había estado inquieta, y había esperado con impaciencia a que vinieran Paul y Minta; y que se había sentido impotente para arreglar las cosas, veía ahora que la ansiedad se había trocado en espera. Porque tenían que llegar; y Lily Briscoe, intentando analizar la causa de esta alegría repentina, lo comparaba con aquel otro momento en el campo de tenis, cuando lo sólido de repente se había desvanecido, y se habían interpuesto entre ellos vastos espacios; y ese mismo efecto lo habían obtenido las velas en la habitación, algo escasa de muebles, y las ventanas sin cortinas, y el aspecto como de máscaras de las caras bajo la luz de las velas. Se les había quitado un peso de encima; puede pasar cualquier cosa, pensó. Tienen que venir ya, pensó Mrs. Ramsay mirando hacia la puerta, y en aquel momento, Minta Doyle, Paul Rauley y una doncella con una fuente, entraron a la vez. Llegaban tarde, llegaban muy tarde, dijo Minta, al dirigirse hacia los extremos opuestos de la mesa.
– He perdido el broche… el broche de mi abuela -dijo Minta con un tono de lamento en la voz, y con lágrimas en sus grandes ojos castaños, mientras bajaba la mirada, y volvía a mirar hacia arriba, junto a Mr. Ramsay, quien sintió que se despertaban sus sentimientos caballerescos, y quiso tomarle el pelo.
¿Cómo podía ser tan boba?, le preguntó, cómo se le había ocurrido eso de ir a saltar por las piedras con las joyas puestas.
A ella en cierta forma la aterrorizaba: le daba miedo su inteligencia; la primera noche de su llegada, se había sentado junto a él, estuvieron hablando de George Eliot, se quedó asustada, porque el tercer volumen de Middlemarch se le había quedado en el tren, y nunca supo cómo acababa la novela; pero después se llevaron muy bien, a ella hasta le gustaba parecer más ignorante de lo que era, porque a él le gustaba llamarla boba. Esta noche, aunque se reía de ella sin rodeos, no le daba miedo. Además, en cuanto entró en la habitación, supo que había ocurrido un milagro; llevaba un halo dorado; a veces lo llevaba; otras, no. No sabía por qué aparecía, o por qué no, o si lo llevaba antes de entrar en la habitación, lo que sí sabía es que se daba cuenta por la forma en que la miraban los hombres. Sí, esta noche lo llevaba, y muy visible; lo sabía por la forma en que Mr. Ramsay le había dicho que no fuera boba. Se sentó a su lado, sonriendo.
Debe de haber sucedido, pensaba Mrs. Ramsay: se han comprometido. Durante un momento sintió lo que creía que nunca volvería a sentir: celos. Porque él, su marido, también los sentía: el esplendor de Minta; a él le gustaban estas chicas, estas muchachas de un rojizo dorado, que eran algo volubles, acaso algo arbitrarias e indomables, que no «se arrancaban el cabello a fuerza de cepillarlo», que no eran, como decía de la pobre Lily Briscoe, unas «cuitadas». Había un rasgo que ni ella poseía, un brillo, una riqueza, que le atraía, que le divertía, que le hacía tener predilección por muchachas como Minta. Y estaban autorizadas a cortarle el pelo, a trenzarle las cadenas del reloj, o incluso a interrumpirle cuando trabajaba, gritándole (las oía gritar): «¡Venga Mr. Ramsay, vamos a ganarles!», y él dejaba el trabajo, y se ponía a jugar al tenis.
Pero, en el fondo, no era celosa; sólo de vez en cuando, cuando en el espejo aparecía un mirada de resentimiento por haber envejecido, quizá, por su propia culpa. (La factura del invernadero, y todo lo demás.) Les estaba agradecida porque se reían de él («¿Cuántas pipas ha fumado hoy, Mr. Ramsay?», etc.), y hasta parecía más joven; era un hombre muy atractivo para las mujeres, no era un hombre triste, no estaba hundido bajo el peso de su obra, o de los sufrimientos del mundo, ni por su fama o sus fracasos, sino que volvía a ser como lo había conocido: serio, pero galante; que la ayudaba a desembarcar, lo recordaba; con reacciones deliciosas, como ésta (lo miró, y tenía un aspecto asombrosamente joven, mientras le tomaba el pelo a Minta). Porque a ella -«aquí», dijo, y ayudó a la muchacha suiza a colocar con cuidado ante ella la gran cazuela oscura en la que estaba el Bœuf en Daube-, a ella los que le gustaban eran los tontorrones. Paul tenía que sentarse junto a ella. Le había guardado el sitio. A decir verdad, pensaba que lo que más le gustaba de ella eran estos tontorrones. Los que no venían a importunarla a una con lo de sus tesis. ¡Cuánto se perdían, después de todo, estos jóvenes tan inteligentes! Cuán inevitable era que se secaran. Mientras se sentaba, pensaba en que había algo encantador en Paul Rayley. Tenía unos modales encantadores, según ella, tenía una nariz perfecta, y los ojos azules. Era tan considerado. ¿ Le contaría, ahora que los demás habían reanudado la conversación, lo que había sucedido?
– Regresamos, para buscar el broche de Minta -le dijo, tras sentarse junto a ella. «Regresamos»: con eso bastaba. Se dio cuenta, por el esfuerzo, por la elevación del tono de voz para atreverse con una expresión de difícil pronunciación, de que era la primera vez que hablaba de «nosotros». «Hicimos, fuimos.» Seguirían diciéndolo el resto de sus vidas, pensaba. Al destapar Marthe, con un movimiento delicado, la gran cazuela oscura, se desprendió un exquisito olor a aceite, a aceitunas y a jugo. La cocinera se había pasado tres días preparando el plato. Tenía que llevar el mayor cuidado, pensaba Mrs. Ramsay, tenía que investigar entre la blanda masa, para hallar una pieza especialmente tierna para William Bankes. Miraba hacia el interior, hacia las relucientes paredes de la cazuela, hacia la mezcla de jugosas carnes de color castaño y amarillas, con hojas de laurel y vino, y pensaba: Esto servirá para conmemorar este momento; la invadió una rara sensación, extraña y tierna simultáneamente, de estar celebrando una fiesta, como si se hubieran convocado en ella dos emociones diferentes; una profunda: porque, qué hay más importante que el amor del hombre hacia la mujer, qué es más imperioso, más impresionante, pues lleva en su seno las semillas de la muerte; pero, por otra parte, a la vez, estos amantes, estas gentes que inauguraban la ilusión con ojos brillantes, debían ser recibidos con danzas de burla, y debían adornarse con guirnaldas.
– Es un triunfo -dijo Mr. Bankes, dejando, durante unos momentos, el cuchillo sobre la mesa. Había comido con cuidado. Estaba rico, estaba tierno. Se había cocinado de forma perfecta. ¿Cómo se las arreglaba para hacer cosas como ésta en un lugar tan apartado?, le preguntó. Era una mujer maravillosa. Todo el amor que él le tenía, la veneración, habían regresado; ella era consciente de ello.
– Es una receta francesa de mi abuela -dijo Mrs. Ramsay, y resonaba en su voz una satisfacción inmensa. Claro que era francesa. Lo que en Inglaterra se toma por alta cocina es abominable (se mostraron de acuerdo). Consiste en poner repollos a remojo. Consiste en asar la carne hasta que se queda como cuero. Consiste en quitar la deliciosa piel a las verduras. «En la que -dijo Mr. Bankes- se contiene toda la virtud de las verduras.» Y es un despilfarro, dijo Mrs. Ramsay. De lo que desperdiciaban las cocineras inglesas, podía vivir toda una familia francesa. Con el acicate del afecto renacido de William, y pensado en que todo estaba bien de nuevo, y en que ya no tenía que estar inquieta, y en que podía disfrutar del triunfo y de las bromas, se reía, hacía gestos, hasta que Lily pensó: Qué infantil, qué absurda era, ahí sentada, con toda su belleza desplegada de nuevo, hablando de las pieles de las verduras. Había algo que asustaba en ella. Era irresistible. Al final siempre conseguía lo que quería, pensaba Lily. Lo había conseguido: Paul y Minta, estaba claro, ya estaban comprometidos. Mr. Bankes había venido a la cena. Hacía alguna magia con todos ellos, sencillamente deseando las cosas de forma inmediata, y Lily comparaba esa abundancia con su propia pobreza de espíritu, y suponía que era en parte la creencia (porque tenía la cara como iluminada; y, aunque no parecía más joven, estaba radiante) en esta cosa extraña, aterradora, lo que convertía a Paul Rayley, el centro de ella, en un temblor, pero abstracto, absorto, mudo. Mrs. Ramsay, al hablar de las pieles de las verduras, exaltaba eso, lo adoraba; imponía las manos sobre ello para calentárselas, para protegerlo; sin embargo, aunque había conseguido que todo esto sucediera así, en cierta forma se reía, guiaba a sus víctimas, pensaba Lily, hasta el altar. Ahora la alcanzó a ella también la emoción, la vibración de amor. ¡Qué insignificante se sentía junto a Paul Rayley! Él estaba radiante, luminoso; ella, distante, crítica; él, destinado a la aventura; ella, anclada a la orilla; ella, solitaria, abandonada; estaba dispuesta a suplicar que le dejaran participar… si fuera en una catástrofe, incluso en esa catástrofe; y dijo con timidez:
– ¿Cuándo ha perdido Minta el broche?
Sonrió con su más exquisita sonrisa, velada por los recuerdos, teñida de sueños. Movió la cabeza.
– En la playa -dijo-. Iré a buscarlo -añadió-, me levantaré pronto.
Como esto era secreto para Minta, bajó la voz, y dirigió la mirada hacia ella, estaba riéndose, junto a Mr. Ramsay.
Lily quería mostrar con energía y rabia su deseo de serle útil, previendo que en la madrugada sería ella quien encontrara el broche en la playa, apenas oculto por una piedra, para poder ser una entre los marinos y aventureros. Pero, ¿qué le contestó a su ofrecimiento? Con una emoción que en realidad pocas veces se consentía, dijo:
– Déjeme ir con usted -y él se rió. Quiso decir sí o no, o ambos. Pero no era el significado, era la clase de risa con la que había respondido, como si hubiera dicho: Tírese por el acantilado, si lo desea, me da igual. Floreció en la mejilla de ella todo el calor del amor, su horror, su crueldad, su egoísmo. La quemaba, y Lily, dirigiendo la mirada hacia Minta, al otro extremo de la mesa, dirigiéndose con cortés amabilidad a Mr. Ramsay, sintió una contracción al pensar en ella expuesta a esos colmillos, y se sintió agradecida. Porque, en todo caso, se dijo, al ver el salero sobre el dibujo, ella no necesitaba casarse, gracias sean dadas a los cielos: no necesitaba tener que someterse a esa degradación. Se había evitado esa disminución. Llevaría el árbol todavía un poco más hacia el centro.
Tal era la complejidad de las cosas. Porque lo que le había sucedido, en su estancia con los Ramsay, era que ahora sentía a la vez dos cosas completamente opuestas; una cosa es lo que otro siente, eso es una; otra cosa es lo que una siente; y ambas se peleaban en su mente, como sucedía ahora. Es tan hermoso, tan emocionante, este amor, que tiemblo ante su culminación, y, en contra de mis hábitos, me ofrezco para ir a buscar un broche en la playa; y a la vez es la más estúpida, la más bárbara de las pasiones humanas, y convierte a un joven muy agradable, que tiene un perfil como una piedra preciosa (era exquisito el perfil de Paul) en un matón con una barra de hierro (era fanfarrón, insolente) en medio de Mile End Road. Sí, se dijo, desde los albores del tiempo se han cantado odas al amor; se han amontonado guirnaldas y rosas; si se les preguntara, nueve de cada diez personas dirían que es lo único que quieren; mientras que las mujeres, a juzgar por su experiencia, no dejarían de pensar, en todo momento: No es esto lo que queremos; no hay nada más tedioso, pueril, aburrido e inhumano que el amor; aunque también nada es tan hermoso y necesario. Y bien, ¿y bien?, preguntaba, esperando, en cierta forma, que los demás siguieran discutiendo, como si en una discusión como ésta una se limitara a arrojar su dardo que inevitablemente se quedaba corto, y dejara que los demás siguieran adelante. De forma que siguió escuchando lo que decían por si arrojaban alguna luz sobre el asunto del amor.
– Además está lo de ese líquido -decía Mr. Bankes- al que los ingleses llaman café.
– ¡Ah, claro, el café! -dijo Mrs. Ramsay. En realidad, se trataba (estaba muy animada, se dijo Lily, hablaba con vehemencia) de que hubiera buena mantequilla y de que hubiera leche en buenas condiciones. Hablaba con entusiasmo y elocuencia; describía los inconvenientes de las lecherías inglesas, y en qué estado se dejaba la leche junto a las puertas; estaba a punto de documentar estas acusaciones, porque había investigado ese asunto, cuando toda la mesa, comenzando por Andrew, en el centro, como fuego que saltara de una mata de árgoma a otra, rompió a reír: todos sus hijos se reían, su marido se reía; se reían de ella, era como si la rodeara el fuego; se vio obligada a arriar banderas, a rendir la artillería; su única respuesta consistió en explicar a Mr. Bankes que toda estas chanzas y bromas eran el precio que tenía que pagar por censurar los prejuicios de los ingleses ante ellos mismos.
Sin dudarlo, sin embargo, porque tenía presente que Lily la había ayudado con Mr. Tansley, y no participaba de las burlas, la segregó de los demás; «Lily, al menos, está de acuerdo conmigo»; Lily, un tanto agitada, levemente sobresaltada, fue atraída a su campo. (Pensaba en el amor.) Ni Lily ni Charles Tansley participaban de las burlas, creía Mrs. Ramsay. Ambos padecían por el resplandor de la otra pareja. Evidentemente, él se sentía relegado: en cuanto Paul Rayley estuviera en la misma habitación que él, ni una mujer le dirigiría una mirada. ¡Pobre hombre! Sin embargo siempre tendría su tesis, lo de la influencia de alguien sobre algo: sabía cuidarse solo. Lo de Lily era diferente. Ante el esplendor de Minta, se desvaía; pasaba aún más inadvertida, con el vestidito gris, la carita arrugada, los ojillos orientales. Era tan diminuto todo en ella. Sin embargo, pensaba Mrs. Ramsay, comparándola con Minta, mientras le pedía ayuda (porque Lily podría confirmar que no hablaba ella más sobre las lecherías que su marido acerca de los zapatos: podía pasarse una hora hablando de zapatos), a los cuarenta, Lily sería la mejor de las dos. Lily tenía cabeza, pasión; había algo singular en ella que a Mrs. Ramsay le gustaba mucho, pero se trataba de algo que, se temía, los hombres no advertían. No, claro que no, a menos que fuera un hombre mucho mayor, como William Bankes. Porque a él sí le importaba, es decir, a veces Mrs. Ramsay pensaba que a él sí le importaba ella, quizá desde la muerte de su esposa. No estaba «enamorado», por supuesto; se trataba de una de esas emociones inclasificables de las que hay tantas por ahí. Tonterías, tonterías, pensaba: William tenía que casarse con Lily. Tienen mucho en común. A Lily le encantan las flores. Ambos son fríos, guardan las distancias, saben valerse por sí solos. Tenía que arreglárselas para que dieran un largo paseo juntos.
Impensadamente los había colocado a uno enfrente del otro. Eso podría arreglarse mañana. Si hiciera bueno, podrían hacer una excursión. Todo parecía posible. Todo parecía bien. Ahora (pero esto no puede durar, pensaba, disociándose del momento mientras todos hablaban de zapatos), justo ahora había recobrado la calma; planeaba como un halcón en el aire; ondeaba como una bandera en el aire de la alegría que inundaba todos los nervios de su cuerpo plena y dulcemente, sin ruido, con solemnidad; porque nacía esta alegría, pensó, al ver cómo comían, de su marido, de sus hijos, de sus amigos; todo ello brotaba en esta profunda quietud (estaba sirviendo a William Bankes un bocado más, y escrutaba en las profundidades de la cazuela de barro), y se quedaba, sin una razón concreta, como humo, como unos vapores que ascendieran, que los mantuvieran unidos a todos. No hacía falta decir nada, no podía decirse nada. Había algo que los incluía a todos. Participaba, pensaba ella, mientras le servía a Mr. Bankes, con todo cuidado, una pieza particularmente tierna, de la eternidad; como ya lo había sentido respecto de algo diferente aquella misma tarde; hay coherencia en las cosas, estabilidad; algo, quería decir, que es inmune al cambio, algo que deslumbra (echó una mirada fugaz a la ventana con sus ondas de luces reflejadas) en la superficie de lo cambiante, lo fugitivo, lo espectral, como un rubí; de forma que volvió a tener esta noche la sensación que ya había tenido ese mismo día, de paz, de descanso. De momentos semejantes, pensó, se hace la eternidad. Éste era un momento de los que permanecían.
– Sí, por supuesto -le aseguró a William Bankes-, hay de sobra para todos.
– Andrew -dijo-, baja el plato, o se me va a derramar todo.
– El Boeuf en Daube ha sido un triunfo completo. Aquí, sintió, dejando el cucharón, estaba ese espacio en calma que hay en el corazón de las cosas, donde una podía seguir mo-viéndose o descansar; podía esperar (estaban servidos) escuchando; podía, como un halcón que cae de su altura de repente, exhibirse, hundirse en las risas con facilidad, dejar reposar todo su peso sobre lo que en el otro extremo de la mesa decía su marido acerca de una cifra: la raíz cuadrada de mil doscientos cincuenta y tres, que casualmente era el número de su billete del tren.
¿Qué sentido tenía todo esto? No tenía ni la más remota idea. ¿Raíz cuadrada? ¿Qué será eso? Lo sabrán sus hijos. Respecto de raíces cuadradas o cúbicas, dependía de ellos; de eso hablaban; y también de Voltaire, de Madame de Staël, de la personalidad de Napoleón, de los títulos de propiedad de las tierras en Francia, de lord Roseberry, de las memorias de Creevey. Dejaba que la sostuviera, la apoyara este edificio de la inteligencia masculina, que iba de arriba abajo, que cruzaba de acá para allá, como bastidores de hierro que dieran forma a la vacilante tela, que sujetaran el mundo, de forma que podía confiar plenamente en ello, incluso con los ojos cerrados, o parpadeando aprisa, como parpadea un niño al contemplar desde la cama las miríadas de hojas que forman el árbol. Entonces se despertó. Todavía estaba la tela en el telar. William Bakes elogiaba la serie de novelas de Waverley.
Leía una de la serie cada seis meses, dijo su marido. Pero ¿por qué tendría que enfadarse por eso Charles Tansley? No tardó nada (y todo, pensaba Mrs. Ramsay, porque Prue no le hace ni caso) en censurar agriamente las novelas de Waverley, de las que no sabía nada, nada en absoluto, pensaba Mrs. Ramsay, observándolo, más que atendiendo a lo que decía. Se daba cuenta por los modales: quería afirmarse, sería así hasta que consiguiera la cátedra o se casara, y ya no necesitara decir continuamente «yo, yo, yo.» Porque a eso se reducía su crítica literaria de sir Walter Scott, o quizá se tratara de Jane Austen. «Yo, yo, yo.» Pensaba en él mismo, en la impresión que causaba; lo sabía por el sonido de la voz, por la vehemencia y el nerviosismo. Le vendría bien el éxito. Seguían. No tenía necesidad de seguir escuchando. Sabía que no podía durar, pero en ese momento sus ojos habían adquirido tal clarividencia que podía recorrer la mesa desvelando de cada uno de ellos sus pensamientos y sentimientos, sin dificultad, al igual que esa luz que se introduce en el agua de forma que las ondas y los juncos y los pececillos que parecen buscar su equilibrio, y la repentina trucha silenciosa, todos ellos se iluminan de repente, y aparecen suspendidos, temblorosos. Así los veía, así los escuchaba; dijeran lo que dijeran, siempre tenían esta característica, como si las palabras que decían fueran como el movimiento de la trucha, cuando a la vez se ve la onda y los guijarros, algo a la derecha, algo a la izquierda, y sólo se percibe el conjunto; mientras que en la vida de siempre tenía ella que echar la red, separar una cosa de otra; tendría que haber dicho que le gustaban las novelas de la serie de Waverley, o que no las había leído, tendría que avanzar a toda costa, pero no dijo nada, permaneció como suspendida.
«Sí, pero ¿alguien cree que durará?», dijeron. Era como si proyectara unas temblorosas antenas, que, al interceptar ciertas frases, le obligara a prestarles atención. Ésta era una de ellas. Olfateaba peligro para su marido. Una pregunta como ésta, casi inevitablemente, acabaría recibiendo una respuesta que terminaría por recordarle su propio fracaso. Cuánto tiempo se le seguiría leyendo: lo pensaría al momento. William Bankes (que carecía por completo de esta vanidad) se rió, y dijo que él no atribuía ninguna importancia a los cambios de moda. ¿Quién podría decir qué es lo que iba a durar, ni en literatura ni en ninguna otra cosa?
– Disfrutemos de lo que disfrutamos -dijo. Su integridad le parecía a Mrs. Ramsay admirable. Nunca parecía pensar: Pero, esto ¿cómo me afecta? Sin embargo, cuando estaba del otro humor, del que necesitaba alabanzas, premios, era natural que comenzara (bien sabía que Mr. Ramsay estaba comenzando) a sentirse incómodo; a querer que alguien dijera: Ah, no, su obra sí que durará, Mr. Ramsay, o algo parecido. Ahora mostraba su malestar de forma patente, al decir, con cierta irritación, que, en todo caso, Scott (o era Shakespeare?) a él le duraría toda la vida. Lo dijo enfadado. Todos, pensaba ella, se sentían algo incómodos ahora, sin saber por qué. Entonces, Minta Doyle, que tenía un instinto muy fino, dijo un disparate, algo absurdo, que ella pensaba que en el fondo a nadie le gustaba leer a Shakespeare. Mr. Ramsay dijo de forma bastante sombría (aunque ya se había distraído de nuevo) que a pocos les gustaba tanto como decían. Pero, añadió, no obstante, algunas de las obras no carecen de verdadero mérito; Mrs. Ramsay se dio cuenta de que de momento las cosas estaban bien; se reía de Minta, y ella, Mrs. Ramsay vio, al advertir lo preocupado que estaba consigo mismo, a su manera, vio que se ocupaban de él, que lo alababan, de la forma que fuera. Pero deseaba que no fuera necesario, y quizá fuese culpa de ella el que fuera necesario. En todo caso, podía escuchar con toda libertad lo que Paul Rayley decía sobre los libros que se leían en la infancia. Duraban, decía. En la escuela había leído algo de Tolstói. Había uno que no se le había olvidado, aunque no recordaba el nombre. Los nombres rusos son imposibles, dijo Mrs. Ramsay. «Vronski», dijo Paul. Lo recordaba porque siempre había pensado que era un buen nombre para un malvado. «Vronski», dijo Mrs. Ramsay. «Ah, Anna Karénina», pero no siguieron mucho tiempo en esta dirección: los libros no eran lo suyo. No, Charles Tansley, en lo que se refería a libros, los pondría al día en un segundo, pero todo lo mezclaba con cosas como ‹Es correcto lo que estoy diciendo?, ¿Estoy causando buena impresión?, y, después de todo, terminaba una sabiendo más acerca de él que de Tolstói; mientras que cuando Paul hablaba, hablaba sencillamente de las cosas, no de sí mismo. Como todos los estúpidos, tenía además su propia humildad y respeto hacia los sentimientos del interlocutor, lo cual, de vez en cuando, a ella le parecía atractivo. Ahora no estaba pensando en sí mismo ni en Tolstói, sino en si ella tenía frío, si le daba la corriente, si querría una pera.
No, dijo, no quería una pera. A decir verdad había estado de guardia ante el frutero (sin darse cuenta), celosa, con la esperanza de que nadie lo tocara. Había dejado descansar la mirada entre las curvas y sombras de la fruta, entre los ricos púrpuras de las uvas escocesas, por el dentado borde una cáscara, juntando un amarillo con un púrpura, una curva con un círculo, sin saber por qué lo hacía, o por qué, cada vez que lo hacía, se sentía cada vez más serena; hasta que, ay, qué pena que tuviera que pasar, se acercó una mano, cogió una pera, destruyó el efecto. Miraba a Rose con cariño. Miraba a Rose, sentada entre Jasper y Prue. ¡Qué raro que tu propia hija hubiera hecho eso!
Qué extraño verlos sentados ahí, en fila, sus hijos, Jasper, Rose, Prue, Andrew, apenas hablaban, pero disfrutaban de algún chiste de los suyos, suponía, por cómo se les movían los labios. Era algo completamente diferente de todo lo demás, algo que atesoraban para reírse de ello cuando estuvieran en las habitaciones. No era de su padre, confiaba. No, creía que no. Se preguntaba qué sería, con tristeza, porque pensaba en que se reirían de lo que fuera cuando ella no estuviera delante. Era algo que atesoraban tras esas caras inmóviles, fijas, como máscaras, porque los niños no participaban con facilidad en la conversación; en realidad, eran vigías, inspectores, un poco por encima o aparte de los adultos. Pero al mirar a Prue esta noche, vio que esto no era del todo cierto en lo que se refería a ella. Estaba comenzando, moviéndose, empezaba a descender. Iluminaba su cara una luz muy delicada, como si el color encendido de Minta, sentada frente a ella, con su intensidad, su anticipación de la felicidad, se reflejara en ella, como si el sol del amor entre hombres y mujeres naciera tras el borde del mantel, y sin saber qué era se inclinara hacia él, lo saludara. Se quedaba mirando a Minta, con timidez, pero con curiosidad, de forma que Mrs. Ramsay miraba a una y otra, y decía, hablando mentalmente con Prue: Cualquier día de éstos serás tan feliz como ella. Más feliz, agregaba, porque eres mi hija; su propia hija tenía que ser más feliz que las hijas de otras personas. Pero la cena había terminado. Había que levantarse. Ya sólo jugaban con lo que había en los platos. Sólo esperaba a que terminaran de reírse de algún cuento que había contado su marido. Se reían con Minta respecto de algo sobre una apuesta. Se levantaría en cuanto acabara.
Le gustaba Charles Tansley, pensó de repente; le gustaba su risa. Le gustaba por estar tan enfadado con Paul y Minta. Le gustaba lo torpe que era. Era un joven interesante, a pesar de todo. También Lily, pensaba, dejando la servilleta junto al plato, siempre tiene algo de qué reírse para sus adentros. No tenía una que preocuparse por Lily. Esperaba. Doblaba la servilleta bajo el borde del plato. Bueno, ¿ya habían terminado? No. El cuento había desembocado en otro cuento. Su marido estaba muy animado esta noche, quería, se figuraba, reconciliarse con el bueno de Augustus, después de lo de la sopa, y lo había unido al grupo…, contaban cuentos de alguien a quien habían conocido en la universidad. Miró hacia la ventana, donde las velas brillaban con más luz ahora que los cristales eran de color negro, y mirando hacia ese exterior las voces le parecían que sonaban muy extrañas, como si fueran las voces de una misa en una catedral, porque no atendía al sentido de las palabras. Las risas repentinas, y luego una sola voz (la de Minta) que hablaba, le recordaba los hombres y niños que cantaban palabras en latín de la misa en una catedral católica. Esperaba. Su marido seguía hablando. Repetía algo, y supo que era poesía por el ritmo, y por el torio exaltado y melancólico de la voz.
Ven, sube por el sendero del jardín Luriana Lurilee.
La rosa china ha florecido, y zumba la amarilla abeja.
Las palabras (miraba hacia la ventana) sonaban como si fueran flores que flotaran sobre el agua de afuera, separadas de todos ellos, como si nadie las hubiera pronunciado, como si hubieran ingresado en la vida ellas solas.
Que todas las vidas que vivamos, que todas las vidas que haya Llenas estén acaso de árboles y hojas caducas.
No sabía lo que querían decir, pero, como música, tal parecía que su propia voz dijera estas palabras, pero fuera de ella misma, explicando con facilidad y naturalidad lo que había habido en su mente durante toda la tarde, aunque hubiera hablado de cosas bien diferentes. Sabía, sin necesidad de mirar alrededor, que todos en la mesa escuchaban:
Me pregunto si te lo parece a ti,
Luriana, Lurilee.
Atendían con la misma clase de gusto y placer que ella, como si eso fuera, por fin, lo que hubiera que decir, como si, por fin, fuera ésta la voz de ellos.
Se interrumpió la voz. Miró alrededor. Se obligó a levantarse. Augustus Carmichael se había levantado, y, sosteniendo la servilleta, como si fuera una larga túnica blanca, comenzó a salmodiar:
A ver a los reyes montar a caballo
Por los prados, por praderas de margaritas,
con hojas de palmeras, con ramos de cedro,
Luriana, Lurilee.
Al pasar junto a él, se volvió hacia ella, repitió las últimas palabras:
Luriana, Lurilee.
Se inclinó ante ella, como si le hiciera una reverencia. Sin saber por qué, se dio cuenta de que le gustaba más de lo que le había gustado en toda su vida; y con una sensación de alivio y agradecimiento, le devolvió la reverencia, y cruzó la puerta que él mantenía abierta para que ella pasara.
Era imprescindible llevar las cosas unos pasos más allá.
Con el pie en el umbral, esperó un momento para disfrutar de una escena que se desvanecía mientras ocurría, y, a continuación, se adelantó y cogió a Minta del brazo, y se fue de la habitación, y la escena cambió, se dio a sí misma formas diferentes; ya se había convertido, lo sabía, echando una última mirada por encima del hombro, en pasado.