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A decir verdad, casi le derriba el caballete al acercarse gritando: «Pero seguimos cabalgando, valientes», aunque, misericordiosamente, hizo un quiebro, y se alejó galopando para morir de forma gloriosa, pensó ella, en los altos de Balaclava. No conocía ejemplo alguno de alguien a la vez tan ridículo y preocupante. Pero mientras sólo hiciera eso, gesticular, gritar, estaba tranquila; seguro que no se detendría a mirar el cuadro. Eso precisamente es lo único que Lily Briscoe no habría soportado. Incluso cuando consideraba el volumen, la línea, el color, a Mrs. Ramsay sentada en la ventana con James, mantenía una antena dirigida al entorno, no fuera a ser que se acercara alguien, y de repente hubiera alguien mirando el cuadro. Ahora, con los sentidos alerta, por decirlo de algún modo, mirando, esmerándose, hasta que conseguía que los colores de la pared y de la más lejana clemátide ardieran en sus ojos, advirtió que alguien había salido de la casa, y se acercaba a ella; pero supo, de alguna forma, por el modo de pisar, que era William Bankes, de manera que, aunque el pincel acusó un temblor, dejó el lienzo como estaba, no lo inclinó contra el césped, como habría hecho si hubiera sido Mr. Tansley, Paul Rayley, Minta Doyle, o prácticamente cualquier otro. William Bankes se detuvo ante ella.

Se alojaban en el pueblo, de forma que, yendo y viniendo, despidiéndose ante la puerta, hablando de sopas, de los niños, de esto y aquello, se habían convertido en aliados; así, cuando se detuvo junto a ella, con aquel aire de juez (tenía edad como para poder ser su padre, dedicado a la botánica, viudo, olía a jabón, muy exacto y limpio), ella sencillamente no hizo nada. Lo único que hacía era quedarse junto a ella. Buenos zapatos calza, observó él. No son de los que aprietan los dedos de los pies. Como se alojaban en la misma casa, él había observado también que era una mujer muy ordenada; se levantaba antes de que los demás desayunaran, y salía, creía él que sola, a pintar. Era pobre, suponía; carecía de los rasgos o el encanto de Miss Doyle, ciertamente, pero estaba llena de sensatez, lo que a los ojos de él la hacía muy superior a aquella joven dama. Por ejemplo, ahora, cuando Mrs. Ramsay caía sobre ellos, gritando, gesticulando, Miss Briscoe, al menos eso creía él, era capaz de comprender.


Some one had blundered


Mr. Ramsey los miraba enfadado. Era una mirada colérica, pero no los veía. Eso los hizo sentirse vagamente incómodos. Habían visto juntos algo que se supone que no deberían haber visto. Habían invadido la intimidad de alguien. Y eso obligó a Mr. Bankes a decir casi a continuación que estaba cogiendo frío, y le propuso que fueran a dar un paseo, pero Lily pensó que se trataba de una excusa para irse, para alejarse donde no se oyera a nadie. Sí, aceptó. Pero le costó separar la mirada del cuadro.

La clemátide era de color violeta intenso, la pared era sorprendentemente blanca. Creía que era poco honrado no reflejar fielmente el violeta intenso y el blanco sorprendente, puesto que así los veía; aunque la moda era, desde la visita de Mr. Paunceforte, ver todo con matices pálidos, elegantes, semitransparentes. Y además del color estaba lo de la forma. Veía ella todo con tanta claridad, con tanta seguridad, cuando dirigía la mirada a la escena; pero todo cambiaba cuando cogía el pincel. Era en ese momento fugaz que se interponía entre la visión y el lienzo cuando la asaltaban los demonios, que, a menudo, la dejaban a punto de echarse a llorar, y convertían ese trayecto entre concepción y trabajo en algo tan horrible como un pasillo oscuro para un niño. Le sucedía con frecuencia: luchaba en inferioridad de condiciones para mantener el valor; tenía que decirse: «Lo veo así, lo veo así», para atesorar algún resto de la visión en el corazón, una visión que un millar de fuerzas se esforzaba en arrancarle. Así, de aquella forma desabrida y destemplada, cuando comenzaba a pintar, se apoderaban de ella estas fuerzas, y se le venían otras cosas a la mente: su propia incompetencia, su insignificancia, lo de cuidar a su padre en su casa cerca de Brompton Road; y tenía que hacer un gran esfuerzo para dominarse y para no arrojarse a los pies de Mrs. Ramsay (gracias a Dios que hasta el momento había sabido resistirse a estos impulsos) y decirle, ¿qué se le podría decir?: «¿Estoy enamorada de usted?» No, no era verdad. ¿«Estoy enamorada de todo esto», señalando con la mano el seto, la casa, los niños? Era absurdo, era imposible. No podía decirse lo que una quería decir. Dejó los pinceles con mucho cuidado en la caja, bien ordenados, y dijo a William Bankes:

– De repente hace frío. Parece como si el sol calentara menos -dijo, mientras examinaba los alrededores (porque todavía lucía el sol): la hierba que era todavía de un color verde oscuro, mate; el follaje de la casa en el que lucían estrellas de las flores de la pasión de color púrpura; los grajos que dejaban caer indiferentes graznidos desde el alto azul. Pero algo se movía, algo destellaba, algo movía un ala de plata en el aire. Después de todo, estaban en septiembre, a mediados de septiembre, y eran más de las seis de la tarde. Echaron a caminar por el jardín en la dirección de costumbre, cruzaron el campo de tenis, dejaron atrás la hierba de la pampa, llegaron a la abertura en el espeso seto, flanqueada por dos liliáceas como barras al rojo vivo que brillaran intensamente entre las que las aguas azules de la bahía parecían más azules que nunca.

Iban al mismo lugar casi todas las tardes, como si los moviera alguna necesidad. Era como si el agua se llevara flotando los pensamientos que se hubieran estancado en la tierra seca, y les pusiera velas, y otorgara a los cuerpos alguna suerte de alivio físico. En primer lugar, el rítmico latido del color inundaba la bahía de azul, y el corazón se ensanchaba con ello, y el cuerpo se echaba a nadar; sólo que al instante siguiente se arrepentía, se detenía y se volvía rígido ante el erizado color negro de las rugosas olas. Luego, tras el peñasco negro, casi todas las tardes se levantaba un chorro irregular, y sólo había que quedarse esperando para sentir la alegría de su presencia: un surtidor de agua blanca; y además, durante la espera, se quedaba uno mirando la llegada de las olas sobre la pálida playa semicircular, una tras otra, que dejaban tras de sí una delicada película de madreperla.

Se sonreían, allí en pie. Compartían cierta hilaridad, provocada por el movimiento de las olas; después era el nítido curso de un velero lo que provocaba la hilaridad: describía su trayecto una curva en la bahía, se detenía, se estremecía, amaba las velas; después, como si obedecieran una intuición propia para completar el cuadro, tras ese movimiento elegante, miraban a las lejanas dunas, y, en lugar de alegría, descendía sobre ellos cierta tristeza… porque las cosas estaban ya en parte completas, y en parte porque los paisajes lejanos parecen sobrevivir a los observadores un millón de años (pensaba Lily), y parecían estar ya en comunión con un cielo que contemplase la tierra en perfecto reposo.

Mientras miraba hacia las lejanas dunas, William Bankes pensaba en Ramsay: pensó en una carretera en Westmorland, pensó en Ramsay dando zancadas solo, en algún camino, rodeado de esa soledad que parecía serle natural. Pero de repente hubo una interrupción, recordaba William Bankes (un hecho real), una gallina, que extendía las alas para proteger a los polluelos, ante lo cual Ramsay se paró, señaló con el bastón, y dijo: «Bonito…, bonito.» Una rara luz de su corazón, eso es lo que había pensado Bankes, algo que demostraba su sencillez, su comprensión hacia lo humilde; pero le parecía como si su amistad hubiese terminado allí, en aquel camino. Después, Ramsay se había casado. Y todavía más tarde, con unas cosas y otras, la amistad se había quedado sin sustancia. De quién había sido la culpa, no sabría decirlo; sólo que, tras cierto tiempo, la repetición había ocupado el lugar de la novedad. Se reunían para repetir. Pero en este mudo coloquio que sostuvo con las dunas mantuvo que, por su parte, su afecto hacia Ramsay de ninguna manera había disminuido; pero allí, como el cuerpo de un joven que hubiera reposado en la turba durante un siglo, con los labios de color rojo vivo, estaba su amistad, con su intensidad y su realidad preservadas más allá de la bahía, entre las dunas.

Le preocupaba esta amistad, y quizá estaba preocupado también porque quería descargar su conciencia de esa imputación que se le había hecho de que era un ser apagado y consumido -porque Ramsay vivía entre un perpetuo bullicio de chiquillos, mientras que Bankes no sólo no tenía hijos, sino que además era viudo-, y quería que Lily Briscoe no desdeñase a Ramsay (a su manera, un gran hombre), y que comprendiese cómo estaban las cosas entre ellos dos. Su amistad había comenzado hacía muchos años, pero se había esfumado en un camino de Westmorland, cuando la gallina extendió las alas sobre los polluelos; después Ramsay se había casado, y sus caminos se habían apartado; había habido, ciertamente, sin culpa de ninguno de los dos, una tendencia a la repetición en sus encuentros.

Sí. Así había sido. Terminó. Volvió la espalda al paisaje. Al volverse, para regresar por el mismo camino, cuesta arriba, Mr. Bankes advirtió cosas que no le habrían llamado la atención si las dunas no le hubieran mostrado el cuerpo de su amistad, con los labios rojos, preservado entre la turba…, por ejemplo: Cam, la más joven, hija de Ramsay. Cogía flores de mastuerzo marítimo junto a la orilla. Era libre y valiente. Y no quería darle «una flor al señor», aunque se lo había pedido la niñera. ¡No, no y no!, ¡no quería! Cerraba el puño. Daba patadas en el suelo. Mr. Bankes se sintió viejo y triste, acaso eso le había hecho sentirse equivocado respecto a su amistad. Seguro que era un individuo apagado y consumido.

Los Ramsay no eran ricos, y no era poca maravilla que pudieran arreglárselas. ¡Ocho hijos! ¡Alimentar a ocho hijos con los recursos de la filosofía! Aquí había otro, éste era Jasper, pasaba por allí, iba a disparar a los pájaros, dijo, indiferente; le dio la mano a Lily, se la estrechó como si fuera una manivela; esto movió a Mr. Bankes a decir, con amargura, que era ella la preferida. Y había que considerar lo de la educación (cierto: Mrs. Ramsay quizá tuviera algo que decir), por no hablar de cuántos zapatos y calcetines exigían estos «muchachotes»; todos eran de buena estatura, desgarbados, despreocupados. En cuanto a lo de saber quién era cada uno, y quién era mayor o más joven que los demás, eso sí que no sabría decirlo. En privado los llamaba como a los reyes y reinas de Inglaterra: Cam, La Malvada, James, El Despiadado; Andrew, El Justiciero; Prue, La Bella -porque Prue era hermosa, pensó, no podía evitarlo-; Andrew tenía talento. Mientras caminaba por el camino, y Lily Briscoe decía sí y no, y se mostraba de acuerdo con los comentarios (porque ella estaba enamorada de todos, estaba enamorada de este mundo), y él juzgaba el asunto de Ramsay, se apiadaba de él, lo envidiaba, como si lo hubiera visto desprenderse de todas aquellas glorias de aislamiento y austeridad que lo habían coronado en la juventud, y se hubiera cargado irrevocablemente de nerviosos cuidados y de cloqueantes costumbres hogareñas. Algo le daban, William Bankes lo reconocía; habría sido agradable que Cam le hubiera puesto una flor en el abrigo, o que se le hubiera acercado a mirar por encima del hombro una estampa de la erupción del Vesuvio, como hacía con su padre; pero también, los amigos de toda la vida no podían evitar pensarlo, lo habían destruido un poco. ¿Qué es lo que pensaría ahora un desconocido? ¿Qué pensaba esta Lily Briscoe? ¿Quién no se daba cuenta de que empezaba a tener manías, excentricidades, rarezas?, ¿quizá, incluso, flaquezas? Era sorprendente que un hombre de su inteligencia se rebajase de esa forma -quizá ésta era una forma muy grosera de decirlo-, que dependiera tanto de las alabanzas de los demás. -¡Ah -dijo Lily-, pero piense en su obra!

Siempre que ella pensaba en su «obra» la veía ante sí, con toda claridad, representada por una enorme mesa de cocina.

Andrew tenía la culpa. Una vez le había preguntado ella que de qué trataban los libros de su padre. «El sujeto, el objeto y la naturaleza de la realidad», había respondido Andrew. Y ella exclamó ¡Caramba!, pero no tenía m la menor noción de lo que eso quería decir. «Piense en una mesa de cocina -le había dicho-, cuando usted no está presente.»

De forma que, cuando pensaba en la obra de Mr. Ramsay, lo que veía era una mesa de cocina muy refregada. La veía ahora sobre una horquilla del peral, porque acababan de llegar donde los árboles frutales. Con un intenso dolor de concentración, pensó no en la rugosa corteza argentina del árbol, ni en las hojas en forma de pez, sino en una mesa de cocina fantasmal, un tablero de esos relucientemente limpios y refregados, ásperos y con nudos, cuya virtud parecían haber hecho pública los muchos años de vigor invertidos en su limpieza, que estaba allí en medio, con las cuatro patas al aire. Era natural que si alguien se pasaba toda la vida viendo las cosas en su esencia más geométrica, esto de reducir los adorables crepúsculos, las nubes con forma de flamencos y el azul y la plata, a una mesa de blanco pino con sus cuatro patas (esto es lo que convertía en algo aparte a las más refinadas mentes), era lo más natural que no se le pudiera juzgar como a los demás.

A Mr. Bankes le gustaba la orden que le había dado: «Piense en su obra.» Vaya si había pensado en ella. Eran incontables las veces que se había dicho: «Ramsay es de los que escriben lo más importante antes de los cuarenta.» Su aportación más importante a la filosofía consistía en un librito que había escrito a los veinticinco años; lo que había hecho después había sido más o menos amplificación, repetición. Pero el número de hombres que escriben algo relevante sobre cualquier materia es muy reducido, dijo él, deteniéndose junto al peral, bien peinado, minuciosamente exacto, exquisitamente ponderado. De repente, como si el movimiento de su mano lo hubiera liberado, la carga de impresiones que en ella se habían acumulado acerca de él se deslizó, y se derramó en un verdadero alud en el que afloró todo lo que ella pensaba. Ésa era una sensación. A continuación se elevó entre vapores la esencia del ser de él. Otra sensación. Se quedó inmóvil a causa de la intensidad de la emoción; era su severidad, su bondad. Respeto cada uno de sus átomos (dialogaba con él en silencio): usted no es vano, usted es completamente impersonal, usted es más refinado que Mr. Ramsay, usted es el ser humano más refinado que conozco; usted no tiene esposa ni hijos (aunque sin interés sexual, deseaba ella llevar alegría a esa soledad); usted vive para la ciencia (involuntariamente, aparecieron ante los ojos de ella montones de trozos de patatas); el elogio sería un insulto para usted; ¡hombre generoso, de corazón puro, heroico! Pero al momento recordó que se había traído un ayuda de cámara hasta este remoto lugar; no le gustaba que los perros se subieran a los sillones; durante horas, sabía dar la lata (hasta que Mr. Ramsay daba un portazo) con discursos sobre la sal que debían llevar las verduras, o sobre lo malas que eran las cocineras inglesas.

¿Qué pensar?, ¿cómo juzgar a las personas?, ¿qué pensar de ellas?, ¿cómo se sumaba esto y aquello para llegar al resultado de si una persona te gustaba o no? Y en cuanto a esas palabras, después de todo, ¿qué sentido podía atribuírseles? En pie, inmóvil, junto al peral, se derramaban sobre ella las impresiones de esos dos hombres; y seguir sus propios pensamientos era como seguir una voz que hablara tan aprisa que el lapicero no pudiera seguir la palabra; pero la voz era la de ella, y decía, sin que nadie se lo apuntara, cosas evidentes, contradictorias y eternas; de forma que las grietas y rugosidades del árbol quedaban irrevocablemente definidas para toda la eternidad. Usted posee grandeza, pero Mr. Ramsay no. Él es ruin, egoísta, vano, egotista; lo han mimado; es un tirano; va a matar a Mrs. Ramsay; pero posee (se dirigía ahora a Mr. Bankes) lo que usted no tiene: una impertinente falta de tacto social, no se entretiene con bagatelas, ama a los perros y a sus hijos. Tiene ocho. Usted no tiene ninguno. ¿Pues no bajó el otro día con dos chaquetas para que Mrs. Ramsay le cortara el pelo con forma de tazón? Todo esto bailaba de un lado a otro, como una nube de mosquitos, todos separados, pero todos admirablemente controlados por una invisible red elástica: bailaban de un lado a otro en la mente de Lily, en tomo a las ramas del peral, donde todavía colgaba la representación de la refregada mesa de pino, el símbolo de su intenso respeto por la mente de Mr. Ramsay; esto duró hasta el punto en que el pensamiento, que se revolvía cada vez más y más aprisa, estalló a causa de su propia intensidad; se oyó un disparo, y apareció, huyendo de los perdigones, una tumultuosa banda de asustados y efusivos estorninos.

«¡Jasper!», exclamó Mr. Bankes. Se volvieron hacia donde volaban los estorninos, sobre la terraza. Siguiendo a los rápidos estominos, que se dispersaban en el cielo, se introdujeron por la abertura del seto, y se dieron de bruces con Mr. Ramsay, quien con trágica resonancia exclamó: «¡Alguien había cometido un error!»

Aquellos ojos, velados por la emoción, con desafiante intensidad trágica, buscaron los suyos durante un segundo, y temblaron al borde del reconocimiento, pero entonces comenzó a llevarse la mano hacia la cara como para desviar, para rechazar, en la agonía de una mezquina vergüenza, la mirada de ellos, como si les suplicara que evitaran por un momento lo que él sabía que era inevitable, como si quisiera forzarlos a aceptar ese resentimiento infantil que le causaban las interrupciones, que incluso en el momento del descubrimiento no iba a ceder, sino que iba agarrarse a algo que era propio de esta deliciosa emoción, esta impura rapsodia que le avergonzaba, y entonces dio media vuelta ante ellos, como si diera un portazo para refugiarse en su intimidad; y Lily Briscoe y Mr. Bankes miraron algo inquietos hacia el cielo, y advirtieron que la bandada de pájaros que Jasper había alborotado con la carabina ya se había posado en las copas de los olmos.

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