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(Claro que sí, Nancy había ido con ellos, porque Minta Doyle se lo había pedido con una mirada muda, con la mano extendida, cuando Nancy ya se iba, tras el almuerzo, al ático, para escaparse del horror de la vida familiar. Había pensado que tenía que ir. No quería ir. No quería que la arrastraran. Porque cuando caminaban por el sendero de los acantilados Minta le cogía la mano. La soltaba. Volvía a cogérsela. ¿Qué quería? Se preguntaba Nancy. Por supuesto, había algo que la gente quería; porque cuando Minta le cogía de la mano, Nancy, a contrapelo, veía cómo el mundo se extendía bajo ella, como si fuera Constantinopla a través de la niebla, y después, por muy soñolienta que estuviera una, tenía que preguntar: «¿Santa Soga?» «¿El Cuerno de Oro?» De forma que Nancy, cuando Minta le cogía de la mano, se preguntaba: «¿Qué quiere?, ¿es esto?», y ¿qué es esto? De vez en cuando brotaban de la niebla -mientras Nancy miraba cómo la vida se extendía bajo ella- minaretes, cúpulas; cosas prominentes, sin nombres. Pero cuando Minta soltaba la mano, como hizo cuando bajaron la cuesta corriendo, todo aquello, la cúpula, el minarete, todo lo que sobresalía por encima de la niebla, volvía a hundirse, desaparecía.

Minta, observó Andrew, era una buena caminante. Llevaba ropas más sensatas que la mayoría de las mujeres. Llevaba faldas muy cortas, y pantalones cortos negros. Se metía sin pensarlo en cualquier arroyo, y lo vadeaba. A él le gustaba lo temeraria que era, pero se daba cuenta de que eso no era bueno: cualquier día se mataría de la forma más idiota. Al parecer, nada le daba miedo… excepto los toros. En cuanto veía un toro en el campo, echaba a correr gritando, que era exactamente lo que enfurecía a los toros. Pero no le importaba nada reconocerlo, había que admitirlo. Sabía que era una miedica con los toros, decía. No le extrañaría que la hubiera derribado uno del cochecito cuando era niña. Pero no parecía darle gran importancia a lo que decía o hacía. Bruscamente se acercó al borde del precipicio, y comenzó a cantar algo sobre:

Malditos tus ojos, malditos tus ojos.

Y todos tenían que hacerle el coro, y empezar a gritar:

Malditos tus ojos, malditos tus ojos.

Pero sería una pena que subiera la marea, y cubriera todos los buenos cotos de caza antes de que pudieran llegar a la playa.

«Una pena», Paul se mostró de acuerdo, y se levantó de repente, y mientras descendían a rastras, no dejaba de leerles, de la guía, que «estas islas son justamente célebres por sus paisajes que parecen parques, y por la cantidad y variedad de sus especies marinas». Pero de nada servía, tanto gritar y tanto maldecir los ojos, pensó Andrew, bajando con cuidado por el acantilado, y esto de darle amistosos golpecitos en la espalda, y eso de decir que era «buen chico», y todo eso, no servía de nada. Era el inconveniente de llevar mujeres en estas expediciones. Se separaron en cuanto llegaron a la playa, él se fue a la Nariz del Papa, se quitó los zapatos, metió los calcetines dentro; Nancy chapoteó hasta sus propias rocas, buscó sus charcas, y dejó que la pareja se las arreglara por su cuenta. Se agachó y palpó las anémonas marinas, suaves como caucho, pegadas como masas de jalea a un costado de la piedra. Meditativa, convirtió la charca en un mar, y los pececillos fueron tiburones y ballenas, y proyectó vastas nubes sobre este diminuto mundo, interponiendo la mano entre el sol y la tierra, y, como el propio Dios, trajo así la oscuridad y el pesar a millones de seres ignorantes y felices; de repente retiró la mano, y dejó que el sol luciera de nuevo. Sobre la pálida arena surcada en todas direcciones, marcando el paso, acorazado, con manoplas, desfilaba un fantástico leviatán -seguía haciendo crecer el charco-, se deslizó hacia las anchas fisuras de la falda de la montaña. Después, la mirada abandonó de forma imperceptible la charca, y descansó en la imprecisa línea en la que se unían el cielo y el mar, en los troncos de los árboles que el humo de los barcos de vapor sobre el horizonte hacía estremecerse; presa del poder del flujo y del inevitable reflujo, se quedó hipnotizada; y los dos sentidos de la inmensidad y la menudencia -e1 charco había disminuido de nuevo- que florecían en medio de estos flujos le hicieron sentir que estaba atada de pies y manos, que no podía moverse a causa de la intensidad de los sentimientos que reducían para siempre su propio cuerpo, su vida, las vidas de todo el mundo, a la nada. Escuchando las olas, agachada junto al charco, en eso meditaba.

Andrew dijo a gritos que subía la marea, dio un salto, comenzó a correr chapoteando sobre las olas que llegaban ya a la orilla; corvó hacia la playa, donde llevada por su propio ímpetu y por el deseo de moverse con rapidez, apareció justo tras una piedra, donde, ¡cielos!, ¡Paul y Minta estaban abrazados!, ¡quizá habían estado besándose! Se sintió afrentada, indignada. Andrew y ella se pusieron los calcetines y los zapatos en completo silencio, no dijeron ni una sola palabra sobre el asunto. A decir verdad, había cierta hostilidad entre ellos. Tenía que haberle llamado en cuanto vio el cangrejo o lo que fuera, gruñía Andrew. Sin embargo, ambos pensaban, no es culpa nuestra. Ellos no querían que hubiera sucedido aquel penoso incidente. No obstante, a Andrew le irritaba que Nancy fuera mujer; y a Nancy, que Andrew fuera hombre; se echaron los cordones, e hicieron los lazos con todo esmero.

Fue cuando llegaron a la cima del acantilado cuando Minta dijo que había perdido el broche de su abuela -el único adorno que poseía-, un sauce llorón, tenían que recordarlo, con perlas engastadas. Tenían que haberlo visto, les decía; lloraba; era el broche que había llevado prendido su abuela en el sombrero hasta el último día de su vida. Y lo había perdido. ¡Podía haber perdido cualquier otra cosa! Tenía que volver a buscarlo. Regresaron. Removieron, miraron, rebuscaron. Agachaban las cabezas, decían cosas en voz baja, refunfuñaban. Paul Rayley buscaba como loco por la piedra en la que habían estado sentados. Todo este ajetreo por el broche no serviría de nada, pensaba Andrew cuando Paul le dijo: «busca entre estos dos puntos». La marea subía aprisa. Pronto el mar ocultaría el lugar en el que habían estado sentados. No tenían ni la más remota posibilidad de hallarlo. «¿Nos quedaremos aislados?», gritó Minta, aterrorizada.

¡Como si hubiera peligro de que eso sucediera! Era como con los toros, no controlaba sus emociones, pensó Andrew. Las mujeres no podían. El infeliz Paul intentó calmarla. Los hombres -Andrew y Paul se sintieron de repente varoniles, diferentes de lo que normalmente eran- consideraron el asunto con brevedad, y decidieron dejar plantado el bastón de Paul donde habían estado sentados, para señalar el lugar, y para volver al día siguiente, con la marea baja. Nada podía hacerse ahora. Si el broche estaba ahí, ahí seguiría al -día siguiente, le dijeron para calmarla, pero Minta no dejó de sollozar mientras ascendían de nuevo hasta la cima del acantilado. Era el broche de su abuela; no le habría importado nada perder cualquier otra cosa, pero, aunque de verdad le importaba haberlo perdido, en el fondo, no lloraba sólo por el broche, había algo más. Quizá deberían sentarse todos, y quedarse llorando, pensaba. Pero no sabía por qué.

Avanzaban juntos, Paul y Minta; él la consolaba, y le decía que todo el mundo elogiaba el talento que tenía para hallar cosas perdidas. De pequeño, en una ocasión, se había encontrado un reloj de oro. Se levantaría al alba, y estaba seguro de que lo hallaría. Pensaba que casi estaría a oscuras, y que en cierta forma sería bastante peligroso. Comenzó a decirle, sin embargo, que lo hallaría, y ella dijo que no quería oírle decir que tenía que madrugar: lo había perdido para siempre; estaba segura; había tenido un presentimiento al ponérselo por la tarde. Él, sin decir nada, tomó la decisión de levantarse al alba, cuando todavía estuvieran todos dormidos; si no lo encontraba, iría a Edimburgo, a comprar uno nuevo, pero más bonito. Ya le demostraría de lo que era capaz. Al bajar la cuesta, al ver las luces del pueblo encenderse una tras otra, le parecía que eran como cosas que iban a sucederle: casarse, tener hijos, una casa; luego, al llegar al camino principal, al que protegían unos arbustos muy altos, pensaba en que se retirarían juntos a algún lugar tranquilo, se dedicarían a pasear, él la guiaría siempre, y ella se apretaría a él -como hacía en este momento. Al cambiar de dirección en el cruce pensó en qué experiencia tan asombrosa había sido, y en que debía contárselo a alguien: a Mrs. Ramsay, por supuesto, porque se quedó sin aliento al considerar lo que había pasado, lo que había hecho. Con gran diferencia, lo de pedir a Minta que se casara con él había sido el peor momento de su vida. Iría directo a contárselo a Mrs. Ramsay, porque pensaba que había sido ella quien en cierta forma lo había obligado a hacerlo. Le había hecho creer que podía hacer lo que se propusiera. Nadie más lo tomaba en serio. Pero ella le había hecho creer que podía hacer lo que quisiera. Había advertido que hoy había estado mirándolo constantemente, lo había seguido con la vista a todas partes -sin decir una sola palabra-, como si estuviera diciéndole: «Sí, puedes. Tengo confianza en ti. Seguro que te decidirás.» Eso es lo que le había hecho sentir, y en cuanto regresaran -buscaba las luces de la casa, sobre la bahía-, iría a verla, y le diría: «Lo he hecho, Mrs. Ramsay, gracias a usted.» Al entrar en la calleja que llevaba a la casa, vio luces que se movían allí, en las ventanas del piso de arriba. Seguro que se había hecho muy tarde, demasiado. Seguro que estaban a punto de cenar. La casa estaba completamente iluminada, y las luces, cuando había anochecido, proporcionaban a sus ojos una sensación de plenitud, y se dijo, de forma infantil, mientras llegaban a la casa: Luces, luces, luces; al llegar a la casa, se repetía, como hipnotizado: Luces, luces, luces; sin dejar de mirar a todas partes, con cara de haber tomado una decisión. Pero, cielos, se dijo, llevándose la mano a la corbata, no debo dar la impresión de que soy tonto.)

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