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Allí no se dan cuenta de nada, pensaba Cam, mirando hacia la costa, que, subiendo y bajando, parecía estar cada vez más lejos, más tranquila. La mano en el agua dejaba una estela en la mar, al igual que su mente hacía ondas verdes y trazos que se convertían en dibujos, y, paralizada, envuelta en un sudario, se paseaba de forma imaginaria por el submundo de las aguas donde las perlas se arracimaban para formar blanca espuma, donde bajo la luz verde todas las ideas de una se transformaban, y el cuerpo brillaba translúcido, envuelto en una capa de color verde.

Luego cesaba de discurrir el agua en torno a la mano. Se detenía el fluir apresurado del agua; el mundo se llenaba de crujidos y chirridos. Oía cómo las olas rompían y sonaban contra la barca, como si hubieran anclado en un puerto. Todo parecía muy cercano. La vela, sobre la que estaban fijos los ojos de James, como si fuera alguien a quien conociera, estaba completamente fláccida; se habían detenido, y esperaban la llegada de una nueva brisa, bajo el sol ardiente, a millas de distancia de la costa, a millas de distancia del Faro. Parecía como si todo el mundo se hubiera detenido. El Faro se convirtió en algo inmóvil, y la lejana línea de la costa se quedó quieta. El sol calentaba cada vez más, y todo el mundo parecía haberse quedado muy junto, y parecían sentir la presencia de los demás, a quienes casi habían olvidado. El sedal de Macalister se introdujo verticalmente en la mar. Pero Mr. Ramsay seguía leyendo con las piernas cruzadas.

Leía un librito algo desgastado, con las pastas jaspeadas como un huevo de chorlito. De vez en cuando, mientras seguían en la horrible calma, pasaba una hoja. James pensaba que cada página que pasaba se acompañaba de un gesto peculiar que le parecía que se dirigía a él: ya con confianza, ya con autoridad, ya con la intención de que la gente se apiadase de él; y todo el tiempo, mientras su padre leía y pasaba hojas sin cesar, James temía que llegara el momento en que levantase la mirada, y preguntase con mal humor por esto o por aquello. ¿Por qué estaban aquí perdiendo el tiempo?, preguntaría, o haría cualquier otra cosa no menos irracional. Si lo hace, pensaba James, sacaré un puñal y se lo clavaré en el pecho.

Todavía conservaba el viejo símbolo de sacar un cuchillo y atravesarle el corazón a su padre. Sólo que ahora, al hacerse mayor, mientras, presa de una rabia impotente, contemplaba a su padre sentado, no era a él, al anciano que leía, a quien quería matar, sino a lo que se cernía sobre él, sin saberlo quizá: aquella violenta e inesperada harpía de negras alas, de picos y espolones fríos y duros como acero, que caía una y otra vez (sentía el pico en las piernas desnudas, donde le había atacado en la infancia), y a continuación se escapaba; pero aquí estaba de nuevo, un anciano, muy triste, que leía un libro. Lo mataría, le atravesaría el corazón. Fuera lo que fuera (y podría ser cualquiera, pensaba, mirando hacia el Faro y hacia la lejana costa), comerciante, empleado de banca, abogado, director de cualquier empresa, se opondría a él, lo seguiría y lo eliminaría. Llamaba tiranía y despotismo a eso de hacer que la gente hiciera algo en contra de su voluntad, a lo de recortar la libertad de expresión. Quién se atrevería a decir: No quiero, cuando él decía: Vamos al Faro. Haz esto. Tráeme aquello. Se extendían las negras alas, y el duro pico desgarraba. A continuación, allí estaba sentado leyendo un libro; y podía levantar la mirada, nunca se sabía, era bastante probable. Podría dirigirse a los Macalister. También podía deslizar un soberano en la mano helada de alguna mujer en cualquier calle, pensaba james; o podría dar gritos de aliento en cualquier deporte de marinos; podría saludar con los brazos, a causa de la emoción; o podía presidir la mesa completamente mudo desde principio al final de la cena. Sí, pensaba James, mientras la barca se mecía y chapoteaba bajo el sol, había un páramo de nieve y piedra, muy solitario y austero; y había llegado a pensar, con frecuencia, en los últimos tiempos, cuando su padre decía algo que sorprendía a los demás, que allí sólo había dos pares de huellas de pisadas: el suyo y el de su padre. Sólo ellos se conocían mutuamente. ¿A qué entonces este terror, este odio? Regresando hacia las muchas hojas que el pasado había acumulado sobre él, escrutando en el corazón de aquel bosque en el que la luz y la sombra se entrecruzarían de forma que distorsionaran toda forma, y se cometieran graves errores, tan cegadores el sol como la oscuridad, buscaba una imagen que enfriara, que aislara este sentimiento, que le diera una forma concreta y simétrica. Supóngase, pues, que, como un niño pequeñito sentado indefenso en la sillita, o sentado sobre las rodillas de alguien, hubiera visto cómo un vehículo aplastaba, sin intención, de forma inocente, el pie de alguien. Supóngase que él hubiera visto el pie antes, sobre la hierba, delicado, íntegro; y después, la rueda; y luego, el mismo pie, amoratado, aplastado. Pero la rueda era inocente. De forma que ahora, cuando se acercaba su padre dando zancadas por el pasillo, levantándolos de madrugada para ir al Faro, le pisaba el pie, se lo pisaba a Cam, lo pisaría a cualquiera. Lo único que podía hacer uno era sentarse y quedarse mirando.

Pero ¿en el pie de quién estaba pensando?, ¿en qué jardín había pasado todo esto? Porque uno tenía escenarios para estos acontecimientos: había árboles, flores, cierta clase de luz, unas cuantas figuras. Todo tendía a aparecer en un jardín donde no hubiera esta tristeza, y donde no hubiera esto de mover tanto las manos; la gente hablaba con un tono de voz común. Estaban todo el día entrando y saliendo. Había una anciana que cotilleaba en la cocina, y la brisa movía las cortinas dentro y fuera de las ventanas; todo se movía, todo crecía; y sobre aquellos platos y bandejas y aquellas altas flores rojas y amarillas podía tenderse un velo muy fino, como una hoja de parra, al anochecer. Las cosas se quedaban aún más quietas y oscuras al anochecer. Pero el velo que parecía una hoja de parra era tan fino que las luces lo levantaban, las voces lo arrugaban; a través de él podía ver cómo se agachaba una figura, escuchaba, se acercaba, se alejaba; escuchaba el rumor de un vestido, el sonido metálico de una cadena.

Era en este mundo donde una rueda le aplastaba el pie a alguien. Algo, recordaba, se detenía y se cernía oscuramente sobre él; se quedaba inmóvil; algo se movía en el aire, incluso allí algo estéril y agudo descendía, como una hoja, una cimitarra, cortando hierbas y flores, incluso en aquel mundo, derribándolas, ajándolas.

«Lloverá -recordaba a su padre diciéndolo-. No podréis ir al Faro.»

El Faro era entonces una torre brumosa, plateada, con un ojo amarillo que se abría de repente, delicadamente, al anochecer. Ahora…

James miraba al Faro. Veía las rocas, blancas de espuma; veía la torre, erguida, recta; veía que tenía ventanas; veía incluso ropa tendida sobre las piedras, puesta a secar. De forma que, por fin, esto era el Faro, ¿no?

No, lo otro también era el Faro. Porque nada era sencillamente una sola cosa. También el otro era el Faro. A veces costaba verlo desde el otro lado de la bahía. Al anochecer levantaba uno la mirada y veía cómo el ojo parpadeaba, y la luz parecía llegar hasta ellos en aquel jardín soleado y fresco en el que se sentaban.

Pero se detuvo. Siempre que decía «ellos» o «alguien», y comenzaba a oír el rumor de alguien que se aproximaba, el sonido de alguien que se marchaba, se volvía hipersensible respecto de quien lo acompañara. Ahora era su padre. El dolor podía ser agudo. Porque en cualquier momento, si seguía sin soplar el viento, su padre cerraría el libro de golpe, y diría: «¿Qué es lo que ocurre?, ¿por qué estamos aquí perdiendo el tiempo?, ¿eh?», como aquella vez en la terraza, cuando dejó caer la hoja sobre ellos, y ella se había quedado rígida, y si hubiera tenido un hacha a mano, un cuchillo, cualquier objeto afilado, lo habría cogido y le habría travesado el corazón a su padre. Su madre se había puesto rígida, luego el brazo se había relajado, de forma que se dio cuenta de que ya no le escuchaba a él, en cierta forma se había levantado y se había marchado a algún lugar lejano, y lo había dejado allí, en el suelo, impotente, ridículo, con las tijeras en la mano.

No venía ni un soplo de aire. El agua se reía y gorgoteaba en el fondo de la barca donde dos o tres caballas movían las colas a un lado y otro en un charquito de agua que no llegaba a cubrirlas. En cualquier momento, Mr. Ramsay (James casi no se atrevía a mirarlo) se daría cuenta, cerraría el libro, diría algo ofensivo; pero, de momento, seguía leyendo, y James, furtivamente, como si bajara la escalera descalzo, con miedo de despertar al perro si chirriaba un peldaño, seguía pensando en cómo sería ella, en dónde habría ido aquel día. Había comenzado a seguirla de habitación en habitación, y por fin llegaron a una habitación de luz azul, como si se reflejase en millares de platos de porcelana, en la que hablaba con alguien; él escuchaba. Hablaba con una criada, y decía, con toda sencillez, lo que pensaba. «Esta noche necesitaremos la fuente grande. ¿Dónde está… la azul?» Sólo ella decía la verdad; sólo a ella se le podía decir. Ése era el origen de su perenne atractivo para él, era consciente de que su padre le había adivinado los pensamientos, los ensombrecía, los hacía ajarse, le hacía titubear.

Por fin dejó de pensar; estaba ahí sentado al sol con la mano en la barra del timón, mirando fijamente al Faro, incapaz de moverse, incapaz de sacudirse los granos de tristeza que, uno tras otro, se depositaban en su mente. Parecía que lo ataba una maroma, y que su padre había hecho el nudo, y sólo podía sacar un cuchillo y hundirlo… Pero en aquel momento la vela comenzó a moverse poco a poco, se hinchó lentamente; la barca sintió un sacudida, comenzó a moverse, apenas consciente, dormida; de repente se despertó, salió disparada entre las olas. Fue un alivio extraordinario. Todos parecieron perder importancia relativa ante los demás, y parecían estar bien, y los sedales se tensaron formando un ángulo agudo en los costados de la barca. Pero su padre no pareció haber advertido nada. Sólo hizo un gesto misterioso con la mano derecha en el aire, y la dejó reposar de nuevo sobre la rodilla, como si estuviera dirigiendo alguna sinfonía secreta.

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