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Parecía haber encogido, pensaba él. Le parecía algo flaca, descamada, pero era atractiva. Le gustaba. En tiempos se había hablado de que quizá acabaría casándose con William Bankes, pero luego no había pasado nada. Su esposa la quería mucho. Durante el desayuno él había perdido un poco los nervios. Pero, pero… éste era uno de esos momentos en que él era presa de esa necesidad inaplazable, una necesidad de la que no era consciente, de acercarse a cualquier mujer, de obligarla, no le importaba cómo, tan grande era la necesidad, a darle lo que quería: consuelo.

¿La cuidaban bien?, le dijo. ¿Tenía de todo?

«Sí, gracias, de todo», dijo nerviosa Lily Briscoe. No, no podía hacerlo. Debería haberse dejado arrastrar por alguna ola de efusión de consuelo: la exigencia de él era tremenda. Pero se quedó quieta. Hubo una horrible pausa. Ambos miraban la mar. ¿Por qué, pensaba Mr. Ramsay, mira la mar si estoy yo aquí? Deseaba que estuviera en calma, para que pudieran desembarcar en el Faro, dijo ella. ¡El Faro! ¡El Faro! ¿Qué tendrá eso que ver?, pensaba él con impaciencia. Al momento, con la fuerza de un ventarrón primigenio (porque él ya no pudo contenerse más tiempo), salió de él un gemido tal que cualquier otra mujer en el mundo habría hecho algo, habría dicho algo…, cualquiera, pero no yo, pensaba Lily, burlándose amargamente de sí misma, que no soy una mujer, sino seguro que soy una solterona seca, malhumorada y gruñona.

Mr. Ramsay suspiró a pleno pulmón. Esperó. ¿Es que no iba a decir nada? ¿Es que no se daba cuenta de qué quería de ella? Entonces le dijo que tenía un motivo personal para desear ir al Faro. Su mujer solía enviar cosas a los de allí. Había un pobre muchacho que tenía coxalgia, el hijo del torrero. Suspiró con todas sus fuerzas. Suspiró de modo significativo. Lo único que Lily deseaba era que esta inmensa inundación de dolor, esta insaciable hambre de consuelo, y esta exigencia de que se rindiera a él incondicionalmente, que, sin embargo, no le impedirían seguir teniendo tristezas para abastecerla durante el resto de su vida, se apartaran de ella (no dejaba de mirar hacia la casa, esperando que de ella procediera alguna interrupción), se desviaran, antes de que la arrastraran sus comentes.

«Estas excursiones -dijo Mr. Ramsay, moviendo la punta del pie sobre el suelo- son muy tristes.» Pero Lily seguía sin decir nada. (Es un mueble, es una piedra, se dijo.) «Cansan mucho», dijo, mirándose las hermosas manos, de forma tan enfermiza que a ella le vinieron náuseas (actuaba, se dijo, estaba interpretándose a sí mismo). ¿Es que no iban a aparecer nunca?, se preguntaba, ya no podía soportar más tiempo el peso de tanta tristeza, no podía soportar, ni por un momento más, los pesados ropajes del dolor (había adoptado una pose de decrepitud superlativa, incluso se movía junto a ella con algo de torpeza).

Seguía sin poder decir nada; parecía como si de repente el mundo entero se hubiera quedado vacío de objetos sobre los que poder hablar; se daba cuenta, con algo de sorpresa, de que la mirada de Mr. Ramsay parecía posarse en la hierba, y parecía descolorarla; y que esa misma mirada arrojaba un velo de luto sobre la figura placentera, soñolienta, rubicunda, de Mr. Carmichael, que leía una novela francesa sentado en una tumbona; como si una vida semejante, que mostraba desafiante su prosperidad ante todo un mundo de dolor, le provocase los más negros de los más negros pensamientos. Mírenlo, parecía decir; y mírenme; aunque, a decir verdad, lo que no dejaba de repetirse era: Piensen en mí, piensen en mí. Ay, si ese bulto pudiera acercarse aprisa, pensaba Lily; si hubiera puesto el caballete una yarda o dos más cerca de él; un hombre, cualquier hombre, hubiera detenido esta efusión, habría impedido estos lamentos. Era una mujer, eso es lo que le enfadaba; una mujer debería haber sabido cómo tratar esto. Esto, lo de quedarse muda, la desacreditaba por completo, sexualmente. Había que decir, ¿qué había que decir? ¡Ah, Mr. Ramsay! ¡Querido Mr. Ramsay! Esto es lo que Mrs. Beckwith, esa educada anciana que hacía dibujos, le habría dicho al momento, acertadamente. Pero no. Ahí estaban los dos, aislados del resto del mundo. Toda aquella inmensa compasión de sí, la necesidad de consuelo que se derramaba y extendía en charcos a sus pies, y todo lo que hacía ella, triste pecadora, era recogerse un poco la falda a la altura de los tobillos, para no mojarse. Se quedó quieta en el más completo silencio, agarrada al pincel.

¡Mil veces fueran loados los cielos! Se oían ruidos en la casa. Debían de estar acercándose James y Cam. Pero Mr. Ramsay, como si supiese que se le acababa el tiempo, ejerció sobre la solitaria figura de ella la fuerza inmensa de su pena quintaesenciada: su fragilidad, su dolor; cuando de repente, al mover la cabeza con impaciencia, con fastidio -porque, después de todo, ¿qué mujer se le iba a resistir?-, se dio cuenta de que no se había echado los cordones de los zapatos. Y eran unos señores zapatos, pensó Lily, mirándolos: esculpidos, colosales; todo lo que llevaba Mr. Ramsay, desde la deshilachada corbata hasta el chaleco en el que algunos botones estaban desabrochados, era innegablemente suyo. Los imaginaba moviéndose por la habitación por decisión propia, expresando en ausencia de él la pasión, la insolencia, el mal humor, el encanto.

«¡Qué zapatos tan bonitos!», exclamó ella. Estaba avergonzada de sí misma. Alabar los zapatos cuando él le había suplicado que consolara su alma; cuando le había mostrado las manos ensangrentadas, el corazón traspasado, y él le había pedido que se apiadara de ello, y, en lugar de eso, decir alegremente: «¡Ah, pero qué zapatos tan bonitos lleva!», merecía, y bien que lo sabía ella, ser correspondido con uno de sus repentinos rugidos de enfado, una aniquilación completa.

En lugar de esto, Mr. Ramsay sonrió. El crespón, el luto, las enfermedades, todo desapareció. Ah, sí, dijo, mostrando el pie para que lo viera ella, eran zapatos de primera calidad. Sólo había un hombre en Inglaterra que hiciera zapatos como éstos. Los zapatos son una de las mayores maldiciones que afligen a la humanidad, dijo. «El objetivo de los zapateros es -exclamó- el de dañar y torturar el pie humano.» Y además son los seres más obstinados y perversos de la humanidad. Había invertido una buena parte de su juventud en conseguir que le hicieran los zapatos como hay que hacerlos. Quería que ella se diera cuenta (levantó primero un pie; luego, el otro) de que nunca antes había visto zapatos como éstos. Además estaban hechos con el mejor cuero del mundo. El cuero, en su mayor parte, no era sino cartón y papel de estraza. Miraba complacido sus zapatos, todavía en el aire. Habían llegado, pensó ella, a una isla soleada donde habitaba la paz, reinaba la cordura, y el sol brillaba para todos por igual: la bendita isla de los zapatos de buena calidad. Sintió que su corazón se apiadaba de él. «Vamos a ver si sabe echar el lazo», dijo. Se burló del torpe lazo. Le enseñó uno de su invención. Una vez echado, ya no se deshacía. Anudó ella tres veces su propio zapato, tres veces lo desanudó él.

¿Por qué, en este momento tan inadecuado, cuando se inclinaba él sobre el zapato, tenía que sentirse tan afligida por la compasión que sentía hacia él? Inclinada también ella, la sangre afluía a su cara, y, pensando en su insensibilidad (lo había llamado farsante), sentía que se le llenaban de lágrimas los ojos. Así ocupado, le parecía una persona de infinita pasión. Echaba lazos. Compraba zapatos. No había forma de ayudar a Mr. Ramsay en el viaje que bacía. Pero justo ahora cuando sí quería decir algo, cuando quizá lo habría dicho, he aquí que llegaban: Cam y James. Aparecieron en la terraza. Llegaron, despacio, juntos, una pareja seria y melancólica.

Pero ¿por qué venían así? No pudo evitar sentirse enojada con ellos, podrían haber aparecido más alegres; podrían haberle ofrecido lo que, ya que ellos habían venido, ella ya no tendría el momento de ofrecerle. Porque de repente sintió un vacío repentino, una frustración. Sus sentimientos habían aparecido demasiado tarde. Se había convertido en un caballero anciano, muy distinguido, que no tenía ninguna necesidad de ella. Se sintió rechazada. Se colgó una mochila. Compartió los paquetes: eran unos cuantos, mal atados, envueltos en papel de estraza. Tenía todo el aspecto de un explorador que se preparara para una expedición. A continuación, por el camino, tras dar unas vueltas, encabezó la marcha con paso militar, con sus maravillosos zapatos, con los paquetes envueltos en papel de estraza; sus hijos iban tras él. Tenían el aspecto, pensó, de haber sido escogidos por el destino para una tarea de gran importancia; y parecían seguir la llamada del destino; eran todavía lo bastante jóvenes como para seguir de buena voluntad la estela de su padre, con obediencia, pero con una palidez que le hacía sentir que sufrían en silencio un dolor superior a sus años. Dejaron atrás el jardín, Lily pensó que estaba viendo la marcha de una procesión, una procesión ligada por un sentimiento común que la convertía, torpe y fatigada como estaba, en una reducida caravana que la impresionaba de forma extraña. De forma educada, pero muy distante, Mr. Ramsay levantó la mano a modo de saludo cuando desaparecían.

¡Qué expresión la suya!, pensó, hallando al momento la compasión que no se le había pedido que ofreciera. ¿Qué la hacía así? El pensar: una noche tras otra, suponía; pensar acerca de la realidad de las mesas de cocina, añadió, recordando el símbolo que, en la vaguedad de sus ideas acerca de los pensamientos de Mr. Ramsay, le había ofrecido Andrew. (Lo había matado en un abrir y cerrar de ojos la metralla de una granada, recordó.) La mesa era una visión, era algo austero, desnudo, duro, no ornamental. Carecía de color, era todo bordes y ángulos, era fea sin paliativos. Pero Mr. Ramsay no apartaba los ojos de ella, nunca se consentía distracciones o engaños, hasta que su cara también se deterioró, se hizo ascética, y participó de esta belleza sin ornamentos que tan profundamente la había impresionado. Recordó entonces (donde él la había dejado, todavía con el pincel en la mano) que también había habido preocupaciones que lo consumieron, no tan nobles. Ha debido de tener sus dudas acerca de esa mesa, pensaba ella; si se trataba de una mesa de verdad; si se merecía el tiempo que le dedicaba; si, después de todo, sería capaz de hallarla. Había tenido dudas, pensaba; o si no, habría exigido menos de quienes lo rodeaban. De eso es de lo que se quedaban hablando a veces hasta altas horas de la noche, pensaba; y al día siguiente Mrs. Ramsay tenía aspecto de cansancio, y Lily se enfurecía con él por cualquier cosilla sin importancia. Pero ahora no tenía con quién hablar de esa mesa, ni de los zapatos, ni de los lazos; y era como un león que buscase una presa que devorar, y había un toque de desesperación en su cara, de exageración, que a ella le preocupaba, y que le hacía estirarse la falda cuando estaba ante él. Luego recordó, se trataba de una resurrección repentina, un fulgor intenso (cuando alabó los zapatos), una recuperación repentina de vitalidad e interés en las cosas humanas ordinarias, que también cesó y se transformó (porque cambiaba incesantemente, y no ocultaba nada) en esa otra fase última que a ella le parecía nueva, y que, lo reconocía, le hacía avergonzarse de lo irritable que la volvía, cuando parecía como si él se hubiera desprendido de preocupaciones y ambiciones, y, con la esperanza del consuelo, y con el deseo de ser alabado, hubiera entrado en otra región; lo hubiera colocado, como por curiosidad, inmerso en un mudo coloquio, soliloquio o diálogo, a la cabeza de aquella mínima procesión fuera del alcance de una. ¡Qué expresión tan extraordinaria! Sonó un portazo.

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