Tanto es lo que depende, pues, pensaba Lily Briscoe, mirando hacia la mar casi completamente sin manchas, tan delicada que las velas y las nubes parecían incrustadas en el azul, tanto depende, pensaba, de la distancia, de si la gente está cerca de nosotros, o lejos de nosotros; porque sus sentimientos hacia Mr. Ramsay habían cambiado mientras se alejaba navegando más y más por la bahía. Parecía lejano, remoto; parecía cada vez más lejano. Parecía como si la mar, en aquel azul, en aquella lejanía, se los hubiera tragado a él y a sus hijos; pero aquí, en el jardín, a mano, Mr. Carmichael de repente gruñó. Ella se echó a reír. Agarró el libro que se hallaba sobre el césped. Se movió en la tumbona, resoplando como si fuera algún monstruo marino. Esto era diferente, porque estaba muy cerca. Volvía todo de nuevo a la calma. A estas horas ya se habrían levantado todos, supuso, mirando a la casa, pero no vio a nadie. Recordó: siempre se iban corriendo en cuanto terminaban la comida, cada uno a lo suyo. Todo armonizaba con este silencio, con este vacío, con la irrealidad de la madrugada. Era una forma que las cosas tenían a veces, pensaba, demorándose durante un momento, y mirando hacia alguna de las luminosas ventanas, hacia el penacho de humo azul: se convertían en algo irreal. A veces, al regresar de un viaje, o tras una enfermedad, antes de que los viejos hábitos hubieran vuelto a aflorar, sentía una la misma clase de irrealidad, una irrealidad muy sorprendente; sentía que había algo que brotaba. La vida en esos momentos era más animada. Podía estar completamente tranquila. Afortunadamente no tenía que decir, muy animada, al cruzar el jardín para saludar a la buena de Mrs. Beckwith, que buscaba un rincón en el que sentarse: «¡Ah, buenos días, Mrs. Beckwith!, ¡Qué día tan maravilloso! ¿Se atreve a sentarse al sol? Jaspers ha escondido las sillas. ¡Voy a buscarle una!»; la cháchara de costumbre. No tenía una por qué abrir la boca. Se dejaba ir, con las velas desplegadas (ya había movimiento en la bahía, las barcas zarpaban) en medio de las cosas, más allá de las cosas. No estaba vacía, sino llena a rebosar. Parecía estar inmersa en alguna clase de sustancia que le llegaba a los labios, parecía moverse, flotar y hundirse en ella; sí, porque estas aguas eran profundas hasta lo insondable. Muchas vidas se habían derramado en ellas. Las de los Ramsay, las de los niños, y toda clase de restos y retales de las cosas. Una lavandera con la cesta; una liliácea como una barra al rojo vivo, los púrpuras y verdegrises de las flores: algún sentimiento común que unía todas las cosas.
Era quizá un sentimiento semejante de algo completo el que, hace diez años, en pie, casi en el mismo lugar donde ahora estaba, le había hecho decir que debía de estar enamorada de este lugar. El amor tiene millares de formas. Pudiera haber amantes entre cuyos dones se contara el de poder elegir los elementos de las cosas, el de ponerlos juntos, para así, dándoles una integridad de la que carecían en la vida real, convertirlos en una escena, o en una reunión de personas (todas ahora desaparecidas o separadas), una de esas confabulaciones en la que se demora el pensamiento, y con la que juega el amor.
Sus ojos reposaban en la mancha de color castaño de la barca de Mr. Ramsay. Llegarán al Faro a la hora del almuerzo, pensaba. Pero el viento había refrescado, y el cielo cambió imperceptiblemente, las barcas habían cambiado de posición, y el paisaje, que el momento anterior parecía fijado para la eternidad, no era nada agradable ahora. El viento había revuelto la estela de humo, había algo desagradable en la nueva posición de las barcas.
La incongruencia ante ella parecía haber alterado alguna armonía de su propia mente. Sintió una pena sorda. Se le confirmó cuando regresó al cuadro. Había desperdiciado la mañana. Por algún motivo no podía lograr ese equilibrio como de filo de navaja de las dos fuerzas enfrentadas: Mr. Ramsay y el cuadro, y el equilibrio era imprescindible. ¿Quizá había algo incorrecto en el dibujo? ¿Era, se preguntaba, que la línea de la tapia necesitaba una interrupción?, ¿era el volumen del arbolado demasiado pesado? Se sonrió irónicamente; ¿es que no se había dicho, al comienzo, que había resuelto el problema?
¿Cuál era, pues, el problema? Tenía que intentar asir algo que la eludía. La eludía cuando pensaba en Mrs. Ramsay, la eludía cuando pensaba en el cuadro. Acudían las palabras. Acudían las imágenes. Hermosas pinturas. Hermosas frases. Pero lo que quería asir era el temblor en los nervios, la cosa en sí, antes de que se convirtiera en otra cosa. Conseguir eso y empezar de cero, conseguirlo y empezar de cero, se decía con desesperación, colocándose con firmeza ante el caballete. Era una máquina triste, una máquina ineficaz, pensaba, el aparato humano, para pintar o para sentir, siempre se estropeaba en el momento crítico; con heroísmo, debe obligarse una a seguir. Se quedó mirando con el entrecejo fruncido. Ahí estaba el seto, no cabía duda. Pero no se conseguía nada pidiendo con insistencia. Lo único que conseguía una era que te deslumbrara el mirar tanto tiempo la línea de la tapia, o el pensar… llevaba un sombrero gris. Era sorprendentemente hermosa. Que venga, pensó, si ha de venir. Porque hay momentos en que una no puede ni pensar ni sentir. Pero sin pensar ni sentir, ¿dónde está una?
Aquí, en el jardín, en este césped, pensaba, sentándose, y examinando con el pincel una diminuta colonia de llantenes. Porque el césped estaba descuidado. Sentada aquí en el mundo, pensaba en que no podía desprenderse de esa idea de que todo esta mañana estaba sucediendo por primera vez, o quizá por última vez; al igual que un viajero sabe, incluso medio dormido, con sólo mirar por la ventanilla del tren, que es ahora cuando debe mirar, porque no volverá a ver nunca esta ciudad, o el carro tirado por una mula, o aquella labradora de aquel campo. El jardín era el mundo; allí estaban juntos, en esta condición de exaltación, pensaba, mirando al bueno de Mr. Carmichael, que parecía (aunque no se habían hablado en todo el tiempo) compartir sus pensamientos. Quizá no volvería a verlo. Se hacía viejo. Recordó, sonriendo ante la zapatilla que se movía en la punta del pie, que cada vez era más famoso. Decían que su poesía era «muy hermosa». Seguían publicando cosas que había escrito hacía cuarenta años. Ahora había un hombre famoso que se llamaba Carmichael; se sonrió, pensando en la cantidad de formas que podía adoptar un hombre, cómo era una persona que aparecía en los periódicos, pero también era el mismo que había sido siempre. Parecía que era el de siempre… quizá alguna cana más. Sí, el mismo aspecto de siempre, pero alguien había dicho, lo recordaba, que cuando se enteró de la muerte de Andrew Ramsay (murió instantáneamente, una granada; habría llegado a ser un gran matemático), Mr. Carmichael había «perdido todo interés en la vida». ¿Qué querían decir?, se preguntaba. ¿Había ido a manifestarse a Trafalgar Square armado con un buen palo? ¿Había empezado a pasar páginas y más páginas sin leerlas, sentado en su habitación de St. John's Wood? No sabía qué es lo que había hecho, cuando se enteró de que Andrew había muerto, pero en todo caso ella advertía que algo le había ocurrido. Ellos dos sólo se saludaban con susurros en la escalera, miraban al cielo, decían que haría bueno, o que no haría bueno. Pero ésta era una de las formas de conocerse la gente, pensaba: de conocer el conjunto, no los detalles, sentarse en el jardín de cualquiera, y ver cómo las faldas de una colina se volvían de color purpúreo en una lejanía de brezos. Así es como ella lo conocía. Sabía que en cierta forma había cambiado. Nunca había leído un solo verso de él. No obstante, pensaba que sabía cómo era su poesía, lenta y sonora. Era madura y sabrosa. Trataba del desierto y del camello. De las palmeras y de los crepúsculos. Era extraordinariamente impersonal; algo decía acerca de la muerte; pero decía muy poco sobre el amor. Había una cierta lejanía en él. Necesitaba muy poco de los demás. ¿No había cruzado siempre a trompicones por la puerta de la sala hacia el jardín con el periódico bajo el brazo, intentando evitar a Mrs. Ramsay, a quien por algún motivo no apreciaba mucho? Por ello mismo, ella, por supuesto, siempre intentaba que se detuviera. Él le hacía una reverencia. Se paraba en contra de su voluntad, y hacía una gran reverencia. A ella le fastidiaba que él no quisiera nada de ella, y Mrs. Ramsay le preguntaba si no quería el abrigo, una alfombra, el periódico. No, no quería nada. (Ahora era cuando él se inclinaba.) Había algún rasgo de ella que a él no le gustaba mucho. Quizá era lo dominante que era, lo positiva que era, lo de ir directa al grano. Era muy sincera.
(Un ruido que procedía de la ventana de la sala la distrajo, el chirrido de un gozne. Una leve brisa jugaba con la ventana.)
Debe de haber habido personas a quienes no les gustara ella, pensaba Lily. (Sí, se daba cuenta de que el peldaño de la sala estaba vacío, pero no le afectaba de ninguna manera. Ahora no necesitaba a Mrs. Ramsay.) Había quien pensaba que era demasiado segura, demasiado radical. Quizá incluso su belleza ofendía a algunos. ¡Qué monótono, seguro que era eso lo que decían, siempre igual! Las preferían de otra clase: morenas, animadas. Además era débil con su marido. Le dejaba hacer escenas. Además era reservada. Nadie sabía con exactitud qué es lo que le pasaba. Y en fin (para volver de nuevo a la antipatía de Mr. Carmichael), no podía una imaginarse a Mrs. Ramsay pintando, o tendida, leyendo toda una mañana en el jardín. Era impensable. Sin decir una palabra, la única muestra de su actividad era la cesta que colgaba de su brazo, se iba al pueblo, a ver a los pobres, a sentarse en algún dormitorio diminuto y asfixiante. Una vez tras otra, Lily la había visto irse en silencio en medio de algún juego, de alguna conversación, con la cesta bajo el brazo, muy erguida. Había advertido el regreso. Había pensado, medio riéndose (era tan metódica con lo de las tazas de té), medio emocionada (su belleza le cortaba la respiración a una): hay ojos a los que cierra el dolor que la han contemplado. Ha estado con ellos.
Luego Mrs. Ramsay se sentía fastidiada porque alguien llegaba tarde, o porque la mantequilla estaba rancia, o porque se había desportillado la tetera. Durante todo el rato en que no había dejado de decir que la mantequilla estaba rancia, una pensaba en templos griegos, y en cómo la belleza había residido allí en ellos. Nunca hablaba de ello: se iba, puntual, directa. Su intuición le pedía que se fuera, al igual que las golondrinas buscan el sur; las alcachofas, el sol; se dirigía de forma infalible hacia la especie humana, anidaba en su corazón. Ésta, como todas las intuiciones, apenaba un tanto a quienes no participaban de ella; quizá, a Mr. Carmichael; a ella, por supuesto. Alguna idea tenían ambos acerca de lo ineficaz de la acción, de la supremacía del pensamiento. Su marcha era un reproche hacia ellos, daba un leve cambio al rumbo del mundo, de forma que se veían obligados a protestar, advirtiendo que sus propios juicios desaparecían, y que en vano intentaban asirlos mientras se esfumaban. Charles Tansley también lo hacía: por eso, en parte, no gustaba a nadie. Trastomaba las proporciones del mundo. Qué habría sido de él, se preguntaba, moviendo distraída los llantenes con el pincel. Tenía su puesto de profesor. Se había casado, vivía en Golders Green.
En una ocasión había entrado en una sala, durante la guerra, y él daba una conferencia. Denunciaba algo, condenaba a alguien. Predicaba el amor fraternal. Le sorprendió que hablara de amor a los semejantes quien no sabía distinguir un cuadro de otro, quien había fumado junto a ella picadura de tabaco («a cinco peniques la onza, Miss Briscoe»), quien se dedicaba a decirle que las mujeres no saben escribir, no saben pintar, ¿quizá no tanto porque lo creyera sino porque, por alguna rara razón, deseara creerlo? Ahí estaba, flaco, rojo y tosco, predicando el amor desde un estrado (había hormigas entre los llantenes a las que molestaba con el pincel: hormigas rojas, enérgicas, bastante parecidas a Charles Tansley). Se había quedado mirándolo de forma irónica, en la sala medio vacía, llenando de amor todo aquel espacio helado, y, de repente, apareció de nuevo el viejo barril o lo que fuera rodando por las olas, y Mrs. Ramsay que buscaba la funda de las gafas entre las piedras. «¡Vaya!, otra vez las he perdido, ¡qué fastidio! No se moleste, Mr. Tansley, las pierdo a millares todos los veranos», ante lo cual, él apretaba la barbilla contra el cuello, como si temiera que tuviera que dar por buena semejante exageración, pero la aceptara en aquella persona que le gustaba, y le dirigió una sonrisa llena de encanto. Debía de haberse sincerado con ella en alguna de aquellas largas excursiones en las que luego se desperdigaban y regresaban a casa separados. Pagaba la educación de su hermana menor, le había dicho a Lily Mrs. Ramsay. Lo cual hablaba muy elocuentemente en favor de él. La idea que ella tenía de él era grotesca, Lily lo sabía muy bien; movía los llantenes con el pincel. Después de todo, la mitad de las ideas que tenía cualquiera sobre los demás eran grotescas. Servían para fines particulares de cada uno. A ella le servían de chivo expiatorio. Se hallaba a sí misma flagelando sus flacos costillares cuando estaba de mal humor. Cuando quería tomárselo en serio, tenía que servirse de las frases de Mrs. Ramsay, para verlo con los ojos de ella.
Levantó un montoncito de arena para que se subieran a ella las hormigas. Las redujo a un frenesí de indecisiones al interferir en su cosmogonía. Unas corrían en una dirección; otras, en otra.
Necesitaba una cincuenta pares de ojos para ver, reflexionó. Cincuenta pares de ojos no bastaban para completar el retrato de esa mujer, pensó. Entre ellos, debería de haber un par que fuera completamente ciego ante su belleza. Lo que una verdaderamente necesitaba era alguna clase de sentido secreto, fino como el aire, con el cual introducirse por los ojos de las cerraduras, y rodearla cuando estuviera sentada tejiendo, hablando, sentada en silencio, sola, en la ventana; que tomara y atesorara -como el aire que contenía el penacho de humo del vapor- sus pensamientos, su imaginación, sus deseos. ¿Qué significaba el seto para ella?, ¿qué significaba el jardín para ella?, ¿qué significaba para ella que rompiera una ola? (Lily levantó la mirada, de la misma forma en que Mrs. Ramsay la levantaba; también ella oyó cómo una ola rompía en la playa.) Entonces, ¿qué era lo que se agitaba y temblaba en su mente cuando los niños decían: «árbitro, árbitro», cuando jugaban al críquet? Dejaba de tejer durante un segundo. Miraba con atención. Luego volvía a su estado anterior, y de repente los pasos de Mr. Ramsay se detenían frente a ella, alguna curiosa conmoción parecía recorrerla, y parecía mecerse ella en el seno de alguna profunda agitación, cuando se quedaba allí, y la miraba desde arriba. Lily estaba viéndolo a él.
Él alargaba la mano, y la ayudaba a levantarse. Parecía, en cierta forma, como si ya lo hubiera hecho anteriormente, como si ya se hubiera inclinado anteriormente, y la hubiera ayudado a descender de una barca que, a unas pocas pulgadas de alguna isla, hubiera requerido que a las damas las ayudaran los caballeros de esta forma. Una escena anticuada era ésta, que requería, sin duda, miriñaques y pantalones de etiqueta. Al dejar que él la ayudara, Mrs. Ramsay había pensado (suponía Lily) que había llegado el momento; sí, se lo diría ahora. Sí, se casaría con él. Bajó lenta, tranquilamente a la orilla. Quizá sólo dijo una palabra, dejando su mano en la de él. Nos casaremos, quizá había dicho, con la mano en la de él, pero nada más. Una vez tras otra pasaba entre ambos la misma emoción: era obvio que sí, pensó Lily, mientras disponía un camino para las hormigas. No se lo inventaba, estaba arreglando algo bastante liado que le había entregado hacía unos años, algo que había visto. Porque en el desorden de la vida diaria, con todos aquellos niños por allí, todos aquellos visitantes, una tenía constantemente un sentido de que todo se repetía, de que algo caía donde anteriormente hubiera caído otra cosa, despertando un eco que resonara en el aire, y lo llenara de vibraciones.
Pero sería un error, pensaba, reflexionando en cómo habían salido a pasear juntos, ella con el chal verde, él con la corbata al viento, del brazo, más allá del invernadero, para simplificar sus relaciones. No era la monotonía de la felicidad: ella con sus impulsos y su rapidez; él con sus estremecimientos y sus depresiones. Ah, no. La puerta de la habitación bien podía dar un portazo de madrugada. Él quizá lanzaba zumbando el plato por la ventana. A continuación la casa se llenaba de portazos y de cortinas que volasen como si soplara el viento de repente, y la gente volase a echar los cierres para que todo estuviese en orden. Así se había encontrado un día a Paul Rayley en la escalera. Se habían reído sin cesar, como una pareja de niños, y todo porque Mr. Ramsay se había encontrado una tijereta en la leche al desayunar, y había tirado todo hacia la terraza. «Una tijereta -murmuraba Prue, sorprendida-, en la leche.» Los demás quizá se encontraran un ciempiés. Pero él había levantado tal muralla de santidad, y ocupaba el espacio con una solemnidad tan majestuosa, que una tijereta en su leche era un monstruo.
Pero asustaba a Mrs. Ramsay, la intimidaba un poco esto de que los platos salieran zumbando por el aire, que las puertas dieran portazos. Se interponían entre ellos largos y embarazosos silencios, cuando, en un estado mental que no le gustaba a Lily ver en ella, medio quejumbrosa, medio enfadada, parecía incapaz de sufrir la tempestad con calma, o de reírse cuando los demás se reían; aunque tal vez el cansancio ocultase algo. Se quedaba pensativa, callada. Al rato, él se acercaba de forma furtiva a donde ella solía estar, paseaba junto a la ventana donde ella solía sentarse a escribir cartas o a charlar, porque ella se cuidaba mucho de parecer muy ocupada cuando él aparecía, para evitarlo, para fingir que no lo veía. Luego él volvía a ser suave como la seda, afable, cortés, e intentaba congraciarse con ella. A pesar de todo, ella mantenía las distancias, y ahora le tocaba a ella durante un periodo breve exhibir algunos de esos orgullos y aires que eran la consecuencia de su belleza, de los que, en general, prescindía por completo; volvía la cabeza, miraba por encima del hombro; siempre con alguna Minta, Paul o William Bankes junto a ella. Al cabo del tiempo, siempre él fuera del grupo, la viva
imagen de un lobo hambriento (Lily salió del jardín, se acercó a mirar los escalones de la sala, se acercó a la ventana, donde lo vio en aquella ocasión), él pronunciaba el nombre de ella, sólo una vez, en todo parecido a un lobo que aullase en medio de la nieve, pero ella seguía resistiéndose; lo repetía, y esta vez algo en el tono la afectaba a ella, y se acercaba a él, dejándolos a todos de repente, y desaparecían entre los perales, los repollos y las frambuesas. Y lo solucionaban juntos. Pero ¿con qué gestos?, ¿con qué palabras? Tal era la dignidad que caracterizaba su relación que, desentendiéndose, Paul, Minta y ella escondían su curiosidad y su malestar, y comenzaban a cortar flores, a jugar con el balón, o a charlar, hasta que llegara la hora de la cena; y entonces volvían los dos como si nada hubiera pasado, él en un extremo de la mesa, ella en el otro.
«¿Cómo es que no os interesa a ninguno la botánica…? Con esos brazos y piernas, ¿por qué no…?» Así es como hablaban ordinariamente, riéndose, entre los niños. Todo volvía a ser como siempre, excepto por algún que otro mínimo temblor, como de una hoja al viento, que fuera y viniera entre ellos, como si la estampa de costumbre de los niños sentados en torno a los platos de sopa se hubiera remozado a sus ojos tras pasar aquella hora entre peras y repollos. Mrs. Ramsay, pensaba Lily, miraba de forma especial, aunque fugazmente, a Prue. Allí estaba sentada, una hermana más entre hermanos, siempre tan atareada; procurando, al parecer, que nada saliera mal, apenas hablaba. ¡Cómo se habrá enfadado consigo misma por lo de la tijereta en la leche! ¡Qué pálida se había quedado cuando Mr. Ramsay arrojó el plato zumbando a través de la ventana! ¡Cómo sufría en los intervalos de silencio que había entre ellos! En todo caso su madre parecía estar intentando consolarla ahora, le confirmaba que todo estaba bien, le prometía que cualquier día de éstos ella obtendría una felicidad idéntica. Sin embargo, menos de un año había disfrutado de esa clase de felicidad.
Había dejado caer las flores de la cesta, pensaba Lily, entrecerrando los ojos, retrocediendo como si fuera a mirar el cuadro, al que no tocaba, sin embargo, con todas sus facultades como en trance, helada la superficie, pero moviéndose algo por debajo con gran velocidad.
Había dejado caer las flores de la cesta, las arrojó y esparció por el jardín, y, con desgana y titubeante, pero sin preguntas ni quejas -¿no poseía la facultad de obedecer los dictados de la perfección?-, se fue. Campo abajo, cruzando los valles, blanca, adornada con flores, así es como le habría gustado pintarla. Las olas sonaban con agrio ruido en las rocas bajo ella. Se fueron, los tres juntos, Mrs. Ramsay iba a la cabeza, caminando más aprisa que los demás, como si confiara en ver a alguien a la vuelta de la esquina.
De repente, la ventana a la que miraba se iluminó con alguna luz que se había encendido en el interior. Por fin había entrado alguien en la sala, alguien se había sentado en el sillón. Por el amor de Dios, rogaba, que se quede ahí en el sillón, y que no se sienta obligado a venir a hablar conmigo. Misericordiosamente, quienquiera que fuese se había quedado en el interior, y se había acomodado de forma que por una verdadera suerte proyectaba una sombra en forma de triángulo irregular sobre el escalón. Alteraba un tanto la composición del cuadro. Era interesante. Podría ser útil. Estaba volviéndole la inspiración. Tenía que seguir mirando, sin relajar ni un segundo la intensidad de la emoción, la determinación de no dejarse desanimar, de no dejarse engañar. Había que sujetar la escena, así, como si estuviera en un tomo de ebanista, y no podía consentir que nada lo estropeara. Lo que quería una, pensaba, cogiendo intencionadamente pintura con el pincel, era mantenerse a la altura de las experiencias ordinarias de la vida, sentir sencillamente que esto es una silla, que eso es una mesa, y, sin embargo, a la vez, quería sentir: Esto es un milagro, es un éxtasis. Quizá después de todo podría resolverse el problema. Ay, pero ¿qué es lo que había sucedido? Una sombra blanca había pasado por el cristal de la ventana. El viento debió de haberse movido en el interior de la habitación. Le dio un salto el corazón, y se apoderaron de ella los nervios, se sintió mal.
«¡Mrs. Ramsay! ¡Mrs. Ramsay!», gritaba, sintiendo que volvía a ella el antiguo horror: querer y querer y no tener. ¿Es que aún tenía ese poder? Luego, al calmarse, tranquilamente, también eso se convirtió en parte de la vida cotidiana, estaba a la altura de la silla, de la mesa. Mrs. Ramsay -era eso parte de la perfecta benevolencia con la que siempre había considerado a Lily- se sentaba allí con toda sencillez, en el sillón; las agujas destellaban de vez en cuando, tejía el calcetín de color castaño rojizo, proyectaba una sombra sobre el escalón. Allí es donde se sentaba.
Como si tuviera algo más que pudiera compartir, pero apenas fuera capaz de dejar el caballete, tan absorta estaba en las ideas que ocupaban su cabeza, por causa de lo que estaba viendo, Lily fue más allá de donde estaba Mr. Carmichael, con el pincel, hasta el borde del jardín. ¿Dónde estaba la barca en estos momentos? ¿Mr. Ramsay? Lo necesitaba.