Por fin había llegado la paz. Llegaban mensajes de paz desde la mar hasta la costa. Prometían no interrumpir el sueño nunca jamás, acunarla más profundamente en el sueño del descanso, y fuera lo que fuera lo que los soñadores soñaran, santa, sabiamente, para confirmar… -algo más susurraba-; mientras tanto Lily Briscoe reclinaba la cabeza sobre la almohada en la habitación clara y limpia, escuchaba la mar. Por la ventana abierta de la habitación entraba el murmullo de la voz de la belleza del mundo, demasiado delicadamente para oír con exactitud lo que decía, pero ¿qué importaba si el sentido era evidente?, y decía con insistencia a los durmientes (la casa estaba llena de nuevo, también había venido Mrs. Beckwith, y Mr. Carmichael) que si de verdad no querían bajar a la playa, podrían al menos levantar la persiana para asomarse a mirar. Verían, si lo hicieran, cómo se extendía la noche de color púrpura, con la cabeza coronada, con el enjoyado cetro, y a qué se parecería un niño que se reflejara en sus ojos. Y si todavía dudaban (Lily estaba cansada del viaje, y casi se durmió al momento, pero Mr. Carmichael leía un libro a la luz de las velas), si todavía decían no, que era vapor ese esplendor suyo, y que el rocío tenía más poder que ella, y seguían prefiriendo el sueño, pues entonces, con delicadeza, sin queja alguna, la voz cantaría su canción. Con delicadeza rompían las olas (Lily las oía en sueños), con suavidad caía la luz (parecía atravesarle a ella los párpados). Todo parecía, pensaba Mr. Carmichael, mientras cerraba el libro, y se dormía, igual que hacía muchos años.
A decir verdad, la voz podría volver a preguntar, mientras las cortinas de la oscuridad se corrían sobre la casa, sobre Mrs. Beckwith, Mr. Carmichael y Lily Briscoe, de forma que arroparan los ojos de éstos varios pliegues de oscuridad: ¿por qué no aceptar esto, contentarse con ello, someterse, ceder? El suspiro de todos los mares rompiendo ordenadamente en tomo a las islas los tranquilizaba, la noche los envolvía, nada interrumpiría su sueño hasta que comenzaran los pájaros y el alba a entretejer sus tenues voces en medio de la blancura; hasta que el rechinar de un carro, el ladrido de un perro en alguna parte, rompieran el velo de sus ojos. Lily Briscoe, estirándose en sueños, se agarró a las mantas, como el que cae se agarra a una mata al borde de un acantilado. Abrió los ojos de par en par. Aquí estaba una vez más, pensó, sentada en la cama. Despierta.