9

La casa se quedó sola, desierta. Se quedaba como una concha en una duna de la playa: para llenarse de granitos de sal secos, ahora que la había abandonado la vida. Parecía que hubiera descendido una prolongada noche: los aires enredadores, juguetones, los aires con olor a marisma, inquietos, parecían haber triunfado. La cazuela estaba oxidada, la estera estaba deteriorada. Habían entrado sapos. Perezosamente, sin propósito definido, el chal se movía a un lado y a otro. Un cardo se había alojado entre las tejas de la despensa. Las golondrinas anidaban en el salón, el suelo estaba sembrado de paja, el yeso se caía a puñados, se veían las vigas, las ratas se llevaban esto o aquello para roerlo tras los zócalos. De las crisálidas nacían mariposas Vanesa (pavón diurna) que agitaban su vida contra el cristal de la ventana. Las amapolas se sembraban solas entre las dalias; en el césped ondeaban las altas hierbas; sobresalían alcachofas gigantes por encima de las rosas; un clavel reventón florecía entre los repollos; mientras que el delicado golpear de una hierba contra la ventana se había convertido, en las noches de invierno, en un repicar de sólidos árboles y espinosos brezos que volvían verde la habitación en verano.

¿Qué fuerza podría oponerse a la fertilidad, a la insensibilidad de la naturaleza? ¿El recuerdo de Mrs. McNab acerca de una dama, de un niño, de un tazón de leche? Había temblado sobre las paredes como el reflejo de una luz, y había desaparecido. Había cerrado la puerta con llave, y se había ido. Era superior a las fuerzas de una sola mujer, había dicho. Nunca venían. Nunca escribían. Había cosas que se pudrían en los cajones: era una verdadera pena dejarlo así, decía. La casa se había echado a perder. Sólo el rayo del Faro entraba en las habitaciones brevemente, enviaba su mirada fija sobre la cama y la pared en la oscuridad del invierno, miraba con ecuanimidad el cardo y la golondrina, la rata y la paja. Nada los detenía ahora, nada les decía que no. Que soplase el viento, que la amapola brotase donde quisiera, que el clavel confraternizase con el repollo. Que la golondrina anidase en el salón, y que el cardo desplazase las tejas, y que las mariposas tomasen el sol sobre la ajada cretona de los sillones. Que los vasos y la porcelana rotos terminen en el césped para que se enreden en ellos la hierba y las bayas silvestres.

Porque había llegado el momento, esa duda en la que el crepúsculo tiembla y la noche hace una pausa, cuando una pluma sobre un platillo inclina la balanza. Una pluma tan sólo, y la casa, hundiéndose, cayéndose, se habría vencido y se habría precipitado en la más profunda oscuridad. En la habitación destruida, habrían acampado los excursionistas con sus cazos, los amantes habrían buscado refugio en ella, el pastor habría guardado el almuerzo entre ladrillos, y el vagabundo se habría envuelto en su abrigo para protegerse del frío cuando durmiera. Después se habría hundido el tejado; los brezos y la cicuta habrían borrado el sendero, los escalones y las ventanas; habrían crecido, de forma desigual, pero lujuriosamente, sobre el montículo, hasta que algún intruso, que se hubiera extraviado, hubiera podido decir por una liliácea como una barra al rojo vivo entre ortigas, o un trozo de porcelana entre la cicuta, que ahí había vivido alguien, que ahí había habido una casa.

Si la pluma hubiera caído, si hubiera vencido la balanza hacia abajo, toda la casa hubiera caído hasta lo más profundo para hundirse en las arenas del olvido. Pero había allí una fuerza, algo no muy consciente, algo que miraba de reojo, algo que se movía de un lado a otro, algo que no había sido estimulado a trabajar con rituales muy dignos ni con cánticos solemnes. Mrs. McNab gruñía, Mrs. Bast refunfuñaba. Eran viejas, estaban entumecidas, les dolían las piernas. Por fin llegaron con escobas y cubos, se pusieron a trabajar. De repente, ¿podría Mrs. McNab arreglar la casa?, una de las jóvenes había escrito. ¿Podría hacer esto?, ¿podría hacer aquello?, todo aprisa. Pudiera ser que vinieran en verano, habían dejado todo para el final, y esperaban hallar todo como lo habían dejado. Lenta y penosamente, con cubo y escoba, barriendo, sacudiendo, Mrs. McNab, Mrs. Bast, detuvieron el avance de la decadencia y la podredumbre; rescataban del charco del Tiempo, que amenazaba con engullirlos, ya una palangana, ya una alacena; por la mañana rescataban del olvido todo el ciclo de novelas de Waverley y un juego de té; por la tarde restituían al sol y al aire una badila de latón y un juego de morillos de hierro. George, el hijo de Mrs. Bast, cazaba las ratas y cortaba la hierba. Había albañiles. Escoltado por los chirridos de los goznes, por el rechinar de las cerraduras, por los golpes y portazos de maderas hinchadas por la humedad, llegaba un laborioso y oxidado nacimiento; mientras las mujeres, inclinándose, levantándose, gruñendo, cantando, daban portazos y golpes, en el piso de arriba, en las bodegas. ¡Ay, decían, qué trabajo!

A veces tomaban el té en el dormitorio, o en el estudio; dejaban el trabajo a mediodía, con las caras sucias, y con las viejas manos, deformes, agarradas a los mangos de las escobas. Sentadas en los sillones, contemplaban la magnífica conquista de grifos y bañera, y el triunfo más laborioso, más parcial, contra las largas hileras de libros, antaño negros como ala de cuervo, manchados de blanco ahora, criando en secreto pálidos hongos, secretando furtivas arañas. Una vez más, al sentir el té caliente, se ajustó el telescopio por sí solo a los ojos de Mrs. McNab, y en medio de un círculo de luz pudo ver al viejo caballero, flaco como un palillo, moviendo la cabeza, cuando ella venía del lavadero, hablando solo, pensaba ella, en el jardín. Nunca se fijaba él en ella. Habían dicho que había muerto; otros, que era ella. ¿Quién sería? Mrs. Bast tampoco estaba segura. El joven caballero sí que había muerto. Eso era seguro. Había leído el nombre en los periódicos.

Ahora aparecía la cocinera, Mildred, Marian, o un nombre parecido: pelirroja, con mucho carácter, como todas las pelirrojas, pero amable, si sabías tratarla. Mucho se habían reído juntas. Siempre le daba un tazón de leche para Maggie; algo de jamón; lo que hubiera quedado. Vivían bien en aquella época. Tenían todo lo que querían (con facilidad, jovial, tras haber bebido el té caliente, desenredaba la madeja de los recuerdos, sentada en el sillón de mimbre, junto al guardafuegos del cuarto de juegos). Siempre había mucho trabajo, mucha gente en casa; a veces, veinte; y había que quedarse fregando hasta más de media noche.

Mrs. Bast (no había llegado a conocerlos, en aquella época vivía en Glasgow) se preguntaba, mientras dejaba la taza, que para qué demonios habrían colgado allí aquel cráneo. Lo habían cazado en el extranjero, sin duda.

Bien podría ser, dijo Mrs. McNab, presumiendo con sus recuerdos: tenían amigos en Oriente; había caballeros que venían a visitarlos, damas que se vestían con traje de noche; una vez los había visto a todos sentados para la cena. Se atrevía a decir que eran unos veinte, ellas con todas las joyas; y le pidió que se quedara para ayudar a fregar, pudiera ser que hasta más de la media noche.

Ay, decía Mrs. Bast, van a hallarlo muy cambiado. Se inclinó sobre la ventana. Contempló a su hijo George que segaba la hierba con la guadaña. Bien podrían preguntarse, ¿qué había pasado?, al darse cuenta de que el bueno de Kennedy debería haberse encargado de ello, pero se le había quedado una pierna mal desde que se cayó del carro; y quizá nadie lo cuidó durante un año, o casi un año; y luego estuvo Davie McDonald, y se enviaron semillas, pero ¿llegaron a sembrarse? Lo hallarían muy cambiado.

Observaba cómo movía la guadaña su hijo. Trabajaba bien, era callado. Bueno, tenían que seguir con las alacenas, pensó. Se levantaron.

Por fin, tras varios días de trabajo en el interior, de podar y excavar en el exterior, sacudieron los polveros en las ventanas, se cerraron las ventanas, se cerraron todas las llaves en la casa, dieron un portazo en la entrada: habían terminado.

Ahora, como si el limpiar y el frotar y el segar la hubieran sofocado, se podía entreoír una melodía, esa música intermitente que el oído recobra y pierde de forma constante: un ladrido, un balido, el zumbido de un insecto, el temblor de la hierba cortada; algo aislado, pero identificable: el chirrido de un escarabajo, el rechinar de una rueda, altos o bajos, pero misteriosamente relacionados; cosas que el oído se esfuerza en juntar, y está siempre a punto de conseguir que agonicen, pero nunca se oyen bien del todo, nunca armonizan plenamente, y finalmente, al atardecer, los sonidos cesan uno tras otro, se quiebra la armonía, y cae el silencio. Con el crepúsculo se perdía la intensidad, y como niebla que se levantara, se alzó el silencio, se extendió el silencio, se calmó el viento; confiadamente, el mundo se preparaba para dormir, oscuramente, sin luz, excepto la luz de color verde que se filtraba entre la enramada, o la luz pálida de las flores blancas de la ventana.

[Lily Briscoe y su equipaje llegaron una tarde de finales de septiembre. Mr. Carmichael vino en el mismo tren.]

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