Pozzuoli, cerca de Nápoles.
Eyvindur Freisson amaba los volcanes. Por egolátrico que fuese, ya que el mundo debía terminarse para él, no le parecía mal que se acabara también para todos los demás y que la causa de aquel Menschendammerung fueran los monstruos de fuego y lava a los que había consagrado su vida.
Tal como había empezado su relación con los volcanes, su sentimiento hacia ellos debería haber sido de odio. Eyvindur había nacido en Heimaey, una isla de pescadores que medía poco más de diez kilómetros cuadrados y se hallaba a menos de una hora en barca de Islandia.
Una madrugada de enero, cuando tenía dieciséis años, Eyvindur soñó que se precipitaba por un acantilado mientras buscaba huevos de frailecillo. Al despertar, descubrió que se había caído de la cama y que todo el suelo temblaba como si un gigante de Jotunheim sacudiera la casa con sus manazas de roca.
Minutos después, con los ojos llenos de legañas, se encontraba en la calle junto con sus padres y su hermana. Al este de la ciudad, a apenas un kilómetro de su casa, un espectacular penacho de lava incandescente se recortaba contra la oscuridad de la noche. Por lo que supieron luego, en el suelo de la isla se había abierto de repente una grieta de más de kilómetro y medio de longitud que empezó a escupir lava, cenizas y gases ardientes.
Eyvindur se quedó boquiabierto contemplando aquel surtidor rojo. Estaba a más de mil metros de su casa, pero el calor de la roca fundida le llegaba a las mejillas y el fragor de la erupción retumbaba en el aire como diez tormentas juntas. Se habría quedado allí hasta que la lava lo alcanzara, pero su padre lo agarró del brazo y tiró de él.
– ¿Estás loco? Tenemos que recoger todo lo que podamos y marcharnos de aquí.
Por suerte, como estaban en pleno invierno y hacía muy mal tiempo, todos los barcos y botes pesqueros de la isla se hallaban amarrados en el puerto. Apenas había pasado media hora cuando la mayoría de los cinco mil habitantes de la isla navegaban hacia Islandia en setenta embarcaciones.
Pero hubo doscientas personas que se quedaron atrás para luchar contra la erupción y salvar la ciudad. Entre ellas se encontraba Eyvindur, que saltó a última hora de uno de los botes, pese a que sus padres le gritaron y amenazaron para que volviera atrás. La mayoría de los ciudadanos que se quedaron en la isla de Heimaey lo hicieron por sentido del deber, por altruismo o por salvar sus propias casas. Pero Eyvindur actuó impulsado por la curiosidad. El espectáculo de los chorros de lava incandescente recortándose contra el cielo lo tenía hipnotizado, y cada vez que un nuevo estampido hacía retemblar la isla la adrenalina despertaba en sus venas un calor tan ardiente como el de la roca fundida.
La lucha contra el volcán fue una tarea épica que en parte fracasó y en parte logró su objetivo. Las mangueras que bombearon más de cinco millones de toneladas sobre la lava consiguieron enfriarla lo suficiente para detener su avance sobre el puerto, la clave de la economía de Heimaey. Pero la erupción destruyó casi cuatrocientas viviendas. La pared de roca candente avanzaba tan inexorable como Elli, la diosa de la vejez a la que ni el gran Thor había podido derrotar.
Cuando la lava llegó al barrio de Eyvindur, éste contempló cómo el techo de su casa se desplomaba y las paredes de madera ardían. Pero, en vez de llorar como tantos otros, se quedó fascinado ante aquella demostración del poderío de la Tierra y de la fragilidad del hombre. Mientras perdía su hogar, se juró a sí mismo consagrar su vida a aquella maravilla que al mismo tiempo que destruía, también creaba: cuando la erupción terminó en julio, la ciudad había perdido la tercera parte de sus casas, pero la isla medía dos kilómetros cuadrados más.
Tras terminar sus años de framhaldsskóli, Eyvindur estudió Ciencias de la Tierra en Islandia y después se especializó en Seattle, donde presenció y sufrió la erupción del Si. Helens, una experiencia que consideraba uno de los mayores privilegios de su vida.
Para él no había lugar mejor que las cercanías de un volcán. En Hawaii había dormido junto al Halema'uma'u de Kilauea, y en el Congo había trepado hasta el lago de lava ardiente de la cima del Nyiragongo. En 1991 había estado en la erupción del monte Unzen, en Japón, y sólo por cuestión de minutos se había salvado de la nube ardiente que mató a dos de sus ídolos, los vulcanólogos franceses Katia y Maurice Krafft.
Eyvindur siempre había pensado que el destino le reservaba morir en una erupción, igual que los Krafft. Pero ahora empezaba a sospechar que no sería así. Cuatro semanas antes le habían diagnosticado un tumor cerebral. El nombre de aquella hidra maligna era «glioblastoma multiforme». Eyvindur le había pedido a la doctora una opinión sincera.
– Con su edad, la esperanza de vida media es de siete meses.
– ¿Y con tratamiento?
– El plazo que le he dado es con tratamiento. Sin él, es posible que muera antes de tres meses.
Después de informarse de todas las opciones, Eyvindur había decidido que no se sometería a una operación. Si había de morir, prefería hacerlo con el cerebro intacto, sin verse reducido a una silla de ruedas y, sobre todo, sin perder los recuerdos que había atesorado persiguiendo volcanes por todo el mundo. Por eso se las había ingeniado para conseguir una cápsula de cianuro que llevaba siempre encima.
Ahora abrió la cajita donde la guardaba junto a las pastillas de viagra y la revolvió entre los dedos. «Siempre hay tiempo para morir», pensó. Pero sabía que no era así. Lo malo de las enfermedades que afectan al cerebro es que es el propio cerebro el que sufre sus efectos y a la vez debe detectarlos. ¿Y si su mente se deterioraba sin que él lo percibiera y llegaba a un punto sin retorno en el que no ya no tendría el valor ni la lucidez necesarios para ingerir el cianuro?
El móvil sonó. Eyvindur, que estaba sentado en una silla de camping delante de la caravana, se volvió a la derecha. El teléfono estaba encima de la nevera portátil. Para cogerlo tenía que levantarse, y en ese momento no le apetecía.
Eyvindur se cruzó los dedos sobre el vientre y dejó que el móvil sonara un rato, mientras observaba el paisaje que lo rodeaba. El resol que reverberaba en la explanada blanca de la Solfatara le hizo entornar los párpados. Sus ojos nórdicos, evolucionados para ver bajo la mortecina luz del Septentrión, no acababan de acostumbrarse a los brillos duros y cortantes del Mediterráneo.
El teléfono seguía sonando. Ya debía llevar más de un minuto dando timbrazos. Eyvindur suspiró, se levantó de la silla y miró la pantalla del móvil. Quien llamaba era Adriana Mazzella, directora del Osservatorio Vesuviano. Su jefa.
– Hola, Adriana.
– ¿Dónde estás, Eyvindur?
– Al pie del cañón. Como siempre.
Adriana y él habían sido amantes durante un mes. Era la única persona del Osservatorio que sabía que Eyvirndur padecía un cáncer incurable. En otras circunstancias, ella tal vez le habría sugerido que dejara de trabajar un domingo y se dedicara a disfrutar del tiempo de vida que le quedaba. Pero ahora su voz sonaba tan sulfurosa como los chorros de gas que brotaban del suelo del cráter.
– Quiero que vengas ahora mismo a las oficinas.
– Me encantaría complacerte, Adriana, pero los antiinflamatorios me están volviendo impotente.
– No estoy para bromas, Eyvindur. Si no he hablado contigo hasta ahora es porque no he parado de hacer llamadas para apagar los fuegos que has encendido con esa entrevista tan irresponsable. ¿Cómo se te ocurre recomendar a la gente que evacué la región sin encomendarte a nadie?
Eyvirndur reprimió una sonrisa. Le encantaba ver a los directivos en apuros burocráticos.
– ¿Cuánta gente crees que ha abandonado la región? En la radio he oído que cerca de doscientas mil personas.
– Lo dices como si estuvieras orgulloso de desatar el pánico.
BRRROARRRR
El suelo trepidó bajo sus pies durante unos segundos y las latas de cerveza repiquetearon al sacudirse dentro de la nevera. Eyvindur abrió los brazos como un funambulista, aunque el temblor no fue tan potente como para hacerle perder el equilibrio. Cuando el pequeño seísmo se calmó, los turistas que contemplaban los charcos de lodo, a unos cien metros de la caravana de Eyvindur, empezaron a gritar y a bracear, como si pidieran explicaciones a la agencia de viajes.
– ¿Has notado eso, Adriana?
– ¿Qué ha pasado?
– Un temblor. -Eyvindur entró en la caravana y miró el sismógrafo-. Tres coma cinco. Y el foco está a sólo nueve kilómetros de profundidad.
– ¿Crees que eso te da la razón? ¿Que es motivo suficiente para provocar el pánico entre la gente?
– Lo que menos quiero es llevar la razón. Prefiero equivocarme y que no ocurra nada, aunque yo quede como un viejo tonto.
Eyvindur no era del todo sincero. A una parte de él le horrorizaba la perspectiva de una catástrofe que podría matar a cientos de miles de personas. Pero otra parte quería presenciar una erupción colosal como grandioso colofón a sus días sobre la Tierra.
– Tú siempre has querido llevar la razón, incluso cuando defiendes teorías inverosímiles.
– No quiero hacerte perder el tiempo, Adriana. Si lo que quieres es que me presente allí para firmar mi dimisión, puedes aceptarla por teléfono.
– No es lo que yo habría querido, y lo sabes.
– No te preocupes por mí. Si crees que ser expulsado de una organización burocrática supone un borrón para terminar mi carrera, es que no me conoces.
– Eyvindur, eres injusto y…
«Y lo sabes», repitió mentalmente Eyvindur mientras apretaba el botón rojo para cortar la llamada.
Sí, había sido injusto con ella. Como directora del Osservatorio, Adriana tenía que terciar entre los políticos, con sus corruptelas y sus servidumbres, y los científicos, con sus teorías contradictorias y sus egos muchas veces más hinchados que las burbujas de barro que reventaban en las charcas ardientes de la Sulfatara.
En noviembre de 2012, se había producido en Pozzuoli un seísmo de 5,2 en la escala de Richter. En aquel entonces el director del Osservatorio Vesuviano era Aldo Baressi. Cuando un periodista le preguntó si los Campi Flegri podían entrar en erupción, Baressi cayó en la trampa de ofrecer respuestas ambiguas como «no es imposible», «si se cumplieran las condiciones que usted dice podría ocurrir», «no podemos descartarlo al cien por cien».
Los titulares de los medios más sensacionalistas rezaron: «La catástrofe de 2012 empezará en los Campi Flegri». Sin encomendarse ni al Osservatorio ni a Protección Civil, la alcaldesa de Pozzuoli decretó la evacuación inmediata. Casi cien mil personas trataron de abandonar la ciudad a la vez. Las carreteras se colapsaron y se produjeron saqueos, suicidios, asesinatos y todo tipo de desmanes. Al final, cuando no ocurrió nada, los medios -los mismos que habían provocado la alarma- hablaron de una «grandiosa scorreggia» o «colosal flatulencia» que había costado decenas de muertos. Baressi fue despedido; pero, curiosamente, la alcaldesa (ir)responsable mantuvo su puesto.
La primera consecuencia de aquella falsa alarma fue que Adriana Mazzella, hasta entonces jefa de geodesia, se convirtió en nueva directora del Osservatorio. La segunda, que desde entonces nadie del centro vulcanológico estaba dispuesto a ser el primero en dar la voz de alarma a no ser que se abriera bajo sus pies una grieta conectada directamente con el centro de la Tierra.
Para Eyvindur, la moraleja de aquella historia era muy clara, el público exige certezas a los científicos y no puede entender que, aunque el mundo se rija por leyes más o menos conocidas, su conducta es tan compleja y depende de tantas variables que es imposible prever con exactitud lo que va a ocurrir en cada momento. ¿Cómo hacer comprender que, por mucho que se mejoren las previsiones del clima, el tráfico, la economía o la propia vulcanología, siempre hay elementos que, con una mínima variación, pueden causar un comportamiento impredecible y aparentemente caótico y desatar un tornado, un atasco o una crisis financiera? O una erupción.
Eyvindur estaba convencido de que la catástrofe iba a producirse en cuestión de días. Pensó que, ahora que ya no tenía trabajo, podría alejarse de la zona. Pero ¿para qué? Llevaba diez años en el Osservatorio. ¿Iba a huir ahora que se acercaba la erupción que había estado esperando durante todo ese tiempo? Además, si las cosas se ponían muy feas y se veía en peligro de morir abrasado por un flujo piroclástico o ahogado en sus propias flemas por culpa de las cenizas y los gases, siempre podía recurrir a la cápsula de cianuro.
Todo apuntaba a un final inminente. En un momento así, uno debía pensar en los herederos. Eyvindur tenía dos hijas y un hijo de dos ex esposas y una amante. A todos les había pagado las pensiones correspondientes, los llamaba una vez al mes y los visitaba de vez en cuando. Ya se repartirían sus cuentas y sus propiedades, que no le aportarían a cada uno más de cincuenta mil euros. Pero lo que realmente importaba a Eyvindur era su herencia intelectual.
Tenía una hipótesis sobre lo que estaba a punto de ocurrir, sobre el motivo por el que el corazón de la Tierra se había puesto a bombear magma fundido como si estuviera al borde del infarto. De todas las teorías peregrinas que había defendido en su vida, ésta era la más descabellada. Sólo se le ocurría una persona a la que sugerírsela.
Pero, por supuesto, no se la iba a exponer así, sin más ni más. Como cuando era su estudiante de postgrado, Iris tendría que llegar a la respuesta por sí misma.
Madrid, aeropuerto de Barajas, terminal 4 .
Iris solía llegar con tiempo de sobra a todas partes. Ya había pasado por el control de la Guardia Civil y el detector de metales y, sentada ante la puerta de embarque, esperaba a que llegara el momento de formar la cola para subir al avión. Aún quedaba más de una hora para que despegara el vuelo a Atenas, donde tomaría el pequeño reactor de turbohélices que la llevaría a Santorini. Sentada frente a los enormes ventanales que daban a la pista, Iris observaba distraída los aterrizajes y despegues bajo un cielo de un azul impoluto.
La mente se le iba constantemente a la lectura de tarot de la víspera y al individuo que se hacía llamar Ragnarok. ¿Qué tenía aquel hombre? Era como si hubiera conocido a dos personas en una, y ambas la habían marcado. Estaba el que se escondía en las sombras y con voz profunda desgranaba los secretos de Iris. Y también el hombre de rasgos afilados y ojos verdes y melancólicos al que ella le había endosado una lección magistral de vulcanología.
«Dios mío, he hablado como una cotorra», pensó. Pero Ragnarok parecía haber escuchado con atención aquella larga disertación geológica.
«¿Qué más te da si no le vas a volver a ver?».
Iris pensó que debía haber muchas otras personas que hubiesen tenido experiencias similares con las cartas. Para comprobarlo, sacó del bolso su tableta. Cuando la pantalla se iluminó, Iris escribió en ella algunas palabras clave. No Solo «tarot», sino también «telepatía», pues se preguntaba si no se habría producido ese fenómeno entre Ragnarok y ella. ¿Cómo si no había podido averiguar cosas tan personales sobre ella, su familia y su profesión? Sobre todo, ¿de qué modo había descubierto que Iris trabajaba precisamente en Santorini?
Entre los resultados, uno rezaba «telepatía en la lectura del tarot». Lo pulsó, buscando algo que la reafirmara en su impresión. Pero el texto completo decía «aparente telepatía en la lectura del tarot».
Iris no quería que nadie le estropeara la ilusión, así que pensó en buscar otra página. Pero, cuando ya tenía el dedo sobre el botón Atrás, recordó que era científica y que, como tal, no debía taparse los ojos a la verdad, de modo que amplió el artículo.
El texto era un extracto de Desmontando la Atlántida y otros mitos, un libro escrito por un tal Gabriel Espada. «Qué coincidencia», pensó Iris, recordando la vieja teoría según la cual la Atlántida estaba emplazada en Santorini. Pagó los dos euros que costaba el libro y se lo bajó. Decidió reservar la parte de la Atlántida para el vuelo y acudió directamente al capítulo sobre el tarot.
Apenas llevaba unos minutos leyendo cuando se dio cuenta de que le ardían las mejillas. Levantó la mirada de la pantalla y miró a su alrededor con gesto avergonzado, como si los pasajeros que se sentaban en los asientos de la sala de espera pudieran leer en su rostro que era una crédula que se había dejado engañar.
Según el libro, lo que Ragnarok había hecho con ella era conocido como «lectura en frío». La palabra «lectura» resultaba muy apropiada, ya que los buenos videntes leían a sus clientes como si fueran manuales de párvulos.
Para ello, se basaban en parte en el lenguaje corporal; pero, sobre todo, en la propia información que pescaban gracias a la colaboración de los clientes.
«La clave», afirmaba el libro, «radica en que los clientes que han pagado un dinero quieren creer que lo están empleando en algo útil. Por eso colaboran de buen grado y ofrecen información al vidente a poco que éste la insinúe».
A Iris la había sorprendido que Ragnarok supiera que la enfermedad de su padre tenía que ver con el pecho.
Ahora descubrió que aquél era un recurso de manual: más de la mitad de las enfermedades mortales se situaban en el pecho o las inmediaciones. Al fin y al cabo, explicaba el libro, la muerte se acababa produciendo por un paro cardíaco, así que de algún modo el vidente siempre llevaba razón. Que era lo importante.
«Qué idiota he sido», pensó, apartando la mirada de la pantalla libro. Fuese quien fuese Gabriel Espada, parecía que hubiera escrito aquellas páginas pensando en ella, en la pobre crédula de Iris Gudrundóttir, compungida por la muerte de su padre, recién entrada en la crisis de los treinta y replanteándose la relación con su novio y su futuro personal.
Y, sin embargo, Iris no conseguía explicarse cómo Ragnarok había sabido que ella trabajaba en Santorini. ¿Por qué no en Hawaii o en su Islandia natal o en cualquier otra región volcánica del mundo? Eso no lo explicaba el libro.
«Quieres creer en él porque te resulta atractivo», se dijo. Pero lo cierto era que le había pagado a aquel hombre cuatrocientos euros por que le tomara el pelo. Menos mal que, aunque la idea se le había pasado por la cabeza, no había llegado a besarlo. «Dios mío, ¿y si me hubiera acostado con él?», pensó, ruborizándose todavía más.
El timbre del teléfono «extraoficial» la sacó de sus pensamientos.
Iris tenía dos nokias iguales de color blanco, cada uno con un número y una cuenta bancaria diferentes. Había decidido comprar el segundo hacía un par de años, harta de que Finnur le trasteara con el móvil. Su novio no sólo le cogía las llamadas cuando ella estaba en la ducha, sino que le leía los mensajes y a veces los respondía por ella. También le borraba o le cambiaba los móviles de antiguos compañeros de clase o de amigos que considerase atractivos y, por tanto, peligrosos.
Desde entonces, Iris siempre dejaba al alcance de Finnur el móvil oficial y se guardaba junto a ella el otro, con el que se ponía en contacto con todas aquellas personas que su novio no habría aprobado.
Entre ellos, el hombre que la estaba llamando ahora: Eyvindur Freisson. Vulcanólogo y biogeoquímico, y profesor de postgrado de Iris en el Osservatorio Vesuviano.
Iris dudó un segundo. No le quedaban muchas ganas de hablar ahora, pero Eyvindur siempre tenía algo curioso que contar, y le vendría bien para olvidarse del estúpido engaño que había sufrido el día anterior. De modo que contestó.
– ¿A que no sabes el lío que he organizado esta vez? -dijo Eyvindur sin más preámbulos.
– Pues no, la verdad. He tenido unos días algo agitados. Mi padre ha muerto.
– Ah -se limitó a contestar Eyvindur.
Iris no se ofendió por su laconismo, pues lo conocía de sobra. Eyvindur debía estar pensando en lo que él quería contarle a Iris, no en lo que podía escuchar. Aunque era un hombre atractivo y un auténtico encantador de serpientes, cuando su mente se concentraba en algo, su empatía se reducía a cero y no le importaba un comino lo que su interlocutor pudiera sentir o pensar.
Excepto, claro, que se tratara de una interlocutora y quisiera acostarse con ella. Seducir mujeres en general y jovencitas en particular se le daba de perlas. Iris lo sabía de primera mano, pues ella y Eyvindur habían sido amantes durante los meses que estudió en el Osservatorio Vesuviano. Por aquella época, había roto con Finnur después de un noviazgo de año y medio. Después volvieron, pero en el ínterin se produjo el affaire con Eyvindur.
Era algo que Finnur no le perdonaba, y se lo sacaba a colación siempre que podía.
– ¿Cómo pudiste acostarte con un viejo como ése?
– No era tan viejo. Sólo tenía cincuenta y pocos años -contestaba Iris. En realidad, eran cincuenta y siete.
– ¿Sólo? -preguntaba Finnur con retintín, y luego se explayaba en una descripción de lo que, según él, debía ser un amante cincuentón. El vello corporal largo, blanco y áspero, la barriga flácida y colgante (al igual que otras partes del cuerpo, se apresuraba a añadir), el olor dulzón a enfermedad y hospital que exudaban los viejos.
De nada servía que Iris le dijera que Eyvindur se conservaba en forma en todos los sentidos y que, por supuesto, no era tan viejo como para oler a asilo. Pues, después de criticar el físico de Eyvindur, Finnur la emprendía con sus teorías.
Los ataques de Finnur eran claramente ad hóminem y se debían a un ataque de cuernos injustificado, por cuanto en aquellos meses Iris y él no eran novios oficiales. Pero había que reconocer que Finnur no estaba solo en sus argumentos: a lo largo de su carrera, Eyvindur se había ganado más detractores que admiradores.
Todos reconocían que era un hombre brillante. Como biogeoquímico, sus estudios sobre el uso de microorganismos para descomponer plásticos a gran escala y convertirlos en materias reutilizables podrían haberle valido el Nobel. Pero en lo personal y profesional se saltaba todas las normas. Su adagio favorito lo había extraído de las Fundaciones de Asimov: «Nunca permitas que tu sentido de la moral te impida hacer lo que está bien».
En cuanto a lo intelectual, tenía un impulso irrefrenable que lo llevaba a abrazar teorías que él consideraba heterodoxas y otros tildaban directamente de «descabelladas». Iris creía en muchas de ellas, en parte porque ella misma era un poco iconoclasta y en parte porque Eyvindur la fascinaba. Pero normalmente no se atrevía a expresar esas teorías en voz alta ni por escrito.
– Cuéntame cuál es ese lío, Eyvindur.
– ¿No has visto las noticias?
– Hay millones de noticias en la red. ¿A qué te refieres;'
– La gente ha empezado a evacuar Nápoles. ¿Se ha anunciado una alerta por el Vesubio? Ni se ha anunciado ni ha sido por el Vesubio.
– ¿Qué quieres decir? -A Eyvindur le gustaban los rodeos y las adivinanzas, algo que a veces divertía a Iris, pero que en otras ocasiones la sacaba de quicio.
– Que no hay alerta oficial. Fui yo quien dijo ante las cámaras de televisión que lo mejor que podía hacer todo el mundo era preparar las maletas y marcharse lo más lejos posible.
– ¿Y la gente te ha hecho caso?
– Los napolitanos tienen mucha pachorra, ya sabes. Recuerda ese hospital que inauguraron a siete kilómetros del Vesubio.
– Sí, no es que se preocupen mucho por el volcán.
– Yo calculo que me habrá hecho caso la décima parte de la población, sobre todo porque las autoridades y el propio Osservatorio se han apresurado a desmentirme. Pero con ese diez por ciento ha bastado para colapsar las carreteras.
El vulcanólogo sonreía como un niño satisfecho de su última trastada.
– ¿Y lo dices con esa calma?
Eyvindur se encogió de hombros.
– He perdido mi puesto en el Osservatorio. Pero no me preocupa.
– Claro, a estas alturas qué más te da.
– Me duele que me malinterpretes precisamente tú, Iris. No tiene que ver con mi edad ni con la jubilación. He hecho lo correcto. Y ya te he dicho que no se trata del Vesubio.
– ¿Los Campi Flegri?
Eyvindur asintió.
– Ya sabes que esta zona siempre ha destacado porque el terreno sube y baja muy despacio, como se puede comprobar por el nivel de la costa.
– Aja -dijo Iris. Aquel fenómeno se llamaba «bradiseísmo».
– Ahora el suelo lleva varias semanas subiendo, algo que ha ocurrido otras veces, pero no tan rápido.
– ¿Cuánto?
– Cuarenta centímetros en la última semana.
Cuando Iris silbó entre dientes, Eyvindur sonrió satisfecho.
– No es sólo eso. Se están produciendo microtemblores que aquí no son normales. También hay cambios en la composición de la Solfatara, y el lago Averno muestra un contenido muy alto de dióxido de carbono.
– O sea, que…
– … que la cámara de magma está llenándose a gran velocidad. Y no hablamos de una cámara como la del Vesubio, sino de algo mucho más grande. Muchísimo más grande.
– ¿Y por qué el Osservatorio no ha dado todavía la alarma?
– Tienen miedo de volver a pifiarla como en 2012. Acabarán dando la alarma, seguro, pero me temo que ya será demasiado tarde.
– Igual que en Santorini -dijo Iris-. Todo está ocurriendo demasiado rápido.
– Más incluso de lo que te imaginas. Pero no te llamaba exactamente por eso.
– Cuéntame. -Iris levantó la mirada hacia la pantalla. Quedaban tres minutos para el embarque-. Rápido, no tengo mucho tiempo.
– He detectado nanobios más abajo que nunca, Iris. Y además se están multiplicando.
Iris asintió.
Una de las razones por las que muchos colegas miraban con escepticismo a Eyvindur era su obsesión por estudiar la vida que bullía bajo la corteza terrestre.
Eyvindur había adoptado y desarrollado las hipótesis del astrónomo Thomas Gold; otro personaje que, como él mismo, se había adentrado en campos alejados de su especialidad. Según la teoría de ambos, el origen de los combustibles fósiles era muy distinto del que aceptaba la ciencia oficial.
La creencia más extendida era que el petróleo se había formado a partir de los restos de enormes masas de plancton y algas enterrados hacía millones de años bajo capas de sedimentos.
En cambio, Eyvindur sostenía, siguiendo a Gold, que esos combustibles procedían de épocas aún más antiguas, cuando cuerpos protoplanetarios de gran tamaño colisionaron entre sí para crear la Tierra. En muchos de esos cuerpos había metano en abundancia y otros compuestos de carbono, y las presiones y el calor del interior de la Tierra los habían transformado en hidrocarburos.
A partir de entonces, esos compuestos habían ido migrando poco a poco hacia las alturas, aprovechando grietas y fisuras entre las rocas, lo que explicaba que aparecieran nuevas reservas de petróleo cuando ya se creían agotadas. En su viaje a la superficie, los hidrocarburos alimentaban la vida que bullía bajo la corteza terrestre.
Que, según Eyvindur, era la vida originaria.
– Aunque nos pueda parecer lo contrario -sostenía en sus conferencias-, hace miles de millones de años bajo la corteza terrestre reinaba un entorno mucho menos hostil para la vida que en la superficie. Cuando aparecieron los primeros microorganismos, la Tierra estaba sometida a un bombardeo constante de asteroides y cometas, además de los rayos cósmicos que habrían alterado y destruido el código genético de cualquier forma embrionaria de vida. Así que la superficie no era precisamente el lugar más seguro.
¿De qué vivían esas primitivas formas de vida, según Eyvindur? No dependían del flujo energético del sol, sino de interceptar el flujo de los hidrocarburos hacia la superficie, de parasitar el «sudor» de la Tierra.
– Se están multiplicando. Los nanobios -repitió Iris, como si leyera el planteamiento de un problema en un examen-. ¿Y qué tiene que ver eso con el aumento de actividad en el núcleo de la Tierra?
– Piensa en ello.
Iris no tenía ganas de pensar, pero intentó seguir el razonamiento de su antiguo mentor.
– Al haber más energía en el interior de la Tierra, los nanobios disponen de más suministro y pueden multiplicarse. ¿Es así?
– Ésa sería la explicación más fácil.
«Otra vez con sus adivinanzas». Como profesor, los exámenes de Eyvindur eran un suplicio para los estudiantes con poca imaginación. Nunca planteaba preguntas del tipo: «Hábleme del gradiente térmico de la Tierra», sino más bien como: «Imagínese un planeta sin gradiente térmico. ¿A qué causas podría deberse tal situación?»
– Vale, ahora me saldrás con la teoría de la complejidad, seguro. «El todo es más que la suma de las partes».
– Lo cual se aplica también a los nanobios, claro está.
Eyvindur sostenía que, aunque los nanobios eran tan pequeños que el contenido genético que cabía en su interior era muy reducido, lo intercambiaban entre sí. De algún modo, según él, se asociaban creando redes orgánicas que, en sí mismas, eran formas de vida superiores.
Iris aceptaba la existencia de los nanobios. Pero le resultaba más difícil creer que de la suma de esas minúsculas partes surgiera una especie de organismo colectivo. ¿Qué sería lo siguiente que defendería Eyvindur? ¿Que aquel organismo constituido por cuatrillones de nanobios poseía una mente propia?
– Piensa en ello, Iris. Y no olvides tampoco el Alan Hills.
Lo que faltaba. El meteorito Alan Hills 84001. Aparte de sostener que los nanobios eran la forma de vida primigenia, Eyvindur aseguraba que su origen era extraterrestre.
Panspermia. Semillas de todo. Aquél era el nombre de la hipótesis según la cual la vida está diseminada por todo el Universo. ¿Cómo había llegado esa vida a la Tierra? Según Eyvindur, en forma de nanobios que viajaban dentro de meteoritos y cometas, alimentándose de los compuestos orgánicos que había en su interior.
De ser así, la vida en la Tierra podría ser resultado de un juego de billar cósmico. Literalmente. Ahí entraba en juego el Alan Hills. Millones de años atrás, el impacto de un asteroide sobre Marte arrancó fragmentos de roca que alcanzaron suficiente velocidad como para huir de la gravedad marciana. Uno de dichos fragmentos, después de un viaje de cientos de millones de kilómetros, acabó estrellándose en la Antártida.
Y en aquel meteorito, catalogado como Alan Hills 84001, se habían encontrado restos de microorganismos.
El Alan Hills 84001 no era el origen de la vida en la Tierra, pues había caído cuando ya existían seres humanos en ella. Pero, según Eyvindur, mostraba claramente el mecanismo de la difusión de la vida en el Cosmos.
¿Qué demonios tenía que ver todo eso con la posible erupción de los Campi Flegri, de Santorini y de otros supervolcanes?
– Señoras y señores pasajeros del vuelo 2038 con destino a Atenas, en breves momentos se va a proceder al embarque en la puerta 45.
Iris suspiró aliviada. No se encontraba con fuerzas para seguir pensando.
– Eyvindur, tengo que dejarte. Mi vuelo va a salir.
– El vuelo es la clave, Iris. No lo olvides -respondió Eyvindur, y antes de que ella pudiera añadir algo más, colgó.
«Si esperas que me pase dos días dándole vueltas a tu adivinanza, estás listo», se dijo Iris, guardándose el móvil.
No obstante, se quedó unos instantes pensativa. Cuando quiso darse cuenta, la cola ya se había formado y ella, que había llegado casi la primera a la sala de espera, se había quedado la última. Mientras esperaba a que los demás pasajeros pasaran por el mostrador, volvió a desenrollar la tableta con la intención de buscar más información sobre los nanobios.
Pero al encontrarse con el texto que estaba leyendo cuando la llamó Eyvindur, recordó la lectura del tarot y el beso de Ragnarok y so olvidó de todo lo demás.
Se preguntó quién era el autor de ese libro y, en concreto, de ese capítulo que parecía especialmente escrito para una incauta como ella. Volvió a mirar el nombre. Gabriel Espada.
Al teclearlo junto con el título del libro, la entrada del buscador le sugirió una entrevista. Iris pinchó, por curiosidad. Cuando la ventana de vídeo se abrió en la pantalla, sintió que el estómago se le encogía como si acabara de tragarse un bloque de hielo.
Era él.
«Sólo una vez en mi vida me ha sucedido algo que me haya hecho pensar que lo paranormal puede existir», decía Gabriel Espada, alias Ragnarok. «Una única experiencia positiva contra decenas de pruebas negativas».
«¿Puedes decirnos cuál fue esa experiencia positiva?».
El entrevistado sonrió, socarrón.
«Es un secreto que sólo podrás arrancarme si tienes el don de la telepatía. Pero todo el mundo sabe que la telepatía no existe…».
– Será hijo de puta… -masculló Iris.
Al oírla, el pasajero que hacía cola delante de ella, un hombre trajeado de unos treinta y cinco años, se dio la vuelta.
– ¿Le pasa algo, señorita?
Iris se dio cuenta de que tenía los ojos llorosos. Se los enjugó con el dorso de la mano, cerró la pantalla del lector y negó con la cabeza. El hombre sonrió protector.
– Si puedo ayudarla en algo…
Iris volvió a negar. Esperaba que no le tocara sentarse al lado de aquel tipo. Como intentara ligar con ella durante el vuelo, iba a pagar por las faenas que le habían hecho todos los hombres del mundo.
California , Fresno
Los domingos por la mañana Joey solía dormir hasta las once, aprovechando que su madre trabajaba en el restaurante y que a su padre también se le pegaban las sábanas. Por eso, cuando empezaron a aporrearle la puerta con violencia, se despertó con el corazón en la boca.
– ¡Levanta, Joey! -gritaba su madre-. ¿Qué horas son éstas de seguir en la cama?
No eran más que las diez. ¿Qué hacía su madre en casa a esa hora? Lo curioso era que, pese a la premura de su voz, no parecía enfadada. Más bien acelerada.
Joey salió de la habitación frotándose los ojos. Su padre, que la noche antes había bebido alguna cerveza de más, apareció en el pasillo bostezando y rascándose el trasero.
– ¿Se puede saber qué haces tan temprano de vuelta, Teresa? -preguntó.
– Pues resulta que se inundó el restaurante -contestó la madre de Joey.
– ¿Pero cómo? Si últimamente no llovió nada…
– Pues ya ves. Reventaron unas cañerías y quedó todo hecho una porquería. El dueño tiene que cerrar diez días. ¿Adivinaron qué? -añadió la madre, mirándolos a los dos.
Joey se lo había imaginado. Su madre quería visitar a Linda. Después de casarse, la hermana de Joey se había mudado a San Diego. Su marido Charlie trabajaba en la base naval como personal de mantenimiento y Linda había conseguido un puesto como maestra en un parvulario. La pareja incluso había comprado una casa de verdad, no un móvil cuyas paredes se podían atravesar con una patada.
Sin embargo, el reclamo irresistible que atraía a la madre de Joey no era aquella casa, sino su nieta Andrea, que tenía quince meses. La habían visto durante las vacaciones de primavera, ya que Linda y su marido habían venido a visitarlos; pero aquel permiso improvisado era una ocasión que la abuela Carrasco no iba a dejar escapar, máxime cuando su esposo estaba en paro.
– Mamá, yo no puedo ir -dijo Joey.
Aquello provocó una breve discusión. Joey explicó que tenía que entregar varios trabajos y que tanto el jueves como el viernes le esperaban exámenes importantes. Su madre titubeó. Su deber materno exigía que se preocupara sobre todo de su hijo de catorce años, pero su instinto de abuela la llevaba a San Diego a ver a una criatura que, por otra parte, se encontraba perfectamente atendida.
Luisa lo organizó todo con rapidez. Pasó revista al congelador, habló con Rosa Moral, la vecina del 115, que prometió echarle un ojo a Joey, y pegó un papel sobre la nevera con todo lo que debía comer y no comer su hijo durante esos días.
– Tranquila, mamá -dijo Joey-. Además, está Randall.
A Joey también le apetecía ver a su hermana. Más, por otra parte, no tardaba en aburrirse de las absurdas conversaciones que sostenían los mayores delante de Andrea, compuestas de monosílabos, balbuceos y palmadas, todo ello aderezado con sonrisas bobaliconas, gestos exagerados y ojos abiertos como platos. Además, la perspectiva de quedarse solo unos días le resultaba emocionante.
El resto de la mañana se pasó en preparativos frenéticos. A mediodía, los padres de Joey ya tenían listo el equipaje. Una vez cargado el viejo coche familiar, su madre le regaló unos cuantos consejos e instrucciones más ya en la puerta.
– Me portaré bien, mamá. No te preocupes.
– Una coca-cola al día no más, que te conozco, ¿eh?
– Sí, mamá.
Joey ya tenía sus planes. Se frotaba las manos por dentro pensando en sus noches temáticas de Star Trek, Dune y El señor de los anillos en 3D, regadas con coca-cola y alimentadas con varios sabores de pizza. Ya procuraría luego hacer desaparecer los cartones de las pizzas y reponer las latas de refresco.
De pronto su madre se quedó mirándolo muy seria, y Joey se temió: «Me ha leído el pensamiento».
Creo que deberías venir con nosotros.
Mamá, que tengo el instituto.
Ella lo abrazó con fuerza.
– No sé, de pronto he tenido un mal presentimiento, como si no fuéramos a volver a vernos en mucho tiempo.
– Sólo os vais una semana, mamá. Ya verás qué pronto se pasa.
Cuando por fin montaron en el coche, la madre de Joey tenía los ojos húmedos. No mucho después, Teresa Sánchez comprendería que la inundación del restaurante les había salvado la vida a ella y a su marido.
La suerte que pudiera correr Joey era otra cosa.
Madrid, La Latina.
Gabriel pasó la mañana del domingo durmiendo a saltos. No era capaz de conciliar un sueño profundo, pero cuando se despertaba tampoco conseguía estar lo bastante alerta. Sus pensamientos vagaban en asociaciones libres, a veces absurdas, de tal manera que luego le resultó difícil recordar cuándo había estado dormido y cuándo en vigilia. Sus propias vivencias se mezclaban con las de Kiru, a la que en un momento dado llevó a un cóctel ofrecido por Sybil Kosmos en el palacio más chic de la Atlántida. «Hola, Kiru. Te presento a Sybil. Mira, ésta es Iris. Seguro que os lleváis muy bien».
Entre cabezada y cabezada, consiguió que la compañía eléctrica le restableciera el suministro, aunque a costa de entramparse más con la tarjeta de crédito. Si la fortuna no le sonreía con un buen golpe en cuestión de dos o tres semanas, Gabriel se veía haciendo el hatillo y escapando de Madrid.
«Que paren el mundo, que me bajo», pensó por enésima vez en los últimos días. Y luego recordó que, según Iris, tal vez él y todos los demás habitantes del planeta se iban a ver apeados en marcha.
A la una y media bajó a la tienda de la esquina por provisiones. Entre otros víveres, compró leche y galletas para Frodo, que había pasado la noche en su casa. Gabriel había oído en algún sitio que a los cachorros les tranquilizaba dormir oyendo el tictac de un reloj, porque se parecía a los latidos del corazón de su madre. Antes de salir de casa para leerle las cartas a Iris, había sacado de un cajón un viejo despertador, lo había envuelto en una toalla de tocador y lo había metido en la caja de cartón que se había convertido en la cama de Frodo.
Al parecer, el arreglo había sido satisfactorio. También lo fue la nueva ración de leche y galletas desmenuzadas, a juzgar por la forma en que el cachorro agitaba la cola mientras comía.
A las dos le llamó Herman.
– Ya he localizado a Valbuena. Vive en la calle Arroyo de Fontarrón, en Morátalaz. También he conseguido su telefono.
Al ver el prefijo 91, Gabriel preguntó:
– ¿No tiene móvil?
– Se ve que no.
– Debe ser uno de los pocos humanos desmovilizados que quedan sobre la Tierra.
– Tampoco tiene correo electrónico ni está en el Socialnet. He tenido que buscar en la guía de teléfonos.
– ¿Y cómo sabes entonces que es él y no cualquier otro C. Valbuena?
– Porque le llamé a mediodía para venderle una enciclopedia y me dijo: «Señor mío, aquí en mi hogar guardo más de quince mil libros selectos y perfectamente catalogados. ¿Qué le hace a usted pensar que necesito su refrito do saberes estereotipados y superficiales de segunda mano?»
– Ese es nuestro Valbuena. Voy a hablar con él ahora mismo. Luego te cuento.
Gabriel colgó y después marcó el número de Valbuena. Mientras oía las señales, tragó saliva, y se dio cuenta de que se le había acelerado el pulso. «El que es tu profesor lo sigue siendo siempre», pensó.
– Dígame -respondió una voz neutra.
– ¿Don César Valbuena? -preguntó Gabriel. Por más años que hubieran pasado, no se atrevía a apearle el tratamiento.
– Sí. Dígame.
Con muchos rodeos, Gabriel le explicó que era un antiguo alumno del centro al que no había dado clase, pero que gracias a terceros había oído hablar de él y de sus conocimientos del mundo antiguo. Puesto que estaba escribiendo precisamente una monografía, ¿le importaría recibirle para una entrevista sobre los mitos de Platón y, en particular, la Atlántida?
– ¿Cómo se llama usted? -preguntó Valbuena.
– Eh… Guillermo Escudero.
Gabriel había leído en alguna parte que los humanos somos incapaces de librarnos del todo de nuestro nombre, incluso cuando queremos ocultarlo. Ahora se dio cuenta de que había improvisado un alias con las mismas iniciales que el suyo.
– Tuve un alumno que se llamaba así.
«Vaya por Dios, qué maldita casualidad».
– No era yo. -En eso no mentía.
– Venga a verme esta tarde. A las cinco. Puedo hablar con usted una hora.
Gabriel le dio las gracias a la nada, pues Valbuena colgó directamente. Respiró hondo. Se sentía como si hubiera concertado una cita con el dentista. Después llamó de nuevo a Herman para que lo acompañara. Podría haber ido a Moratalaz en metro o en autobús, pero no le apetecía enfrentarse solo a su ex profesor.
California, Fresno .
Por la tarde, Joey se acercó a la caravana de Randall. La víspera, lo había dejado sumergido en su trance, con aquel extraño libro en el regazo. ¿Seguiría igual?
Obtuvo la respuesta antes de lo esperado, ya que por el camino se cruzó con él.
– Qué casualidad -dijo Randall-. Precisamente iba a buscarte. Me gustaría hablar con tus padres.
– Pues no están. Se han ido unos días para ver a mi hermana.
– Tu hermana vive en San Diego, ¿no es así?
– Sí.
Randall se pasó los dedos por la larga barba y dijo con aire pensativo:
– Bueno, eso no está tan mal. Quizá es lo bastante lejos.
– ¿A qué te refieres?
Randall tardó unos segundos en contestar. Por fin, volvió a enfocar la mirada en Joey y le dijo de repente:
– Mañana tengo que hacer un viaje.
– ¿ Adonde vas?
– A Long Valley. Este año no quiero esperar al verano. Y añadió con voz seria:
– Me vendría bien que me acompañaras. Era lo que quería decirles a tus padres.
Joey pensó la contestación que debía dar. «No puedo ir. Tengo clase. Si mi madre se entera de que hago novillos me castigará». Etc. Pero todas las objeciones se esfumaron de su cabeza como hojarasca barrida por el viento. Le apetecía correr una aventura con su amigo Randall, el hombre misterioso que arreglaba las chifladuras de la gente, que entraba en trance como un faquir y que guardaba en su caravana libros escritos en un alfabeto incomprensible.
En realidad, no fueron sólo sus propias apetencias las que le impulsaron a decirle que sí a Randall. Éste procuraba no utilizar con Joey el misterioso poder que, por alguna razón que él mismo no recordaba, denominaba Habla. Pero albergaba el presentimiento de que se acercaban horas muy oscuras, y prefería que aquel chico al que tanto apreciaba estuviera con él, aunque para ello tuviera que manipularlo sin que se diera cuenta.
Cuando llegaron a la caravana de Randall, Joey vio un viejo todo terreno, un Wrangler Renegade cuyo rojo descolorido disimulaba un poco las manchas de óxido.
– Me lo ha prestado Espinosa -explicó Randall.
– No tenía ni idea de que sabías conducir.
– Tengo carnet. Mira. -Randall le enseñó con orgullo el documento plastificado, como si se lo acabaran de entregar en la autoescuela.
Joey miró el carnet con ojo crítico. No era auténtico. Si él se daba cuenta de ello, más se percataría la policía. Randall debía habérselo agenciado en el mismo parque de caravanas encargándoselo a algún falsificador de poca monta.
– ¿Zebadiah Randall? ¿De veras te llamas Zebadiah?
Randall se encogió de hombros y se guardó el carnet antes de que Joey pudiera mirar la fecha y el lugar de nacimiento. De todos modos, se dijo el muchacho, seguro que se los había inventado, como ese ridículo nombre.
Cuando entraron en la caravana, Joey vio dos bolsas de deporte en el suelo. Mientras su amigo sacaba del frigorífico una coca-cola y una cerveza, él empujó ligeramente ambas bolsas con la punta del pie. Una se deslizó con facilidad sobre el linóleo. Ropa. La otra pesaba bastante más.
¿Serían los libros escritos en aquel misterioso alfabeto? ¿Para qué querría Randall llevárselos de viaje?
¿No estaría pensando en un viaje sin regreso?
– Cuando vuelvas a casa, mete toda la ropa que puedas -dijo Randall, dándole la lata de coca-cola.
– Pero ¿cuándo vamos a volver? -preguntó Joey, escamado.
– Seguramente mañana mismo. Sólo es por si acaso. En la montaña el tiempo cambia de golpe.
– Hay un problema. Mi madre ha hablado con Rosa, la vecina. Si mañana no me ve, llamará a mi madre.
– Tranquilo, ya me encargo yo de explicárselo a Rosa. Siento que pierdas las clases, pero va a ser un viaje muy instructivo.
– ¡Y que lo digas! -Joey estaba cada vez más emocionado-. ¡Voy a ver un supervolcán!
– A lo mejor te decepciona. El volcán no está a la vista. En realidad, el volcán es todo el valle que vamos a ver, incluyendo unas cuantas montañas. Pero lo importante está bajo tierra, en la cámara de magma. No pienses que vas a ver nada demasiado espectacular.
– Qué pena…
– No creas. Te aseguro que no querrías estar en medio de una erupción.
– ¿Tú has estado?
Randall se pasó los dedos por la barba.
– No sé. Tengo el recuerdo de haber olvidado que una vez vi estallar un volcán.
Durante un buen rato, Joey se quedó pensando qué significarían aquellas palabras.
Madrid, Moratalaz
Mientras esperaba que llegara la hora de visitar a Valbuena, Gabriel buscó textos e imágenes sobre la Atlántida en Internet y los estudió en la pantalla de televisión. También repasó la hipótesis de los griegos Marinatos y Galanopoulos y del norteamericano Mavor, que ya había leído y desechado en su momento.
Según estos autores, el mito de la Atlántida, el continente que había desaparecido en un gran cataclismo, se basaba en la destrucción de Santorini por una colosal erupción. Los efectos de aquella catástrofe -el estampido sónico, el tsunami, la caída de cenizas, tal vez los flujos piroclásticos- habían debilitado tanto a la poderosa civilización de Creta que poco después había sido presa fácil de los invasores micénicos, procedentes de Grecia continental.
De modo que, cuando Platón escribió sus diálogos sobre la Atlántida, el Timeo y el Critias, se basaba en el recuerdo de la perdida cultura minoica.
Indagando sobre los minoicos, Gabriel encontró pinturas similares a las que había visto en su sueño: paisajes floridos, antílopes, monos, fabulosos grifos. También había hombres vestidos con faldellines y fundas genitales, y mujeres de cabellos rizados que enseñaban los pechos.
Estaba claro que el lugar con el que había soñado, Widina, era la Creta de la Edad de Bronce. Y que la Atlántida, la isla de la montaña de fuego donde Kiru debía reunirse con Minos e Isashara, no podía ser otro lugar que Santorini, al norte de Creta.
A las cuatro y media bajó a la calle. Durante más de diez minutos no dejó de dar vueltas sobre sus propios pasos y mirar la hora en el móvil. Cuando por fin apareció su amigo, Gabriel le regañó.
– Son casi menos cuarto. Hemos quedado a las cinco. ¿No te acuerdas de que Valbuena no dejaba entrar a nadie después del timbre?
– Tranquilo. Hoy es domingo, y con la burra llegamos enseguida.
La «burra» era un escúter de gasolina. Herman levantó el asiento y sacó el casco de reserva. Era del tipo que llamaban «calimero» y no cubría más que el cráneo. Gabriel no se sentía demasiado seguro con él. Tenía la sospecha de que sólo lo protegería si salía disparado por los aires y caía de cabeza, perpendicular como un clavo.
Tras varias maniobras de kamikaze, llegaron a las cinco menos dos minutos a la dirección indicada, en una calleja que se apartaba de la vía principal como una especie de capilar sanguíneo. El bloque, de ladrillo rojo, no tenía ascensor. Valbuena, como era de esperar por las leyes de Murphy, vivía en el cuarto piso. Gabriel subió los escalones de dos en dos, seguido por Herman, que no dejaba de rezongar.
A las paredes de la escalera no les habría venido mal una mano de pintura para tapar las grietas. Aquella barriada era de la época de la explosión demográfica y, como empezaba a pasarlos ya a los baby boomers de los que hablaba Celeste, pedía a gritos una terapia de rejuvenecimiento.
A Gabriel no le extrañó demasiado que Valbuena viviera allí. La única propiedad material que valoraba aquel hombre tan despegado eran los libros. Cuando sufrían sus clases, Gabriel y otros alumnos se preguntaron a menudo por qué alguien con tantos conocimientos no se presentaba a las oposiciones para la enseñanza pública, donde se impartían menos horas de clase y, sobre todo, se cobraba más sueldo. Unos años después se enteró de la razón gracias a un antiguo compañero, que le explicó:
– En realidad, Valbuena estudió Filosofía, no Historia, y se presentó a las oposiciones de esa asignatura a finales de los setenta.
El tema que tuvo que defender Valbuena ante los examinadores versaba sobre los filósofos presocráticos. Pero su visión era algo heterodoxa. Cuando relacionó a Empédocles, Parménides y Pitágoras con el chamanismo, la reencarnación y los viajes astrales, los profesores que formaban el tribunal empezaron a interrumpirlo para rebatir sus argumentos.
A la tercera vez que le discutieron, Valbuena, que tenía veintipocos años, cortó en seco su exposición y dijo:
– Ustedes cinco carecen de preparación para juzgarme a mí. Me niego a seguir con esta pantomima legal. Buenas tardes.
Con estas palabras dejó sentado y boquiabierto al tribunal y se marchó a su casa. Jamás volvió a presentarse a las oposiciones.
Por suerte para él, el director del colegio Galileo, que era amigo de su familia, lo contrató. Como la plaza de filosofía ya estaba ocupada, Valbuena empezó a dar clases de historia, y seguía impartiéndolas cuando pasaron por sus manos Gabriel y Herman. Como a tantos otros alumnos, les había dejado una huella indeleble, y no precisamente para bien. Pero ahora Gabriel esperaba que su antiguo profesor, por una voz, le fuera útil.
Aunque Gabriel solía correr por el parque y nunca había fumado, cuando llegó al cuarto piso tenía las pulsaciones aceleradas. Llamó al timbre y aguardó.
– Espere un momento.
La voz sonaba pegada a la puerta, por lo que Gabriel no comprendió a qué debía esperar. Mientras tanto, Herman apareció en el rellano resoplando y descansó unos segundos apoyando las manos en las rodillas.
– Tengo que perder diez kilos -jadeó.
Unos segundos después, la puerta se abrió. Al otro lado, Valbuena comprobaba la hora en un reloj plateado.
– Las cinco en punto -dijo con aire satisfecho, recogiendo meticulosamente la leontina y guardando el reloj en el bolsillo de la chaqueta.
Valbuena vestía un traje gris con corbata oscura, como cuando les daba clase. No era un modelo de último diseño, y tal vez ni siquiera del siglo xxi. Llevaba la barba muy recortada y su sempiterno bigote imperial con las guías enhiestas, todo ello teñido de negro, como el cabello, sin el menor rubor.
– Señor Espada, señor Gil, no los esperaba. Se supone que iba a recibir la visita de un tal Guillermo Escudero, pero tal vez escuché mal. Pasen, por favor.
Atravesaron el salón, lleno de estanterías con los anaqueles combados por el peso de los libros. Había una puerta cerrada que debía dar al dormitorio. Por lo que sabían, Valbuena era un solterón recalcitrante. No había allí fotos familiares ni cuadros con paisajes, ni juegos de café, cerámicas de Talavera o cualquier otro cachivache de los que acaban apoderándose de los salones a modo de okupas. Ni siquiera tenía televisión.
Las otras dos habitaciones abiertas también estaban plagadas de libros. En una de ellas había un escritorio, y hacia él los guió Valbuena. Para entrar, Gabriel y Herman tuvieron que agacharse, pues el profesor había aprovechado tanto el espacio que tenía incluso estanterías de escayola rebajando La altura de los dinteles.
– Ésta es la sala griega -les explicó.
Tenía los libros colocados de forma tan meticulosa como Herman sus tebeos. Los tomos azul celeste, les explicó, eran textos originales griegos editados por Oxford. Los de color teja eran de Hachette, los verdes ediciones bilingües de Loeb y los de color azul oscuro eran traducciones anotadas de Gredos. Por supuesto, todos los volúmenes estaban clasificados por autor.
Gabriel observó el escritorio, intrigado. No había ordenador ni nada que se le pareciera. Lo más avanzado de aquella sala era una pizarra veleda montada sobre un caballete.
– ¿Está buscando algún tipo de artefacto informático, señor Espada?
– Bueno, no esperaba que…
– Sin duda están pensando que soy un vejestorio chapado a la antigua. Durante unos años instalé un ordenador con Internet en otra de las habitaciones. Pero lo quité. ¿Adivina por qué, señor Gil?
– No sé -respondió Herman-. Porque le parece que Internet es una chorrada, supongo.
– Se equivoca. No pensé que Internet fuera… ese término tan chocarrero que acaba de utilizar. En absoluto, comprobé que en Internet podían encontrarse informaciones muy interesantes. Pero el ruido superaba a la comunicación en un noventa y nueve por ciento. Por no hablar de la denominada «multitarea». «Nulitarea» la llamaría yo. ¿Saben que me jubilé el curso pasado?
– No creí que tuviera edad para eso -lo aduló sin rebozo Gabriel.
– Sé que parezco más joven. Se debe a que no fumo, no mantengo relaciones sexuales, jamás he practicado deporte y por las noches me tomo una copita de coñac.
Pese a que la voz y el gesto eran severos, la mirada tras las gafas relucía con una chispa peculiar, casi picara. ¿Les estaría tomando el pelo?
– Pues bien -prosiguió Valbuena-, ahora que contemplo con visión retrospectiva mis cuarenta años de experiencia docente, puedo asegurarles que, en comparación con los intelectualmente desconcentrados, económicamente consentidos y emocionalmente volátiles alumnos de ahora, ustedes parecían casi personas. Todo ello hemos de agradecérselo a las nuevas tecnologías de la desinformación y a la tan cacareada nulitarea.
Gabriel y Herman intercambiaron una mirada. El gesto de Herman decía algo así como: «¿Tú crees que es un insulto o un cumplido?».
– Tras su pueril intento de engañarme con un nombre falso para que accediera a recibirlo, ¿qué tiene usted que decirme, señor Espada?
– En realidad no era mi intención. Guillermo Escudero es el seudónimo que utilizo para escribir.
– Será ahora, porque cuando escribió esa nadería insustancial titulada Desmontando la Atlántida firmó con su propio nombre.
¿Quién se iba a imaginar que Valbuena se rebajaría a hojear un libro de divulgación? Gabriel oyó una especie de estertor perruno y se dio la vuelta. Era Herman, que tenía la cabeza agachada e intentaba contener la risa.
– Por eso mismo. Como ya escribí un libro sobre la Atlántida y en el que estoy redactando ahora sostengo teorías diferentes, no quería confundir a los lectores usando el mismo nombre.
– ¿Qué teorías sostiene ahora, señor Espada?
¡Ah, aquella mirada, como en los viejos tiempos, cuando les ordenaba levantarse y les hacía una sola pregunta! Cero o diez. «Vale ya -se dijo Gabriel-. Tienes cuarenta y cinco años. No eres un colegial asustado».
– Ahora mismo las he borrado de mi cabeza. Digamos que lo he hecho de modo temporal. Me gustaría escucharle a usted sin prejuicios previos.
– No sea redundante. Todos los prejuicios son previos.
– Disculpe, profesor. Recuerdo que usted nos hablaba de la Atlántida en clase, pero nunca había suficiente tiempo por culpa del programa, y me daba la sensación de que se le quedaban en el tintero muchos datos interesantes. Me gustaría oír más.
Valbuena casi sonrió.
– Dejando aparte la manida expresión «se le quedaban en el tintero», inapropiada para referirse a una exposición oral, me satisface su interés. Veamos primero qué recuerdan. Señor Gil, hábleme de la Atlántida.
– Oiga, que yo sólo he venido de chófer. Los libros los escribe éste.
– La ignorancia siempre encuentra mil excusas para no abrirse camino a ninguna parte. Repito, señor Gil: hábleme de la Atlántida.
– Pues…, era un ¿continente que se hundió. Y estaba en el Atlántico. Por lo visto, los atlántidos…
– Los atlantes.
– Los atlantes, sí. Tenían naves espaciales, centrales nucleares y tecnología genética muy avanzada.
– ¿De dónde ha sacado esa majadería?
– ¿Dónde has leído esa gilipollez?
Valbuena y Gabriel casi se pisaron la palabra. Herman los miró a ambos y se encogió de hombros.
– Por ahí.
– Todos esos elementos a los que usted se ha referido son delirios sensacionalistas destinados a vender. Para comprender algo hay que remontarse a su verdadero origen. Veamos: ¿quién es el primer autor documentado que habla de la Atlántida?
– Platón -respondió Herman.
– Al menos, eso no lo ha olvidado.
Valbuena sacó de la estantería un volumen de Oxford y lo abrió por un pasaje marcado.
– Observen bien lo que dice el divino Platón: «Akue de, o Sócrates, logu mala men atopu, pantápasi gue men alezús, hos ho ton heptá sofótatos Sólon pot'éfe».
– Disculpe, profesor, poro hicimos letras mixtas. Nunca dimos griego -dijo Gabriel.
– ¿Y cómo pretende usted escribir sobre la Atlántida sin saber griego? En fin…
Valbuena abrió el libro ante ellos y, siguiendo el texto griego con el dedo índice como si les fuera a servir para algo, tradujo:
– «Escucha, Sócrates, un relato de lo más peculiar, pero completamente verídico, tal como lo contó una vez Solón, el más sabio de los Siete Sabios». ¿Se dan cuenta? Completamente verídico. Un hombre de la altura moral e intelectual de Platón no afirmaría algo así gratuitamente.
»Platón no escribió sobre la Atlántida hasta el final de su vida, cuando tenía más de setenta años -prosiguió Valbuena-. Lo hizo en un diálogo completo, Timeo, y en otro que dejó inacabado, Critias. Es probable que pensara en completar una trilogía con un tercer diálogo llamado Hermócrates, pero o bien no lo escribió o, si lo hizo, se perdió. Pero ¿de qué fuente obtuvo Platón la historia de la Atlántida?
Gabriel había repasado todo aquello antes de presentarse ante su ex profesor.
– En ambos diálogos, la persona que narra el relato es Critias, un político ateniense que era pariente de Platón. Al parecer, Critias había oído contar la historia a su abuelo, quien a su vez la había escuchado de Solón, el mítico legislador de Atenas.
– Solón no tiene nada de mítico, señor Espada. Sabemos que en el año 594 antes de Cristo reformó las leyes de Atenas, entre otras cosas porque él mismo lo explicó en versos que han llegado hasta nuestros días.
– Supongo que dije «mítico» porque volví a dejarme llevar por el tópico.
– Es el mal de nuestros días. Los periodistas, y también muchos escritores, ya no combinan palabras, sino clichés enteros. «La lluvia hizo acto de aparición». ¡Bufff!
– Se le han olvidado los políticos -dijo Herman-. Los políticos son los que peor hablan.
Gabriel intentó centrar de nuevo la conversación.
– Estábamos con Solón. Él había escuchado la historia de la Atlántida en Egipto. Si no recuerdo mal, se la contaron unos sacerdotes.
– Así es. Sin embargo, creo que el relato pudo llegarle por otros conductos. Los egipcios eran tan xenófobos y estaban tan encerrados en su propia cultura que no se interesaban por las historias de otros pueblos.
»Sospecho que Solón pudo escuchar el relato en Sais, una ciudad situada en el Delta del Nilo donde existía una populosa colonia extranjera. Pero quienes se lo contaron no debieron ser sacerdotes egipcios, sino descendientes de los supervivientes de la Atlántida.
»A Solón le impresionó tanto el relato que intentó componer un poema extenso, una epopeya que superaría a la Ilíada y la Odisea. Aunque la tarea superó sus fuerzas y nunca llegó a completarla, dejó unas notas escritas. -Valbuena volvió a abrir el libro de Oxford-. Como dice Cridas: «Esos escritos estaban en casa de mi abuelo, y todavía boy están en la mía, y los estudié mucho cuando era niño». ¡Por tanto, existía una fuente escrita anterior a Platón, señores!
– ¿Qué quería narrar Solón en ese poema?
– Una gran guerra. La Atlántida dominaba los mares con puño de hierro, y la ciudad de Atenas fue la única que se opuso a su tiranía. Pero en plena guerra entre ambas, se produjo una catástrofe. -Valbuena volvió a leer-: «Pero después hubo violentos terremotos y cataclismos. En un día y una noche funestos, todo el ejército ateniense se hundió bajo tierra. En esa misma catástrofe, la isla de la Atlántida desapareció bajo el mar».
Valbuena devolvió el libro a la estantería y se volvió hacia Gabriel.
– Aunque usted lo niegue en su… llamémoslo «opúsculo», es evidente que el relato de Platón se basa en una realidad histórica.
– Sí, lo negué, pero creo que estoy cambiando de opinión.
– Veamos cuan sincera es su conversión, señor Espada. ¿Qué realidad histórica puede esconderse tras el relato de la Atlántida?
– La civilización minoica que dominó Creta durante la Edad de Bronce -respondió Gabriel, con la lección bien aprendida.
– ¿Qué elementos en común encontramos entre la civilización minoica y la Atlántida?
– Bueno, parece que los minoicos dominaron los mares como los atlantes.
– «Talasocracia» es el término preciso. El historiador Tucídides, el más fiable de la antigüedad, asegura que el rey cretense Minos ejerció esa talasocracia. Existen pruebas arqueológicas, pero ese dominio marítimo también ha dejado huellas en el mito. -Valbuena se volvió hacia Herman-. Una pregunta fácil para usted, señor Gil. ¿Quién era el Minotauro?
– ¿No era ese monstruo que tenía cuerpo de hombre y cabeza de toro?
– Al menos los años no han borrado del todo la pequeña pizarra de su cerebro. ¿Qué comía el Minotauro?
– Carne humana. Los atenienses le mandaban chicos y chicas cada año, o cada nueve años. No me acuerdo muy bien.
– Porque las versiones varían, como suele ocurrir en las tradiciones orales. Lo que está claro es que tanto los atenienses como los demás habitantes del Egeo tenían la obligación de enviar un tributo humano a la isla de Creta. Eso demuestra que los minoicos ejercían un poder casi absoluto en aquella región. En cuanto al Minotauro, debe representar un recuerdo deformado de los ritos taurinos que se celebraban en Creta.
Gabriel recordó las piruetas de Kiru sobre el toro e inconscientemente se llevó la mano al pecho, donde se le había clavado el asta.
– De nuevo para usted, señor Espada. ¿Encuentra más paralelos entre la Atlántida y la Creta minoica? Me refiero concretamente al final de ambas civilizaciones.
– Bien, la Atlántida se hundió en el mar por culpa de un cataclismo acompañado de temblores de tierra. Desde luego, Creta no se llegó a hundir, pero…
– ¿Pero?
– A poco más de cien kilómetros al norte está el archipiélago de Santorini. Allí se produjo una erupción volcánica de gran magnitud, y cuando la cámara de magma no pudo mantener la presión, el volcán colapso sobre sí mismo y la mayor parte de la isla se hundió.
– Veo que utiliza términos muy precisos. Me parece bien. ¿En qué afectó esa erupción a Creta?
– La propia erupción y el hundimiento de la isla provocaron un tsunami que debió acabar con casi toda la flota minoica. A partir de ese momento los cretenses no podían dominar los mares. Pero, además, las ciudades costeras quedaron destruidas, las poblaciones que se encontraban tierra adentro sufrieron incendios y los campos quedaron sepultados bajo una capa de cenizas volcánicas.
– Por no hablar de la bajada de temperaturas subsiguiente que arruinaría las cosechas. -Valbuena esbozó media sonrisa. Parecía satisfecho, más de lo que Gabriel le había visto jamás en sus clases-. El imperio minoico se convirtió en una pálida sombra de su antiguo esplendor, y después en un vago recuerdo. Ni siquiera los griegos de la Época Clásica llegaron a las cotas de civilización alcanzadas por los minoicos en Creta y en su colonia de Santorini.
Por las vivencias de su sueño, Gabriel sospechaba que, en realidad, Creta era colonia de la Atlántida-Santorini, y no al contrario. El temor con que hablaban de la Atlántida en el palacio así lo sugería. Pero de momento no dijo nada.
Sin embargo, usted no creía que Santorini fuese la Atlántida -prosiguió Valbuena-. ¿Por qué?
– Ya le he dicho que ahora empiezo a verlo de otra forma.
Le he preguntado por qué no creía. En pasado.
Gabriel carraspeó.
– Las fechas. El tamaño. El lugar. En todos ellos hay dificultades, porque el texto se contradice con los hechos. Me parecía imposible conciliar los diálogos de Platón con lo que se sabe de Santorini y de los minoicos.
– ¿Le parecía o le parece?
– La verdad es que… todavía no he despejado esas dificultades.
– Sin embargo, aunque las ve no le parecen tan importantes. Ha descubierto usted algo que le parece una prueba sólida de la existencia de la Atlántida.
Gabriel agachó la cabeza, sin saber qué decir.
– Usted me oculta algo, señor Espada. Pero obraremos como en la religión antigua. El principio de reciprocidad. Do ut des.
– «Te doy para que me des» -respondió Gabriel, que sí había estudiado varios cursos de latín.
– Así es. Yo despejaré sus dudas y usted me contará lo que sabe.
– ¿Por qué cree que oculto algo?
– Jamás un alumno se copió en un examen sin que yo lo supiera. Ahora tiene usted esa misma cara. Do ut des?
– Do ut des, profesor.
– Vayamos por partes. Las fechas. Según Platón, ¿cuándo ocurrió la catástrofe que hundió la Atlántida?
– Nueve mil años antes de la época de Solón. O sea, casi en el diez mil antes de Cristo.
– ¡Eso es casi en la era hyboria! -dijo Herman.
Valbuena, que jamás debía haber mancillado sus dedos con tinta de tebeo o con literatura pulp, y que seguramente ignoraba quién era Conan el bárbaro, enarcó una ceja. Gabriel le hizo un gesto a Herman para que cerrara el pico y prosiguió.
– Esa fecha es imposible. En aquella época Grecia ni siquiera se encontraba en el neolítico.
– Imaginemos que las fuentes que transmitieron esa historia a Solón, los supervivientes de la Atlántida, hubieran cometido un error. Si en vez de «hace nueve mil años» le hubiesen dicho «hace novecientos», sólo habría que restar nueve siglos a la fecha en que vivió Solón, y obtendríamos una fecha cercana al 1500 antes de Cristo. Que se corresponde con la época aproximada de la erupción de Santorini.
– Perdone, profesor -dijo Herman-. Confundir nueve mil con novecientos es fácil si a uno se le olvida escribir un cero. ¡Pero es que los griegos no conocían el cero!
– ¿Ah, no?
– Claro que no. Lo inventaron los árabes.
– Su ignorancia alcanza proporciones homéricas, señor mío. Cuando al Germán Gil de la Grecia clásica le preguntaba su profesor: «Si tienes tres dracmas y te quito tres, ¿cuántas te quedan?», ¿qué cree usted que contestaba? ¿«No lo sé, no hemos inventado el cero»?
– Dicho así suena absurdo…
– Porque lo es. Los griegos conocían de sobra el concepto de cero, pero no se les ocurrió utilizarlo como notación para ocupar un puesto vacío. Y quienes lo introdujeron con esa función no fueron los árabes, sino los matemáticos indios, señor Gil. Como recompensa por ser tan ignaro, vaya usted a la cocina a preparar café. El filtro está puesto y cargado.
Herman soltó un bufido, pero obedeció. Gabriel consultó su reloj. Había pasado ya más de la mitad de la hora que le había concedido Valbuena. Si había decidido ofrecerles café era porque se sentía cómodo y ya no tenía tanta prisa. Aparte de que la cuestión de la Atlántida lo apasionara, pensó que, en el fondo, ahora que estaba jubilado debía disfrutar teniendo cerca a unos ex alumnos a los que pudiera llamar «burros» de forma más o menos disimulada.
– En cualquier caso prosiguió Valbuena-, la cuestión de la fecha y el tamaño de la Atlántida tiene una importancia relativa. Los griegos tendían a exagerar la antigüedad de los acontecimientos a los que querían otorgar más prestigio. Convertir novecientos en nueve mil pudo ser un error numérico en base diez, o simplemente una hipérbole de Platón o sus fuentes para impresionar más a las personas que iban a escuchar la historia de la Atlántida.
Herman volvió con una bandeja de plástico, tres tazas de duralex con café ya servido, un viejo azucarero de latón y una jarrita, también de duralex, llena de leche. Tomaron el café de pie, porque en el estudio sólo había un asiento y Valbuena no sugirió en ningún momento traer sillas de otro cuarto o cambiar de estancia.
– Ya nos hemos enfrentado a la objeción de las fechas -dijo Valbuena-. ¿Qué tiene que decirme del lugar?
– La Atlántida no podía hallarse en el Mediterráneo -intervino Herman, inasequible al desaliento-. Tenía que estar en el Atlántico. Su propio nombre lo dice.
– La Atlántida se llamaba así porque era la isla de Atlas, un dios que pertenecía a la estirpe maldita de los titanes. El Atlántico recibió ese nombre también por él. Los griegos creían que Atlas sostenía sobre sus hombros la cúpula del cielo, y que cumplía esa misión en los confines del mundo. Por eso, conforme fueron ampliando sus horizontes geográficos hacia el oeste, bautizaron con el nombre de Atlas los lugares que descubrían. ¿Por qué creen ustedes que hay en Marruecos unos montes llamados Atlas? De haber descubierto América, los griegos seguramente la habrían bautizado como Tierra de Atlas.
– Entiendo parte del argumento -dijo Gabriel-. Los griegos usaban el nombre de Atlas para lugares cada vez más alejados hacia el oeste. Entonces ¿por qué le dieron su nombre a Santorini, que se halla en el centro de las Cicladas?
– En eso tengo una teoría personal. Como ya les he dicho, Atlas era el titán que sostenía el cielo. Para los antiguos, el cielo consistía en una bóveda sólida situada a una gran altura, pero no a una distancia infinita. La erupción de Santorini levantó una columna de materiales volcánicos de más de 30 kilómetros de altura. Para quienes la contemplaron desde las islas del Egeo, desde Creta o desde la costa griega, debió parecer un gigante que se estiraba para alcanzar el cielo. Como Atlas.
– Luego, según usted, el nombre de Atlántida se lo pusieron los griegos ya después de la catástrofe…
– Tal es mi sospecha, señor Espada.
«En esto te equivocas, amigo», pensó Gabriel. Había oído claramente cómo la madre de Kiru le decía que tenía que viajar a la Atlántida. Lo que significaba que en la Edad de Bronce la isla ya recibía ese nombre. Si se lo debía a un fundador llamado Atlas, tal vez éste fuese un personaje histórico real al que la posteridad había convertido en dios.
Pero Gabriel aún tenía más objeciones, y quería saber cómo las afrontaba Valbuena.
– Hay más datos en contra de Santorini. Platón dijo que la Atlántida estaba más allá de las Columnas de Hércules. Bueno, él lo llamaría Heracles, claro.
– Eso es el estrecho de Gibraltar -apuntó Herman, y después masculló algo sobre «esos cabrones de los ingleses».
– En épocas más antiguas -respondió Valbuena-, los griegos llamaron Columnas de Heracles a los cabos de Malea y de Ténaro, que se encuentran en el Peloponeso, en el extremo sur de Grecia. Desde el punto de vista de un ateniense, para llegar a Santorini o a Creta había que navegar más allá de esos dos promontorios.
– Ignoraba ese dato -confesó Gabriel.
Inesperadamente, Valbuena no aprovechó esa confesión para hurgar sobre la cuestión de la ignorancia, sino que añadió:
– Algo más sobre la situación, señor Espada. Platón asegura en sus escritos que la Atlántida era mayor que Asia y Libia juntas. Pero…
Valbuena escribió en la pizarra dos palabras griegas. Μειζου y μεσου. Debajo las transcribió: meizon y meson.
– Meizon significa 'mayor'. «Mayor que Asia y Libia». Eso es lo que se lee en la versión oficial del texto platónico. En cambio, mesón significa 'entre, en medio'. Con una pequeña corrección leeríamos que la Atlántida está «entre Asia y Libia».
Gabriel se imaginó el mapa. Para los griegos, Asia era Turquía, y Libia el norte de África. Ciertamente, Santorini se encontraba entre ambas.
– La confusión es sencillísima -prosiguió Valbuena-. Máxime cuando en época de Platón meizon se escribía mezon, sin la i. Un error de copista, algo muy típico en la tradición manuscrita, y que además debe remontarse a los tiempos del propio Platón. Sus objeciones han quedado destruidas.
– Ya veo.
– Ahora bien, si no conocía usted mis contraargumentos, ¿qué le ha llevado a cambiar de opinión? Dice usted que tiende a creer ahora que la Atlántida estaba en el Egeo. ¿Por qué?
Gabriel sacó el móvil del bolsillo, subió el volumen al máximo y lo dejó sobre la mesa.
– Me gustaría que escuchara esto, profesor. Es la grabación de una anciana que está en las últimas fases del Alzheimer y que habla en sueños. Tengo razones para creer que el idioma que usa es la lengua de la Atlántida.
En la pantalla apareció el rostro de Milagros Romero. Gabriel pulsó el play y la anciana enferma empezó a hablar.
– ¡Dios, esto parece El exorcista! -dijo Herman.
– Por favor, señor Gil, refrene sus comentarios. Quiero oír esto.
Sería tal vez la extraña cualidad de la voz de Milagros, que sonaba deformada por una especie de posesión demoníaca, tal como había sugerido Herman. Pero el caso es que Valbuena se sentó ante el móvil, formó un triángulo con las manos en la barbilla y miró y escuchó con atención.
– Rebobine la grabación, por favor -dijo al final. Tecnológicamente, Valbuena debía haberse quedado anclado en los tiempos del magnetófono y las cintas de vídeo.
Esta vez cerró los ojos para concentrarse mejor en lo que oía. Antes de que terminara, dijo:
– Párelo. Es suficiente.
Valbuena se levantó de nuevo y, sin decir nada, sacó de la estantería un volumen que debía pesar tres o cuatro kilos. Con cierto esfuerzo lo puso sobre la mesa. Scripta Minoa, rezaba el título. «Inscripciones minoicas», tradujo mentalmente Gabriel.
– Ésta es una edición muy reciente -dijo Valbuena, pasando los dedos sobre las tapas del libro como si acariciara un tesoro-. Los Scripta Minoa originales los publicó sir Arthur Evans, el descubridor del palacio de Cnosos. Pero aquella obra tiene más de un siglo, y ya le hacía falta una revisión.
Cuando empezó a pasar páginas, Gabriel reconoció algunas imágenes que había visto en Internet. Las fotografías, de gran calidad, reproducían tablillas de barro escritas en lineal A, una escritura silábica que representaba la antigua lengua de la Creta minoica. Al lado de cada fotografía aparecía otra versión de la tablilla, dibujada con trazos negros para que los signos se distinguieran con más nitidez, y por último una versión transcrita al alfabeto latino en la que cada sílaba aparecía separada por un guión.
– En realidad, aún no se ha conseguido descifrar el lineal A, pero al menos podemos leer la mayoría de las sílabas -dijo Valbuena.
Al final del libro había una lista de vocabulario de aquella lengua desconocida, en la que se sugerían posibles significados para algunos términos. Valbuena señaló ku-rai y ku-ro.
– Estas dos palabras han sonado varias veces en la grabación. Como ven aquí, se cree que pueden significar «todas» y «todo», respectivamente. Pero observen esta otra -dijo, retrocediendo un poco-. Se trata de a-ko-a-ne, que podría significar…
– Madre -dijo Gabriel, aunque el dedo de Valbuena tapaba la traducción.
– Así es. ¿Cómo…?
– ¿Podría leerse algo así como akkuane?
– Sí. El sistema silábico es bastante impreciso. También he escuchado en la grabación appardumba…
– Padre -dijo Gabriel, con decisión.
No podía decir que el idioma de los minoicos se hubiera grabado por completo en su mente después del sueño. Pero si alguien le ofrecía una pista, como estaba haciendo ahora Valbuena, las palabras salían como carpas enganchadas a un anzuelo. Según Platón, el conocimiento es recuerdo de saberes adquiridos en vidas anteriores. Ahora Gabriel estaba experimentando la reminiscencia, el auténtico conocimiento platónico.
– Isashara -musitó al recordar otro nombre importante.
– ¿Qué ha dicho? -preguntó Valbuena-. Repítalo, por favor.
– Isashara. También se escucha en la grabación. Es la gran diosa que vive en una montaña de fuego, al norte de Creta.
El dedo de Valbuena señaló otra de las columnas del vocabulario. Iasasarame, y la traducción: «Posible nombre de la Gran Diosa Madre de la religión cretense».
– ¿Acaso se dedica ahora a estudiar lineal A, señor Espada?
– Le puedo asegurar que lo único que sé de esa lengua lo he encontrado en Internet poco antes de venir a verle.
– Entonces, ¿cómo puede saber qué significan esas palabras?
Gabriel esperaba aquel momento. También lo temía, porque tendría que tomar una decisión. Contar la verdad -o al menos lo que él había vivido como tal-, o callarse. Dentro de su mente, arrojó una moneda al aire.
Salió cara. El rostro de la verdad.
Así que habló, y les contó la visión que había recibido del ritual del toro, de la herida de Kiru y su milagrosa curación. Y de la Atlántida.
Cuando terminó, Gabriel estaba convencido de que Valbuena se iba a reír de él, o a echarlo de su casa por hacerle perder el tiempo con una historia tan absurda. Sin embargo, su antiguo profesor se atusó las puntas del bigote, pensativo.
Estaban en la cocina. A Valbuena, el relato le había parecido lo bastante interesante como para sugerir que se tomaran otro café, y por fin les había invitado a sentarse, aunque fuera en aquellas sillas de contrachapado forradas de fórmica y con patas de metal.
– Es evidente que ha sufrido usted una experiencia extrasensorial en la que se han combinado un contacto telepático con un fenómeno de regresión a vidas anteriores.
La convicción con que emitió su dictamen sorprendió a Gabriel.
– La telepatía no existe -afirmó Herman. Luego, un poco menos rotundo, matizó-: O no debería existir.
– ¿Ah, no, señor Gil? Imagine que es sordo de nacimiento y no tiene la menor idea de en qué consisten los fenómenos de la audición y el sonido. Suponga también que el señor Espada sale de la habitación y, desde el pasillo, fuera de nuestra vista, recita una serie de números que usted le ha enseñado previamente en un papel y que yo no he visto. Luego yo, que los he oído, escribo ante usted esos mismos números. ¿No pensará que se ha producido entre nosotros un intercambio telepático de información?
– No, porque sé que Gabriel le ha dicho esos números en voz alta desde el pasillo.
– He dicho que tiene que imaginarse que es sordo de nacimiento, cosa que a veces parece por sus respuestas.
– Lo que quiere decir el profesor -intervino Gabriel- es que para alguien que no posea ni conozca el sentido del oído, la comunicación verbal podría parecer un fenómeno tan inexplicable como para nosotros la telepatía.
– He dado clase durante casi cuarenta años, señor Espada. No necesito que nadie explique lo que quiero decir. Aunque he de reconocer que lo ha expresado usted de una forma aproximada. ¿Conocen el cuento de Herbert George Wells En el país de los ciegos?
Ambos negaron con la cabeza.
– No puedo decir que me siento decepcionado por su ignorancia, señor Gil, pero del señor Espada esperaba algo más. En ese cuento, un hombre llamado Núñez se pierde en los Andes y llega a un valle aislado del resto del mundo en el que vive una tribu cuyos miembros son genéticamente ciegos, y ni tan siquiera han oído hablar del sentido de la vista. El bueno de Núñez recuerda el refrán de «en el país de los ciegos, el tuerto es rey» y decide convertirse en soberano de aquel pequeño lugar.
– Iba a decir que está chupado conseguirlo, pero supongo que me equivoco, ¿no? -dijo Herman en tono de resignación.
– Me alegro de comprobar que no es del todo inmune al aprendizaje por ensayo y error, señor Gil. Efectivamente, Núñez descubre que su ascenso al poder no es tan sencillo. Cuando les habla de la visión, de la luz y de las imágenes, los ciegos piensan que Núñez no es más que un pobre loco. No sólo no les parece un ser privilegiado al que podrían confiarle sus destinos, sino que creen que se trata de un tarado obsesionado con algo que no existe. De hecho, cuando Núñez se enamora de una muchacha del lugar, incluso se plantea la posibilidad de que le extirpen los ojos para que dejen de tomarlo por loco.
– ¿Y se los arrancan o no?
– Lea usted mismo el cuento, señor Gil. El desenlace es irrelevante en estos momentos. ¿Por qué cree que he mencionado este relato?
Herman iba a contestar, pero Gabriel se adelantó.
– Porque si existieran auténticos telépatas entre nosotros que se comunicaran mediante otro vehículo físico que no fuera la luz o el sonido, también los tomaríamos por locos.
– ¿Piensa usted en algún vehículo físico en particular? -le preguntó Valbuena.
– En mi opinión, si la telepatía existe, debe tratarse de un fenómeno electromagnético. Hay animales capaces de captar el campo magnético de la Tierra y orientarse de una forma que a nosotros nos parece milagrosa. Del mismo modo, puede haber personas que de alguna forma perciben el débil campo magnético que produce la actividad cerebral de otros humanos. De hecho -añadió tras una breve pausa-, es muy posible que yo sea una de esas personas.
Valbuena asintió y dijo:
– «Telepatía» es un término más bien vago que significa «sensación a distancia». Incluso la comunicación visual y la verbal, ya que sirven para compartir información a distancia, serían formas de telepatía. La diferencia es que ambas las conocemos y dominamos todos los humanos, salvo lesión o enfermedad.
»En cambio, la telepatía a la que nos referimos sólo estaría al alcance de dos tipos de personas. Unas capaces de percibir los campos magnéticos cerebrales ajenos y obtener información de ellos, y otras con la facultad de modular sus propios campos con más potencia y usarlos para transmitir datos. A las primeras las llamaríamos «telépatas receptores» y a las segundas «emisores».
«Usted mismo fue una vez telépata emisor sin saberlo», pensó Gabriel, pero no dijo nada.
– Resumamos -dijo Valbuena-. Mediante esa telepatía de la que hablamos, usted se ha puesto en contacto con una mente que, tal vez por estar vacía de contenidos actuales debido a su enfermedad, ha sufrido una regresión a vidas pasadas.
Gabriel era más escéptico con la reencarnación que con la telepatía, pero no dijo nada.
Valbuena se levantó y se estiró la chaqueta. Era obvio que daba por terminada la visita.
– Lo que debe hacer, señor Espada, es volver a esa clínica cuanto antes. Esa mujer es un valiosísimo nexo con un pasado que creíamos perdido para siempre. Debe usted ponerse en contacto con su mente de nuevo, antes de que muera. Espero que cuando lo haga me mantenga informado. Buenas tardes.
Los acompañó hasta la puerta, pero no les dio la mano. A Gabriel no le extrañó. En la cocina -curiosamente en la cocina, y no en el salón- había visto una foto en blanco y negro. En ella aparecían un hombre y una mujer que debían de ser los padres de Valbuena. La madre tenía cogida de la mano a una niña de unos nueve o diez años, que agarraba a su vez a otra un poco más pequeña. Esta tendía la mano a su izquierda, pero en vano. El niño de cuatro o cinco años que cerraba la foto se había apartado un paso y mantenía los puños firmemente apretados contra los costados, mientras miraba al suelo con cara enfurruñada. Obviamente, no podía ser otro que Valbuena.