8

Lucy dijo:

– Creo que están vigilando la casa. Hemos estado sentadas junto a la ventana casi todo el día. Dolores y yo nos turnamos. Ahora está ella, escribiendo lo que pasa. No hay mucha… la calle no lleva a ningún sitio. El problema es que todos los coches parecen iguales. Son todos nuevos.

– El de ayer era un Chrysler Fifth Avenue. Estoy seguro. Pero tienes razón, parecen todos iguales. Era negro.

– ¿Estás trabajando?

– Ya no. Ahora estoy en el Mandina. Quería llamarte antes, pero Leo no me soltaba. ¿Conoces el Mandina, en Canal?

– He pasado por ahí. Espera un momento.

Oyó la voz de Lucy, separada del teléfono, llamando a Dolores. Y luego oyó unos pasos fuertes sobre el suelo de madera. Dolores les había abierto la puerta la noche anterior, cuando llevó a Amelita: era una negra delgada, que llevaba un vestido estampado de flores y tacones altos. No parecía en absoluto un ama de llaves. Cuando Lucy les presentó, dijo: «Jack Delaney, Dolores Wilson.» Y Dolores le saludó con la cabeza, cerrando los ojos, y luego miró con extrañeza a Lucy. «¿Qué está pasando aquí?» Sin duda, era la primera vez que le presentaban a las visitas. Volvió a oír pasos sobre la madera y otra vez la voz de Lucy:

– ¿Jack? El Chrysler negro. Ha pasado dos veces y luego ha aparcado al final de la calle, hacia el río.

– ¿Cuánta gente iba dentro?

– Dolores cree que sólo uno.

– Podrías decírselo a la policía.

– No creo que sea una buena idea. Si monto una escena no estoy segura de lo que podría pasar. No quiero que el tipo del coche piense que, bueno, ya sabes, que estoy pegada a la ventana. ¿Y tú? ¿Ha ido alguien a la funeraria?

– Sólo el coronel en persona. Es canijo, ¿eh?

– ¿De verdad, Jack? ¿Qué le has dicho?

– Estaba allí cuando he vuelto de recoger un cadáver. Oye, creo que podría conseguir otro tipo…

– Jack…

– Le he dicho que no teníamos a ninguna Amelita Sosa. Y me ha contestado: «¿Pero qué dice? Recogió usted mismo su cadáver ayer en Carville.» Yo le he dicho que no, que no éramos nosotros. Que tenía que haber sido otra funeraria.

– Pero ¿pusiste la nota en el periódico?

– No, mira, eso sería admitir que la tienes, o que la has tenido. Entonces quieren saber qué has hecho con el cadáver. Si dices que lo has incinerado o que lo has enviado a algún sitio, lo pueden comprobar. Hay muchos controles de por medio. He descubierto que es mejor hacerlo así, abrir mucho los ojos y hacerte el idiota. No sabes nada. ¿Amelita Sosa? No, lo siento, se equivoca de sitio.

– Pero si lo comprueban en Carville…

– Bueno, una de las hermanas se equivocó al apuntar el nombre de la funeraria. Son humanas, ¿no? Y pueden equivocarse. Yo nunca he conocido a ninguna hermana que lo hiciera, pero debe de ser posible.

– ¿Qué ha dicho el coronel?

– Iba con un tío. ¿Te acuerdas del otro de ayer, el que no decía nada?

– Se quedó delante del coche.

– Sí, ¿lo miraste bien?

– Lo vi, eso es todo.

– Es un tipo muy raro. ¿No te fijaste en su pelo? ¿Como si fuera medio negro?

Hubo una pausa por parte de Lucy.

– Sí, me di cuenta. Parecía distinto.

– Se llama Franklin. ¿Has oído alguna vez de un nicaragüense que se llame Franklin?

– Claro, es posible. -Volvió a esperar-. O a lo mejor es indio. Viven en la costa del este, cerca de Honduras.

– Parecía más negro.

– Bueno, hay criollos caribeños mezclados con indios. Y algunos tienen nombres poco corrientes, que vienen de los misioneros moravos. En el hospital había un misquito que se llamaba Armstrong Diego. Pero, cuando le has dicho al coronel que ella no estaba allí, ¿qué ha hecho?

– Bueno, no me ha creído. Sobre todo cuando aquel fulano, Franklin, ha dicho que había sido yo, que me había visto. Pero no ha hecho nada.

– ¿Que quieres decir?

– Le he dicho que bueno, que lo mirasen. Hemos subido, el coronel ha visto a Leo preparando un cadáver y se ha olvidado de Amelita.

– No se ha mareado…

– No, le ha encantado. Pero sólo ha durado unos minutos. Luego se ha ido. Le ha dicho a Leo que tenía una cita. Mira, cuando he llegado he pensado que a Leo le iba a dar un infarto. Había hablado por teléfono con la hermana Teresa Victor esta mañana, y luego ha venido a hablar conmigo, y no sabía cómo llevar el asunto. Cuando ha llegado el coronel, Leo se ha llevado un susto de muerte. Hasta le daba miedo mirarle. Se va el coronel y Leo dice: «Parece simpático.»

– No le…

– Tienes que entender que cualquiera que desee ver un embalsamamiento se convierte en amigo de Leo para toda la vida.

– ¿Y eso ha sido todo? ¿Se han ido?

– Supongo que tendría que ir a algún sitio. Pero ese tipo, Franklin, es tan estrambótico…

– Tengo que aprender a mentir -dijo Lucy.

– Hay que soltarlas muy gordas. Cuanto más gorda sea una mentira, más posibilidades tienes de que te crean.

– Pero si creen que está viva y no está allí, entonces tiene que estar aquí. Bertie y los suyos. Me parece menos peligroso si pienso en él como Bertie. Me he enterado de que está en el Saint Louis. ¿Sabes dónde queda?

– En el Quarter. Un hotel muy bonito, pequeño.

– ¿Has… robado joyas allí alguna vez?

– Creo que entonces no era hotel. -Se imaginaba los pasillos abiertos en cada piso, encaminados hacia un vestíbulo central. ¿Por qué no habría escogido aquel tipo el Roosevelt?-. Has hablado con tu padre, ¿eh?

– Le he llamado esta mañana y le he pedido perdón. Probablemente es la mayor traición que me he hecho a mí misma en la vida.

– Ya, ¿pero has estado convincente?

– Me ha dicho: «No lo pienses más, sor.» Y yo le he contestado: «Si decidiese pedirte una de tus armas para pegarle un tiro al hijo de puta, ¿dónde podría encontrarle?» Lo ha encontrado gracioso, su hija monja convertida en revolucionaria. O en lo que sea, no sé. Le descalifico, critico sus negocios, su política; pero usé su dinero para comprar el coche en León.

– Eso no debería crearte problemas. No tiene que gustarte porque sea tu padre.

– Pero me gusta, es un tipo simpático… Sólo que tiene los valores retorcidos.

– Pues verás cuando conozcas a Roy Hicks.

Hubo un silencio al otro lado del teléfono.

– Si dudas, puedo entenderlo.

– No; quiero conocerle.

– También podría conseguir otro. El único problema es que no tiene dónde vivir. Pero podemos hablar de eso más adelante. Si el tipo del Chrysler aparece en la puerta, no la abras.

– No lo haré. Pero me gustaría sacar a Amelita de aquí esta noche, si es posible. Hay un vuelo a Los Ángeles tarde, con escala en Dallas. Pero tendría que salir de aquí a las nueve y media.

– Ya nos las arreglaremos. Te llamaré a las ocho.

Jack tomó un par de cervezas y unas ostras y habló con Mario de todo y de nada, mientras seguía pensando en aquel fulano, Franklin, con su automática de acero azulado. Era un tipo muy raro. Jack terminó de comer y se fue al centro.


Roy Hicks estaba preparando una bandeja de bebidas de color pastel, detrás de la barra, poniéndoles guindas, rodajas de naranja y parasoles en miniatura. Jack le miró desde el principio de la barra, junto a la entrada del Salón Internacional. «Hoy: Danzas Exóticas del Mundo.»

Por la forma en que se concentraba Roy, con una mueca en los labios, a Jack no le hubiera extrañado ver que, al acabar de preparar las bebidas, las lanzaba a lo largo de la barra con uno de sus peludos brazos. Roy siempre llevaba camisas de manga corta, incluso con la pajarita negra y la faja roja de satén. El dueño del club, Jimmy Linahan, le había dicho a Roy que tenía que llevar manga larga con gemelos, pero Roy no lo hacía; siguió yendo a trabajar con manga corta. Jimmy Linahan le dijo: «No quiero tener que decírtelo otra vez.» Y Roy le contestó: «Pues no me lo diga», y siguió preparando bebidas.

Jack recordó aquel día. Él estaba sentado en aquel mismo taburete cuando llegó Jimmy Linahan. Se conocían desde que tenían quince años y se bañaban en el estanque del parque Audubon y se peleaban con los negros, o con los italianos, o con el primero que pasara por allí. Jimmy Linahan dijo: «¿Qué hay de ese tipo?» Roy había dado el nombre de Jack como referencia.

Aquella vez, Jack le dijo: «Jimmy, yo de ti le dejaría llevar un sostén con lentejuelas si es lo que se quiere poner. En un local como éste, necesitas más a Roy de lo que él te necesita a ti. Y no lo digo porque haya sido policía y sepa cómo utilizar una porra, sino porque tiene cierto gancho para hacer que la gente esté de acuerdo con él.»

Jimmy Linahan acabó apreciando a Roy: nunca recibía quejas ni tenía que hacer devoluciones. Roy podía preparar una bebida de la que nunca hubiera oído hablar sin necesidad de recurrir a la Guía del Barman. Y si el cliente decía: «Esto no es un green hornet», Roy le miraba y contestaba: «Así es como los preparo yo, colega. Bébaselo.» Y el cliente veía los ojos de Roy, las piedras oscuras que había en su mirada, y decía: «Mmmm, es distinto, pero está bueno.» O si el cliente le pagaba a una de las bailarinas de las Danzas Exóticas del Mundo una copa de champaña y luego montaba un escándalo cuando le llegaba la nota de sesenta y cinco dólares, Roy le miraba y decía: «Apuesto a que es capaz de sacar el dinero, más la propina, antes de que yo salga de la barra, ¿verdad?»

Jack oía a los asistentes a una convención divertirse detrás de él, en varias mesas llenas de hombres de mediana edad y mujeres con grandes placas de identificación. Había unos miles más en la calle Bourbon y todavía no eran las ocho. Aquella semana Roy hacía el turno de día y salía a las ocho.

Una de las chicas del Salón Internacional cogió el taburete que estaba al lado de Jack, diciéndole:

– Eh, ¿qué tal? -Su acento la convertía en bailarina exótica de la parte del mundo que queda al este de Tejas-. Me llamo Darla. ¿Quieres besarme el felpudo?

Roy estaba junto a la caja registradora, apretando teclas. Miró por encima del hombro y dijo:

– Eh, Darla, quítale la mano del nabo. Es un amigo mío.

Apretó unas cuantas teclas más, sacó el ticket de la caja y fue hacia la zona de servicio, alejándose de la barra.

– Es un viejo monísimo, ¿eh?

Le sonrió al decírselo. La había visto actuar, en el escenario del fondo del bar, la «Exótica Darla», desnuda, cubierta sólo por un tanga plateado y unos emplastes rosa sobre aquellos pechos fatigados, impersonales, que parecían demasiado viejos para ella. La pobre chica intentaba ganarse la vida.

– Siempre le digo a la gente -explicó Jack- que si está detrás de Roy en un semáforo y ve que no arranca al ponerse verde, no toque la bocina.

– ¿Ah sí? -preguntó Darla, y esperó a que continuase.

– Una vez íbamos en un 747 hacia Las Vegas, con uno de esos billetes que lo incluyen todo, el vuelo, el hotel… Habíamos estado bebiendo unas dos horas. Roy decide que tiene que ir al servicio, así que yo, al levantarme, pienso que bueno, que yo también podría ir. Vamos hacia la parte posterior del avión y vemos esa señal pequeña que hay en todos los baños: «Ocupado.» Roy va al otro extremo del avión, donde hay otros tres, pero también están ocupados, así que vuelve. Yo estoy allí y sabe que los tres baños están ocupados, puede ver el signo, pero intenta abrir igualmente. Mueve el pomo durante medio minuto, y de repente le da una patada a la puerta junto a la que estoy yo. Le da una patada y grita: «Venga, dése prisa.» La puerta se abre sólo unos segundos después. Sale el tipo, un tío enorme, y me dirige la mirada más sucia que hayas podido ver en tu vida. A mí, no a Roy, porque soy yo quien está al lado de la puerta. Se va andando por el pasillo y Roy dice: «¿Y a éste que le pasa?»

La «Exótica Darla» dijo:

– ¿Ah, sí?

– Aquí se acaba la historia.

– No me vas a pagar una copa, ¿verdad?

– No -contestó Jack-. ¿Quieres oír otra historia de Roy?

Se lo pensó un momento. Al menos, eso le pareció a Jack, aunque no estaba muy seguro.

– No, gracias -dijo finalmente.

Giró sobre el taburete, echando un vistazo al local, levantó los brazos para ajustarse el sujetador que le sostenía los fatigados pechos, y se fue.

Roy llegó a la barra llevando una botella de vodka por el cuello. Vertió un chorro en el vaso de Jack, luego otro, mientras éste decía:

– Darla tiene cardenales en el brazo, ¿te has dado cuenta?

– Por liarse con quien no debe. Es un saco de cardenales.

– Leí en el periódico que en Estados Unidos, creo que es sólo en este país, se pega a una mujer o se abusa físicamente de ella cada dieciocho segundos.

– ¡No me digas! -contestó Roy.

– Alguien ha hecho un estudio.

– No te creerás que muchas mujeres también se pasan, ¿no?

Y se fue.

Jack contempló a Roy mientras preparaba una bebida al fondo de la barra. Se preguntó por qué recordaría un suelto del periódico sobre los abusos que se cometen con las mujeres y prácticamente nada sobre Nicaragua.

Al volver, Roy le dijo:

– Delaney, ¿sabes lo que hacen las mujeres cuando se marean? No falla, vomitan en la papelera. Nunca en el retrete, como debe hacerse.

– Muy interesante -dijo Jack-. ¿Por eso les pegan?

– ¿Quién sabe por qué? Todas son distintas y todas son iguales.

– Sigues odiando a las mujeres, ¿eh?

– Me encantan. Pero no me fío de ellas.

– He conocido a una de la que puedes fiarte.

– ¿Sí? Mejor para ti.

– Y he oído una historia muy curiosa que no te vas a creer.

– Pero aun así me la vas a contar.

– Te sentaría mal si no lo hiciera. Harías pucheros y probablemente no volverías a hablarme en la vida. Es la historia de una oportunidad, una de esas que sólo se presentan una vez en la vida.

– ¿Es sobre dinero?

– Cinco millones, pavo más, pavo menos.

– Ya es dinero, ya. ¿Dónde está?

– Estás llegando a la mejor parte. Pertenece a una clase de persona, Roy, que si puedes robárselo no sólo no tendrás que volver a trabajar en tu vida sino que además le harás un servicio a la humanidad. Es de esa clase de cosas que te hacen sentir bien.

– Comprenderás que yo me paso ocho horas al día sirviendo a la humanidad, y eso no me hace sentir mejor que una mierda. Viene un tipo que quiere un Sazerac. No tiene ni la menor idea de lo que es un Sazerac, pero está en Nueva Orleans. Le pongo algo con muchas cosas amargas. Llega otro tipo, mira alrededor y me susurra: «¿Tiene absenta? En la Casa de la Absenta no tienen, me han dicho que está prohibido servirla.» Y yo le digo al tipo: «¿Y cómo sé que no es un poli?» Me demuestra que es de Fort Wayne, Indiana. Repaso la barra con la mirada, saco cualquier botella haciendo como que tiene Pernod y se lo cree como un tonto. El gilipollas se bebe cinco, a cinco billetes la copa. Servir a la humanidad… Yo les sirvo cualquier chorrada que quieran.

– Por eso te lo digo a ti, Roy, porque eres una persona sensible, comprensiva. Cuando ese tipo consiga reunir sus cinco millones, es muy probable que se meta en su avión privado y abandone el país con el dinero. Nosotros nos quedaríamos con la mitad de la pasta, a repartir entre tres.

– ¿Quiénes somos nosotros?

– Tú y yo, y tal vez Cullen.

– ¿Cullen? ¿Le han soltado?

– Permiso médico, para que pueda echar un polvo.

– ¿Cuánto tiempo ha estado a la sombra, veinticinco años?

– Veintisiete.

– Por Dios, a mí me hubieran tenido que echar por encima de la verja.

– Bueno, ha salido y se encuentra bien.

– Por el amor de Dios, ¿de qué estamos hablando, de un banco?

– Nada de eso.

– ¿Entonces para qué necesitas a Cullen?

– Creo que se divertiría. ¿Por qué no?

– Tu sí que te lo estás pasando bien, ¿no?

– He vuelto a nacer. Desde ayer tengo una nueva forma de vida.

– Dices que ese tipo va a reunir unos cinco kilos, más o menos… ¿Estamos hablando de dinero en efectivo, en fajos de banco?

– Es algo que no habrás oído nunca, Roy. Algo que no se ha hecho jamás.

– Tendrá algo que ver con las pompas fúnebres.

– No, a no ser que le peguen un tiro a alguien.

– Eso no es muy propio de ti, Delaney.

– Ya te he dicho que ahora soy una persona diferente. ¿Quieres saber de qué se trata, o prefieres adivinarlo?

– Conozco cualquier clase de palo o de atraco que hayan intentado hacer hombres maduros, aunque se hayan dejado el culo en él.

– Todos menos éste.

– ¿Has visto al tipo? ¿Sabes quién es?

– Lo he conocido hoy.

– ¿Sí?… Bueno, ¿y cómo es?

– Es un coronel nicaragüense.

Roy se quedó mirando a Jack. Luego se dio la vuelta, caminó hasta el otro extremo de la barra, preparó una bebida, la entregó y volvió.

– Así que has conocido a una mujer de la cual dices que puedes fiarte y que te ha largado un rollo que no me voy a creer, cómo conseguir cinco kilos.

– Más o menos.

– ¿Y cómo es que ella se lleva la mitad? ¿Acaso ese tío es su marido?

– Lo necesita para construir un hospital para leprosos.

Roy hizo una pausa y luego asintió:

– Ya, una leprosería. Es una buena idea. ¿Sabes por qué los leprosos nunca acaban una partida de cartas?

– Porque la dejan cuando ganan una mano -dijo Jack. Miró a Roy con gesto inexpresivo, porque sabía que ya le había ganado y que esa partida la iban a ganar juntos y a lo mejor hasta se lo pasaban bien jugándola-. De momento, lo que necesito es un oficial de policía. O alguien que sepa cómo hablar de esa manera desagradable, obscena, que utilizan ellos para dirigirse a los delincuentes.

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