11

El martes por la mañana, Jack tuvo que recoger un cadáver en el hotel Dieu, una mujer de ochenta y cinco años que se había pasado el último mes de su vida en el hospital del hotel. La encontró ligera como una pluma cuando la puso en la camilla mortuoria. Cuando volvió a Mullen e Hijos, metió la camilla en el montacargas, apretó el botón y la vio elevarse por el agujero del techo hasta el segundo piso. Jack subió por las escaleras traseras, sacó la camilla del montacargas y la metió en la sala de preparación, donde Leo estaba llenando de Permaglo la máquina de embalsamar.

– Ha llamado un tipo que se llama Tommy Cullen. Le he dicho que habías salido.

– Luego quisiera hablar contigo. Me gustaría tomarme un descanso.

– ¿Cuánto tiempo, unos días, una semana?

– Pienso dejar esto.

Leo estaba poniendo el cadáver en la mesa de preparación. Alzó la vista desde su posición inclinada, con la vieja en brazos.

– ¿Qué estás diciendo? ¿Vas a dejarme?

– Leo, hay tíos jóvenes que se mueren de ganas de ser enterradores. Encontrarás ayuda, seguro.

– ¿Después de que te saqué de la cárcel?

– Me ayudaste, y te lo agradezco, pero no me sacaste, exactamente. Llevo tres años aquí, y sabes que nunca he planeado quedarme.

– ¿Qué vas a hacer?

– Buscaré algo.

Oyó sonar el teléfono, el de su habitación, no el de la empresa.

– Te estás metiendo en algo, ¿no?

Jack no contestó. Se dirigió deprisa a su apartamento, se sentó en un sofá que se había pasado treinta años en un velatorio antes de ir a parar allí, y cogió el teléfono.

La voz de Cullen dijo:

– Jack, me van a echar de aquí, dicen que tengo que irme. En cuanto localicen a Tommy Junior tendrá que venir a buscarme. Han hablado con Mary Jo y ella les ha dicho que llamen a la cárcel, porque no piensa aceptarme en su casa.

– ¿Qué has hecho?

– No he hecho nada. No sé qué está pasando.

– ¿Qué te han dicho?

– Un fulano, uno de los ayudantes, ha venido a mi habitación esta mañana y me ha dicho que haga las maletas porque me voy. Yo le he dicho: «¿Qué dice, que me voy?» Y me ha contestado que Miz Hollenbeck le ha ordenado que me lo diga. Es esa tía que dirige el local. Voy a su oficina, para averiguar qué pasa. Salta y dice: «No entre. Quédese donde está.» Y le dice a su secretaria: «Evelyn, llama a Cedric.» Es el tipo que me ha dicho que tenía que hacer las maletas. Uno de los negros que hace el trabajo sucio aquí. Yo he dicho: «¿Qué es esto? ¿No ha recibido el cheque de la asistencia médica, o qué?» Miz Hollenbeck parecía asustada de que pudiera acercarme a su mesa, y me decía que me quedara donde estaba, que no me moviera.

– ¿Tiene esto algo que ver con Anna Marie? -preguntó Jack.

– Bueno, sí, más o menos. Pero en ese momento sólo me ha dicho que Tommy Junior firmó un contrato en el cual consta que, de observar una conducta impropia, tengo que irme, y que están intentando localizarle. Ya sabes que es pintor a domicilio. Sólo que últimamente ha tenido algún problema con la bebida, y no siempre está donde dice que va a estar. Creo que la culpa es de estar siempre entre el olor a pintura y de estar casado con Mary Jo.

– ¿Qué le has hecho a Anna Marie?

– ¿Cómo que qué le he hecho? Nada que ella no estuviera deseando.

– ¿Cuándo fue, anoche?

Oyó el timbre de la escalera. Eso significaba que había entrado alguien.

– Hice que el negro, Cedric, me trajera una botella de vino; es bueno, cuesta cuatro dólares, y le di un pavo a Cedric. Me tomé un par de vasos y luego pasé por la habitación de Anna Marie, a ver si le apetecía un vaso.

Jack encendió un cigarrillo con las cerillas del hotel, escuchando, contemplando un grabado enmarcado colgado en la pared, encima de la nevera: dos chicas jóvenes en un bosque primaveral, jugando en un columpio, en una época que Jack no podía ni imaginar. No había nada en la habitación que fuera suyo: podía recogerlo todo en una bolsa y salir de Mullen e Hijos en cinco minutos.

– Le dije que su habitación era muy bonita. Anna Marie dijo que bueno, que si me gustaba… Miró arriba y abajo del pasillo y yo entré. En cuanto serví el vino, sacó el álbum. «Éste es Robbie, y éstos son Rusty, Laurie y Timmy», me enseña sus niños, sus nietos, sus biznietos, y me dice todos sus nombres. Yo le dije: «Anna Marie, eres demasiado joven para tener biznietos, ¿eh? Venga.»

– Cully, no sé si quiero oír esa historia -dijo Jack.

– De verdad. No aparenta la edad que tiene. Aparenta setenta… tal vez setenta y dos. ¡Qué diablos, yo tengo sesenta y cinco! ¿Dónde está la diferencia? Le dije: «Anna Marie, es una familia excelente y tú eres una mujer muy guapa.» Estábamos sentados uno al lado del otro en aquellas dos sillas que había juntas. Vi que eso le gustaba, lo que le había dicho. Así que me incliné y le di un besito en la oreja. Pegó un salto, yo me cagué de miedo, y lanzó un grito. Lo que había pasado es que le había dado el beso en el audífono. Le dije: «Anna Marie, eso no te hace falta, quítatelo.» Lo hizo. Le di otro beso y le dije: «Vaya, qué guapa estás» y toda esa mierda. Y luego le dije: «¿Por qué no nos sentamos en la cama? Estaremos más cómodos.» A todo lo que yo decía, ella contestaba «¿Qué? ¿Qué?» La rodeé con el brazo, la levanté y la acerqué a la cama. Nos sentamos al borde de la cama, ¿sabes? y no se movió ni dijo una sola palabra. O sea que no puso objeciones a nada de lo que yo hacía.

Jack no quería preguntar, pero algo le impulsó a hacerlo:

– ¿Como qué?

– Como besarla. ¿Sabes?, la rodeé con el brazo… Le abrí la bata, y llevaba un camisón de franela debajo. La besé un poco más. Ella se quedó sentada. Yo pensaba: «Joder, hace demasiado tiempo y ya no se acuerda de lo que ha de hacer. Pero no tengo prisa.

Cuando te pasas veinticinco años sin echar un polvo, ¿qué más da unos minutos más cuando ya estás a punto?» ¿Verdad? Pero no sé, pensaba que o hacía demasiado tiempo o era frígida. Metí la mano bajo la bata…

Jack notó que se ponía tenso.

– Le toqué una teta. No, primero tuve que buscarla. No estaba donde suelen estar. Puse la mano encima y Anna Marie se puso como si se hubiera vuelto de piedra, con los ojos muy abiertos, mirando directamente hacia delante. Así que lo envié todo al diablo, ésa no era mi noche.

Jack notó que se relajaba.

– No hiciste nada.

– Ya te lo he dicho.

– Entonces, ¿por qué te echan? -Vio a Leo en el umbral de la habitación, con la misma expresión que Jack imaginaba en la cara de Anna Marie cuando se volvió de piedra, y dijo-: Espera un momento Cully.

– Hay un hombre abajo que pregunta sobre la visita que hiciste el domingo a Carville.

– ¿Quién es?

– No lo sé. Le he dicho que el domingo tuve el día libre, pero que ya me enteraría. No sabía qué decirle.

– ¿Qué pinta tiene?

– Parece… No sé qué parece. Una persona normal y corriente.

– Tranquilo, Leo. ¿Es norteamericano o latino?

– Norteamericano -contestó Leo sorprendido.

– ¿Te ha enseñado alguna identificación?

– No se la he pedido.

– De acuerdo, ya me encargaré yo.

– Está en el salón… ¿Hablarás con él?

– Sí, en cuanto acabe.

Jack esperó con la mano sobre el auricular. Vio que Leo agitaba la cabeza antes de irse. Se llevó el teléfono al oído.

– Cully, ¿dónde estábamos? Ah, sí, ¿por qué te echan?

– ¿Recuerdas que te he dicho que se quitó el audífono?

– Sí.

– Lo puse en un bolsillo de mi bata mientras estábamos allí sentados. Al irme, me olvidé de devolvérselo, y esta mañana le ha dicho a Miz Hollenbeck que le robé el jodido aparato.

– ¿Eso es todo?

– Eso es lo que le he dicho a Miz Hollenbeck: «¿Habla en serio? ¿Para qué coño necesito yo un audífono? Puedo oír mejor que usted y le doblo en edad.» Eso no le ha gustado.

– ¿Has hecho las maletas?

– Todavía no.

– Bueno, pues prepárate. Te recogeré.

– Jack, creo que aquí no se puede echar un polvo.

– No, supongo que no.

– Jack, no quiero vivir en una funeraria.

– ¿Y quién sí? -contestó Jack.


El hombre que esperaba en la sala de Mullen e Hijos era el mismo que había abandonado el hotel con Dagoberto Godoy. Jack se dio cuenta al llegar por el pasillo y verlo desde la misma distancia, aproximadamente, que la noche anterior, con las mismas gafas de montura gruesa y el mismo traje oscuro, pero esta vez con corbata. Desde cerca, el hombre era como había dicho Leo: normal y corriente. No exactamente de la misma estatura que Jack, unos centímetros más bajo, pero con unos doce kilos más bajo la chaqueta abrochada.

– ¿Puedo ayudarle en algo? -dijo Jack.

El hombre inclinó la cabeza hacia un lado, recibiéndole con una sonrisa agradable, pero con la mirada fija tras las gafas. Contestó:

– ¿Me preguntas si puedes hacerlo? Creo que sí, Jack. Y añadiría que si lo hicieras sería en tu propio interés.

Jack inclinó la cabeza con el mismo ángulo que el hombre y le devolvió la mirada con su propia sonrisa, pensando que Roy tenía razón: aquel fulano debía de ser la ley, pero no la local, sino de alguna agencia del gobierno, con iniciales. Los policías de Nueva Orleans podían venirte con mierdas, pero nunca lo harían en plan simpático, Jack también pensaba que podía vencer al hombre en ese juego, y tenía razón.

El hombre tendió la mano y dijo:

– Soy Wally Scales, del Servicio de Inmigración.

Jack le dio la mano sin fuerza alguna, con fingida sorpresa en los ojos:

– Nunca he emigrado de ningún sitio. Siempre he vivido aquí.

– Excepto los tres años que pasaste allí. -Wally Scales había rectificado la posición de su cabeza, pero seguía sonriendo-. ¿Verdad, Jack?

– Supongo que se refiere al tiempo que estuve preso.

– Preso, eso es. Bueno, parece que has disfrutado de una feliz rehabilitación.

Jack le brindó una sonrisa razonablemente estúpida a Wally Scales y dejó escapar un ligero acento de la parroquia de West Feliciana en sus palabras:

– Bueno, yo no diría que la he disfrutado, pero he pasado por ella, sí, señor.

– Tienes un buen trabajo aquí. ¿Te gusta?

– Sí. Trabajo para mi cuñado.

– He hablado con él. -Wally Scales empezó a fruncir el ceño-. Le he preguntado acerca de una visita que hiciste a Carville el domingo y la pregunta parecía ponerle un poco nervioso. ¿Por qué será?

– ¿Y qué le ha parecido?

– Que estaba aprensivo…, nervioso.

– Bueno, así es como es él. Leo es del tipo de persona nerviosa. Siempre está preocupado.

– Pero si es el jefe, debe de saber lo de la visita.

– Sí, debería.

– A no ser que la petición llegara el domingo por la mañana y tú te encargaras sin avisarle.

Jack esperó. No había ninguna pregunta que contestar.

– ¿Es eso lo que pasó?

– ¿Qué pasó?

– ¿Te llamaron y fuiste a Carville?

– No llamaron, al menos que yo sepa.

– Ellos dicen que sí.

– Bueno, debía de estar en el servicio o en algún otro sitio, porque yo no oí el teléfono.

– Dicen que fuiste a recoger el cuerpo de una tal Amelita Sosa, muerta.

Jack negó con la cabeza.

– No, señor. Yo no. Tiene que haber sido otra funeraria y debieron de apuntar mal el nombre. El domingo estuve aquí todo el día. Lavé el coche fúnebre. Eh, a lo mejor fue entonces. Estuve fuera un rato.

Wally Scales volvió a inclinar la cabeza, esta vez sin sonreír.

– Podríamos acercarnos allí, Jack. A preguntarle a la monja si eras tú.

– Bueno, si a Leo le parece bien, no me importa. Solía ir cuando trabajaba para Uncle Brother y Emile en la empresa de órganos. Tenía que subirme hasta arriba, ¿sabe?, hasta los tubos, mientras ellos los afinaban.

– Jack, déjame hacerte una pregunta -dijo Wally Scales-. Quiero que me des una respuesta directa y sincera. ¿De acuerdo? Porque no quiero verte metido en problemas y convertido otra vez en recluso. -Wally Scales hizo una pausa-. ¿Me estás tomando el pelo?

Jack frunció el ceño y luego negó con la cabeza.

– No, señor.

– ¿Juras que no fuiste a Carville?

– Fui con mi tío y con Emile.

– Me refiero al domingo.

– No, señor. Estuve aquí.

Jack dejó que se le abrieran los ojos un poco más para que Wally Scales, mirándole con dureza, pudiera ver la verdad en ellos. Era difícil no reírse de aquel gilipollas, pero Jack pudo evitarlo.

Wally Scales miró detrás de él, hacia el pasillo. Dio un paso, se volvió lentamente para mirar por la ventana hacia el aparcamiento vacío, y volvió.

– ¿Quién más hay aquí, aparte de tú y tu cuñado, Jack?

– Hay una mujer muerta arriba.

– ¿Ah, sí? ¿Cómo se llama?

– No lo sé. Es una vieja.

– ¿Me la enseñas?

Jack sintió que ya podía sonreír tranquilamente, y le dio un toque al tipo diciéndole:

– Le gusta mirarlas, ¿eh? Sobre todo cuando tienen el cuello desnudo. Sí, Leo está arriba aspirándola. Si quiere mirar, venga.

Wally Scales se le quedó mirando con la misma expresión, aunque con una mueca alrededor de la nariz y la boca, como si hubiera mordido un níspero verde. Dijo:

– ¿Por qué será que no te creo, Jack?

– Está arriba. Se la enseñaré.

– Tal vez tendría que hablar otra vez con tu cuñado.

Era una amenaza.

– Muy bien, venga.

– O podría hablar con Lucy Nichols.

Era un golpe bajo, pero no era ninguna pregunta, así que Jack le devolvió la mirada insinuando una sonrisa, esperando. Se estaba poniendo difícil.

– La conoces, ¿verdad?

– ¿Quién es?

– Vas a seguir haciéndote el estúpido, ¿no? Hasta que yo me vaya.

– ¿Quiere ver a la muerta o no?

Vio que el hombre negaba con la cabeza y abandonaba; tal vez no le importase tanto, en el fondo. Ésa fue la sensación que tuvo Jack, además de la de relajación.

Acompañó a Wally Scales a la salida y llamó a Roy al bar.


– ¿Te has despedido?

– Sí, pero aún puedo cambiar de opinión -dijo Roy-. Según los números, según cuánto meta en el banco el tipo.

– ¿Qué hay de Crispín Reyna y Franklin de Dios?

– ¿Quién?

– Franklin de Dios. ¿Te has enterado de algo?

– Se supone que son de Inmigración y están aquí en busca de pistas. De hecho, las patrullas del distrito segundo recibieron la orden de no hacer caso del Chrysler si lo veían aparcado en Audubon.

– Pero esos dos tipos son de Florida.

– ¿Y qué? Si son federales pueden ir a donde quieran.

– Ya, pero no alquilarían un coche. Cogerían cualquier coche oficial de aquí, ¿no?

– Sí, probablemente.

– ¿Lo comprobarás?

– Podría hacerlo.

– No quiero presionarte, Roy, si estás ocupado sirviendo a la humanidad.

– Vete a la mierda.

– Pero si vamos a jugar con esos individuos, será mejor que sepamos sus nombres, sus medidas y cuánto pesan. No quiero ir a ciegas, Roy, no quiero, que me corten la jodida cabeza sin que me dé tiempo a enterarme. Me gustaría saber por qué el recaudador de fondos se trajo de Florida a dos tipos armados. ¿A ti no?

– No te preocupes por eso.

– ¿Qué quieres decir?

– Ya me encargaré.

– Todavía no me has dicho nada.

– Ya me enteraré, por Dios.

– Estás hecho una mierda, Roy.

– Bueno, ¿hay alguna novedad?

– Investiga sobre un tío llamado Wally Scales, que también parece ser de Inmigración. Ha venido en busca de la chica, Amelita, ¿y sabes quién es? El tipo que estaba anoche con el coronel.

– Podría ser de Inmigración -dijo Roy-. O del Departamento del Tesoro.

– ¿Lo comprobarás? Llámame a casa de Lucy. Ahora iré a recoger a Cullen y le llevaré allí.

– Te diré adónde vas a ir esta noche, por si no lo sabes. Irás a trabajar, para variar. A echarle un vistazo a la habitación de ese tipo.

– Roy, te pasa algo. ¿No te ha venido la regla, o qué?

– Tengo que irme de este jodido bar.

– Eso es hablar.


Llamó a Lucy y le preguntó si le parecía bien que apareciese con Cullen. Ella dijo que muy bien, que cuando quisiera. Le preguntó si la había visitado un individuo llamado Wally Scales.

– Ha llamado esta mañana y me ha dicho quién era. Me ha dicho: «Tengo entendido que estuvo en Carville el domingo, para recoger el cuerpo de una amiga suya que había muerto.» Le he dicho que no era verdad.

– Tu primera mentira.

– La primera importante. Le he preguntado de dónde había sacado esa información.

– ¿Qué ha dicho?

– Que era igual, que sentía haberme molestado.

– Bien. También ha estado aquí, pero me ha dado la impresión de que sólo estaba entrando en contacto con el tema. Todavía no se ha metido a fondo.

– Pero luego me ha dicho: «La próxima vez que vea a su padre, déle recuerdos de mi parte.»

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