Cruzaron la entrada principal y ella pareció despertar al explicarle que en otros tiempos se había llamado Leprosería de Louisiana. Su tono de voz volvía a ser natural, tranquilo y ahora era el Centro Nacional de la Enfermedad de Hansen. Él lo sabía pero se quedó callado porque todavía estaba intentando imaginar a un hombre que pretendía matar a una chica porque creía que le había querido contagiar la lepra. ¿Era posible? Ella le explicó que el edificio de la administración era anterior a la guerra de Secesión, que había sido la mansión de una plantación de caña de azúcar y que aquellos robles musgosos debían de datar de entonces.
También él lo sabía.
Y ahora la misma chica, Amelita, iba a salir de allí en el coche fúnebre. Por el mismo precio podían haber alquilado una limusina. Debía de ser porque les vigilaban. O porque no querían arriesgarse. Hacerles creer que Amelita estaba muerta… Pero ¿lo sabrían los del hospital? ¿Cómo se las arreglarían?
Mientras tanto, su guía turística le estaba comentando que era curioso que el centro de tratamiento e investigación de la enfermedad de Hansen más avanzado del mundo estuviese en Estados Unidos. ¿Y cuánta gente lo sabría?
Bueno, al menos todo el mundo en Nueva Orleans. Había oído contar historias según las cuales antiguamente llevaban a los leprosos en un tren con las ventanas cubiertas y atornilladas, totalmente vigilado para que no pudiesen salir y esparcir la enfermedad. Algún familiar suyo por parte de madre, el suegro de su tía, había tenido que venir…
Ella estaba diciendo entonces que le recordaba el campus de un pequeño colegio. Allí, aquella vista de los edificios.
A Jack Delaney le recordaba más bien un correccional federal de mínima seguridad, una vez pasados los viejos edificios con el estilo propio de Nueva Orleans. Los edificios principales eran bloques de tres pisos, dispuestos en filas, todos unidos entre sí por corredores cubiertos que parecían muros con ventanas. Los dormitorios, la enfermería, el comedor, el edificio de recreo, todos unidos por corredores. ¿Por qué sería? ¿Para que nadie viese a los leprosos?
Ella le explicó que la última vez que había estado allí había unos trescientos residentes.
La chica, imaginó Jack, estaría en el piso superior de la enfermería. Si es que querían hacer como que aquello era verdad. Allí estaba el depósito de cadáveres.
Llegaban nuevos pacientes para recibir tratamiento de sulfonas y sólo tenían que quedarse durante un mes. Pero algunos se habían quedado años y años, temerosos de salir. Algunos estaban desfigurados, otros habían perdido algún miembro y necesitaban sillas de ruedas. Por eso estaban unidos todos los edificios.
Oh.
¿Y sabía que había un campo de golf? Sí, lo sabía, y se quedó estudiando su expresión, la sonrisa que apareció en su rostro al cruzarse con un par de hermanas con uniforme blanco. Ella saludó…
Mientras tanto, él estaba sentado allí, como atado, intentando adivinar lo que pasaba. Incluso estaba un poco molesto. La hermana no hacía más que contarle historias de leprosería, como un guía, mientras una chica esperaba a que se la llevasen en un coche fúnebre para que un nicaragüense pirado creyera que estaba muerta. Tenía que ser eso. Ahora ella saludaba a un individuo con bata de laboratorio…
Y él pensó: «Ya, pero ella sacó a la chica de Centroamérica sin ayuda, en medio de la guerra, y la trajo hasta aquí, ¿no? Así que déjala a su aire. No la atosigues. Sabe lo que se hace. Mírala, ¡Jesús!, con esa nariz de estrella de cine y ese labio que no te importaría morder…»
Entonces ella le miró y Jack dijo:
– Una tía de mi madre que se llamaba Elodie se casó con un tipo al que nunca conocí, pero su padre estuvo aquí en los años treinta. Era un contratista de obras y le contagió la enfermedad, según la tía de mi madre, un colega negro que trabajaba para él. Ella decía que tenía un corte en la mano, precisamente aquí. Recuerdo cómo me lo explicaba cuando era pequeño. Ella vivía en la avenida Esplanade, en una casa grande que siempre estaba oscura. Dejaba las persianas bajadas durante el día y olía a viejo y a mohoso. La recuerdo, puedo oler la casa. Se creía que la lepra se cogía así, de un negro. Había que tener cuidado, decía ella, cuando se estaba con negros y se tenía algún corte. Solía pensar en ese viejo, su suegro… Murió el mismo año en que nací yo. No podía imaginar a un hombre de bien, en Nueva Orleans, con lepra. Los leprosos eran siempre nativos de África o de Asia. Había una película, que vi en la escuela, sobre una colonia de leprosos en Burna, que nunca olvidaré. Ahora, cuando pienso en los leprosos, veo a aquella gente. O sea, estaban tan mal como pueda imaginar, de verdad, con una pinta horrible. Algunos, me acuerdo, no tenían nariz. -Hizo una pausa, y prosiguió-: Pero lo que más recuerdo era el misionero italiano que dirigía la colonia. Un individuo con una barba espesa, muy larga, que llevaba un guardapolvo blanco y una boina. Pero lo curioso del tipo era que estaba todo el día tocando a los leprosos, no importa lo deformes que fueran. No dejaba de tocarlos. Les cogía los muñones que tenían por manos, la cara…
Jack volvió a hacer una pausa. Habían llegado a la zona sombreada que llevaba al edificio de la enfermería y la hermana Lucy tenía la mirada concentrada en la entrada, directamente enfrente de ellos.
– Usted también los tocaba, ¿no? -prosiguió Jack-. No sólo a los borrachos del sitio ese de la sopa, quiero decir, también a los leprosos, en ese hospital donde trabajaba.
Ella detuvo el coche y paró el motor antes de mirarle con aquellos ojos tranquilos y despiertos.
– Eso es lo que hay que hacer, Jack, tocar a la gente.
Se quedaron sentados en el coche fúnebre a la sombra de un viejo roble, mientras ella fumaba un cigarrillo y Jack pensaba que eso no era más extraño en una monja que su forma de vestir. Le había ofrecido uno, un Kool con filtro. Le dijo que había dejado de fumar tres años atrás.
– ¿En la cárcel?
– Cuando salí. Mientras estuve dentro no paré de fumar.
Antes de encenderlo le preguntó si le importaba, y él pensó en Buddy Jeannette en la suite del hotel, la noche en que cambió su vida: «¿Le importa si fumo?» Y se preguntaba si podía ocurrir lo mismo con una monja, después de haber visto la semana anterior dos películas en televisión en las que salían tipos con monjas en situaciones extrañas…
– Le he interrumpido. Ver esto me impresiona.
– Es mucho mayor de lo que uno cree que puede ser.
– Lo que debo recordar es que también es un hospital público.
– ¿Y por qué ha de recordar eso?
– Lo dirige el gobierno federal. Cualquiera que tenga un enchufe puede averiguar ciertas cosas.
– ¿Y…? -dijo él. Y esperó.
– No ve la relación, ¿verdad?
– Al principio usted creía que yo sabía cosas que en realidad desconocía. Bueno, pues si sigue bajo esa impresión, lo siento, pero no puedo ayudarla. Yo sólo soy el conductor, y ni siquiera estoy haciendo eso. -Quería mostrarle su irritación. ¿Por qué no? Era una hermana, pero no iba a dejar que le dejaran fuera para limpiar las huellas-. Quiere hacer creer al coronel que está muerta, eso puedo entenderlo; pero ¿por qué montar semejante bollo si él está en Nicaragua?
– No está en Nicaragua -contestó la hermana Lucy con voz tranquila, controlada-. Está en Nueva Orleans.
– ¿Ese tipo está luchando en la guerra y lo deja todo para venir a buscar a la chica que le… cómo lo ha dicho antes, le deshonró?
– Jack, era el agregado militar de la embajada de Nicaragua en Washington. Vino en el setenta y nueve a Miami, cuando cayó el gobierno de Somoza, y sabemos que estuvo en Nueva Orleans antes de volver a Nicaragua. Tiene amigos por aquí. Usted ya sabrá que están obteniendo toda clase de ayuda de Estados Unidos. -Hizo una pausa, y continuó-: ¿No lo sabía? -Frunció un poco el ceño. Soltó una bocanada de humo y volvió a hablar-. Lo que sabemos es que el coronel nos siguió hasta México y luego hasta aquí. Ahora está aquí, y ha investigado acerca de Amelita. No ha enviado flores, Jack; quiere matarla.
«Vaya con la monja.» Jack la vio aplastar el cigarrillo en el cenicero y cerrarlo.
– Hay un médico de aquí, del hospital, que pasó unos años en Nicaragua y entabló amistad con Rodolfo Meza…
– Aquel al que disparó el coronel…
– Al que asesinó. Cuando llegué con Amelita le conté toda la historia. Así que él conocía la situación, y se puso en contacto conmigo en cuanto se enteró de que el coronel había llamado preguntando por ella. Poco después vino un visitante, no el mismo coronel, sino un nicaragüense. La hermana Teresa Victor le dijo que no podía ver a nadie.
– ¿Y el hospital entero está metido en esto? ¿En lo que estamos haciendo?
– No, la administración no; parte del equipo médico. Creo que unos cuantos médicos y por supuesto las hermanas. No habrá certificado de defunción. Pero si alguien pregunta, las hermanas dirán que no pueden dar información sobre los fallecidos, aparte de que se la llevaron a una funeraria.
– Un momento…
– Entonces, todo lo que usted tiene que hacer es publicar un anuncio en la prensa dando a conocer que Amelita Sosa ha sido incinerada. Ella no conoce a nadie aquí, así que cualquiera que pregunte algo tiene que ser el coronel o alguno de los suyos.
– ¿Tengo que poner un anuncio en la prensa?
– ¿No es eso lo que suele hacerse? Yo lo pagaré.
– ¿En qué lío me está metiendo?
– No creo que haya ninguna posibilidad de que sufra daño físico -dijo ella.
– No es el daño físico lo que me preocupa.
– La hermana Teresa Victor habló con el señor Mullen… -Pero de repente no se sintió tan segura a ese respecto-. O al menos dijo que lo haría.
– ¿Le contó toda la historia a Leo?
– Quizá sin muchos detalles.
– O quizá sin detalle alguno. Eso que me está proponiendo, ¿no le parece que es ilegal?
– Un hombre ha jurado matar a una joven inocente y usted quiere discutir la legalidad, si le he entendido bien, de publicar una nota de defunción en el periódico.
Eso le gustaba, aquella oratoria inexpresiva.
– Bueno, no creo que te puedan meter en la cárcel por eso -dijo Jack.
– ¿Quién se iba a enterar?
– Tiene razón -asintió.
¿Qué más puedo decirle?
Pensó durante un momento y le preguntó, devolviéndole el tono inexpresivo:
– Si viera al coronel en este mismo momento, ¿qué le haría?
Ella le contestó, con la mínima insinuación de una sonrisa:
– Se lo está pasando bien, ¿verdad?
– No es eso -dijo Jack, con la misma sonrisa que ella-. ¿Cómo se llama el tipo ése, el coronel?
– Dagoberto Godoy.
– ¿Es más bien gordo y lleva un bigote estrecho?
– Lleva bigote, pero tiene buen tipo. Podría decirse que es guapo.
– Oh -dijo Jack.
Sacó a Amelita en un saco de plástico sobre una camilla mortuoria con ruedas, pasando junto a los coches vacíos que había en la parte trasera del edificio de la enfermería hasta llegar al coche fúnebre, que tenía la puerta de detrás abierta. Con la camilla pegada al estribo, dobló primero las patas anteriores, luego las posteriores, y la empujó hacia dentro. Bajó el pestillo de seguridad de la puerta y la cerró.
Jack miró a la hermana Lucy, con sus pantalones Calvin y sus tacones, que hablaba con el médico que había estado en Nicaragua y con dos hijas de la caridad una de las cuales, que tenía las piernas arqueadas, era la hermana Teresa Victor, que llevaba allí unos cincuenta años. Jack se quedó mirando unos instantes, con las manos unidas por detrás del traje oscuro, en actitud de paciente director de funeraria, pensando que la chica que había metido dentro del saco era bastante atractiva, no como las leprosas que había visto en algunas películas. La había tocado al subir la cremallera del saco, asegurándose de que no se enganchase con su camisa de flores. No había visto ninguna mancha en la cara ni en los brazos. Volvió a mirar a la hermana Lucy antes de dirigirse al lado del conductor y entrar en el coche. Cuando lo hubo puesto en marcha y calentado un poco, se abrió la puerta del lado derecho y entró la hermana Lucy.
– No quisiera meterle prisa, pero Amelita está ahí detrás, dentro del saco de plástico.
– ¡Oh, Dios mío!
La hermana Lucy se dio la vuelta.
– Todavía no. Cuando hayamos salido.
– ¿Puede respirar?
– Lo suficiente, supongo.
Apareció un coche que venía de la parte delantera de la enfermería y se puso detrás de ellos. Había tres coches aparcados en línea cuando pasaron junto a la puerta de entrada. Jack los miró por el retrovisor.
– Vale, ahora.
La hermana Lucy se dio la vuelta para abrir la separación de cristal y luego se giró del todo y se puso arrodillada.
– ¿Llega?
– Casi.
– Tire de la camilla.
– Ahora -dijo ella.
Entonces empezó a hablar en castellano con Amelita, inclinada sobre el asiento trasero, con la chaqueta levantada y la curva de su cadera dentro de los apretados tejanos muy pegada a él. Eso era distinto, desde luego. Echó un vistazo a su cadera, a su ajustada redondez, sin mirar abiertamente. Era ella quien le tocaba. ¿Qué haría si fuera él quien la tocase? Había formas y formas de tocar. Él podría tocar a las chicas que conocía cuando se inclinaban en el asiento y ninguna de ellas pensaría nada especial. Alguna quizá diría «¡Eh!», pero ninguna se sorprendería. No significaría nada. Un palmeo cariñoso. Tal vez un pellizquito.
Mantuvo los ojos en la carretera y empezó a pensar en las dos películas que había visto por televisión la semana anterior. En una, Richard Burton y otros dos tipos están en un bote de salvamento con Joan Collins después de que un submarino japonés torpedeara el barco en que viajaban. Parece que a ella le gusta Richard Burton, pero le rechaza cuando él lo intenta y Richard no puede entender por qué le desprecia esa chica que lleva una ropa tan extraña. Sólo al final de la película se sabe que Joan Collins es una monja y que esa extraña ropa es probablemente la ropa interior del hábito. Joan Collins estaba muy guapa. En la otra película, Deborah Kerr, vestida con un hábito totalmente blanco que le enmarca el rostro, con su bella nariz, está con Robert Mitchum, un marine de Estados Unidos, en una isla del Pacífico durante la guerra. Se pasan la mayor parte del tiempo escondiéndose de los japoneses en una cueva, Deborah y Robert Mitchum solos, mirándose. Sabes que tarde o temprano él lo va a intentar, pero no sabes qué hará ella. Las dos películas eran sobre tipos y monjas en situaciones íntimas, enfrentados al peligro. Algo más se le ocurrió a Jack mientras pensaba. Recordó que, según los créditos, ambas películas eran del cincuenta y siete. No sabía por qué lo recordaba, pero se había dado cuenta. Y en 1957, cuando tenía doce años, se había enamorado de su profesora de séptimo curso, la hermana Mary Lucille, ¿Lucille? ¿Lucy? Y todavía más. Diez años después se había enamorado de Sally Field, que tenía una naricilla muy mona y que aparecía entonces en la serie televisiva «La monja voladora», y llevaba un griñón con alas en la cabeza no muy distinto del que llevaban las hijas de la caridad, las mismas que había en Carville.
Sirviera para lo que sirviese.
Conocía a algunas chicas a las que les encantaba especular con los signos, Helene diría «¡Ey, qué guai!», si se lo contara. Sobre todo si estaban fumando algo de costo.
Las piernas en los tejanos se dieron la vuelta sobre el asiento.
– Amelita tiene que ir al lavabo.
– Acabamos de salir.
– ¿Quiere eso decir que no piensa parar?
Ni siquiera habían llegado a Saint Gabriel. Estaba precisamente delante de ellos, un montón de almacenes y unos pocos coches, la ciudad medio muerta en la tarde dominical. Circuló lentamente por el cruce principal y siguió adelante hasta que vio la gasolinera de Exxon a la derecha. No había ningún coche junto a los depósitos y Jack se dirigió a la sombra del toldo. Los servicios debían de estar al otro lado de la gasolinera. Daría la vuelta, haría un poco de marcha atrás, como si fuera a poner aire en las ruedas, y metería a Amelita en el lavabo.
Había un café al otro lado de la carretera. Cuatro individuos estaban de pie entre un coche y un camión, mirando hacia allí. Daría que hablar a la gente de Saint Gabriel: «La tía, te lo juro por Dios, salió por detrás del coche de muertos…»
– Creo que no está abierto.
Frenó en seco al llegar a la fila de surtidores y la hermana Lucy se cogió al salpicadero.
– ¿Ve a alguien alrededor?
No, no veía a nadie y las puertas de los servicios estaban destrozadas. Tendría que habérselo imaginado, pero no importaba; no había nadie en casa. Pudo verlo a través de las letras big spring tire special que había en la ventana. En la puerta de cristal había adhesivos de tarjetas de crédito y otro logotipo que él conocía bien, VAS, en letras negras sobre fondo dorado, Vidette Alarm Systems vigilando el lugar contra robos y allanamientos. Aquello parecía viejo, medio abandonado, como si nadie lo cuidara.
¿Y ahora qué? Había un café al otro lado de la carretera, y los cuatro granjeros seguían mirando. Echó un vistazo al retrovisor y le llamó la atención un coche aparcado entre ellos y los surtidores de gasolina.
Era un Chrysler negro. Uno de los coches que les había seguido al salir del hospital. Un individuo con un traje marrón salió de detrás del volante. Luego se le unió otro, delante del coche. Tipos de cabello oscuro, latinos. Los perdió luego de vista, cuando se pusieron detrás del coche fúnebre.
– Dígale a Amelita que se haga la muerta, y ponga el seguro de su puerta. Ahora mismo. Rápido.
La hermana Lucy hizo lo que le decía, sin mirarle ni preguntar nada. Se puso tiesa cuando uno de los latinos apareció junto a su ventana, mirando hacia dentro. Tocó la ventana y dijo algo en castellano. Ella contestó en inglés:
– No le oigo, ¿qué quiere?
Aquel tipo empezó a hablar en castellano otra vez, mientras la hermana Lucy le miraba, a menos de un metro de distancia, escuchando.
Jack se dio la vuelta al ver que el otro iba hacia su lado, pasaba junto a él y se quedaba delante del coche. Ambos eran pequeños, pesarían unos sesenta kilos. A Jack le gustó. Lo que no le gustaba tanto eran sus trajes y sus camisas deportivas abiertas. No eran cacahueteros emigrados, ¿verdad? El que estaba en el lado de la hermana Lucy llevaba una camisa de seda y el cabello cuidadosamente peinado. El otro tenía pinta de criollo, con la piel oscura, pómulos algo sobresalientes y cabello alisado. Se quedó mirando al parabrisas mientras la hermana Lucy seguía hablando con el otro tipo en castellano.
– Quiere que abra detrás. Dice que son amigos de la muerta y que les gustaría verla antes de que la entierren. Tiene que ser ahora porque tienen cosas que hacer y no pueden ir al funeral.
– ¿Y cómo sabe a quién llevamos ahí detrás? -preguntó Jack.
Esperó mientras la hermana Lucy volvía a hablar con la cara con gafas de sol. El tipo dijo algo, una palabra, y se inclinó, intentando ver algo en la parte trasera del coche fúnebre, bizqueando, entrecerrando los ojos para evitar su propio reflejo en el cristal.
La hermana Lucy miró rápidamente a Jack, a punto de decir algo, pero el rostro con gafas de sol empezó a hablar otra vez, con expresión solemne.
– Dice que quieren rezar una oración por la muerta. Dice que están decididos a hacerlo, porque si no, no podrían vivir en paz consigo mismos.
Jack esperó, porque ella seguía mirándole, con vivacidad, como si quisiera decir algo más pero no pudiera, con aquella cara tan cerca de ella. Jack asintió, ganando tiempo para tomar una decisión.
– Dígale que me encantaría poder ayudarle, pero que la ley prohíbe enseñar cadáveres en la calle. -Y cuando ella se iba a dar la vuelta, añadió-: Espere, dígale que verá un cadáver si su compañero no se aparta, porque nos vamos a ir. -Vio que sus ojos se abrían más por un momento y vio la cara del tipo, mirándole. Siguió hablando-. Ya me ha entendido, pero dígaselo de todas formas. Dígaselo con sus palabras.
– Jack -dijo ella en voz baja-, míreme. Tiene un revólver. -Se metió los dedos por dentro de la chaqueta, a la altura de la cintura-. Aquí.
El hombre volvió a hablar y ella le escuchó, sin dejar de mirar a Jack.
– Quiere saber por qué ponemos dificultades -iba traduciendo a medida que la cara hablaba al otro lado de la ventana-. Dice que será sólo un minuto. Quiere que pare el motor y salga con la llave. -Volvió a escuchar y añadió-: Que si intentamos irnos habrá algún muerto en este coche, si no lo hay ya.
Vio sus ojos y vio que ella se daba la vuelta y le contestaba algo en un castellano fluido, con cierta dureza en el tono. El rostro quedaba enmarcado en la ventana, con las letras big spring tire special detrás, grabadas en la puerta de la gasolinera, con la luz encendida y los adhesivos enganchados.
– No le ponga nervioso, ¿vale? -dijo Jack. Sacó la llave y ella le dio la espalda mientras él abría la puerta-. Pero siga hablando con él.
Salió, bajó el pestillo de seguridad de la puerta y la cerró.
Los granjeros del otro lado de la carretera seguían abriendo cervezas al sol, mirando, y uno de ellos movió la cabeza para señalar, bromeando, con la visera de su gorra de tractorista. Intentaban alegrar una tarde de domingo en Saint Gabriel. Jack conoció a algunos granjeros en Angola que habían matado a algún tipo con una botella de cerveza, borrachos.
También había conocido a fulanos como el del rostro con gafas de sol y que le parecía criollo, que seguía delante del coche fúnebre, dándose la vuelta para mirarle a medida que se acercaba. Solían ponerse igual en el patio de recreo, esperando a que apareciese algún novato para dirigirle aquella mirada dura que significaba que no se iban a apartar. «Pasa por mi lado.» Pero sabía que quien lo hiciera podía cogerse las pelotas, porque ya las había perdido. Podía pasar al lado de éste; no pasaba nada por probarlo. Pero no había que pasar al lado de los del patio si podías pasar por encima de ellos, o bien si usabas la cabeza. Si ya sabías que intentaban pasarse contigo tenías que ser más listo que ellos, como mínimo más listo que el noventa y cinco por ciento de los prisioneros…
Más listo que aquellos dos gilipollas que le miraban de aquella forma tan familiar. Joder, esperaba serlo, si algo de valor había aprendido en aquellos treinta y cinco meses. Una buena regla era que siempre que uno estuviese con individuos de cuya intención dudaba, lo primero que tenía que hacer era buscar una forma de escaparse o algo con que pegarles.
Asintió y sonrió al tipo que parecía criollo, el de pelo alisado, al pasar junto a él.
– ¿Qué tal, colega?
Y luego se dirigió al de las gafas de sol, que se apartaba del coche:
– Esto no me había pasado nunca en todo el tiempo que llevo en este negocio.
Siguió andando hacia la gasolinera.
– ¿Eh, dónde va? -dijo el fulano. Detrás de él se acercaba también el tipo de aspecto criollo.
Jack se detuvo ante la puerta, se volvió y dijo:
– Necesito algo.
El de las gafas de sol se le acercó y dijo:
– No. No puede entrar ahí, mire. -Se adelantó a Jack e intentó girar el pomo de la puerta de cristal con marco de madera-. ¿Lo ve? No puede entrar.
– Sí, supongo que tiene razón -contestó Jack. Miró alrededor, frunciendo el ceño, y añadió-: Mierda, ¿y ahora qué hago? Tengo que ir al lavabo y la llave está ahí dentro. ¿Lo ve? Sobre la mesa. Está atada a un pedazo de madera para que nadie la robe. Como las llaves del lavabo son tan valiosas…
El rostro con gafas de sol dijo:
– Vaya a cualquier otro sitio. Para usted eso no es ningún problema.
Estaban cerca el uno del otro. Jack, con voz tranquila, dijo:
– Me parece que los dos tenemos un problema. Usted quiere la llave de mi coche, y yo quiero la llave del lavabo. Vaya par de desesperados, ¿no? Desesperados. ¿Entiende lo que le digo? -El rostro con gafas de sol le miraba sin contestar-. Sólo que yo estoy más desesperado que usted, colega. Si no lo cree, se lo demostraré.
Jack se dio la vuelta y se puso de cara a la puerta. Dio un paso corto para situarse, con los ojos fijos en el adhesivo de vidette alarm systems, y golpeó la superficie de una barra oscura que había al otro lado del cristal.
El sonido de la alarma antirrobo fue tan fuerte e inmediato que casi no tuvo tiempo de oír cómo se rompía el cristal. Sonaba incluso más fuerte de lo que esperaba. Miró alrededor y vio que el tipo de las gafas de sol se alejaba. El que parecía criollo no se movía, y el otro tuvo que llamarle con gestos. Jack vio cómo corrían, se dio la vuelta, y allí estaba la hermana Lucy, con el rostro pegado a la ventana, mirando. Y por detrás del coche fúnebre, los granjeros del otro lado de la carretera levantaban la cabeza para seguir al Chrysler negro cuyas ruedas chirriaban al arrancar, pasando de la sombra a la luz y desapareciendo en dirección a la interestatal. Jack también miró, pensando que habría otras carreteras para llegar a casa, con lavabos en el camino. No se había sentido tan bien desde… no podía recordar cuándo.
La hermana le miró con otros ojos cuando se volvió a sentar tras el volante. No exactamente con los ojos en blanco, pero como sorprendida, con los labios separados, mirándole con algo que a él le gustaba pensar que era sorpresa admirativa. No dijo ni una palabra. Él tampoco habló hasta que se hubieron alejado del sonido agobiante de la alarma y pudo mirarla con su sonrisa de buen chico:
– Por eso sólo entraba en habitaciones de hotel.