6

Lo condujo a través de un recibidor lleno de retratos deslucidos y fotografías enmarcadas de bailes de carnaval, y luego por el cuarto de estar y por el comedor, oscuros y serios, hasta una sala brillante cuya atmósfera resultaba súbitamente tropical al mirar las paredes, empapeladas con fulgor de plátanos verdes y dorados. La luz de la lámpara se reflejaba en una fronda verde y en los almohadones verdes del sofá, e iluminaba un ventilador en el techo, las macetas con helechos y un mueble bar lleno de botellas que reposaban sobre un cristal de color. En la mesita de café, de mimbre, había un vaso de jerez. Lucy se mostraba tranquila, cortés. Llevaba una blusa blanca, pantalones marrones y sandalias. Le dijo que se sirviera algo si quería, y le preguntó sí estaba seguro de no tener hambre -mientras él se servía un vodka con hielo-, porque Dolores estaba preparando algo para Amelita y no habría ningún problema. Negó con la cabeza. Le dijo que Dolores acababa de llegar de la iglesia. Le explicó que Dolores iba a la Iglesia Bautista Africana de Esplanade desde siempre. También que Dolores solía ensayar himnos y que a su madre le molestaba oír cánticos protestantes en su casa.

Jack bebió un trago, la miró y dijo:

– Tú ya no eres monja.

– No, no lo soy -contestó ella.

– Te llamé «hermana».

– Una o dos veces.

– Pareces distinta.

Ella pareció sonreír.

– Quiero decir, desde esta tarde.

Concentrándose en su bebida, ella dijo:

– Déjame probarla. -Bebió un trago de vodka y le miró, con el labio inferior temblándole al tragar. Luego agitó la cabeza-. Sigue sin gustarme.

– ¿Estás volviendo a probar cosas distintas?

– El día en que volví a Nueva Orleans llamé a mi madre para que me diera el nombre de un peluquero. Después de dudarlo durante un año, había decidido hacerme la permanente. Rizarme el pelo y cambiar de imagen. Sentía que lo necesitaba para animarme. Así que pedí hora… Pero cuando estuve sentada en la silla y me miré en el espejo, me di cuenta de que una permanente no bastaba.

– ¿Para qué?

– Quiero decir que no era necesario. Ya había cambiado. Has dicho que parecía distinta. Lo soy; no soy la misma persona que era hace años, o esta tarde, ni la misma persona que voy a ser desde ahora.

Estaba lo suficientemente cerca como para tocarla; no parecía tan alta como por la tarde, con tacones. Dijo:

– Creo que tomaste una decisión adecuada. Así es como tiene que ser el cabello, natural. -Pensó un instante y siguió-: El día en que salí de Angola y volví a casa, lo primero que iba a hacer era vestirme y acercarme al bar del Roosevelt, como si no me hubiese ido. Pero no lo hice. Me concedieron la libertad condicional al mismo tiempo que a un amigo mío llamado Roy Hicks. -Jack notó que empezaba a sonreír-. Roy tenía una forma de mirar, con frialdad, como si nada le importara, pero como si te estuviera preguntando si querías morir. Tampoco es que fuese muy fuerte.

Lucy empezó a sonreír porque lo hacía él, pero la sonrisa no le llegaba a los ojos.

– Pensaba que habías dicho que erais amigos.

– Lo éramos. Roy me enseñó a vivir en la cárcel. No, a mí no me miraba de aquella manera, era a quienes se le echaban encima o le ponían nervioso… ¿sabes qué quiero decir?

– Creo que sí.

Empezó a sonreír otra vez, porque sabía lo que iba a explicar a continuación y estaba seguro de que Lucy le iba a devolver la sonrisa. Eso le daba valor: no estaba mal hacer una pequeña demostración, asumir con ella un papel cómodo, natural; experimentar la sensación de que podía decirle lo que quisiera.

– Llegamos a Nueva Orleans y Roy me dijo que tenía que atender unos negocios y que quería que le acompañase. Cogimos un taxi hasta la zona de viviendas, ¿sabes?, la de Rampart. Llegamos a una puerta, Roy golpea con el puño… Me olvidaba de explicar que Roy Hicks había sido policía de Nueva Orleans, pero eso es otra historia.

– ¿Y qué hacía en la cárcel?

– A eso me refiero cuando digo que es otra historia: una buena historia. Estábamos en esa zona de viviendas. Me pareció reconocer al negro que abrió la puerta. No nos invitó a entrar, pero nos conoció y nos dejó pasar y vi que había otros tres negros sentados dentro. Aquel lugar, como supe luego, era un centro de venta de drogas. Estaba pensando qué hacía yo allí dentro cuando Roy le dijo al negro que lo llevaba: «Choca esos cinco, colega.» Pero el tipo no quería. Entonces estuve seguro de que lo conocía: había estado en Angola y lo habían soltado unos seis meses antes que a nosotros. Tenía un alambique dentro de la prisión y hacía un brebaje casero con una mezcla de frutas, arroz, pasas, y todo lo que encontrara. Era horrible. Lo vendía y le daba una parte a Roy, algo así como la mitad, porque Roy le había dado permiso para hacerlo. -Vio que Lucy fruncía el ceño y siguió explicando-: Roy dirigía nuestro dormitorio, en Big Stripe, una penitenciaría de seguridad media. -No sabía qué más decirle-. Así es como funciona, es parte de la estructura social.

»… De cualquier forma, Roy le dijo: “Choca esos cinco, colega.” Lo dijo un par de veces más, y al final el tipo alargó la mano. Roy la coge, le hace una llave y le saca un revólver de los pantalones, un treinta y ocho, con los otros tres allí sentados, mirando. Roy le dijo al tipo que tenía sujeto con la llave que se había ido debiéndole dinero y que, con los intereses, ya eran dos mil dólares. El tipo le dijo que estaba loco, ¿no se daba cuenta de que ya estaban fuera? Aquel trato ya se había acabado. Roy le dijo: “No se acabará hasta que yo lo diga. Paga, colega”, sin levantar la voz para nada, ni amenazarle, y aquel tío al final le dio el dinero. -Lucy le estaba mirando.

– Increíble.

– ¿Entiendes? el tipo podía deberle unos cuantos pavos, pero aquello era un chantaje. O, por la pistola, podría decirse que era un atraco ligeramente disimulado. Nos metemos en el taxi y le pregunto a Roy si se ha vuelto loco. Va y dice: «Es como cuando te caes de una bicicleta. Tienes que volver a montarte enseguida.» Y yo le dije: «Sí, nos hemos caído, pero no me parece que atracar un centro de venta de drogas sea volver a lo que hacíamos antes.» Porque ninguno de los dos, estrictamente hablando, había participado antes en ningún atraco a mano armada. Roy dijo: «¿Qué más da que el artículo que quebrantes sea el B o el E, o el que prohíbe ir armado? ¿Crees que vas a poder vivir como un ciudadano normal?» Le dije que había tomado la firme decisión de intentarlo. Y dijo: «Bueno, pues toma, para empezar.» Contó la mitad del dinero, unos mil pavos, y me lo pasó.

– Increíble -repitió Lucy.

– Estaba pensando que basta una escena como ésa para que se te rice el pelo si no quieres pagar una permanente.

Lucy alzó los ojos.

– Ahora lo llevas bastante estirado.

– Sí, bueno, es de trabajar en la funeraria y ver cosas inesperadas; eso te lo va estirando.

– ¿Qué hace ahora tu amigo Roy?

– Es camarero. Trabaja en el Quarter.

Ella le cogió el vaso y le sirvió otro vodka antes de volver a mirarle.

– Sentémonos. Quiero explicarte algo.


– Cuando mi padre levantó su nuevo edificio de oficinas en Lafayette, me lo ha explicado en la comida, le iba a costar poco más de tres millones de dólares. Pero tenían que talar un roble vivo que contaba ciento cincuenta años. Así que mi padre cambió los planos. Construyó el edificio con una planta angular, alrededor del árbol, y le costó medio millón más… ¿Qué crees que dice eso de él?

La habitación estaba silenciosa. Jack notaba el vodka, una agradable sensación bajo aquella luz. Le gustaba aquella silla de mimbre con amplios almohadones; uno podía quedarse dormido en ella. Lucy esperaba, no muy lejos de él, en el extremo del sofá que había junto a su silla, con las piernas cruzadas. Se inclinó hacia delante para coger su jerez, él pensó distintas contestaciones, movió el brazo lentamente, levantó el vaso y se quedó mirando un plátano antes de dar un trago.

– Que le gusta la naturaleza.

– ¿Y por eso está contaminando el golfo?

– Creía que vendía helicópteros.

– Está metido en el negocio del petróleo. Lo ha estado toda su vida. Mi madre le llama «El Crudo de Tejas». Los hombres de su familia vestían trajes de lino blanco y eran dueños de plantaciones de caña de azúcar en Plaquemines.

– No sé mucho de medio ambiente -dijo Jack. Podía haberse quedado dormido tan sólo cerrar los ojos-. O… ¿cómo es esa otra palabra? Ecología. Estoy un poco flojo en esas materias.

– Tú consideras a mi padre un buen tipo.

– Creo que intenta serlo. Ésa es la impresión que quiere dar, la de que es un chico más.

– Al menos sabes que no es sólo el bueno del viejo Dick Nichols. Él es la empresa Dick Nichols. Canta canciones Cajun, come ardillas y cola de cocodrilo, pero también ha ido a la Casa Blanca a almorzar, dos veces. Le encanta la naturaleza, siempre que él y sus amigos puedan sacarle petróleo, y el árbol le importa un comino. Lo utilizará. Será el tipo del Club del Petróleo que tiene un árbol que le costó medio millón de dólares. No un yate, o un avión. Eso lo tienen todos, incluso mi padre. Pero él tiene también un árbol.

– Bueno, ser rico está bien.

– Y poder comprarte lo que quieras -añadió Lucy-. Mi padre vino a visitarme a Nicaragua, hace siete años. Llega un cochazo de la embajada, un Cadillac negro enorme, y sale mi padre, la última persona que hubiera esperado ver allí. Sólo que le encanta sorprender y actuar de modo casual. «Eh, sor, ¿cómo estás? Hace buen día, ¿no?» Sabe que es espontáneo, o sea, que es divertido. Le enseñé el hospital y pareció interesado, estuvo cordial. Pero hizo como que no veía a los leprosos, a los que estaban inválidos o desfigurados.

– No les iba a dar la mano.

– Ni siquiera al equipo médico. Mantuvo las manos detrás de la espalda. Dijo: «Sor, esto es horroroso. ¿Qué necesitas?» Y yo contesté: «¿Qué tal si llevas a los enfermos a dar una vuelta en tu coche?» En vez de eso, me dio un cheque de cien mil dólares.

Jack bebió un trago, preguntándose si su padre la había besado al llegar. Podía entender que su padre no fuera un tío dado a tocamientos. ¿Cuántos lo eran? Dijo:

– Ya sé por dónde vas.

– No, no lo sabes -contestó ella.

– Es más fácil darles algo que acercarse a ellos.

– Jack -dijo ella sin reaccionar, manteniendo su tono tranquilo, segura de lo que iba a decir-, la semana pasada firmó otro cheque, éste de sesenta y cinco mil.

– ¿Para el hospital?

– Para el hombre que destruyó el hospital, el hombre lo hizo arder hasta los cimientos y mató a diez pacientes a puñaladas. Yo estaba allí, Jack. Los vi llegar en un camión. Saltaron los hombres y empezaron a disparar, todos con armas automáticas. Dispararon a los perros, a los cristales de las ventanas… Salí de la casa de las hermanas, le oía gritar y pensé que estaba intentando detener el tiroteo. Efectivamente, estaba gritando en castellano: «¡Con los machetes! ¡Hacedlo con los machetes!» Algunos de los pacientes se escaparon o pudieron esconderse. Yo metí a alguno en nuestra casa. Pero los que estaban en tratamiento, los que no podían correr, fueron apuñalados hasta morir en sus propias camas, gritando… Ya sabes de quién hablo, de Dagoberto Godoy y sus contras. Cuando vino a matar a Amelita y no la encontró… -Hizo una pausa, y añadió-: Antes de eso, nunca le había puesto los ojos encima y ahora no podría olvidarle. -Volvió a interrumpirse, y luego dijo, levantándose-: Le daré las buenas noches a Amelita y te prepararé algo de comer, si tienes hambre.


Volvió con un paquete de Kool, sacando un cigarrillo. Jack cogió el encendedor de plata de la mesa y le ofreció fuego. La vio sentarse, exhalando un fino hilo de humo, relajándose sobre los almohadones del sofá, y dijo:

– ¿Te importa?

Cogió un cigarrillo -«sólo fumaría uno»- y aspiró el humo por primera vez en casi tres años, mientras le decía que seguía sin tener nada de hambre, ni siquiera un poco. Estaba alterado, y le dijo que se sentía un poco confuso, intentando aclarar una serie de cosas en su mente. Dijo que le parecía que cada vez que ella le explicaba algo surgían en su mente nuevas preguntas y no sabía por dónde empezar.

– ¿Qué te gustaría saber? -dijo ella.

– Ese tipo intenta matar a Amelita y ella dice que bueno, que estaba muy enfadado, pero que quiere que ella esté con él. Incluso le llama Bertie.

La cabeza de Lucy permanecía apoyada en el almohadón.

– Ya lo sé. Amelita es un poco retorcida. Bertie… Me gusta. Cambió su vida y ella no quiere creer que es un asesino. Pero no estaba en el hospital cuando vino él. Estaba con su familia. Por eso pude sacarla de allí.

– Eso no tiene mucho sentido.

– Claro que no.

– ¿Los mató porque eran leprosos?

– A machetazos… no necesitaba razón alguna. Se cargó a tiros al doctor Meza. Asesinó a un cura mientras estaba celebrando misa y ejecutó formalmente a seis catequistas en Estelí. Mataron a un trabajador de la reforma agraria con las bayonetas, le dispararon a su mujer en la columna vertebral y la dejaron abandonada para que muriera… Ella vio cómo estrangulaban a su hijo, que sólo tenía un año. Pregúntale a Bertie por qué dejó hacer eso a sus hombres. Rajaron la garganta a nueve granjeros cerca de Paiwas, violaron a varias de sus hijas y violaron y decapitaron a una chica de catorce años en El Guayaba. Mataron a cinco mujeres, seis hombres y nueve niños en El Jorgito… ¿Quieres una lista completa? Te la daré. ¿Quieres ver fotos? También te las enseñaré. ¿Has visto alguna vez la cabeza de una niña empalada?

Hubo un momento de silencio en la habitación, que en aquellos momentos a Jack le parecía un gran escenario, con el telón de fondo del papel de la pared, lleno de plátanos, mientras ella le contaba una historia de muertos de ambiente tropical.

– ¿Todo eso hizo?

– Y no cuento a los desaparecidos -dijo Lucy-. Ni a los que torturaron. Ni a quienes asesinaron con métodos más refinados. Un cura de Jinotega abrió el maletero de su coche y voló en pedazos. Fue Bertie quien lo asesinó. Se había enterado de que ese cura nos había llevado a León a comprar el coche cuando huimos. Tengo una carta de una de las hermanas; algún día te la leeré, cuando tenga tiempo.

Jack se sentía molesto; no sabía qué decir.

– ¿Qué le vas a hacer? Así es la guerra.

– ¿A eso le llamas guerra? ¿Matar niños y gente inocente?

– Quiero decir que no puedes hacer que lo arresten.

– No, ni siquiera si estuviese aún en Nicaragua. Pero ahora está aquí, reuniendo dinero para comprar armas y pagar a sus hombres. Hace tres días, en Lafayette, mi padre almorzó con Bertie, oyó el sermón del tipo y extendió un talón de sesenta y cinco mil dólares.

– ¿Tu padre le ayuda? ¿Por qué?

– Hay gente, Jack, que cree que si no estás con Bertie estás con los comunistas. Es como si dijeras que si no te gusta la cerveza Dixie, entonces tiene que gustarte el vodka. -Volvía a hablar con aquel tono seco, con la mirada tranquila, con la cabeza apoyada en el cojín.

»Mi padre y sus amigos sacando a Bertie de paseo, invitándole a sus casas… Es una celebridad. Tiene una carta del presidente, y eso le proporciona un talón cada vez que la enseña.

– ¿El presidente de qué? ¿Te refieres al Presidente?

– De Estados Unidos de América. Trata a los contras como hermanos. «Luchadores por la libertad.» Una cita: «El equivalente moral de nuestros padres fundadores.» Y si crees en eso puedes unirte al club de mi padre. Pero hay una parte que no podrás creer.

Vio que Lucy se levantaba de la silla para aplastar su cigarrillo en el cenicero, con la luz resbalando sobre su cabellera oscura. Estaba encantado de que hubiera decidido no hacerse la permanente.

– Cuando comíamos, mi padre ha empezado a contarme lo del antiguo agregado militar de la embajada nicaragüense, un héroe de guerra al que había invitado a comer, amigo personal de varios personajes importantes de la Casa Blanca. -Volvió a sentarse y siguió hablando-. Y cualquiera que pertenezca a esa sociedad es amigo íntimo de mi padre, sin más averiguaciones. Mi padre no me había dicho el nombre del héroe, pero yo ya sabía que era Bertie. Primero, me cuenta que ese tipo es un comandante de la guerrilla, que mantiene una intensa lucha contra los comunistas. Y luego, como quien no quiere la cosa, me dice: «Ah, por cierto, me dijo el coronel que os habéis visto alguna vez en algún sitio.» Yo todavía no había abierto la boca. Pero estaba segura de que si lo hacía me lo iba a cargar. Sentía que me iba poniendo tensa. Y mi padre ha dicho: «Sí, está buscando a una chica que está por aquí, una amiga suya, o que era su novia, y se pregunta si tú podrías ayudarle a encontrarla.» -Lucy hizo una pausa-. ¿Te va gustando?

Jack aguardó en silencio.

– Yo le he dicho: «¿Te ha explicado el coronel dónde nos conocimos?» Y mi padre ha negado con la cabeza: «No, no lo ha hecho.» Le he preguntado si el coronel le había dicho por qué quería encontrar a la chica. Y mi padre ha contestado: «No, creo que no me lo explicó.» Le he dicho entonces: «¿Quieres que te lo diga yo?» Y ha contestado: «Sí, claro.» -Lucy hizo una pausa-. «Porque quiere matarla. Sólo por eso.»

Hubo un silencio. Jack no se movió. Ella se quedó mirándole y él le dijo:

– Así que le has metido una bronca.

– Le he referido todos los asesinatos y atrocidades que recuerdo. Y mi padre ha dicho: «No creerás esas historias, ¿verdad?» «Papá -le he dicho-, yo estaba allí. Vi cómo pasaba.» Eso no le ha gustado, y me ha dicho: «Ya, pero así es la guerra, sor. Pasan cosas terribles en la guerra.» Y yo le he preguntado: «¿Y tú qué sabes? Tú no luchas en las guerras, sólo las financias.» -Levantó el vaso y tomó un sorbo de jerez-. Por el almuerzo con papá… he comido cangrejos de río.

– Lucy Nichols, te has alejado mucho del monjerío.

– Pero no de Nicaragua, él la ha traído aquí.

– Bertie sabía que era tu padre, ¿no?

– Le proporcionaron una lista de ricachones del negocio del petróleo. Él consultó los nombres, sabía que Amelita y yo habíamos volado a Nueva Orleans, y se enteró de que vivía aquí. Creo que no se trata de una coincidencia, creo que la idea de utilizar a mi padre le resultó muy atrayente. Podía haber ido a colectar fondos a Hudson, pero no, está aquí. Nueva Orleans es un centro de embarque para los contras: tienen armas y material almacenado esperando a poder sacarlo.

Jack sintió necesidad de levantarse y moverse. En lugar de eso, cogió un cigarrillo. Uno más. Si volvía a fumar, no sería Kool. Se recostó, mirando las piernas de la mujer, en aquel momento estiradas sobre la mesilla de café, con los pies cruzados. Llevaba una sandalia suelta, y pudo verle el puente del pie. Se preguntó cómo sería de niña, antes de hacerse monja.

– Cuando pueda, en los próximos días, tengo que meter a Amelita en un avión y enviarla a Los Ángeles.

– No parece muy difícil.

Se preguntó si alguna vez habría ido a bañarse impremeditadamente con alguien, en ropa interior, en el golfo de México o en Pass Christian.

– Supongo que no, si soy prudente.

Vio cómo daba una chupada al cigarrillo y volvía ligeramente la cabeza para soltar un hilillo de humo.

– Y de alguna manera, antes de que Bertie esté listo para largarse con su dinero, he de pensar en una forma de detenerlo.

Jack esperó un momento y dijo:

– Y… -sintiéndose animado, pero sin querer moverse, para no romper el encanto- te estás preguntando si una persona con mi experiencia, por no mencionar a la cantidad de gente que conozco, podría ayudarte.

Lucy movió los ojos, recuperando su mirada tranquila, y dijo:

– Se me había ocurrido.

Se preguntó si alguna vez habría hecho el amor en la playa, o en la cama. O en cualquier lugar.

– Por lo que estás diciendo, veo que no te importa que Bertie se largue…

– Mientras el dinero se quede aquí.

Jack aspiró el humo, sin prisas. Joder, se apuntaría. Ese juego le iba.

– ¿Qué hace con los talones?

– Son nominativos, a favor de… creo que el Comité de Liberación de Nicaragua, o algo así.

– ¿Los ingresa en el banco?

– Eso creo.

– ¿Y luego? ¿Dónde comprará las armas?

– Supongo que aquí o en Honduras, porque es allí donde tiene sus depósitos de armas y sus centros de entrenamiento. Pero estoy segura de que sacará los dólares y los cambiará por córdobas para pagar a sus hombres.

– ¿Cómo, en un avión privado?

– O en barco.

– ¿Desde dónde?

– No tengo ni idea.

– Pregúntaselo a tu padre.

– No nos hablamos.

– ¿No os habláis, o no le hablas tú?

– Ya veré qué puedo averiguar.

– Pregúntale dónde se aloja Bertie.

– Está en un hotel de Nueva Orleans.

– ¡No jodas!

– Pero no sé en cuál.

– Tendrás que darle besitos a tu padre y reconciliarte con él antes de que empecemos a movernos.

Lucy dudó.

– ¿Estás diciendo que vas a ayudarme?

– Si quieres que te diga la verdad, nunca he oído una historia como ésta. Estás quebrantando la ley, una ley es importante. Pero, mirándolo de otra manera, también estás haciendo algo por la humanidad. -Jack hizo una pausa al darse cuenta de que nunca en su vida había utilizado la palabra humanidad-. O sea, si te hace falta racionalizarlo. Ya me entiendes, decirte a ti misma que lo que haces está bien.

– No creo que nos haga falta justificación moral alguna -dijo Lucy-. Puedo justificar esto mentalmente sin necesidad de pensarlo dos veces. Pero si la idea de salvar vidas no te basta, piensa en lo que podrías hacer con tu parte. A mí me gustaría usar la mitad del dinero para reconstruir el hospital. Para mí, basta eso como justificación. Pero la otra mitad sería para ti, si te parece bien.

Jack esperó. Quería estar seguro.

– ¿Me estás diciendo que nos lo vamos a quedar?

– No sería fácil devolverlo.

– ¿De cuánto dinero estamos hablando?

– Le dijo a mi padre que quería conseguir cinco millones.

– ¡Jesús! -exclamó Jack.

Los ojos de Lucy sonrieron.

– Nuestro Señor.

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