16

Jack presentó a Roy Hicks a Lucy esperando alguna reacción. Por fin el hombre que tan ansiosa estaba por conocer. Pero ella parecía contenerse, más callada que otras veces. Era una Lucy distinta, la de aquella noche, después de haber muerto a tiros Boylan aquella misma tarde. Lo de Boylan la había afectado.

Al principio, los cuatro permanecieron callados.

Jack contempló a Roy sentarse en silencio con una bebida, sin hacer comentarios, y recorrer la sala con la vista: guardaría sus observaciones para luego. Cullen se acomodó en una silla cubierta de almohadones, estiró las piernas sobre el diván que tenía enfrente y cogió un Vogue. Le había explicado a Jack que la criada se había ido. No, no por su culpa. Se había ido a Algiers a pasar el resto de la semana, a visitar a su hermana. Jack dejó su bebida y un jerez para Lucy en la mesilla de café y se sentó con ella en el sofá. Puso sus manos sobre las de ella y le preguntó si se encontraba bien. Ella asintió, fumando, encerrada en sí misma. Notaba que Roy estaba aguardando a tomar el mando, hacer preguntas y convertirse una vez más en el policía que interroga a los testigos.

– Sólo he mirado, eso es todo. No he llegado a entrar -dijo Jack.

– Pero eras el primero.

– Estaba allí, con la puerta abierta, y un camarero se me ha adelantado. Ha echado un vistazo y se ha dado la vuelta.

– ¿Te ha dicho algo?

– A mí no. Pero se acercaba gente, y he oído que decía: «No entren. Han matado a un hombre.»

– ¿Cómo sabía que Boylan estaba muerto si se ha dado la vuelta nada más entrar?

– Supongo que por la sangre.

– ¿Qué más ha dicho?

– No me he quedado para seguir oyéndole. Nos hemos ido.

– ¿Habéis hablado con alguien?

– Con nadie.

– ¿Te conoce el camarero?

– Creo que no, ése en particular no.

– Esperas que no.

– Te digo que nadie se ha interesado por mí.

Jack cogió su bebida. Necesitaría otra en un par de minutos. Roy se sentó frente a ellos, al otro lado de la mesilla de café. Frente a Lucy, sobre la mesilla, había unas páginas arrancadas de revistas nuevas, un cuaderno, un bolígrafo, varias cartas metidas en sus sobres y una copa de jerez intacta. Roy le preguntó:

– ¿Has oído los disparos?

Ella negó con la cabeza.

Jack le oyó decir que no casi en un susurro. Le dijo a Roy:

– Cuando he vuelto a la mesa la gente se estaba levantando, todo el mundo, mirando hacia la entrada. Nos hemos levantado y hemos salido. Nadie se ha fijado en nosotros.

– ¿Podrías identificar al tipo, al nicaragüense, en un reconocimiento?

– Ya te he dicho quién era, Franklin de Dios, el indio que parece negro.

– A lo que voy -dijo Roy- es a que él también podría identificarte, ¿no? ¿Estabas bastante cerca?

– Claro que podría identificarme. Por Dios, me conoce. Estuvimos hablando en la funeraria. Le pregunté para qué llevaba la pistola. Bueno, ahora ya lo sé. Dijo que por si tenía que usarla, y no bromeaba. A ti te conocería, Roy, de la otra noche, por la forma en que lo sacaste del coche. Tío, lo que yo digo, ese tipo… Salió del lavabo, y en cuanto me vio hizo un ademán como si fuera a meter la mano dentro de la chaqueta. Nos quedamos allí… ¿Sabes lo que dijo? Dijo: «¿Qué tal?»

Cullen apartó la vista de la revista.

– ¿Eso dijo el tipo? ¡No jodas!

– Luego se fue. Para cuando salimos, ya se había ido. Tampoco es que lo buscásemos mucho.

– Entró para cargarse a Boylan, o sea que antes os debió de ver a los tres en la mesa -dijo Roy-. ¿Habéis pensado que si Boylan no llega a ir al lavabo el tipo podría haberle atacado en la mesa? Quiero saber si creéis que deberíais denunciarle. Para protegeros. Pero si os convertís en los testigos principales, nuestro negocio se va a pique. ¿Lo entendéis? Si los de Homicidios se meten en esto, también la meterán a ella. -Roy miraba a Lucy. Como ésta no dijo nada, le preguntó directamente-: ¿Crees que tendrías que ir a la policía?

– No -contestó Lucy.

– ¿A pesar de que conocías a Boylan? ¿A pesar de que conoces al indio negro y el indio negro te conoce a ti?

Lucy encendió otro cigarrillo. Le miró y negó con la cabeza.

Roy le devolvió la mirada y Jack preguntó:

– Roy, ¿qué estás haciendo?

– No te preocupes de lo que haga yo -dijo Roy-. Preocúpate de lo que haga el indio. ¿Habrá huido? No lo creo. Puedes denunciar que estaba allí, pero no con una pistola humeante. El indio podría decir que entró, que advirtió que Boylan estaba muerto, que un tipo salió corriendo y que sólo lo vio él. Bueno, se han cargado a Boylan porque sabían quién era y qué buscaba. No saben que tú también lo buscas. Pero te estás entrometiendo en su camino y podría ser que quisieran sacarte de en medio. ¿Entiendes? Y ahora me gustaría saber si eso le crea algún problema a ella. Si es así, ya podemos olvidarnos de todo esto.

– ¿Quieres saber si tengo algún problema? -dijo Lucy.

Sonó el teléfono. Uno que Lucy había traído y conectado a un empalme de la pared del fondo de la habitación, lejos de donde estaban sentados. Se levantó y rodeó el sofá.

Jack se acercó más a la mesilla de café, mirando a Roy. Esperó a que el teléfono dejara de sonar para estar seguro de que Lucy lo había cogido.

– Roy… Cuando he vuelto a la mesa para llevármela… Cully, escucha esto. Le he dicho: «Tenemos que irnos.» Eso es todo. Ella no ha dicho ni una palabra. Todo el mundo miraba hacia el lavabo y preguntaba qué había pasado. Ella se ha levantado, sin decir ni una palabra hasta que estábamos fuera, de hecho ya estábamos andando por la calle Chartres hacia el Canal cuando se lo he explicado. Ha preguntado: «¿Quién ha sido?» Y después de eso no ha vuelto a abrir la boca hasta que hemos llegado al coche. ¿Quieres saber si es capaz de desenvolverse? Roy, ha visto más muertos y asesinatos que tú… Gente de su hospital asesinada a machetazos, gente a la que ella misma cuidaba…

Vio que Roy alzaba la vista. Lucy llegó hasta el sofá y se volvió a sentar.

– Era mi madre. No puede decidir entre un Claude Montana o un De la Renta. Le he dicho: «Vaya problema, mamá. Déjame que lo piense y ya te llamaré.»

Jack mantuvo la vista fija en Roy. ¿Te das cuenta, te enteras? ¿Lo ves? Notaba que Roy quería decir algo, mantenerse al mando, que no quería que le superase una chica que había sido monja. Roy tomó un largo trago de su bebida, agitó el hielo y volvió a beber, tomándose tiempo. Jack se dirigió a Lucy:

– Parece que todo el mundo tiene problemas, ¿eh? -Y volvió a mirar a Roy-. ¿Y tú?

– ¿Quieres decir además de cómo vamos a organizar esto? ¿Además de que ellos saben quién eres, pero que yo aún no sé quiénes son ellos, ni de qué lado estamos nosotros?

Lucy se inclinó sobre la mesilla de café y empezó a revisar sus papeles y carpetas, mientras Cullen decía:

– Roy, al dinero no le importa de que lado está. ¿Quieres saber cuánto dinero tiene ya el coronel?

Lucy le pasó a Roy las páginas arrancadas.

– Lee la cita del estratega militar de los contras, Enrique Bermúdez. «Hemos aprendido dolorosamente que los chicos buenos no ganan las guerras.» Alfonso Robelo, otro de sus líderes, dice: «Bueno, en todas las guerras civiles ocurren atrocidades.» Mira esa foto en que hay un hombre dentro de una fosa, vivo, con los ojos abiertos, mientras uno de la contra le pasa el cuchillo por la garganta. Mírala.

Abrió una de las cartas.

– Es de una hermana que trabajaba conmigo en Nicaragua. Escucha esto. -Sus ojos se movieron por la página-: «Los contras asaltaron un camión con treinta personas que iban a recoger café. Los que no murieron por las explosiones de las granadas fueron tiroteados o quemados vivos en el camión. Incluso un niño y cuatro mujeres… Y aún tenemos que dar gracias porque luchan por la democracia, contra los comunistas antirreligiosos… Matan a los cosechadores de café, a los trabajadores de las líneas telefónicas, a los granjeros de las cooperativas. ¿Quién les paga? El dinero sale de nuestro gobierno. Ahora he oído que son compañías privadas de Estados Unidos. Hay tanta muerte… No había visto tanta muerte en mi vida.» -Lucy siguió leyendo en silencio. Cuando acabó la página, se dirigió de nuevo a Roy-: ¿Quieres oír más? Concepción Sánchez estaba embarazada de cuatro meses. Le pusieron una pistola en la boca y dispararon. Luego usaron una bayoneta para abrirle el vientre. A Paco Sevilla lo torturaron delante de su mujer y sus siete hijos. Le cortaron las orejas y la lengua y se las hicieron comer. Luego le cortaron el pene y finalmente lo mataron… ¿Más?

– Si estos tipejos luchan contra los comunistas -dijo Roy-, entonces no hay ninguno bueno, todos están salpicados.

– Si eso te satisface -le dijo Lucy-, perfecto. Contamos contigo.

Estaba encendiendo un cigarrillo cuando sonó el teléfono.

Roy esperó a que Lucy se levantara y fuera a cogerlo.

– Si he de decir la verdad, no os veo haciéndolo sin mí. Mierda, un ladronzuelo y un viejo ladrón de bancos. -Se dio impulso para levantarse de la silla y miró hacia el bar-. ¿Qué tal si me sirvo algo, eh?

– Eres el protagonista, así que puedes hacer lo que quieras -dijo Jack.

– Si no lo fuera yo, ¿quién lo sería? ¿Tú?

Se acercó al bar.

– ¡Jesús!, le cortaron el rabo -dijo Cullen. Miró al otro lado de la habitación, donde estaba Lucy, abrió el Vogue y dijo-: ¡Eh, Jack!

Jack se volvió y se encontró mirando a cinco modelos en traje de baño, en una foto a todo color, que salían riendo de entre las olas, pasándoselo bien.

– ¿Cuál escogerías?

– ¿Para qué?

– ¿Cómo que para qué? Para acostarte con ella.

– Cully, ya has salido, no necesitas hacer eso.

– Creo que la del pelo oscuro. ¡Jesús!

– Déjame ver -dijo Roy. Cullen le mostró la revista-. Ninguna. Entre todas no tienen suficiente pecho para hacer un buen paquete. -Roy se sentó con su bebida en la mano-. Pero ahora el viejo Cully se tiraría a un pollo si entrara volando por la ventana.

Jack miró a Lucy por encima del hombro, al otro lado de la habitación. Cuando volvió la cabeza, Roy le estaba mirando.

– ¿Estás nervioso, Jack? No puede oírme. ¿Ya la has seguido a su habitación, para enseñarle lo que se ha perdido?… Ni hablar, ¿eh? Si la deseas, no me meteré. No es mi tipo.

– Gracias, Roy -dijo Jack.

Se levantó y se dirigió al bar. Lucy estaba a unos seis metros, apoyada contra la pared, con sus vaqueros y un suéter negro, fumando un cigarrillo, diciendo pocas palabras al teléfono, de perfil contra los verdes plátanos. Jack contempló cómo se pasaba la mano por su cabellera corta y oscura.

Roy esperó a que volviese con su bebida.

– He hablado con los de Homicidios, les he dicho que había oído algo. Tienen una víctima que recibió un disparo en la espina dorsal y otro en la nuca mientras treinta y siete personas comían sin enterarse de nada. Pero te he conseguido algo. -Sacó una libreta del bolsillo interior de su chaqueta de pana y siguió hablando mientras pasaba las páginas-. Alvin Cromwell.

Jack cogió un cigarrillo de Lucy, el primero de la tarde. Alvin Cromwell era el nombre que había copiado en la habitación del coronel. El número de teléfono con el prefijo de Misisipí.

– Aquí está. Ropa y artículos deportivos Cromwell. Gulfport. Dime, ¿por qué iría un nicaragüense a Gulfport a comprarse ropa?

– ¿Por qué iría cualquiera?

– Eso es. Yo te he conseguido el nombre; ahora ve tú y descubre quién es.

– A lo mejor Alvin vende armas.

– Podría ser.

Jack se volvió al aparecer Lucy. La vio coger el jerez y tomar un buen trago.

– Era mi padre. Anoche cenó con el coronel.

Tomó otro trago y se sentó en el borde del sofá, dejando el vaso sobre la mesilla.

Jack la miró. Compuesta, encerrada en sí misma, inalcanzable.

– ¿Qué ha pasado? -preguntó.

– Nada, de momento. Se trata de lo que podría pasar. Mi padre dice que si pudiera impedir el cobro de su cheque, probablemente lo haría. Cree que es muy posible que el coronel se largue con todo el dinero. Y luego ha dicho que, esto es bueno, «por supuesto, me seguiría desgravando». Dice que aunque sólo sea un presentimiento, les va a decir a todos sus amigos que aún no han contribuido que se lo piensen dos veces. Dice que es sólo una intuición… Pero mi padre se hizo rico siguiendo sus intuiciones.

– ¿Te ha llamado por eso?

– Quería decirme que probablemente tengo razón y que no tendría que haberle dado ni un centavo. Pero luego se cubre diciendo que el coronel lleva unas buenas credenciales, una carta del presidente y la legitimación del fondo. Dice que tienen una cuenta en Hibernia.

– En Hibernia y Whitney -dijo Cullen-. Por el momento, cuatro cuentas distintas.

– Nena, ¿cuánto le dio tu padre a ese tipo? -preguntó Roy.

– Sesenta y cinco mil.

– ¡Joder! -dijo Roy-, a mí me cuesta dos años de trabajo ganar eso.

«O incluso tres», pensó Jack, mientras Lucy seguía:

– El coronel empieza sugiriendo un mínimo de cien mil. Luego, si tiene que rebajarlo, les cuenta lo de la mujer de Austin, que dio sesenta y cinco mil y le pusieron su nombre a un helicóptero. Lady Ellen. Claro, un gran petrolero de Louisiana tiene que igualar eso, por lo menos.

– Es como jugar al Blackjack con una mujer -dijo Jack-. Tendremos que pensar en eso. Pero, si es verdad, podría ser incluso mejor. Ese tipo, Bertie, si fuera honrado, podría hacer que la CIA, o incluso los militares, le llevaran la pasta. Pero si se va a fugar con ella, eso ya es otra cosa. Está solo. O, hasta donde sabemos, sólo con Bertie y los otros dos tipos. -Pensó un momento-. Eso explicaría incluso por qué se trajo al de Florida, ¿cómo se llama? Crispín Antonio Reyna. ¿Entendéis por dónde voy? El tipo estuvo metido en líos de droga, tiene un expediente… -Miró a Roy-. ¿Cómo era? ¿Falsificación de cheques?

– Utilización de fondos fraudulentos -le dijo Roy-. Pasó nueve años a la sombra. Luego lo pescaron pasando narcóticos de Florida a aquí, pero en esa ocasión no pudieron encerrarlo.

– Y el tipo que mató a Boylan, Franklin de Dios, que no parecía en absoluto ser de Dios, te lo digo yo, cuando salió de ese lavabo. Lo detuvieron en Miami por triple homicidio.

– Era el principal sospechoso, pero no lo juzgaron -dijo Roy-. De manera que tenemos un traficante y un pistolero.

– ¿Lo veis? -dijo Jack-. ¿Adónde podría ir a parar el dinero con socios de esa calaña? Directamente a Miami, por aire o por tierra, como sea. Si lo examinas así -hablaba para Lucy-, la intuición de tu padre tiene mucho sentido.

– Será mejor que compruebe si Alvin Cromwell tiene antecedentes -dijo Roy.

– O si tiene un avión -contestó Jack-. O un barco.

Lucy le estaba mirando.

– ¿Sabes quién es?

– Alvin tiene un almacén de ropa de hombre en Gulfport. Me pasaré por allí cuando lo hayas controlado -le dijo a Roy.

– Jack, también tendrás que volver a entrar en la habitación del coronel -dijo Cullen.

– ¿Para qué?

– ¿Por qué tiene el dinero en cuatro sucursales distintas? Eso me da que pensar. Bueno, una ventaja de tenerlo en cuentas pequeñas es que lo puedes sacar más deprisa. Además de lo que decías tú. Por si tiene que largarse corriendo. Lo que tienes que averiguar, Jack, es si lo está moviendo, si tiene los comprobantes.

– ¿Qué más da si lo está moviendo de Hibernia a Whitney?

No le gustaba la idea de volver a entrar allí.

– Eres tú quien ha hablado de Miami -dijo Cullen-. ¿Qué pasa si no meten la pasta en una caja, sino que la transfieren directamente allí, de banco a banco?

– No lo harán, si van a usar el dinero ilegalmente.

– Jack, esos tipos, los que están metidos en el negocio de la droga, manejan los bancos. Tienes que ir y echar un vistazo. Y también a la lista, a ver cuántos están ya señalados. Si el padre de Lucy les dice a sus amigos que no suelten la pasta, a lo mejor se queda en lo que haya reunido hasta ahora y no consigue más.

– Mañana -dijo Jack.

La idea no le gustaba ni una pizca.

– Lo que no entiendo -dijo Cullen- es que estemos aquí sentados trazando un plan… Es la primera vez que lo he hecho sin que nadie haga la gran pregunta, la más importante de todas.

– ¿La de cuánto será el botín?

– Hombre, por fin. -Cullen le sonrió-. De momento, te diré que tal como van las cosas ese individuo nunca conseguirá los cinco millones.

– Nunca esperé que los consiguiera -dijo Roy.

– Ni siquiera se acercará -dijo Cullen-. Hasta el momento sólo tiene dos millones doscientos.

Hubo un instante de silencio hasta que Roy dijo:

– ¿Y qué hay de malo en eso?

– Nada -dijo Jack. Y miró a Lucy. Ella no dijo nada.


Metió la mano bajo la pantalla de la lámpara para apagarla, pero entonces se detuvo y miró a Jack, que estaba en el sofá.

– Será mejor que espere a que vuelvan.

– Si quieres irte arriba, yo les abriré.

Roy y Cullen habían ido a buscar algo de comer, Cullen tenía verdadera obsesión por las gambas hervidas, después de veintisiete años de pescado congelado. Encontrarían algo abierto en el Magazine, y al volver controlarían la calle, darían un paseo por los alrededores. Había sido idea de Roy. Dijo que sería mejor que se quedasen los tres. Había que vigilar si los nicaragüenses y el indio negro serpenteaban por allí durante la noche.

– No sabrás dónde dormir.

– Puedo tumbarme aquí mismo, se está bien.

– Hay siete dormitorios arriba, sin contar las habitaciones del servicio -dijo Lucy-. A mi madre ni se le ocurre mudarse. Tiene una mujer para la limpieza que viene cada día, y un jardinero dos veces por semana. Le pregunté a Dolores qué hacía todo el día. Me dijo: «Principalmente, cuidar de la casa.» Le pregunté qué hacía mi madre y me contestó: «Se arregla para salir.»

La vio coger su vaso y acercarse al bar, esbelta en sus vaqueros y su suéter negro. Una Lucy distinta. ¿Pero en qué? Había algo en sus ojos. O faltaba algo en sus ojos.

– ¿Cómo está tu bebida?

– Ya he tomado bastante -dijo Jack-. Gracias.

Ella se sirvió jerez.

– ¿Te has fijado en las fotografías de carnaval de la entrada? Es mi madre.

– Parece increíblemente joven para ser tu madre.

– Las máscaras no cambian tanto. -Lucy se volvió con su jerez en la mano-. Esas fotos son de hace unos treinta años. Mamá fue la Reina de Como y no lo ha superado. Se arregla y sale para que la vean. Mi padre gana dinero y se rodea de posesiones. Tiene prisionero a un roble de quinientos mil dólares. En otro tiempo poseyó a mi madre.

La nueva Lucy estaba apoyada en el mueble bar, en una posición que resaltaba sus caderas, enfundadas en los vaqueros. Podía preguntarle cómo los había comprado…

– Ven, siéntate y dime qué te pasa.

Ella lo hizo sin prisa. Se sentó en el borde del sofá, bebió un poco de su jerez y dejó el vaso en la mesilla antes de acomodarse. Estaba cerca, pero desviaba la mirada. No importaba, así podía contemplar su perfil, la nariz y las largas pestañas, aquel labio inferior que le gustaría morder, y seguir preguntándose si alguna vez se había acostado con un hombre… No llevaba los labios pintados, aquella noche no llevaba nada de maquillaje.

– No me gusta tu amigo Roy.

– ¿Es eso lo que te preocupa?

– No, tanto da. Pero me extraña que pueda ser amigo tuyo.

– No sé… Supongo que no es una persona muy agradable. -Jack se interrumpió. ¡Agradable!-. Parece salido de la edad de piedra. Es difícil de tratar, es de mente estrecha, tiene un carácter fatal… No sé, ahora que lo dices…

– Cuando hablas de él, parece como si estuvieras orgulloso de él.

– No, creo que más que nada es fascinación. ¿Sabes?, él es como es. Tampoco nos vemos tanto.

– Pero te gusta.

– Yo no diría tanto como que me gusta. Lo acepto. ¿No es eso lo que hay que hacer?

Ella se volvió para mirarle.

– No pretendo excusarle -dijo Jack-. Y tampoco le critico. No me atrevería.

– Pero confías en él -dijo Lucy.

– Si Roy dice que va a hacer algo -dijo Jack al cabo de un rato-, puedes apostar todo tu dinero a que lo hará. Es el tipo de persona que conviene tener como amigo. Tanto si te gusta como si no.

– Porque hay tipos de la misma calaña en el otro bando. No hay ninguna diferencia, ¿verdad?

Jack posó la mano sobre su brazo y apretó hasta sentir la carne y el hueso bajo la suave lana. Dijo:

– Soy un ex presidiario, ya lo sabes. Roy es un ex presidiario que había sido policía. Es un tipo vulgar y miserable, pero me mantuvo intacto durante tres años. Cullen es un individuo que solía robar bancos. ¿Y tú qué eres? En este preciso momento, ¿qué eres?

Ella le estaba mirando y no apartó los ojos, pero tampoco contestó.

– ¿Has cambiado ya de piel?

Sin apresurarse, se acercó, cerró los ojos al besarla y ella le retuvo, moviendo la boca para acoplarla a la suya. Vio sus ojos entre las pestañas oscuras; los vio abrirse y vio sus labios ligeramente separados.

– Ya no eres una monja.

– No. -Volvió a besarla del mismo modo, suavemente, con ternura.

– Te has convertido en otra cosa.

– Una nueva identidad -dijo ella.

Y pareció que casi sonreía, sin dejar de mirarle. Luego le tocó, posó su mano en su pierna para levantarse. Dijo:

– Quiero enseñarte una cosa.

Y salió de la habitación.

Era distinta… o tal vez volvía a ser la de antes. Porque en aquel momento, al pensarlo, le recordaba más a la que él veía como hermana Lucy, la del domingo en el coche fúnebre, la que le contaba lo de Nicaragua, metiéndose a fondo para que él pudiera sentirlo. O la de aquella otra noche, cuando se dio cuenta de que ella le estaba atrapando y le gustó -incluso le encantó-, y dijo: «Te preguntas si yo podría ayudarte.» Y ella le había mirado con aquellos ojos tranquilos y había contestado: «Se me había ocurrido.» Volvía a ser la misma Lucy. Metida a fondo en algo, sintiéndolo. Pero no lograba que él también lo sintiera. En esa ocasión, no.

«Tal vez seas tú el que está distinto -pensó-. El que está cambiando. Y ella es la misma chica que se fue de casa para cuidar a los leprosos.»

Decidió que podía tomarse otro vodka, uno más, y estar así preparado para lo que fuese. Pero entonces la oyó detrás de él, se volvió, y la vio bajo la luz de la lámpara, sosteniendo algo en la mano, apoyado en la pierna. Se agachó casi delante de él, mirándole, y dejó un revólver plateado encima de la mesita de café.

– Ya formo parte de esto -dijo.

Él guardó silencio, mirando el arma. Tenía que ser de su padre. Un treinta y ocho con cañón de dos pulgadas. Se preguntó si estaría cargada. Miró a Lucy.

Ella le miraba.

– Aprendí algo de Jerry Boylan -dijo ella-. O algo suyo se me pegó. No fue algo que dijera, sino el hombre en sí, lo que era y la forma en que murió.

– ¿Te caía bien?

– Sí, me caía bien.

– ¿Te fiabas de él?

– No, pero eso forma parte de lo que digo. ¿Para qué iba a querer ayudarnos? Tenía su propia causa, eso es lo que aprendí de él. Hay que tomar partido, Jack. No puede uno quedarse fuera y entrar cuando le convenga. Hay que comprometerse. Tú y yo hablamos de lo que éramos, ¿te acuerdas? En el restaurante. Mientras asesinaban a Jerry Boylan por lo que era.

– ¿Quieres saber por qué murió? -dijo Jack-. Porque no miró hacia atrás. Eso es lo que tenía Jerry Boylan, que era despistado.

– Pero estaba allí porque creía en algo. Y no era sólo por el dinero.

– ¿Qué nos dijo? Que si no hiciera eso, estaría recogiendo basura. Y si yo no estuviera aquí estaría recogiendo cadáveres. Tú estarías dándoles medicinas a los leprosos y Roy estaría preparando bebidas para los turistas. Pero, si no estamos en esto por el botín, ¿entonces qué somos? ¿Tú cómo nos ves?

– No nos hacen falta etiquetas, Jack, ni siglas, como a los del IRA. -Se sentó, con las piernas dobladas, mirándole-. O los del FDN, los contras. Basta con decir que estamos en contra de eso, de lo que ellos defienden.

– Y llevar un arma. -Jack miró el revólver.

– Hay una gran diferencia entre simplemente llevar un arma y participar en una causa política contrarrevolucionaria, y no son sólo palabras, son hechos. -Hizo una pausa y prosiguió-: ¿Dónde ha quedado lo de hacer algo por la humanidad? Lo dijiste tú mismo, ¿te acuerdas? De eso se trata.

– En cualquier caso, suena bien.

– Es cierto.

– Pero ¿matarías por eso, Lucy?

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