Roy abrió la puerta, desnudo hasta la cintura, mostrándole a Lucy el vello que cubría su pecho. Trazó un pequeño círculo sobre él con la mano mientras hablaba:
– Bueno, parece que va en serio, ¿eh? -Miró hacia detrás de ella, hacia la habitación de los nicaragüenses-. ¿Has oído algo al salir del ascensor? ¿Alguna mujer que gritara pidiendo ayuda?
– Música -dijo Lucy-. Nada más.
– Entonces siguen de fiesta. Hace un rato que se les han unido un par de mujeres de la calle.
Al entrar con él en la 509, Lucy comentó:
– Pensaba que dejabas la puerta abierta para poder vigilar.
– Para lo que hay que ver… No irán a ninguna parte. Vaya, pero da que pensar. Ese par de payasos, sentados encima de dos millones de pavos. Pero son típicos, ¿sabes? La mayoría de los delincuentes apenas podrían rellenar una nota para el empleado del banco. Incluso los que parecen más inteligentes se vuelven estúpidos en la desesperación. Como esos dos. No me extrañaría que les estuvieran contando su asunto a las putas; que estuvieran vanagloriándose. Sigo creyendo que tenemos una buena oportunidad en la habitación. Joder, si estuviese mínimamente seguro, podríamos entrar tú y yo y acabar con esto.
Se metió en el cuarto de baño.
Lucy miró la cama de matrimonio, hecha pero arrugada, con las almohadas fuera de su sitio, y trozos de periódico y una camisa de punto negra tirados encima de la colcha. Se sentía en alerta por estar sola con Roy; lo notaba, y se notaba también tensa mientras esperaba allí de pie, con sus sandalias, su chaqueta de lino y un bolso colgado del hombro.
Roy estaba de cara al lavabo con un bote de talco, con la puerta abierta. Lucy le vio frotarse las manos y levantarlas luego para acariciarse el mentón y el cuello mientras se miraba en el espejo.
– Creía que Cullen estaba aquí.
– Ha salido.
– ¿Puedo preguntar adónde ha ido?
– Puedes -dijo Roy-. Pero podría ser que lo que está haciendo no te pareciese bien, y no quiero chivarme. Odio a los chivatos aunque tienen su utilidad.
– ¿Se lo has arreglado?
– No se te escapa nada, ¿eh? -Roy la miró desde el cuarto de baño-. ¿No iba a venir Jack contigo?
– Ahora vendrá. Se ha ido a cambiar.
– Todo el mundo se prepara para la acción -dijo Roy, mientras se frotaba el talco por el cuerpo, por debajo de los brazos, y salía del cuarto de baño-. No te habrás olvidado la pistola, ¿no?
Lucy miró su pecho, gris por el polvo, mientras él se acercaba.
– La llevo en el bolso.
– Déjame echarle un vistazo.
Sacó la treinta y ocho enfundada en una pistolera de piel, rodeada por los cordones.
– Ten cuidado, está cargada.
– ¿O sea que no es sólo para asustar? -Cogió la pistolera, sopesándola, y siguió-: Oh, Dios mío, si es una pistolera de hombro, como la de los polis de la tele. ¿De dónde diablos has sacado esto?
– Es de mi padre -contestó Lucy-. Tengo que llevarla en algún sitio, ¿no?
De nuevo se sintió tensa ante la sonrisa de Roy, que estaba soltando los cordones.
– Sí, es lo que usan los polis de la tele, para que se sepa que son polis y no agentes de seguros. ¿Te la has probado? Es la cosa más incómoda que puedas llevar. -Sacó la Smith & Wesson plateada, abrió la recámara y la volvió a poner en su sitio de un golpe-. ¿La has disparado alguna vez?
– Sé cómo funciona.
– Eso no es lo que te he preguntado.
– Mi padre me enseñó a dispararla.
– ¿Cuánto hace de eso? Tuvo que ser antes de meterte monja.
– Cuando iba a la universidad.
– Cuando eras una niña. ¿Y desde entonces nada? Uf, tía, esto es demasiado, de verdad. Estoy ansioso por saber qué llevará Jack. Tú apareces con tu nueva colección de primavera y una pistolera. Vete a saber lo que es capaz de traer Jack. Botas de combate y ropa interior antibalas, y la cara pintada de negro. ¿Habéis estado todos viendo la tele? Y mientras tanto, Cully estará refrescando sus cenizas y le tendrá sin cuidado que consigamos el botín o no.
Roy tiró la pistola y la pistolera sobre la cama, cogió la camisa negra de punto y se la enfundó por la cabeza, bajándola hasta la cintura, ceñida. Luego sacó pecho, se soltó el botón de los pantalones y bajó la cremallera.
– Perdona -dijo-, pero si no miras no te enseñaré nada.
– Roy -contestó ella-, a veces te sobrevaloras demasiado.
– Ya he podido ver que en dos días has tenido bastante conmigo. Cuando me dejé convencer para entrar en esto… no sé, debía de estar en malas condiciones. Viene Jack y me dice: «En tu vida has visto nada como esto.» Y eso se lo concedo: nadie ha visto nada como esto. Pero en el fondo sabes que no tendrías la menor posibilidad de detener a esos tipos si yo os dejara. Igual que sabes que no vas a disparar a matar con ese revólver, porque disparar contra una diana y disparar contra un ser humano son cosas muy distintas. Eso es otra cosa que tendrás que dejar en mis manos. No me imagino a Jack ni a Cullen haciéndolo. Dudo que ninguno de ellos tenga suficiente estómago. Jack es rápido con las manos, te podría robar algo sin que te dieras ni cuenta; pero nunca ha usado armas contra nadie, estoy seguro.
– ¿Y tú?
– ¿Que si alguna vez he disparado a alguien? Tuve que hacerlo dos veces, y ambos están muertos. Pero ¿tienes idea de lo que va a pasar mañana?
– No más que tú -contestó Lucy-. Sólo sé que lo vamos a conseguir.
– Si te tienes que tirar delante de su coche… -dijo Roy-. A ver, descríbemelo. Salen de su habitación mañana, van al garaje, se meten en el coche, supongamos, y se largan. ¿Y luego qué?
– Tienen dos coches -dijo Lucy-. Supongo que abandonarán el Chrysler.
– Supongamos que lo hacen.
– Se meten en el coche, se largan y nosotros les seguimos.
– ¿Qué pasa con el dinero, si no está en la habitación?
– Dijiste que ayer habían ido a cinco bancos y que volvieron directamente al hotel. Si sacaron el dinero tiene que estar en su habitación o en el coche.
– Si lo sacaron -dijo Roy-. Has estado pensando, ¿no? Pero yo les vigilé. Salieron de cada banco con una saca llena. Se notaba.
– O salieron con algo dentro de las sacas -dijo Lucy-, pero no necesariamente el dinero. ¿Y si lo de hoy fuera sólo un ensayo, para ver si es seguro? Si no pasa nada, mañana sacan el dinero y se ponen en camino.
– Eso suena muy bien. Has hecho algo más que rezar tus oraciones, ¿eh? De acuerdo, y entonces ¿qué? Estamos llegando a lo bueno. Les seguimos…
– Y esperamos una oportunidad.
– ¿Cómo la reconoceremos cuando llegue?
– En algún momento tendrán que detenerse.
– De acuerdo, paran en alguna zona de descanso para hacer pipí. O en una gasolinera. Nos pegamos a ellos. Nos ven. Lo siguiente que ves es que el indio negro sale del coche con su pistola. Sabemos que es su pistolero, ¿no? Entonces, ¿vas a dejar que el indio negro te dispare, o vas a esperar a que lo haga yo, sabiendo que si esperas demasiado la palmas? ¿O te vas a encontrar en la típica situación de disparo o no disparo, necesitando reflexionar? ¿Es una pistola lo que lleva en la mano? ¡Bang! No, era una linterna, pero hay un hombre muerto. Ésas son algunas de las preguntas que te has de hacer a ti misma.
Roy caminó hacia el armario, se echó unas monedas en la mano y cogió su monedero.
– ¿Vamos a ir hasta Miami en persecución de nuestro sueño? Porque, en ese caso, tendré que llevarme el traje de baño y algo de ropa de repuesto. ¿Y tú?
– Te gusta la idea -dijo Lucy.
Roy cogió una chaqueta de popelín que había en el respaldo de la silla.
– ¿Qué idea? Eso es lo único que me mantiene en este asunto, que como ni siquiera tenemos un plan, no podemos pensar que no saldrá bien, ni fijarnos en los inconvenientes. Nos vamos dejando llevar, eso es todo. Todavía estamos jugando. Uf, tía, ¿no es emocionante? Esto es algo serio. Hasta tenemos armas de verdad, cargadas con balas de verdad. -Se puso la chaqueta-. Me voy hasta la esquina a tomar algo, recoger unas cuantas cosas que podemos necesitar y ver cómo va Cullen… Ah, y déjame las llaves de tu coche. Me sentaré en él a vigilar el suyo, ya que hoy tengo que hacerlo todo yo. Mientras tanto, tú y Delaney decidid si sois capaces de mirarle a la cara al hombre y dispararle.
– Yo ya lo he decidido.
– Bueno, pues entonces piensa en él disparándote a ti. Si es que vale la pena. Para mí, no -dijo Roy-. Te diré una cosa: si en un momento dado me da por pensar que no tengo nada que ganar en este asunto, me largo. Desde luego, no estoy dispuesto a morir por un montón de leprosos a los que ni siquiera conozco.
Estaban en el apartamento de Darla, situado encima de una tienda de antigüedades de Conti.
– ¿Sabes lo que te costaría eso? -preguntó ella-. ¡Toda la noche y todo el día! Nunca lo he hecho.
– No me importa -le contestó Cullen-. Tú di cuánto. Eres la cosa más mona que he visto en mi vida.
– Bueno, gracias. Normalmente, durante el día descanso. Me arreglo el cabello y las uñas…
– Eres una damita ociosa.
– ¿Estás de broma? Me dejo el culo trabajando allí. Mañana tengo que ir a las seis.
– Me quedaré hasta entonces. Podemos hacer que nos traigan comida china, o lo que tú quieras.
– Me dijo Roy que acabas de salir de la cárcel, o algo así.
– Sí, pero preferiría no hablar de eso, para no arruinar esta maravillosa noche.
– Quiero decir que de dónde vas a sacar tanto dinero.
– He trabajado. He trabajado en los campos por un centavo la hora. Trabajé en la tienda de recambios de automóvil, y me subieron a siete centavos. Luego, por el mismo sueldo, trabajé en la imprenta. Me compré un par de cosas que necesitaba, de vez en cuando algo para la casa, y ahorré cuanto pude. En veintisiete años, cariño, se puede reunir algo.
– Bueno, pues te fue bien, ¿no?
– Ponte otra vez las medias negras.
– Creía que te gustaba desnuda.
– Sólo las medias y las ligas, nada más.
– ¿Crees que funcionará?
– Esta mañana me he despertado empalmado a las seis treinta y cuatro. Y sigue así.
– Eso espero, jolín.
– Sí, funcionará. Eh, si viene alguien, no abras la puerta.
– No vendrá nadie.
– Podría ser, nunca se sabe. Y tampoco contestes al teléfono.
– Bueno, a veces recibo llamadas, no soy una ermitaña.
– Claro que no. Uf, tía, mira. Ven y cuéntame cómo es que eres tan mona, ¿cómo, eh?
– Soy así, supongo.
Tal como Lucy se había imaginado hasta aquella noche, veía escenas de acción que tenían lugar en alguna carretera rural.
No hay ninguna casa a la vista, sólo pastizales, pinares, y hierbajos en la cuneta en que se han detenido los dos coches. El Mercedes azul, cruzado delante del Mercedes crema, con el aire aún lleno de polvo bajo la luz del sol. Ella está de pie en la carretera, algo apartada de los demás, y hace salir al indio y al de Miami apuntándoles, todo mediante gestos, sin palabras. Entonces, los dos desaparecen de la escena. Se los llevan a un lado, los desarman, les obligan a tumbarse en la cuneta -eso, o lo que haya que hacer-. Pero ella se ve a sí misma a solas con el coronel, que acaba de salir del coche. Ella espera mientras él aparece con cautela, mirando a su alrededor, extrañado -no puede creer lo que está ocurriendo-, hasta que la ve en la carretera, sola, mirándole. Ella lleva la chaqueta de lino encima de una camisa de algodón, pantalones, gafas de sol, la pistola de su padre en la mano, a un lado. O la pistola en la pistolera. No, en la mano, pero sin apuntarle. Sus miradas se encuentran. El coronel la mira y frunce el ceño. No la reconoce, porque no se imagina que ella pueda estar allí. Sólo una vez se han encontrado cara a cara, en el hospital Sagrada Familia, cuando ella llevaba uniforme y una cofia blanca sobre el cabello. Él frunce aún más el ceño al mirarla y dice: «¿Quién eres?» O, si no, frunce aún más el ceño al mirarla y dice: «Dime quién eres… por favor.» Hay un momento de silencio en la escena, el polvo ya se ha posado en el suelo. Ella le mira inexpresivamente, se quita las gafas de sol y, en su día de la venganza, dice tranquilamente: «La monja de los leprosos.»
La pistolera fue lo primero que desapareció.
Luego la carretera rural, convenientemente despoblada.
La pistolera volvió a aparecer dentro de su bolso y la carretera se convirtió en una autopista interestatal con tráfico en ambos sentidos, coches, caravanas, camiones… Y luego el lugar donde todo iba a ocurrir, un área de servicio, o el aparcamiento de algún McDonald’s… Empezó a ver infinitas variaciones de lugares reales. La parte importante, la de mirar al coronel de la contra a solas durante el tiempo suficiente para que se diera cuenta de que era ella quien le hacía eso y por qué se lo hacía, todavía era posible. Se las arreglaría para que ocurriera así, porque esa confrontación era más importante para ella que todo lo demás.
Pero entonces, al intentar imaginárselo más cercano a la realidad en cuanto al lugar y al tiempo, viendo objetos reconocibles, rótulos -Exxon, McDonald’s-, la escena empezó a ampliarse, y entraron en ella otras cosas, además de la confrontación, lo importante.
Sentada en la habitación del hotel, vio al coronel de pie junto al coche. Ella ha soltado su frase. Está con Jack, Roy y Cullen y se van con el dinero. Pero en esa ocasión mira hacia atrás y ve que el coronel sigue allí, de pie junto a su coche, mientras ellos se van.
Jack miró cómo Lucy iba de la cama a uno de los dos armarios emparejados junto a la ventana, que tenía las cortinas corridas; la vio sentarse y coger un cigarrillo de la mesa baja que había entre las sillas. La lámpara de la mesa esparcía una luz suave por la habitación. Le gustaba el ambiente de la habitación, con el débil sonido de música proveniente del exterior. Sin embargo, no se sentía muy seguro con respecto a Lucy, que había vuelto a cambiar y estaba silenciosa precisamente cuando él había pensado que estaría habladora. Quería contarle lo de Franklin, quizás una preocupación menos. Estaba ansioso por explicarlo, todavía con el gusto del vodka reciente. Luego pensó en Roy, ¡Jesús!, si les habría abandonado, y se lo preguntó. Ella dio una chupada a su cigarrillo, sin prisa. Dijo que no, que volvería…
– ¿Y qué pasaría si nos hubiera abandonado?
– Yo me lo pensaría muy seriamente -le dijo Jack-. ¿Es eso lo que te preocupa?
No. Era otra cosa. Se lo explicó:
– Paramos a Bertie y cogemos el dinero. Pero eso no es necesariamente el fin del asunto.
Con aquel tono tranquilo… sonaba bien.
– Quieres saber qué pasa si saca la pistola y uno de nosotros tiene que dispararle -dijo Jack.
Ella negó con la cabeza antes de que terminase de hablar.
– No. ¿Qué pasa si no le disparamos? ¿Si nos vamos con el dinero y le dejamos allí?
– Aún mejor, ¿eh? No quieres matarlo, ¿verdad?
– Pero entonces todo esto no acabaría.
Jack se acercó a la otra silla. Se sentó y cogió un cigarrillo.
– ¿No habías pensado en eso?
– Tal como yo me lo imagino -dijo Lucy-, te ahorraré los detalles, nos veo sacándolos del coche, veo a Bertie de pie en la carretera… Se da cuenta de lo que está pasando… Lo veo sin principio ni final. Del mismo modo que recuerdo las fotografías de la gente que él torturaba y las escenas que presencié cuando mató a los leprosos. ¿Entiendes lo que quiero decir? No hay nada antes ni hay nada después. Mata a la gente, o siembra el terror, y desaparece. Ahí se acaba. A él no le pasa nada. De acuerdo, veo que lo paramos y le quitamos el dinero… Pero eso no es el final del asunto. Tiene que seguir de alguna manera, y no sé qué diablos hará.
Jack se tomó cierto tiempo. Había diferentes maneras de enfocarlo.
– Bueno -dijo-, ¿qué es lo primero que se te ocurre? Llama a la poli y les dice que le han robado, si no te importa que use esa palabra, pero así es como ellos lo llamarían y como lo escribirían en su informe. Robo a mano armada cometido en tal sitio a tal hora…
– Pero no lo es.
– Si no te cogen, puedes llamarlo como quieras. Pero este juego es como cualquier otro, tienes que jugar según las normas. Un delincuente honesto, si le cogen, asumirá que ha actuado contra la ley y que le van a encerrar. He llegado a aprender que ésa es la forma de ir por la vida sin darte contra las paredes y hacerte daño a ti mismo: asumir los hechos de cualquier circunstancia, sea cual fuere. ¿No lo sabías? Creía que lo habrías experimentado al prepararte para monja. En el talego conocí a un ladrón muy famoso, un especialista en cajas fuertes, que incluso había pagado a su abogado por adelantado, lo tenía en nómina.
Lucy le escuchaba, pero parecía costarle cierto esfuerzo. Luego dijo:
– No voy a discutir contigo sobre la ley. No somos criminales.
– A mí tampoco me gusta considerarlo así -dijo Jack-. De hecho, estoy convencido de que estamos en el bando de los ángeles, al menos de los vengadores. Pero si nos juzgan, no te sorprendas si es en un juzgado de lo criminal. Supongo que podría plantearse una cuestión de jurisdicción, según donde ocurra. Si los pillamos en Misisipí y volvemos a Nueva Orleans con el dinero, eso lo convertiría en un delito federal, cruzar una frontera estatal para cometer un delito. No sé, pero ¿qué más da? En cualquier caso, diríamos «¿Qué dinero? ¿De qué me está hablando?» a quienquiera que lo preguntase. Acepto la posibilidad de que nos detengan sin pensármelo demasiado, y no sólo porque me produzca sudor frío.
– Porque no crees que vaya a pasar -dijo Lucy.
– Exacto. ¿Y sabes por qué?
– Porque es probable que no llame a la policía.
Jack le sonrió.
– Eso es. En primer lugar, porque puede ser que esté muerto. Y en segundo lugar, ¿cómo iba a explicar qué hacía en la autopista con los dos millones de pavos? Teóricamente tiene que salir desde Gulfport en un barco bananero. ¿Qué le dice a Wally Scales, su colega de la CIA? Bueno, a lo mejor le dice que ha cambiado de idea y que ha decidido salir desde Miami. Que el hombre de la CIA le crea o no, ya es otra cosa. Pero una vez entras en ese terreno, surge otra pregunta: si Bertie pretende quedarse el dinero, ¿qué va a decir que ha pasado? Salvo que planee desaparecer…
Lucy negó con la cabeza.
– Tiene formada una imagen de sí mismo en la que se ve lleno de medallas. A ese hombre le gusta que le vean.
– Es la misma impresión que tengo yo. O sea, que tendría que fingir algo e inventarse alguna historia para explicar que le han robado. Sandinistas de Nueva Orleans, o alguien como Jerry Boylan. Se detiene en algún lugar camino de Gulfport, hace unos cuantos agujeros de bala en su coche, llama a Wally… No sé. Supongo que haría algo así. Sólo que, si le roban de verdad y eso ocurre pasado Gulfport, tendrá que pensárselo muy seriamente antes de llamar a Wally. Por otro lado, si nos reconoce por algún motivo, creo que a quien llamaría sería a ti. Y entonces tendríamos un problema.
– Un momento. ¿Por qué no habría de reconocernos? Sabe quiénes somos.
– Sí, pero en realidad no nos verá. ¿Recuerdas ese libro que me dejaste, Nicaragua, con aquellas fotos de los jóvenes pistoleros sandinistas con gorras de béisbol y camisas deportivas? Todos llevan máscaras, pañuelos o bufandas en la cara, con agujeros para los ojos. Si no quieres que te identifiquen, y nosotros desde luego no queremos, eso es lo que hay que hacer.
– Pero yo quiero que me vea. Es parte del juego.
– ¿Y eso por qué?
– Tiene que darse cuenta de que no le están simplemente robando, de que es parte de una retribución.
– Si nos cubrimos los rostros -dijo Jack-, es un asalto. Si no, resulta que el mismo hecho ya es otra cosa y somos los buenos de la película.
– Mira -le dijo ella-, tú puedes hacer lo que quieras. Pero él tiene que saber quién soy. Si no, se lo diré.
– ¿Cómo es que no lo habías dicho antes?
– Lo daba por hecho.
– ¿Has hablado con Roy?
– ¿Si hemos hablado de eso? No.
– Roy iba a buscar máscaras de Carnaval. Le gusta la idea de que llevemos las caras oscuras para que el coronel crea que somos negros.
– Jack, lo digo en serio. Para mí es muy importante.
– Bueno, tú sabrás. Pero si se lo dices a Roy, estoy seguro de que lo deja.
– ¿Por qué?
– Venga, ¿de qué hemos estado hablando? Podrían cogerte, serías la única que él identificaría. Lo primero que te pregunta la pasma es quién más había contigo. Luego te dicen qué condena te espera en algún correccional de mujeres. Y luego te la rebajan, te ofrecen un trato, y te vuelven a preguntar quién más había contigo.
– ¿Crees que cantaría?
– Roy no correría ese riesgo.
– Te lo estoy preguntando a ti -dijo Lucy-. ¿Crees que cantaría?
– Hemos tenido toda la semana para hablarlo. Ahora, de repente… resulta que es otra cosa.
– Jack, ¿crees que cantaría?
Le miró fijamente, esperando, hasta que él dijo:
– Creo que aunque te arrancaran las uñas no dirías nada. Pero tendrás que convencer a Roy.
– Si ocurriera -dijo Lucy-. Pero, si confías en mí, ¿no es suficiente?
Le estaba poniendo en evidencia, allí sentado, con un pañuelo azul en el bolsillo de la chaqueta y una Beretta automática encajada en la cintura, listo para salir.
– Tal vez sí. -Habían llegado muy lejos-. ¿Sabes cómo vas a llevar el dinero allí abajo?
– A través de la hermandad. Haré una transferencia a un banco de León donde las hermanas tienen una cuenta corriente.
– ¿Vas a volver?
– ¿A Nicaragua? Me lo estoy pensando.
– No, me refería a la orden.
– No, estoy muy segura de lo que soy, pero ya no soy una hermana de San Francisco…
– Del Estigma -añadió Jack.
Ella pareció sonreír al recordar.
– Cuando tenía diecinueve años, si pronunciaba la palabra estigma suspiraba y me entraban escalofríos -dijo mirándole, pero ensimismada.
Dijo que solía rezar pidiendo una visión, una experiencia mística realmente sincera, y creía, cuando tenía diecinueve años, que le iba a ocurrir inesperadamente, pero pronto. Le dijo que nunca se lo había explicado a nadie, que solía concentrarse, imaginarse que no pesaba, y luego levantaba los brazos y se ponía de puntillas intentando levitar como san Francisco, para quedarse suspendida en el aire por el amor divino.
Le contó que intentaba imaginarse cómo sería una experiencia extática y que pensaba: «Si es mental, entonces se tiene que experimentar con los sentidos, con el cuerpo.» Luego se decía: «Si es física, ¿tendrá algún parecido con el amor físico, será como hacer el amor con un hombre?» Por su manera de mirarle, Jack supo lo que iba a añadir:
– Pero no sé cómo es eso. Tendré que averiguarlo.
Se lo dijo tranquilamente, en aquella habitación del hotel Saint Louis, a la una y media de la noche, sin quitarle los ojos de encima, esperando.
– Lucy… -dijo él.
Se puso de pie, devolviéndole la mirada. Pareció pasar mucho tiempo hasta que le ofreció su mano y la atrajo hacia sus brazos con una sensación de ternura, una sensación agradable. Dijo:
– Te abrazaré. Déjame que te abrace.
Pegada a él, Lucy dijo:
– ¿Podemos tumbarnos?