5

Nada más tomar la calle Camp, Jack vio el largo Cadillac blanco aparcado frente al sitio de la sopa.

Inmediatamente intentó hallar alguna salida ocurrente, un comentario ligero e improvisado. Si hubiera estado con Helene, habría dicho lo primero que se le ocurrió: «¡Vaya! Pues sí que cocina bien.» Pero con Lucy tenía que esforzarse más.

Pero entonces, cuando vio que ella miraba el coche sin sorprenderse en absoluto, la curiosidad le impidió concentrarse. Así que no dijo nada. Circuló por la calle de un solo sentido hasta dejar el coche fúnebre detrás del cochazo. Luego, justo al mismo tiempo que la hermana Lucy decía «Es mi padre», salió del coche un negro con traje marrón de chófer.

Eso le brindó a Jack otra oportunidad de improvisar una salida. Una era obvia. Pero se contuvo, pensando que si su padre se movía en un coche de aquel tamaño, la monja debía de pertenecer a una familia muy rica. Lo cual no sabía antes. Pero eso explicaba por qué había comprado aquel Volkswagen en Nicaragua, algo que no había dejado de preguntarse. Sólo que ella debía de haber hecho el voto de pobreza al mismo tiempo que los de castidad y obediencia… Y ya era demasiado tarde para pensar en alguna salida inteligente. La hermana Lucy había salido del coche y su padre había aparecido.

Se apeó de un salto del coche, rápido y ágil como esos hombres que llegan a los cincuenta y siguen teniendo un carácter muy infantil.

Jack advirtió su energía, y luego apreció su seguridad en su postura relajada: los brazos abiertos para recibir a su hija, la cabeza levantada, manteniendo la actitud mientras la llamaba. «Aquí está mi niña. Sor, tengo que decírtelo, estás maravillosa.» Parecía fácil de clasificar, viéndolo salir de aquel cochazo, con su chaqueta de piel de becerro, sus tejanos hechos a medida y sus botas de vaquero. Pero Jack no estaba muy seguro de si parecía una estrella del rodeo retirada o un productor de cine. Había visto productores de cine en Nueva Orleans, los había visto en el Quarter y había pensado, mierda, que eso era lo que él tenía que haber sido, actor.

Resultaba extraño ver a la hermana Lucy acogerse en los brazos de un hombre y besarle en la mejilla. Él la abrazó, palmeándole la espalda con sus manos, grandes para un hombre de su estatura, en las que brillaba un anillo que Jack observó para poderlo valorar. Ahora hablaban entre sí -ella no había heredado la nariz de él- y el padre la tomaba del brazo.

Jack se dio la vuelta para abrir la separación de cristal. Se veía la coronilla de Amelita, cuyo cuerpo seguía encajado en el saco de plástico.

– ¿Estás bien?

Ella murmuró algo y Jack vio que se movía.

– Aguanta, no queda mucho.

Amelita parecía una chica muy paciente. No tenía ojos de Bambi. Pero eran muy bonitos, de un castaño líquido.

El plan era dejar a Lucy para que pudiera coger su coche. Ella había dicho «mi coche», lo cual parecía extraño, no acorde con el voto de pobreza; ésa era otra de las muchas cosas que algún día tendría que preguntarle. Él llevaría a Amelita a la funeraria y la hermana Lucy llamaría más tarde para instruirle acerca del siguiente paso. Leo llegaría a las siete. En aquel momento eran las…

La hermana Lucy se estaba acercando a él, y su padre les miraba. Jack salió a su encuentro.

– Jack Delaney; mi padre.

Así, sin más.

El padre alargó la mano y dijo:

– Dick Nichols, Jack. -Una mano dura y un rostro que, visto de cerca, también lo era; tenía el cabello largo, rizado y gris, pero el bigote era oscuro. Estrella de rodeo, no productor de cine-. No envidio su trabajo, tratar con muertos, pero supongo que alguien tiene que hacerlo. Un agente y un contable que tuve fueron enterrados por Mullen. Supongo que habrá oído hablar de los de la funeraria de Saint Claire, en Lafayette…

– No me suena -dijo Jack.

El chófer, junto al coche, le estaba mirando. Era un joven negro de anchos hombros embutido en un traje con chaleco.

– Con la cantidad de infartos que está provocando el negocio del petróleo, esa gente debe de estar muy ocupada, aunque no hace falta que se lo diga.

– Papá se dedica al petróleo -dijo la hermana Lucy-. Y construye plataformas de ésas, en el mar.

– Ajá, me libré de eso, sor, antes de tener que comérmelo. -Sonrió, moviendo la cabeza, y miró a Jack-. Hubo una época… veamos, yo empecé vendiendo arrendamientos de petrolíferas, después me metí en la perforación y perdí dos de lo que la gente considera fortunas antes de cumplir los treinta. En ambas ocasiones me quedé sin blanca. Pero volví a empezar: rebusqué por todas partes, pedí dinero, firmé hipotecas por todo lo que teníamos para poder meter doscientos cincuenta mil en el negocio de un arrendamiento. La madre de Lucy dijo: «Pero querido -Dick Nichols cambió el tono para que sonara distinto-, ¿qué comeremos si el asunto falla?» Y yo contesté: «Nos comeremos el susto, cariño. Así son los negocios.»

Entonces, la hermana Lucy dijo:

– ¿Cómo está mamá?

– Clovis la ha llevado a coger el avión para Nueva York esta mañana. Va tirando.

La hermana Lucy pareció animarse. Jack se dio cuenta.

– A comprar ropa, supongo -dijo ella.

– No querrás que vaya hasta allí para comprar pasta de dientes -dijo Dick Nichols-. Si es tarde y ves la luz de mi despacho encendida, es que estoy sacando billetes de cien dólares. Pero resulta divertido ¿eh? Ahora me dedico al negocio de los helicópteros. -Se dirigió a Jack-. Le diré una cosa, le vendo un Super-Transport Bell-214 por noventa y cinco de los grandes al mes. ¿Qué le parece? Mullen podría ser la primera funeraria de Nueva Orleans que ofreciese entierros en el mar. Se lleva al cadáver unas millas golfo adentro, el cura lee una oración y hace unas aspersiones de agua bendita y se deja ir al muerto. Oiga, yo preferiría eso antes que ser llevado a Saint Louis y encerrado en un panteón. Toda la gente amontonada allí dentro con sus estatuas y monumentos… ¡Puaj! A mí me gusta el campo, sor, siempre me ha gustado.

– Mi padre vive en Lafayette y mi madre aquí, en Nueva Orleans -le dijo ella a Jack.

– Tengo privilegios de visita. Si llamo antes y soy simpático.

– Mi padre le puede meter en el Galatoire sin tener que hacer cola -dijo la hermana Lucy dirigiéndose a Jack.

Le miraba con tranquilidad, con algo que se había establecido entre ellos y que él podía percibir, al tiempo que su padre consultaba el reloj y decía que habían quedado a las siete, que él y la sor se iban al Paul a comer unos cangrejos y unos camarones y a hablar un poco; si no hablaban de política, a lo mejor encontraban algo en que pudiesen estar de acuerdo -su padre sonreía-, ahora que había vuelto a sentar la cabeza. ¿Qué quería decir? Jack quería mirarla, hacer algún gesto, alguna seña, pero el padre se interpuso para darle la mano y decir que estaba encantado de haber hablado con él y que esperaba que volviesen a hacerlo pronto. Y punto. Cuando hubo acabado, Jack pudo finalmente volverse hacia ella, que seguía mirándole de igual modo.

– Mi padre también puede ir al Paul sin tener que hacer cola. -Tocó la mano de Jack y añadió-. ¿Qué le parece?


El rosario por Buddy Jeannette, un arrullo mecánico de cincuenta avemarías recitadas por la familia y por quienes no habían conseguido escabullirse a tiempo, se rezaba en la sala pequeña. Jack, que esperaba en el vestíbulo, contó treinta y siete movimientos de levantarse y arrodillarse mientras el cura dirigía el rosario desde el reclinatorio junto al ataúd -un Batesville de nogal trabajado a mano, con el interior de Carneo Crepe-. Parecía que Buddy había dejado a su viuda en buena situación. Era mayor de lo que Jack había imaginado; una cosa pequeña, sentada en el borde de una silla, rezando, un poco descoordinada con los demás. ¿Qué estaría pensando, con aquella mirada perdida, casi sin mover los labios? Quería cogerla de la mano y decirle algo. Había visto a más de mil personas en aquellas salas mortuorias y nunca estaba seguro de quién lo sentía realmente y quién no. Quería decirle lo buen tipo que era Buddy, y que caía bien a todo el mundo, mucho…

– ¿Me quieres explicar qué está pasando? -preguntó Leo.

Jack se apartó de la puerta.

– ¿Pasa algo malo?

– Voy al lavabo y me encuentro a una chica, que se supone que está muerta, cepillándose el pelo. Nunca me había ocurrido algo parecido.

– Si no recuerdo mal -le dijo Jack-, fuiste tú quien me envió a recogerla. Me dijiste que habías hablado con la hermana Teresa Victor.

– Sí, ayer. Mientras preparaba a tu amigo.

– Bueno -dijo Leo-, pues es mejor que vuelvas a hablar con ella.

Jack empezó a irse.

– Jack, estoy ocupado. Tengo gente ahí dentro.

– Pues llámala más tarde. Si te explico por qué recogí a una persona que no estaba muerta, dirás que fue idea mía. Habla con la hermana. Te veré luego.

Jack se fue caminando por el recibidor y subió las escaleras. Encontró a Amelita en la sala de selección de ataúdes, pasando la mano sobre el acabado de madera de un Batesville de sólido roble.

– Ése es el modelo Homestead, con el interior en beige leonado. Podemos ofrecerlos de fibra, plástico, metal o contrachapado, de sesenta a dieciséis mil dólares, según las posibilidades de cada uno y la pena que le dé ver que desaparece el ser querido. Estoy contentísimo de no tener que meterte en uno de éstos, porque pareces muy saludable.

Y realmente lo parecía. El resplandor de la lámpara del techo hacía brillar su cabellera oscura, larga, que le llegaba hasta la mitad de la camisa floreada, y se reflejaba en sus ojos al mirarle.

– Son tan bonitos por dentro. -Ella tocaba la tela leonada-. Y tan suaves…

– Como si se pudiera dormir en ellos para siempre, ¿eh? ¿Ya sabes dónde te vas a instalar?

– Algún día iré a Los Ángeles, pero no sé cuándo. Espero que sea pronto, siempre he querido ir allí.

– ¿A Los Ángeles?

– Sí, tengo dos tías allí, y mi abuela. Tengo entendido que es muy bonito. Cuando metéis a la gente en esto, ¿lleva la ropa puesta?

– Sí, completamente vestida. ¿Te ha dicho la hermana Lucy dónde ibas a vivir en Nueva Orleans?

– Dijo que encontraría algún sitio. Me gusta el color rosa del interior, es muy bonito.

– Bueno, parece que la hermana Lucy sabe lo que se hace. Hace unos cuantos años que la conoces, ¿no es así?

– Sí, hace mucho tiempo.

– Me ha explicado lo que te pasó. ¡Qué horrible, que ese tipo se te llevara de casa! Dos veces, de hecho, ¿no? La primera vez debías de ser una chiquilla.

– ¿Te refieres a Bertie?

– Como se llame, el coronel.

– Sí, Bertie, coronel Dagoberto Godoy Díaz. Era muy importante en el gobierno. Hablo de antes, del verdadero gobierno. Él podría comprar uno de esos que ha dicho, los de sesenta mil.

– Dieciséis mil, no sesenta. Ese coronel mató a un tío. Al médico.

– Ya lo sé. Estaba tan enfadado… Fue terrible.

– Y tú lo viste.

– Eso es lo que quiero decir, que fue horrible verle tan enfadado. -Se frotó los brazos y pareció sentir escalofríos-. No era el mismo a quien yo había conocido en Managua. -Metió la mano dentro del ataúd para tocar la almohada, tranquila de nuevo-. Me iba a meter en el concurso de Miss Universo, pero la guerra se puso mal y tuvo que irse, así que me volví a casa.

Parecía fascinada por la tela plisada de la almohada.

Jack hizo una pausa. Luego dijo:

– Amelita, pero ahora, según tengo entendido, quiere matarte.

– Eso le dijo ella, ¿verdad? Sí, estaba tan enfadado que se creía que iba a coger la lepra, pero no la cogerá. No se pega de esa forma, ¿sabes?, como esa enfermedad que ahora es tan popular, o como el chancro. Alguien tiene que explicarle a Bertie que no la cogerá. Aunque he oído que el comandante Edén Pastora, que también está con los contras, tiene la lepra de montaña, pero no sé qué clase es ésa. A lo mejor es sólo por picaduras de insectos.

– Espera, ¿vale? -dijo Jack-. Ese individuo te raptó. Quiero decir, antes. Te desapareció, llegó por la noche y se te llevó a la montaña. ¿No es verdad?

– Sí, claro. -Se volvió hacia él con mirada de sorpresa-. Quiere que esté con él. -Su mirada se suavizó al seguir hablando-. Cuando te gusta mucho una chica, ¿no quieres que esté contigo? Tú tienes novias, me juego algo a que tienes varias. -Sonrió, acercándose-. Un tipo guapo, que lleva ropa cara… -Cogió la corbata rayada de siete dólares entre sus dedos, para apreciarla-. He visto tus bonitas habitaciones, con una gran nevera en la que hay cerveza y una botella de vodka. Seguro, me juego algo a que traes chicas por la noche. A lo mejor se quedan a dormir… Oh, pareces sorprendido. En Managua conocí a algunos chicos norteamericanos que hacían eso, que abrían mucho los ojos. «¿Quién, yo?» Como niños pequeños. Creo que eso sólo lo hacen los norteamericanos, pero no estoy segura. Quieren hacerte creer que siempre son muy buenos. Pero tú traes chicas aquí, ¿no? Dime la verdad.

– Alguna vez lo he hecho.

– Dime otra cosa, ¿vale? ¿Te has metido alguna vez en uno de éstos con una chica?

– ¿Lo dices en serio? -preguntó Jack.

– Me lo preguntaba. Es tan bonito y suave…

Volvió a tocar el interior de beige leonado.

– Amelita, eso es un ataúd.

– Ya sé lo que es. Pero nunca había visto uno por dentro, ni lo había tocado. Es como una cama pequeña, ¿eh?

– ¿Por qué no vamos a sentarnos, con un poco de calma?

Ella le dedicó una mirada maliciosa por encima del hombro.

– ¿En tu habitación? Sí, creo que no estaría mal.

Se quedó pensativo un momento y dijo:

– Si fuera yo quien te hubiese sacado de la situación en que estabas…

– ¿Qué?

– Pensaría muy seriamente en devolverte.

Ella frunció el ceño.

– ¿Estás enfadado conmigo? ¿Por qué?

No, en realidad no lo estaba. Pero sólo dijo:

– Vamos.

Y apagó las luces de la habitación de selección de ataúdes. Fueron por el vestíbulo, pasaron por delante de su habitación y de la sala de preparación y llegaron al despacho de Leo.

– La hermana Lucy se pondrá en contacto con nosotros en cuanto esté libre. Si no, tendrás que dormir ahí.

Señaló un sofá desvencijado, tan viejo como Mullen e Hijos. Amelita se sentó en él y dijo:

– ¿Por qué la llamas así?

– ¿Qué? -dijo Jack, contemplando el desorden que había en la mesa de Leo, llena de cartas, facturas y papeles para recados telefónicos, intactos. Nada nuevo.

– Digo que por qué la llamas hermana Lucy. Ya no es hermana. Es sólo Lucy. O Lucy Nichols, si quieres utilizar el nombre completo.

Jack alzó la vista y se quedó mirando a la chica, que estaba sentada en el desvencijado sofá de Leo. Tardó un tiempo en reaccionar.

– ¿De qué estás hablando? ¿Que ya no es hermana? Yo la he llamado así… -Se tomó otro instante para pensarlo-. Sí, seguro que la he llamado así y no ha dicho que no lo fuera.

– A lo mejor es porque está acostumbrada.

– Y todos los tipos de la misión, cuando he ido a recogerla, la llamaban hermana. Y Leo, el fulano para quien trabajo…

Jack hizo una pausa. No estaba seguro de que pudiera contar a Leo. A lo mejor había dado por hecho que era una monja porque había estado en una misión de Nicaragua.

– No sé de quién me hablas, pero sí sé que ya no es monja. Lo dejó. ¿Crees que puede ser una hermana, vestida así, con esos pantalones Calvin? Yo me compraré unos cuando vaya a Los Ángeles.

– Ya me extrañaba a mí.

– Seguro, en cuanto llegue.

– ¿Cómo lo sabes? ¿Te lo dijo?

– Cuando salimos de Nicaragua en el coche. Me dijo: «No voy a seguir siendo monja. No puedo más.»

– ¿Eso dijo?

– Te acabo de decir que lo dijo.

– Quiero decir… ¿estás segura?

Amelita se encogió de hombros.

– Pregúntaselo a ella, si no me crees. -Repasó el despacho con la mirada, hasta llegar a la licencia funeraria de Leo, colgada en la pared, y luego volvió a mirar a Jack, que estaba de pie junto a la mesa-. Cuando era monja era muy buena. Era la mejor de todo Sagrada Familia.

– ¿Y ahora piensas que no lo es?

– Sí, pero es distinta. Creo que le pasa algo.


Cuando por fin llamó, dijo:

– ¿Jack? Soy Lucy.

Él esperó, y ella volvió a preguntar:

– ¿Jack?

– ¿Que tal la comida?

– Me gustaría explicárselo.

– ¿Camarones hervidos y cerveza?

– Puede ser que no vuelva a ver a mi padre. ¿Cómo está Amelita?

– Está bien. ¿Qué ha pasado?

– De verdad que me gustaría explicárselo. -Era su misma voz, pero sonaba distinta, más tensa, aunque la controlaba-. Si pudiera traer a Amelita aquí… Estoy en casa, en casa de mi madre, en el número 101 de la calle Audubon, en la parte de arriba del parque.

– Sí, sé dónde está. ¿Está sola?

– El ama de llaves está aquí, Dolores… Si pudiese venir enseguida… Pero no con el coche fúnebre. Por si acaso…

– No, tengo un coche -contestó él.

Esperó un momento, y por primera vez dijo:

– ¿Lucy?

– ¿Qué?

– Ahora vamos.

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