Jack llegó a la sombra de los árboles y de los destartalados edificios de los muelles, y fue costeando por la carretera vacía: a un lado, viejas estructuras arquitectónicas bajo robles musgosos; al otro, las gastadas escaleras de cemento del malecón, desde las cuales la gente echaba al agua, poco profunda allí, redes de pescar cangrejos. Vio el entablado que se metía en la bahía. Se estaban acercando a una casa que había soportado más de cien años de huracanes.
– El Camille arrancó el porche frontal -explicó Jack-. Dejó un metro y medio de lodo dentro.
Cogió la calle adyacente -fijándose por primera vez en el nombre, Leopold- y aparcó en la parte trasera de la casa, detrás del Chevette de Raejeanne y de uno de color azul brillante, nuevo, que en vez de nombre tenía una serie de números y la palabra «Turbo». Una mujer les miraba desde el sombreado porche trasero. Luego otra mujer, cuya figura resultaba más amplia en la penumbra, pasó junto a ella y empujó la puerta. Su hermana Raejeanne.
– ¿Quién es, amigo o enemigo? -dijo ella.
Y al salir del coche oyó que añadía:
– Es Jack, mamá.
Se quedaron en la mesa del porche trasero, puesta para cinco. Jack presentó a Cullen. Abrazó a su madre, frágil y empequeñecida, y oyó que le preguntaba «¿Cómo está mi gran chico?» al tiempo que él le palmeaba la espalda y encontraba un tono de interés en su voz para preguntarle cómo estaba ella. «Tirando.» Para ella, a los setenta y cinco, todo iba «tirando», con su cabello ondulado rubio y gris, el brillo de sus gafas y aquellos pendientes que parecían cuentas de rosario… Pero era una mujer de setenta y cinco años de las de antaño, y en aquel momento parecía alarmada. Jack le preguntó qué le pasaba.
– No hemos puesto suficientes platos en la mesa.
Jack le pidió que le explicara qué hacía y cómo se encontraba.
Su madre dijo:
– Estuve bien hasta la semana pasada, que me metí en cama con amigdalitis.
– ¿Quién es ese griego? -replicó Jack.
Ella sonrió, intentando no enseñar la dentadura, y le dijo que era igual que su padre, su irlandés. Cullen estaba cerca de ellos, oliendo la comida y haciendo mmmmmmmm cuando Raejeanne le dijo que había gambas hervidas y que había sobrado un poco de su sopa preferida.
– Tenemos invitados. ¿A que no sabes quién, Jack? -dijo Raejeanne.
Lo supo por su manera de preguntarlo. No hacía falta que se lo dijera su madre, con mirada triste:
– Maureen y su marido.
– Salgamos al porche y os prepararé algo de beber -dijo Raejeanne.
– Maureen ha preguntado mucho por ti -dijo su madre-. Le he dicho que estabas trabajando mucho con Leo, y Maureen ha dicho que eso estaba muy bien. Su marido, ese doctor, está con ella.
– Harby -dijo Jack.
– Es la chica más dulce… -empezó a decir su madre. Pero Raejeanne la interrumpió para explicar que Leo intentaría venir lo antes posible. Le dijo a Jack:
– Leo mencionó que te habías encontrado con Helene. ¿Estáis saliendo otra vez?
– ¿Te dice todo lo que sabe?
– Eso espero.
– ¿A quién dice que te has encontrado? -preguntó su madre.
Anduvieron por el pasillo de suelo cubierto de linóleo hasta llegar al porche frontal. Maureen y Harby Soulé se levantaron de sus sillas. Maureen sonrió y le dio la mano:
– No sé por qué, pero sabía que eras tú el de ese coche tan bonito.
Tomó su mano, tan familiar, y le dio un beso en la mejilla, mientras Harby esperaba a un lado con su traje milrayas su corbatita y su bigotillo. Jack pensó que le hubiera pegado llevar el menú bajo el brazo -¡por Dios, cómo se parecía al coronel!-. Jack se sentía animado y seguro, encantado de estar allí. Había un indio criollo asesino dando vueltas por las calles de la bahía de Saint Louis en aquel mismo momento, mientras Raejeanne le servía un vodka con una guinda y su madre le preguntaba si notaba la brisa. Dijo que siempre se levantaba una brisa agradable por las tardes.
– ¿Recuerdas cómo os gustaba ir a navegar a ti y a Maureen? Ahora ya no tienen barco. Raejeanne, ¿qué pasó con aquel barco que tanto les gustaba a Jack y a Maureen?
– Se hundió, mamá.
– ¿Cómo va el trabajo, Jack? -dijo Maureen.
Miró su cuerpo esbelto bajo el limpio vestido azul, sus brazos esbeltos, sus esbeltas piernas cruzadas, sus fuertes manos que aguantaban la copa en su regazo; las mismas manos que cogían la suya cuando, tumbados en la hamaca de la pared que quedaba detrás de Jack, él la sacaba de entre las ropas de ella.
– Igual. Nunca cambia.
– Al menos no necesitáis seguro de responsabilidad civil -dijo Harby.
– No, nunca se queja nadie -dijo Jack.
Allí siempre decía cosas que no decía en ningún otro sitio. Maureen le miraba y lo sabía. Si una vez no le hubiera sacado la mano de entre la ropa y hubieran hecho el amor… No se la podía imaginar haciendo el amor con Harby Soulé.
Harby estaba diciendo que trabajaba dos meses al año para pagar a la dichosa compañía de seguros. Cullen le preguntó a qué se dedicaba. Harby contestó que era urólogo. Cullen frunció el ceño y Raejeanne explicó que cuidaba vejigas. Cullen preguntó si eso era verdad. Dijo que tenía una pregunta pero que sería mejor que se la ahorrase.
Si hubieran hecho el amor… estarían sentados ahí en aquel mismo momento, sólo que no estaría Harby, ni Cullen, y no habría ningún indio criollo llamado Franklin de Dios dando vueltas, ni nicaragüenses… Igualmente podría haber conocido a Lucy Nichols.
– ¿Has oído hablar alguna vez de las monjas franciscanas?
– No estoy segura -dijo Maureen-. ¿Por qué?
– He conocido a una. Cuidan leprosos.
– Oh -dijo Maureen, asintiendo.
– ¿Te puedes imaginar a ti misma haciendo eso?
– Lo dudo. ¿Dónde la has conocido?
– En Carville. ¿Has estado allí?
Notó que la estaba presionando, y no sabía bien por qué.
– Nunca he tenido ganas de ir.
– Es increíble. Parece más un campus universitario que un hospital.
– Harby, tú si que has ido, ¿no?
– ¿Adónde?
– A Carville.
– No, no he ido nunca. Pero algunos de mis colegas sí. ¿Por qué?
«Colegas -pensó Jack-, Harby Soulé, el urólogo, tiene colegas…»
– Porque lo preguntaba Jack.
– Bueno, si quiere ir -dijo Harby-, no puedo imaginar por qué, pero podría conseguirlo.
Sonó el teléfono dentro de la casa. Raejeanne se levantó y abandonó el porche.
– Creo que Jack ya ha ido -dijo Maureen-. ¿Fuiste a recoger un cadáver?
– Sí, el domingo pasado -dijo Jack.
Y hubiera querido añadir: «Pero estaba viva. O sea, hay un nicaragüense que quiere matarla, por eso la metimos en el coche fúnebre, y nos paró otro nicaragüense que en realidad es cubano y un indio misquito que luego mató a un tipo en Ralph & Kacoo, seguro que lo habéis leído, porque se cree que está aquí para luchar en la guerra para la cual esos tipos están buscando dinero y nosotros queremos robárselo…» Por Dios, intentar explicarles eso, aunque sólo fuera la primera parte…
– No recuerdo que el barco se hundiera -dijo su madre-. ¡Era tan bonito! Solíais recorrer la bahía, ¿verdad?, Maureen y tú.
Raejeanne apareció en la puerta.
– Era Leo. Dice que empecemos, que no podrá venir hasta más tarde. Mamá, ¿quieres ayudarme en la cocina?
Maureen hizo un esfuerzo para levantarse.
– Dime en qué puedo ayudarte.
Jack vio que tomaba a su madre del brazo y las tres mujeres se fueron a cocinar.
– Raejeanne, ¿qué ha dicho Leo?
Ella se dio la vuelta para mirarle.
– Te lo acabo de decir. Creo que ha ingresado un cadáver.
– Ya tenía uno esta mañana.
– Bueno, supongo que habrá llegado otro. Odio decirlo, pero así lo espero. Necesitamos cortinas nuevas urgentemente. -Empezó a darse la vuelta, pero volvió a mirarle-. Eh, ¿y cómo es que tú no estás ayudándole?
– Es mi día libre.
Al irse, ella comentó:
– Pobre Leo, solito con su muerto mientras nosotros nos divertimos.
Jack se levantó. Sentía ganas urgentes de irse y miró a Cullen. Éste, con los codos sobre las rodillas, estaba inclinado hacia Harby Soulé.
– Ya no se ve mucho la cordee, ¿verdad?
– ¿La qué? -preguntó Harby.
– La cordee. Es cuando la polla se curva hacia arriba, cuando se hace como un nudo. Dicen que sólo hay una manera de soltarla. Un tío me dijo una vez que la había tenido. Decía que lo que había que hacer, la mejor manera, era poner la polla en el marco de una ventana, cerrar los ojos, y cerrarla de golpe. El tipo decía que duele la hostia, pero que es la única manera de soltarla cuando tienes la cordee.
– Nunca lo había oído -dijo Harby.
– No, de hecho, ya no se habla de eso. El fulano que me lo contó… Era cuando estábamos en el ejército, en la Segunda Guerra Mundial. Pero en Angola no conocía a nadie que lo tuviera y allí había un montón de gente. Supongo que ahora lo arreglan con medicamentos. Tienen medicamentos para casi todo, seguro que tienen alguno para la cordee. Me pregunto si… no, no puede ser. Me preguntaba si las mujeres podían tenerla. Usted también trata mujeres, ¿no?
– Bueno, claro, por supuesto.
– Tío, debe de ver muchos conejos, ¿eh? Si le digo que no he visto un triángulo de pelo en veintisiete años, no se lo creerá. Yo estoy listo, sólo que… Supongo que habrá oído eso de «el que no la usa la pierde».
Jack se imaginaba a Harby como un hombre recién embalsamado al que se hubieran olvidado cerrarle los ojos y pegarle la boca.
Cullen le estaba diciendo que iba a volver a actuar después de tantos años, que un amigo se lo estaba preparando; pero que ahora tenía problemas con su próstata y que se preguntaba si antes de que se pusieran a comer el doctor podría darle un repaso…
Al entrar en la casa con su vaso, Jack oyó que Cullen decía «… para que el viejo dedo se levante», pero no oyó lo que Harby pensaba de eso. En aquel momento, Jack estaba en el pasillo que corría por el centro de la casa. Se detuvo al ver salir a Maureen de una habitación. Ella alzó la vista, al mismo tiempo que cerraba de golpe su bolso. Todo estaba en penumbra y en silencio.
– ¿Cómo te va, Maureen?
– Bien.
Alzó la cabeza y echó los hombros hacia atrás. Se había puesto algo de maquillaje y pintado un poco los ojos.
– Estás guapísima.
– Bueno, gracias.
– No has cambiado nada.
– ¿De verdad? Bueno, he de confesar que nuestro trabajo nos cuesta. Harby y yo corremos seis kilómetros cada mañana, haga sol o llueva, antes de que él se vaya a Oschner.
– ¿Tú y Harby?
– Y vigilamos lo que comemos. Ya sabes, nada de salsas. Es un palo. He tenido que volver a aprender a cocinar. Ni siquiera me atrevo a usar salsa roux. Imagínate, una chica de Nueva Orleans.
– Tiene que ser duro.
– Ni tampoco a comer carne roja. Se acabaron las parrilladas, la pasta y las albóndigas. -Le dirigió una débil sonrisa-. Tienes buen aspecto, Jack. ¿Te trata bien la vida?
Jack dudó:
– Sí, creo que sí.
Le pasó por la cabeza la visión de Maureen y Harby en la cama haciéndolo rítmicamente, uno dos, uno dos…
Maureen arrugó la nariz.
– ¿Por qué sonríes?
– No sé, me apetece, sencillamente.
– Tú tampoco has cambiado nada, ¿sabes? Sigues pareciendo como…, bueno, distinto. Si ésa es la palabra.
– Es tan buena como cualquier otra -dijo Jack, sonriendo todavía.
Al salir de la autopista, el sol les daba en los ojos. Cullen dijo:
– Los días se hacen largos, pero yo ya no soy joven. Espero que Roy me haya preparado algo.
– ¿Ya sabes qué tipo de mujeres conoce?
– Claro que sí.
– Podrías coger algo horrible.
– Qué más da.
– Tienes que ir a ver a Harby. ¿Te ha repasado la próstata?
– Dice que vaya a su consulta con treinta y cinco pavos.
– Espera y haz que te mire las dos cosas.
– ¿Quieres que te diga lo que me importa y lo que no me importa una mierda a mis sesenta y cinco años?
Lucy había salido del salón al jardín enlosado. Volvía a vestir de negro. «Una nueva costumbre -pensó Jack-, la nueva Lucy revolucionaria interpreta su papel.» Mantuvo la mirada en su figura delgada, las manos enfundadas en los bolsillos de sus tejanos. Siguió a Cullen a lo largo de una pared de ladrillo a través del jardín trasero, caminando sobre las ramas y las flores que habían caído con las lluvias de primavera. Bajo la alta cobertura de los árboles, el patio quedaba en penumbra. El rostro de Lucy parecía pálido a la luz evanescente.
– Roy ha llamado dos veces -dijo ella-. Hoy han ido a cinco bancos y han salido de cada uno con un saco.
Cullen hizo un ruido que parecía un gemido.
Jack lo oyó, sin dejar de mirar a Lucy mientras se acercaban a las escaleras del patio. Vio que estaba tensa, aguantando; lo de las manos en los bolsillos era simple pose.
– ¿Dónde están ahora?
– Han regresado al hotel. Ha vuelto a llamar hace unos minutos. Dice que han metido el coche en el garaje del Royal Sonesta, enfrente…
– ¿El nuevo?
– Sí, ya lo tienen. Un Mercedes de color crema. El 560 SEL, el más potente.
– Supongo que se lo pueden permitir.
– Roy dice que han subido los sacos a la 501, han pedido champaña y no han vuelto a salir. Volverá a llamar dentro de una hora. Ha dicho que «para informar».
– ¿Dónde está él?
– Allí. Tiene una habitación en el hotel, en el mismo piso que el coronel. ¿Cómo la habrá conseguido?
– No lo sé -dijo Jack-. A lo mejor ha tenido suerte. Nunca se sabe con qué va a salir Roy. Por eso está con nosotros y le queremos tanto.
Lucy no cambió la expresión de su rostro ni dijo cosa alguna. Finalmente dio la vuelta, y la siguieron hacia el interior de la casa.