Los vagabundos que estaban delante de la Sagrada Familia, parpadeando bajo la luz del sol y tapándose los ojos, decían:
– Eh, si es el de la funeraria. ¿Quién ha muerto? No será por mí, ¿no? Yo todavía no me he muerto. Lárgate con esa cosa, joder. Ven dentro de un tiempo. Eh, colega, vuelve cuando la hayamos palmado. Éste está casi muerto. Toma, llévatelo.
Jack les dijo que no tocaran el coche. «Apartaos, ¿vale?» Caminó entre ellos con su traje azul marino, su camisa blanca, su corbata a rayas y sus gafas de sol, moviendo la cabeza, con una pequeña sonrisa, teniendo cuidado de respirar por la boca. Uno de los vagabundos dijo que la sopa iba a ser buena. La mayoría parecían alcohólicos sin remedio. Estaban en lo más profundo de ninguna parte, un día de primavera, abatidos, pero podían hacer comentarios, e incluso intentaban agarrarlo.
– Eh, señor, déme un dólar. Vigilaré que nadie se mee en su coche de muertos.
Cuando entró en el edificio de la misión, sólo un par de ellos seguían pegados a él.
Había otros vagabundos inclinados, hombro con hombro, sobre dos filas de mesas que daban a un mostrador, donde dos señoras rollizas, de pelo cano, que llevaban gafas y delantales blancos, iban sirviendo las comidas. Jack se dirigió a un negro pequeño que llevaba un babero y un abrigo intemporal, demasiado grande para él:
– ¿Quién es la hermana Lucy?
El hombre salía de la fila. Miró hacia atrás por encima del hombro y luego se dio la vuelta y señaló a la fila que se acercaba al mostrador.
– Está ahí mismo. ¿La ve?
– ¿Seguro?
El hombre mostró una sonrisa casi desdentada al ver cómo la miraba Jack.
– Es como para creer en Jesús, ¿eh? Y además cocina bien. Venga un domingo a probar las judías y el arroz.
Jack vio el perfil de una mujer que llevaba el pelo oscuro recogido por detrás de las orejas. Se quitó las gafas de sol. Vio que llevaba una chaqueta beige de doble cuerpo, muy elegante, de lino o de algodón fino, y que se movía entre aquella fila de desgraciados, que incluso los tocaba. Él había posado con chicas en tejanos, pero en este caso se trataba de una monja que llevaba unos ceñidos pantalones Calvin y un bolso colgado del hombro que tenía unas piernas largas y esbeltas que parecían aún más largas a causa del calzado plano. En medio de aquella habitación, en un centro donde se repartía sopa para los pobres… ¡fíjate! Tocándolos, tocando sus brazos cubiertos de harapos, tomando sus manos, hablando con ellos…
La mujer se acercó con una mirada tranquila y le dio la mano. Él dijo:
– ¿Hermana? Soy Jack Delaney. De Mullen.
Y le sorprendió encontrar callos en su mano, porque no encajaban con su apariencia. Aunque su rostro sí que encajaba. Su cara le impresionó. La nariz esbelta, delicada; el cabello oscuro, cepillado hacia atrás, aunque se le alborotaba en la frente, y la profundidad de los ojos azules, mirándole. De cerca parecía más baja, lo cual le sorprendió. «Sólo un metro sesenta -pensó-, sin tacones.» Ella dijo:
– Soy Lucy Nichols. Estoy lista, si quiere.
Los vagabundos del exterior le dijeron que no se fuese con él.
– No entre en ese coche, hermana. Es un viaje sin retorno. ¡Eh, hermana, qué guapa está!
Les sonrió, se puso una mano en la cadera y movió los hombros como si fuera modelo. «No está mal, ¿eh? ¿Le gusta?» Ella se paró para mirar el coche fúnebre y luego a Jack, y dijo:
– ¿Sabe una cosa? Siempre he deseado probar un coche así.
Tocó la bocina al salir y los vagabundos que quedaban bajo el sol en la calle Camp saludaron.
– ¿Puede dominarlo?
– Es estupendo. Yo solía conducir un camión de tonelada y media que tenía las ballestas rotas. El mes pasado, cuando tuvimos que huir a toda prisa, me las arreglé para comprar un Volkswagen en León y conducir hasta Cozumel. ¡Vaya viaje!
Jack tuvo que pensar un minuto. Pero no le sirvió de nada.
– ¿Desde dónde condujo?
– Desde León, en Nicaragua, hasta Guatemala, a través de Honduras. Vestíamos lo que podía pasar por hábitos y nuestros documentos indicaban que íbamos a la escuela de idiomas Maryknoll, en Huehuetenango. Luego, tuvimos que falsificar más papeles para entrar en México. Después ya fue más fácil: desde Cozumel hasta Nueva Orleans, y de allí a Carville. Podíamos haber cogido un avión de Managua a México, pero en aquellos días parecía arriesgado acudir al aeropuerto. Teníamos la sensación de que no debíamos quedarnos quietos. Mi única preocupación era sacar a Amelita de allí rápidamente y proseguir la terapia. Es la que vamos a recoger, ¿sabe?
– ¡Oh! -dijo Jack.
La que iban a recoger. Una forma poco delicada de referirse a la muerta. Pero ése era el nombre que Leo había apuntado. Amelita Sosa. Se preguntó si la hermana Lucy creía que sabía más sobre ella de lo que en realidad sabía. ¿Qué debía de hacer por aquellos pagos? Se preguntó qué había hecho con el Volkswagen, si quizá lo había vendido. Era como irrumpir en una conversación mediada. No quería parecer idiota. Dijo:
– Dé la vuelta a Lee Circle para entrar en la interestatal. Cójala hasta la salida de Saint Gabriel. Si se cansa, avíseme.
– No sabe cuánto aprecio lo que está haciendo -dijo ella.
Se quedó callado. ¿Qué estaba haciendo? Su trabajo. Luego pensó que tal vez Leo les hubiera dicho que no les cobraría. Le costaba imaginarlo. Luego se puso a mirar por la ventanilla, intentando encontrar temas que tuvieran algo que ver con las monjas.
– Durante toda la escuela primaria, tuve monjas.
– ¿Ah, sí?
– En Incarnate Word. Luego fui a los jesuitas. -Oyéndose a sí mismo, le sonaba como si todavía estuviera allí-. Estuve en Tulane un año, pero no sabía qué escoger, quiero decir, qué me convenía más. Así que lo dejé.
– Yo también. Estuve un año en Newcomb.
– ¿De veras?
Jack se sintió un poco mejor.
– Antes de eso estuve un año en un convento, el del Sagrado Corazón.
– Ah, yo conocía algunas chicas que también estuvieron allí, pero debió de ser antes que usted. Bueno, había una… ¿no conocerá, por casualidad, a Maureen Mullen?
– Creo que no.
– Salió en, veamos… en el setenta.
La hermana Lucy no dijo en qué año había salido ella.
Calculó que debía de tener algo menos de treinta años. Era más joven que Maureen.
– Estuve a punto de casarme con esa Maureen Mullen.
– ¿Ah, sí?
– Bueno, no sé. Todo el mundo lo esperaba, en nuestras familias. Supongo que me sentí presionado, o que no me preocupaba el futuro. Así que me escapé.
Ella le miró y sonrió. Luego volvió a mirar hacia la carretera y dijo:
– A mí casi me pasó lo mismo, estuve en una situación parecida. Me desperté en mi propia fiesta de prometida.
– ¿De veras?
– Mi familia y la de él estaban a punto de fijar la fecha de nuestra boda.
– ¿Y se sintió presionada?
– Desde luego. Pensé: «Un momento. Yo no quiero esto de casarme y asociarme a un montón de clubes.» Supongo que, a mi manera, también me escapé. De repente todo quedó desmontado.
Jack apoyó un brazo en el respaldo del asiento y la miró de reojo. Tenía una nariz magnífica. Joder, y uno de esos labios superiores que invitan a morder. Su nariz no era tan fina y delicada como la de Helene, pero era preciosa. Le gustaba su cabello oscuro. El pelo rojo también le gustaba mucho, pero no desordenado como lo llevaba ahora Helene.
– ¿Y qué fue de ese hombre con quien no se casó?
– Conoció a otra. Es un neurólogo bastante conocido.
– ¿De veras? Maureen se casó con un urólogo.
Aquella hermana Lucy no parecía en absoluto una monja; parecía rica. Llevaba una blusa fina a rayas blancas y beige, como una camiseta, debajo de la chaqueta de lino. Llevaba, pensó Jack, unos trescientos dólares en ropa. Le hubiera gustado preguntarle por qué se había hecho monja.
Curiosamente, cuando pensaba eso, ella le miró y dijo:
– ¿Cómo es que se dedica al negocio de la funeraria?
– En realidad no me dedico a eso. Sólo ayudo a mi cuñado de vez en cuando. Es el marido de mi hermana.
– ¿Y qué otra cosa preferiría hacer?
Jack se puso más tieso.
– Eso es difícil de contestar. No he hecho demasiadas cosas que me parezcan interesantes, y la mataría de aburrimiento. -Esperó, preguntándose si debía explicárselo, y luego se decidió sin saber la razón-. Salvo una profesión en la que me metí cuando me escapé del matrimonio. Desde luego, eso no tenía nada de aburrido.
Ella mantuvo la mirada puesta en la carretera.
– ¿Qué era?
– Ladrón de joyas.
Entonces sí que le miró. Jack estaba preparado, con su expresión resignada, de debilidad, con una sonrisa bonita.
– ¿Forzaba las puertas de las casas?
– Habitaciones de hotel. Pero nunca forcé ninguna. Usaba una llave.
Hubo un momento de silencio en el coche fúnebre mientras ella pasaba a un camión a ciento diez kilómetros por hora.
– Ladrón de joyas… ¿Quiere decir que sólo robaba joyas?
Otras chicas, con los ojos en blanco, no habían preguntado eso. Se estremecían y le preguntaban si tenía miedo y si alguna vez alguien se había despertado y le había pescado. Contestó:
– Cogía dinero si me tentaba, si estaba allí esperándome.
Y siempre lo estaba.
– ¿Sólo robaba a los ricos?
– No se obtiene ningún beneficio de robar a los pobres. ¿Qué me iba a llevar, sus cartillas de racionamiento?
Ella dijo, sin mirarle:
– Usted nunca ha estado en Centroamérica. Allí sólo se roba a los pobres. Y se les asesina.
Eso le detuvo, hasta que pensó en decir:
– ¿Cuánto tiempo ha estado allí?
– Casi nueve años, sin contar un par de viajes que hice a Estados Unidos, a Carville, para preparar seminarios. No hay otro lugar como ése. Si su propósito en la vida es cuidar leprosos, y eso es lo que hacen las Hermanas de San Francisco, entonces uno tiene que ir a Carville cada varios años, para mantenerse enterado de las posibles novedades.
– ¿Las Hermanas de San Francisco?
– Hay un montón de órdenes que se acogen bajo su nombre, por el carisma que tenía ese hombre. Quizás estuviera un poco loco también, pero no importa. Esta orden es la de las Hermanas de San Francisco del Estigma.
Jack no lo había oído nunca. Estuvo a punto de decir que le gustaba el hábito, pero cambió de idea.
– ¿Y estaban establecidas en Nicaragua?
– El hospital de la Sagrada Familia estaba cerca de Jinotega, no sé si sabrá dónde está. Hay un lago muy pintoresco. Pero ya no existe, ha desaparecido.
– ¿Usted es enfermera?
– No exactamente. Lo que hacía era practicar la medicina sin licencia. Hacia el final, ya no teníamos equipo médico. Nuestros dos doctores nicaragüenses desaparecieron, uno después del otro. Fue sólo cuestión de tiempo. No estábamos de ningún lado, pero ellos sabían contra quién estábamos.
Desaparecieron.
Eso se lo guardaría para después.
– ¿Y ahora ha vuelto a casa por una temporada?
Ella tardó unos instantes en contestar:
– No estoy segura. -Luego le miró-. ¿Y usted qué, Jack, sigue siendo ladrón de joyas?
Le gustó la facilidad con que había dicho su nombre.
– No, lo dejé por otro tipo de trabajo. Me metí en la agricultura.
– ¿De verdad? ¿Se hizo granjero?
– De otra clase. En Angola, la penitenciaría del estado de Louisiana.
Ella de nuevo le miraba, mostrando sus hoyuelos al sonreír. Eso le inspiraba.
– Se va por la interestatal de Baton Rouge, luego la Sesenta y uno casi hasta llegar al Misisipí, entonces se gira hacía el río y se llega a la entrada principal. Una vez dentro, se cruza una verja blanca. Cuesta verlo, a través de las redes metálicas que ponen en las ventanas de los autocares, pero parece una granja caballar. Hasta que se ven las torres de vigilancia.
– ¿Pero es verdad que estuvo usted preso?
– Tres años menos un mes. Conocí a gente interesante, allí dentro.
– ¿Cómo era estar allí?
– Hermana, no le gustaría oírlo.
Ella dijo, con voz pensativa:
– San Francisco estuvo en la cárcel… -Entonces miró a Jack y preguntó-: Pero ¿cómo se siente uno? Me refiero al hecho de haber cometido crímenes y que te encierren por ello.
– Eso se hace y se olvida. -No sabía que san Francisco hubiera estado en la cárcel… pero en aquel momento estaba hablando de sí mismo-. Tengo una actitud muy saludable, con respecto a la culpabilidad. No resulta buena para uno.
Vio que sonreía, no demasiado, pero le devolvió la sonrisa, sintiéndose mejor, pensando que tal vez deberían detenerse a tomar un café. Era agradable, buena conversadora, y él todavía estaba un poco cortado. Pero cuando mencionó el café, la hermana Lucy frunció el ceño, pensativa, y dijo que realmente no tenían tiempo.
– Yo he descubierto que en este negocio hay muy poca prisa -dijo Jack-. Cuando vas a buscar un muerto, y no quisiera parecer irrespetuoso, seguro que te espera.
– Oh -dijo ella, con su tono tranquilo, pausado y con mirada relajada-, nadie se lo ha dicho.
– Ya tenía yo la sensación de que pensaba que yo sabía algo. ¿Qué es eso que nadie me ha dicho?
– Me parece que le va a gustar -dijo ella.
Tuvo que admitir la idea de que estaba jugando con él, cuando vio el brillo que había en sus ojos al volver a mirarle, a punto de hacerle partícipe de un secreto.
– La chica que vamos a recoger…
– Amelita Sosa.
– Sí. No está muerta.
Siete años antes, cuando Amelita tenía quince o dieciséis y vivía en Jinotega con su familia, un coronel de la Guardia Nacional le había llenado la cabeza de pájaros. Aquel individuo, que era amigo íntimo de Somoza, le dijo a Amelita que con la belleza de ella y las influencias de él podría ganar el primer premio del concurso de Miss Nicaragua y luego el de Miss Universo; que aparecería en la televisión de todos los países y que en poco tiempo se convertiría en una famosa estrella de cine.
– Por supuesto, usted sabe lo que tenía en mente -dijo Lucy.
Eso había sido durante la guerra. Antes de que los sandinistas ocuparan el gobierno.
Jack entendió lo que pretendía el coronel, pero no estaba tan seguro en lo concerniente a la guerra. Sabía que por allí abajo siempre había revoluciones y que había una en marcha en aquella época. Recordaba que, cuando él era pequeño, su padre había vuelto una vez de Honduras diciendo que estaban todos locos, que les ardía la sangre; que cuando no peleaban por una mujer, mordían la mano que les alimentaba. Jack se imaginaba individuos con los ojos inyectados en sangre, armados de machetes, con sombreros de paja y cananas en bandolera, preparando una emboscada a un tren de la United Fruit cargado de plátanos. Pero luego aparecían Marión Brando y un puñado de mexicanos armados y soldados gubernamentales disparando desde el tren. Era difícil precisar la historia y las fronteras. No quería interrumpir la historia de la hermana Lucy formulando preguntas idiotas. Escuchó y archivó los datos esenciales, imaginando algunos caracteres. El coronel, uno de esos jodidos pringosos que llevan una cigarrera de oro para ofrecerle un puro al pobre hijo de puta al que van a fusilar, justo lo que quiere en los últimos momentos de su vida, fumar. A Amelita la veía como una cosa pequeña con ojos de Bambi, y luego tuvo que aumentarle el pecho y ponerla sobre tacones altos, con un bañador que dejase ver las caderas para el concurso de Miss Universo.
Pero una vez se la había llevado a Managua, el coronel ya no volvió a mencionar los concursos de belleza. Lo único que sentía por Amelita era lujuria. Una buena palabra, lujuria. Jack no recordaba si la había utilizado alguna vez, pero no le costó nada imaginarse al coronel, el muy hijo de puta, lujurioso. Le añadió unos veinte kilos para la escena de cama: el coronel quitándose el uniforme lleno de medallas, con el vientre colgando, mirando viciosamente a Amelita, que se cubría en la cama. Jack le vio desgarrar el camisón por delante, liberando sus pechos perfectos…
– ¿Me está escuchando? -dijo la hermana Lucy.
– Palabra por palabra. ¿Y luego qué?
Y luego, cuando los rebeldes llegaron a Managua, el coronel se fue a Miami y Amelita volvió a casa, segura por el momento.
La parte siguiente se acercaba más al tiempo presente, pero era más difícil de seguir, ya que la hermana Lucy hablaba de la situación política de allá abajo como si él supiese de qué iba. Resultaba confuso, porque quienes habían gobernado antes, según parecía, eran ahora los rebeldes, los contras, y quienes habían empezado la revolución en los años setenta eran ahora los que llevaban el país.
Hasta ahí lo entendía. Pero ¿quiénes eran los buenos y quiénes eran los malos?
Mientras seguía intentando descubrirlo, la hermana Lucy explicó que el coronel volvió a Nicaragua como comandante de la guerrilla en el norte, apareció en busca de Amelita en la oscuridad de la noche y se la llevó a las montañas.
Una cosa sí tenía el coronel, que nunca abandonaba.
– A lo mejor le gustaba de verdad -dijo Jack, reservándose su juicio porque todavía no estaba seguro de en qué lado estaba el coronel, quitándole incluso los kilos de más que le había puesto. Recibió una mirada de la hermana Lucy. «Tío, qué mirada tan dura»-. O le llevaba su lujuria incombustible -añadió Jack-. Eso es más probable, ¿no? Una lujuria que no conocía fronteras.
– ¿Ha terminado? -dijo ella. Le sonó como cuando Leo usaba aquel tono tan seco. Le dijo que sí, que había terminado, y ella dijo «Bien». Era una nueva experiencia, la sensación de que podía decirle lo que quisiera a una monja, mira por dónde, y ella lo entendería porque estaba preparada -podía advertirlo en sus ojos- y no se iba a sentir sorprendida ni ofendida. Él había estado en la cárcel, pero aquella dama había estado en la guerra.
Llegaron a cuando Amelita descubrió que tenía la enfermedad de Hansen. Entonces todavía estaba en las montañas con el coronel. Empezaron a aparecerle manchas de color marrón en los brazos y en la cara. Se llevó un susto de muerte. Un médico del campamento diagnosticó la enfermedad y le dijo al coronel que Amelita tendría que ir al hospital de la Sagrada Familia inmediatamente, aquel mismo día, para empezar un tratamiento a base de sulfonas. No había pérdida de sensibilidad, por lo que podrían detener la enfermedad en su inicio, y el doctor confiaba en que no llegaría a desfigurarse.
– Es difícil imaginar a una joven guapa como ésa… -dijo Jack.
– Escúcheme, ¿quiere? -interrumpió la hermana Lucy. Le sorprendió y se calló-. ¿De dónde se cree que era el médico para poder establecer este diagnóstico de una sola mirada? Sí, incluso antes de hacer la biopsia y ver que indicaba M. leprae bacilli y confirmarlo: tenía lepra tuberculosa. Jack, era nuestro médico, el del hospital Sagrada Familia. Uno de los desaparecidos.
Otra vez.
– Bueno, pues entonces es que no desapareció simplemente.
– Por supuesto que no. Se lo llevaron a la fuerza, apuntándole con armas a la cabeza. Lo secuestraron.
– ¿Entonces por qué dice que desapareció?
– Dios mío, ¿dónde ha estado usted? No es sólo en Nicaragua y en El Salvador, es una costumbre de toda la América latina. Ocurre en Guatemala y es popular por todo el continente, hasta Argentina. ¿Es que usted no lee? Se llevan a la gente de su casa, la raptan, y hablan de «desaparecidos». Y cuando aparecen muertos, ¿sabe quién lo ha hecho? Desconocidos.
Jack negó con la cabeza.
– No estoy seguro de haberlo oído.
– ¡Escúcheme! -le espetó ella. Y luego siguió en un tono más tranquilo-. El médico de nuestro hospital, Rodolfo Meza, le dijo al coronel que Amelita estaba todavía en la primera fase de la lepra. ¿Y sabe qué hizo el coronel? Sacó la pistola y le disparó cuatro tiros en el pecho. Lo asesinó desde tan cerca que podía tocarlo con el cañón del arma. Me lo dijo una testigo, una mujer de la contra que desertó unos días después y se vino con nosotros. Amelita estaba allí, por supuesto. Lo vio…
– Se lo iba a preguntar.
– … y huyó corriendo. Las mujeres de la contra la ayudaron a llegar a Jinotega y luego vinieron al hospital a avisarnos de que el coronel había jurado matar a Amelita… Y usted cree que a lo mejor le gustaba de verdad, ¿no?
Estaba allí sentado, con su traje azul marino y su corbata a rayas, y no se le ocurría ni una maldita cosa que contestarle. La dama, al fin, no era tan simpática como parecía: también tenía su lado duro. Habían dejado la interestatal y se acercaban al río, pasando cerca de industrias químicas que veían y olían a distancia.
– Mató al médico por decírselo. Luego vino al hospital en busca de Amelita. Decía que ella le había deshonrado. Que le había dejado que la penetrase para pegarle la enfermedad, y que iba a matarla por eso, por intentar convertirlo en un leproso.