22

Lucy le explicó que había vivido en aquella casa toda la vida, hasta que se fue, y que aunque cada varios años cambiaban el papel de la pared y la decoración, siempre parecía igual, salvo el salón galería. Dijo que sin entrar en esa galería era posible vivir en aquella casa durante varias generaciones y no cambiar nunca de actitud. Dijo que había que tener cuidado, con aquel clima de Nueva Orleans, de no dejar que a uno le creciera musgo, aunque eso no era sólo por la humedad. Dijo que no tenía idea de lo que opinaba su madre; tal vez se lo preguntaría algún día, se acercaría a ella como en cumplimiento de una obra piadosa. Dijo que por alguna razón estaba empezando a entender más a su padre y considerarlo por primera vez como hombre, y no como padre.

Se quedaron en el vestíbulo principal, en la puerta del cuarto de estar, formal y oscuro.

– He empezado a darme cuenta de que no sé demasiado sobre los hombres. Nunca me he imaginado a mí misma como hombre.

– Tampoco yo me he imaginado como mujer -dijo Jack. Esperó un momento y siguió-: No, me parece imposible.

– Pero tú no pareces muy consciente de estas cosas.

– Bueno, de vez en cuando me pesco posando.

– Te das cuenta cuando no eres tú mismo.

– No sé muy bien de qué estamos hablando.

– Los únicos hombres que conocí antes de irme eran mis amigos y algunos de sus padres. Los chicos bebían mucho y tenían un sentimiento trágico acerca de ellos mismos que veo que era teatral, exagerado, si lo pienso.

»Supongo que querían llamar la atención. No aprendí nada de ellos. Conocí chicos y padres, pero no conocí hombres. ¿Entiendes lo que quiero decir? No pensé en ningún hombre como ser individual hasta que te conocí y empecé a observarte con Roy y Cullen. Nunca había estado tan cerca de hombres como para considerarlos individualmente como tales.

– ¿Me has estado observando?

– Sí… lo he hecho. Conoces a muchas mujeres, ¿verdad? Estoy segura de que siempre ha sido así. Aquella con la que fuiste a hablar en el restaurante… era Helene, ¿no?

– ¿Cómo lo sabías?

– Me habías dicho que era pelirroja.

– Sí, pero ahora lo lleva distinto de cuando solíamos vernos. Me refiero a su cabello. Se ha hecho la permanente.

– Me fijé en ella cuando entró, por su forma de mirarte… Le explicaste lo que estábamos haciendo, ¿no es así?

– Tenía que decirle algo, después de la ayuda que nos prestó.

– ¿Pasaste la noche con ella?

– De hecho… -dijo Jack-. Sí. Pero no hicimos nada. «¡Por Dios!» Se oyó a sí mismo y no lo podía creer. Dar esa sensación de culpabilidad, con todas las cosas que podría haber dicho.

– ¿Te fías de ella?

– Sí, claro, me fío de ella. Si no, no se lo hubiera dicho.

– ¿Querías saber su opinión? ¿Era por eso?

– Bueno, tal vez. No lo sé.

– ¿Quieres salirte de esto? Puedes. Sólo tienes que hacerlo. Desde luego, no me debes nada.

– Estoy aquí. -Ella esperó, mirándole.

– ¿Sí? -Él posó sus manos sobre la curva de los hombros de ella y besó sus labios, tiernos y ligeramente separados.

– ¿Seguro que estás aquí? -insistió ella.

Esperó, y él volvió a besarla, porque quería hacerlo, mirando su cara delicada, que resaltaba en la oscuridad de la habitación, y porque no sabía qué decir.

– ¿Qué significa esto?

– Lo analizas todo.

– ¿Quieres acostarte conmigo? ¿Quieres hacer el amor conmigo?

– Un momento. ¿Quieres decir que si lo he pensado? ¿O me estás diciendo que lo hagamos?

– Siempre he pensado -dijo Lucy- que había que tomárselo muy en serio. Que había que ser arrastrado por el deseo.

– Ya, a veces pasa. El caso es que… verás, antes tienes que gustarte a ti misma. Si te gustas, entonces lo tienes todo. No hace falta ser serio, puede resultar muy divertido.

– Nunca he hecho el amor.

– ¿De veras? -preguntó él. Y quiso retirarlo; no quería parecer sorprendido-. Bueno, no, tampoco pensaba que lo hubieras hecho. Con tu voto de castidad, claro que no.

– Realmente, nunca pensé mucho en eso.

– No, te mantenías pura… ¿Pero has estado pensando en ello últimamente?

– ¿Sabes cuándo fue la primera vez?

– Dímelo.

– La otra noche, en el dormitorio, cuando me senté en el borde de tu cama. Luego estuve pensando y me pregunté si había ido a verte por eso, porque quería que pasara.

– Pensé que sólo querías hablar.

– Y así era. Pero cuando estaba allí sentada me sentí muy consciente de que estábamos solos en una habitación oscura. Me di cuenta de que así era como se llegaba a la intimidad. Era el principio, y la sensación me agradó mucho. Quería que me tocaras, pero estaba muerta de miedo.

– Bueno, escucha…

– Aprendí algo de mí misma que antes no conocía.

– Vaya, has salido de las monjas, pero volando.

Ella le sonreía de nuevo. Dijo:

– Nunca te olvidaré, Jack. Me lo recuerdas tanto…

Sabía a quién se refería. El otro día, cuando lo dijo por primera vez, no. Pero en esta ocasión… le bastaba con ver su cara, su sonrisa, para sentir escalofríos en la nuca.

– Antes de que se quitara la ropa y le llamaran pazzo y le tirasen piedras -dijo ella-. Francisco de Asís. Seguro que era igual que tú.


Roy llamó a las diez menos cinco. Lucy habló con él durante un minuto y luego le pasó el teléfono a Jack, con una mirada de recelo, diciendo:

– Está en el hotel.

Y siguió mirándole cuando él cogió el auricular.

– ¿Roy?

– Oye, estoy casi enfrente de la habitación del tipo, al otro lado del patio. Estoy sentado en la oscuridad dejando una rendija entre la puerta y el marco, mirando hacia el ascensor. Casi puedo ver la 501. Han metido el coche en el garaje y han subido cinco sacas de banco a la habitación, y no han salido desde entonces. Little One ha entrado y salido varias veces, y dice que se han bebido tres botellas de champaña y que ahora le dan al coñac y se han puesto a hablar de tías. Si pudieras hacer que, ¿cómo se llama?, Helene, les hiciera salir un par de minutos, lo tendríamos todo hecho.

– No, de ninguna manera.

– Que llame desnuda a la puerta; cuando abran viene corriendo hasta aquí, y los cogemos.

– Ella no está metida en esto.

Vio que Lucy le estaba mirando y oyó que Roy le decía:

– Bueno, mierda, todo el mundo está metido en esto menos ella, y resulta que ha hecho más que muchos.

Permanecían en la galería. Cullen, al otro lado de la habitación, estaba sentado en su sillón favorito, mirándole por encima de la revista.

– Jack, ¿es Roy?

Jack asintió y, mientras Cullen decía «Quiero hablar con él», siguió hablando por el teléfono:

– ¿Y el indio?

– Ha estado un rato abajo, pero ahora debe de haberse llevado el Chrysler. La última vez que he mirado ya no estaba.

– Nos ha seguido a Gulfport.

– ¿Sí? ¿Y qué ha pasado?

– Nada, le he despistado.

– Bueno, ¿qué habéis averiguado?

– Alvin Cromwell tiene preparado un barco bananero. Cree que irá con ellos mañana.

– Vaya, os ha ido bien, ¿eh?

– Así que esta noche no saldrán… Roy, ¿has bebido?

– Unas copas. ¿Cómo lo sabes?

– Porque todavía no has insultado a nadie.

– Bueno, escucha. Si no te gusta mi primera idea, tengo otra. Cuando entre Little One a llevarles algo o a recoger, entramos con él. Mierda, detrás de Little One cabríamos los cuatro.

– Roy, un vez entré en la suite presidencial de un hotel. Había seguido a una pareja durante cinco noches y estaban cargados: la mujer llevaba un conjunto de joyas distinto cada vez que la veía. Se anunciaba a sí misma. Miradme, qué rica soy. Entré en su habitación, y ¿sabes qué encontré?

– Quieres decir algo -dijo Roy-, pero todavía no veo por dónde vas.

– No encontré nada. Ella había metido las joyas en la caja fuerte del hotel. Y él había encerrado también hasta el dinero suelto. La moraleja es: «Si parece demasiado bueno para ser cierto, es porque no lo es.»

– Jack, no se pueden meter cinco sacas de banco en una caja, ni siquiera en la del hotel.

– ¿Has mirado dentro de las sacas, Roy?

– De acuerdo, ¿dónde pueden haberlo metido?

– No lo sé; pero cuando lo hacen tan a las claras, montando el espectáculo con las sacas, ya sabes que no está en la habitación. Si entramos detrás de Little One y no encontramos nada, ¿qué? Se acabó. Nos largamos, los polis cogen a Little One, examinan su expediente, hacen un trato con él y volvemos a la granja. Llegaremos a tiempo para plantar soja.

– Quiero saber dónde podrían esconderlo -dijo Roy.

– Esperemos hasta mañana -dijo Jack-, y ya veremos. No utilices a Little One para nada, ¿de acuerdo? Está limpio y quiere seguir estándolo.

– ¡Qué aburrido eres! -dijo Roy-. Mierda. Escucha, envíame a Cullen para que me ayude y luego venís tú y Lucy, después de medianoche, con los dos coches. Así estaremos a punto en cuanto amanezca. Dile al tipo de la recepción que tenemos una fiesta aquí arriba, en el 509. Mierda, también podríamos tenerla.

En cuanto Jack colgó, Lucy dijo:

– ¿Soy yo la que no está metida en esto?

– Hablaba de Helene, de utilizarla otra vez como cebo.

– ¿Y no te ha gustado la idea?

Desde el otro lado de la habitación, Cullen dijo:

– Yo quería hablar con él.

– ¿Te has servido de ella y se lo has contado todo, y no está metida en esto?

– Lo hizo como un favor, eso es todo. Voy a llevar a Cully y luego pasaré por Mullen para cambiarme. ¿Qué tal si nos encontramos en el hotel dentro de un par de horas? Aparca en el garaje subterráneo que hay al otro lado de la calle.

– ¿Haría cualquier cosa que le pidieras?

Observó su cara, alzada ante él, y dijo:

– ¿Qué quieres saber, Lucy, lo que ella haría por mí o lo que yo estoy dispuesto a pedirle?


El cadáver que Leo había preparado aquella mañana ocupaba un Batesville de precio moderado en uno de los velatorios pequeños. Jack estudió el rostro del hombre bajo la luz de la lámpara, sorprendido por su extraño aspecto y por la forma en que su escaso pelo aparecía peinado y lacado sobre la frente, como si fuera un senador romano. No era obra de Leo.

Pero Leo tenía que estar allí. O alguien del servicio de seguridad. Jack buscó en los otros velatorios. Raejeanne había dicho que Leo había recibido otro cadáver; si no, ¿por qué había llegado tarde a comer? Sin embargo, parecía que el hombre del velatorio era el único cliente, salvo que el segundo estuviera arriba, en la sala de preparación, y Leo estuviera en su despacho. Jack había entrado por la puerta principal. Podía asegurarse, mirar si el coche de Leo estaba en la parte de atrás. O podía subir corriendo y buscarlo. De todas formas, tenía que subir. Había alguien. Jack lo sabía. Tenía que haber alguien. Lo que no entendía era por qué, después de haber vivido allí tantos años, sentía la urgente necesidad de mirar atrás. De volverse rápidamente.

El agente de seguridad debería estar allí mismo, en el vestíbulo, o en la pequeña sala de recepción, y sus termos de café sobre la mesa. Pero como no estaba…

Jack subió las escaleras, llegó al oscuro pasillo y se detuvo al oír el ruido. Como una puerta que se cerrara con cuidado, con un débil «clic». La doble puerta de la sala de preparación estaba cerrada. También lo estaban las puertas de la sala de selección de ataúdes. Pensó en la Beretta que le había quitado a Crispín Reyna, debajo del asiento de su coche, y en la Beretta del coronel, por Dios, la que había tenido en sus manos y había devuelto al armario mientras el indio estaba en el cuarto de baño y él juraba que nunca volvería a entrar en una habitación de hotel, nunca jamás. Entonces estaba en casa, pero sentía la misma sensación de que no debería estar allí. O de que alguien no debería estar allí. Encendió la luz del pasillo. No le sirvió de mucho.

Revisó primero la sala de presentación, porque en la de selección de ataúdes… mierda, era demasiado fácil esconderse allí. Nunca le había gustado aquella habitación, con todos aquellos ataúdes forrados de crepé esperando a la gente.

Abrió la puerta de la sala de preparación, entró de un salto haciendo un extraño ruido de succión y:

– ¡Oh, mierda! -dijo al ver a Helene allí, de pie, con una expresión de clara sorpresa en su cara. Helene en tejanos y con una camiseta con el brillo de la luz reflejado en su cabello al salir de la oscuridad.

– Eh, Jack, ¿pasa algo? -dijo ella.

– ¿Qué haces aquí?

– Me toca trabajar este fin de semana, hasta el lunes.

– Andas detrás de algo, estoy seguro. ¡Por Dios!

– Ya no ando enganchada a las drogas, Jack. Estoy limpia.

– Venga… ¿qué estás haciendo aquí?

– ¿Y a ti qué te parece, histérico? Trabajo aquí. El lunes tendrás que llevarte todo lo tuyo, porque me voy a mudar.

– ¿Te ha contratado Leo?

– Ya sabes que buscaba a alguien desde que tú le dejaste. He maquillado al tipo ése, y le ha encantado. Me refiero a Leo. Me ha llevado a casa para que recogiera un par de cosas, hemos vuelto, y me ha preguntado si consideraría la posibilidad de trabajar aquí, y yo le he dicho que claro que sí, que estaba dispuesta a empezar inmediatamente.

– Anoche ni siquiera querías entrar.

– Sí, bueno, ya lo he superado. Sabes, en el fondo tal vez creía que estaba asustada. Pero en cuanto te acostumbras… Cuando vi que te ibas pensé: «A ver cómo está lo del viejo Jack.» ¿Quieres beber algo? Pasemos a mi apartamento. No es nada del otro mundo, pero lo voy a arreglar. También haré algo con el despacho de Leo. En el piso de arriba parece como si todo estuviera condenado. Leo dice que en un año o así podremos empezar también con el piso de abajo, vender esos muebles asquerosos. Es simpático, ¿no? Jovial.

– Es todo un tío. ¿Cuánto te paga?

– Me temo que eso no te incumbe. De hecho, me ha preguntado cuánto necesitaba.

– ¿Leo?

– Le he contestado que ya le diría algo. También me encargaré del maquillaje y del cabello, no sólo de conducir.

– Helene, éste no es un lugar para una chica como tú.

– ¿Y cómo soy yo, Jack?

– Espera que entre uno de los malos, alguien que haya muerto en un terrible accidente. O que tengas que ir al depósito de cadáveres a recoger a algún ahogado que hayan sacado del río, descompuesto, comido por los peces…

– Jack, te vas a marear. ¿Quieres beber algo o no?

– Quiero ducharme y cambiarme.

– Espero que eso mejore tu humor, Dios mío.

Helene le siguió al apartamento.

Al entrar en el dormitorio, dejó su copa sobre la mesa, se apoyó en él y le miró mientras se quitaba la ropa.

– Tienes dos botellas y media de vodka en el congelador, pero no tienes cerveza.

– Suele ocurrir.

– Todavía tienes un cuerpo bonito, Jack.

– ¿Qué significa «todavía»?

– No estás precisamente joven, muchacho.

– Estoy encantado de haber venido.

– Cuando te hayas duchado, ¿querrás que seamos amigos?

Lo preguntó con un tono que le resultaba familiar, con aquella disposición en sus ojos, mientras le miraba. Tiró su camisa sobre la cama y se acercó a ella.

– Ya lo somos.

– ¿Buenos amigos?

– Creo que somos algo mejor que buenos amigos.

– ¿Sabes cuánto tiempo hace que no hacemos el amor?

– Mucho.

– Dos mil doscientos quince días… más o menos.

– Desde luego, estoy dispuesto.

Cerca de él, ella dijo:

– Claro que lo estás. Te he echado mucho de menos, Jack -añadió-. ¡Chico, cuánto te he echado de menos!

Se afeitó bajo la ducha caliente, se lavó el pelo, cerró el grifo y salió al lavabo, al espejo lleno de vapor. Aún les quedaba una hora, por lo menos. Al sacar la toalla del toallero abrió la puerta, esperando ver a Helene en la cama, aguardándole con alguna afectada pose seductora, tal como la recordaba de aquella misma mañana -sólo de aquella misma mañana, cuando hacía sus ejercicios gimnásticos y sus pechos luchaban por mantenerse levantados…-. No estaba en la habitación.

Mientras se frotaba el pelo con la cara tapada por la toalla oyó su voz. Luego volvió a oírla. «Jack.» Se quitó la toalla de la cabeza y se sorprendió de su expresión, sus ojos, en los que no había la menor traza de seducción.

– Hay alguien abajo.

– ¿Estás segura?

– He oído que se rompía un cristal.

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