Volaban por encima de mi cabeza a toda velocidad y su sonido se fundía como una ráfaga de viento de una tormenta que te persigue. Esto era lo que habrían oído los humanos: viento, una tormenta o el vuelo de una bandada de aves. Si es que había humanos para oír algo. La calle aparecía desierta hasta el final de la manzana. Eran las ocho en punto de un sábado por la tarde en un barrio comercial y no había nadie. Parecía arreglado, y quizá lo estaba. Si conseguía huir del área del hechizo, encontraría a gente. El viento soplaba contra mi espalda y me lancé a la acera. Eché a rodar por el impacto y seguí avanzando de este modo, vislumbrando de manera fugaz las aves nocturnas que se extendían sobre mí, a menos de un metro de la acera como una bandada dirigida por control remoto, moviéndose demasiado rápido tras su guía, para cambiar de dirección.
Rodé hasta la entrada de la puerta vecina, que estaba cubierta por un techo y cristal en tres de sus costados. Los seres voladores permanecían arriba. No bajarían por mí. Me quedé allí un momento, escuchando el ruido sordo de la sangre que se agolpaba en mis sienes. Entonces me di cuenta de que no estaba sola.
Me incorporé y me quedé sentada con la espalda apoyada en el escaparate lleno de libros, intentando pensar en alguna excusa suficientemente buena para explicar a un humano lo que acababa de hacer. El hombre me daba la espalda. Era bajo, de mi estatura, aproximadamente, llevaba una camisa hawaiana chillona y una de aquellas gorras con visera. No era algo que uno viera todas las noches.
Me apoyé en el escaparate para ponerme de pie. ¿Por qué llevaba una gorra con visera por la noche?
– Menudo viento -dijo.
Me separé del escaparate, pero me mantuve bajo la protección del techo. Aún conservaba la pistola en la mano. La chaqueta me caía suelta como la capa de un torero, pero aun así tapaba el arma.
El hombre se volvió y la luz de la tienda se reflejó en su rostro. Su piel era negra, los ojos como brasas de carbón. Sonrió y mostró una boca llena de dientes afilados.
– Nuestro jefe quiere hablar con usted, princesa.
Sentí un movimiento detrás de mí y giré la cabeza para ver qué era, pero tenía miedo de volverme por completo y dar la espalda al individuo sonriente. Emergieron tres personajes de la tienda vecina. Todo estaba oscuro, no había luces de las que esconderse. Los tres eran más altos que yo, llevaban capa y capucha.
– Te hemos estado esperando, guarra -dijo una de las figuras con capa. Era una voz de mujer.
– ¿Guarra? -pregunté.
– Furcia. -Una segunda voz de mujer.
– ¿Estáis celosas? -dije.
Se me acercaron, y yo tiré la chaqueta al suelo y les apunté con la pistola. O bien no sabían que se trataba de un arma o no les importaba. Disparé a una de ellas. La figura se derrumbó en el suelo. Las otras dos huyeron, con las garras extendidas como si quisieran desviar un golpe.
Apoyé la espalda en el escaparate y me permití una mirada al hombre que sonreía detrás de mí, pero estaba de pie en la entrada de la librería con sus manitas enlazadas por encima de la gorra. Conservé la pistola y la mayor parte de mi atención sobre las mujeres, aunque éste era un término muy impreciso para describirlas. Eran arpías. No las estaba despreciando. Es lo que eran… arpías nocturnas.
La que había recibido el disparo trataba de sentarse y se refugiaba en los brazos de una segunda.
– ¡Le has disparado!
– Me alegro de que te hayas dado cuenta -dije.
La capucha de la arpía herida se había caído y dejaba al descubierto un enorme pico, ojos pequeños y brillantes y una piel del color de nieve amarillenta. Su pelo negro era una maraña seca que caía como paja sobre sus hombros. Silbó cuando la segunda arpía le abrió la capa lo suficiente para revelar la herida. Había un agujero sangriento entre sus pechos caídos. Llevaba un collar de oro alrededor del cuello y un cinturón con joyas que le ceñía la cintura. Por lo demás, estaba desnuda. Vislumbré el puñal que colgaba del cinturón y estaba sujeto al muslo con una cadena de oro.
Se retorció, incapaz de obtener suficiente aire para maldecirme. Le había dado en el corazón y quizás, en un pulmón. No era mortal, pero sí muy doloroso.
La segunda arpía levantó la cara hacia la luz. Su piel era de un gris sucio con grandes cráteres como de viruela que le cubrían la cara y la nariz afilada. Sus labios eran casi demasiado delgados para una boca llena de afilados caninos.
– Me pregunto si te querría si no tuvieras toda esa carne blanca y delicada.
La última arpía permanecía de pie, oculta bajo la capucha. Su voz era mejor que las de las demás, en cierto modo más cultivada.
– Te podríamos convertir en una de las nuestras, en nuestra hermana.
Miré a la de piel gris.
– En el mismo segundo que una empiece a maldecirme le volaré la cabeza.
– No me matarás -dijo la arpía gris.
– No, pero no quedarás más guapa de lo que estás.
– Zorra -susurró.
– Lo mismo digo -repliqué.
Era la única que todavía permanecía de pie la que me preocupaba. Ella no mostraba miedo ni se había dejado dominar por la ira. Había sugerido utilizar la magia contra mí cuando todavía estaba parcialmente escondida entre las sombras y la noche. Era más lista, más precavida y peligrosa.
Deliberadamente, no había utilizado encanto para esconderme. Estaba de pie delante del escaparate de una librería iluminada y apuntando con un arma totalmente visible. El disparo debería haber atraído a alguien a la puerta o provocado una llamada a la policía. Extendí mi poder para inspeccionar y encontré los gruesos pliegues del encanto, pesados y bien construidos. Tenía pericia en utilizar encanto, pero no de aquella manera. Sholto había construido una pared invisible que protegía la calle. Los humanos de las tiendas no verían ni escucharían nada que les alarmara. Sus mentes explicarían el disparo como algún ruido ordinario. Si gritaba pidiendo ayuda, sería inútil. Como no lanzara a alguien por el escaparate que tenía detrás de mí, nadie vería nada.
Me habría gustado romper el escaparate con el cuerpo de alguna de ellas, o de las tres a la vez, pero no me atrevía a acercarme. Las manos que tocaban la herida eran garras negras como las uñas de un gran pájaro. Los dientes que mostraban al hablar con ese sonido sibilante estaban concebidos para desgarrar carne. No podía vencerlas en una batalla cuerpo a cuerpo. Necesitaba mantenerlas a distancia, pero Sholto estaba a punto de presentarse y yo tenía que desaparecer antes de que eso sucediera. Si llegaba, estaba perdida. Y no lo estaba haciendo muy bien. Ellas no podían hacerme daño, pero había caído en la trampa. Si me iba, las aves nocturnas me atacarían en grupo, y luego las arpías o el hombre sonriente me podrían coger. Estaría desarmada, o algo peor, antes de que apareciera Sholto.
No tenía magia ofensiva. Un arma no podía matar a ninguna de ellas, sólo las podía herir y detener. Necesitaba una idea mejor, pero no se me ocurría ninguna. Intenté hablar. En caso de duda, habla. Nunca sabes lo que se le puede escapar al enemigo en una conversación.
– Nerys la Gris, Segna la Dorada y Agnes la Negra, supongo.
– ¿Quién eres? ¿Stanley? -dijo Nerys.
Sonreí.
– Y luego dicen que no tienes sentido del humor.
– ¿Quién lo dice? -preguntó.
– Los sidhe -dije.
– Tú eres una sidhe -dijo Agnes la Negra.
– ¿Crees que estaría aquí escondiéndome de mi reina si fuera una sidhe completa?
– El hecho de que tú y tu tía seáis enemigas te convierte en una loca suicida, pero no te hace ni un ápice menos sidhe. -Agnes estaba de pie, bien tiesa.
– No, pero la sangre de brownie de mi madre sí que lo hace. Creo que la reina perdonaría la mancha humana, pero no puede olvidar lo demás.
– Eres mortal -dijo Segna-. Ése es el pecado imperdonable para una sidhe.
Las manos se me empezaban a entumecer. Los brazos comenzarían a temblarme. Tenía que disparar o bajar el arma. Aunque sostuviera el arma con las dos manos, no podía mantener la posición eternamente.
– Hay otros pecados que mi tía encuentra igual de imperdonables -dije.
– Como tener una red de tentáculos en medio de toda esta carne perfecta de sidhe -dijo una voz masculina.
Moví el arma hacia la voz, sin apartar la vista de las tres brujas. Pronto tendría tantos objetivos en tantas direcciones distintas que me sería imposible dispararles a todos a la vez. Como mínimo el movimiento y la descarga de adrenalina habían contribuido a mitigar la fatiga muscular. De pronto me convencí de que podía mantener la posición de disparo eternamente.
Sholto estaba de pie en la acera. Creo que intentaba sin éxito parecer inofensivo.
– La reina me dijo eso en una ocasión, que era una lástima tener una red de tentáculos en medio de uno de los cuerpos de sidhe más perfectos que había visto.
– Muy bien. Mi tía es una zorra. Todos lo sabemos. ¿Qué quieres, Sholto?
– Dale su título -dijo Agnes, mientras su voz cultivada mostraba un poco de disgusto.
Nunca perjudica ser educado, de modo que hice lo que ella pedía.
– ¿Qué quieres, Sholto, señor de aquello que pasa por en medio?
– Es el rey Sholto. -Segna me escupió estas palabras, casi literalmente.
– No es mi rey -dije.
– Eso puede cambiar -dijo Agnes, con una amenaza implícita muy poco sutil.
– Ya basta -dijo Sholto-. La reina te quiere muerta, Meredith.
– Nunca hemos sido amigos, señor Sholto. Utiliza mi título. Era un insulto que hubiera omitido mi título después de haberlo utilizado yo. También era un insulto insistir en ello por parte de alguien que era el rey de otras gentes. Pero Sholto siempre se había complicado la vida intentando jugar a ser señor de las sidhe y rey de los sluagh.
En su semblante se reflejó algo, enfado, creo, aunque no lo conocía lo bastante para estar segura.
– La reina te quiere muerta, princesa Meredith, hija de Essus.
– Y te ha enviado a ti para que me lleves a casa para la ejecución. Ya me lo había imaginado.
– No podrías estar más equivocada -dijo Agnes.
– ¡Silencio! -ordenó Sholto.
Las arpías parecieron encogerse, sin hacer reverencias, pero como si estuvieran pensando en ello.
E1 hombre que sonreía a mi derecha se me acercó. Sin desviar el arma de Sholto, dije:
– Da dos pasos atrás o dispararé a tu rey.
No sé lo que hubiera hecho el hombre porque Sholto dijo:
– Venga, Gethin, haz lo que quiere.
Gethin no discutió, simplemente retrocedió, aunque había observado con el rabillo del ojo que sus manos estaban plegadas sobre su pecho. Ya no colocaba las manos por encima de la cabeza. No me importaba mientras se mantuviera a distancia. Todos ellos estaban demasiado cerca. Si se me tiraran encima a la vez, sería el fin. Pero Sholto no quería que estuviera rodeada por mucha gente. Quería hablar. Para mí, perfecto.
– No te quiero muerta, princesa Meredith -dijo Sholto.
No podía apartar la sospecha de mi cara.
– Te enfrentarás contra la reina y contra todos sus sidhe para salvarme?
– Han sucedido muchas cosas en los últimos tres años, princesa. La reina confía cada vez más en los sluagh. No creo que iniciara una guerra por el hecho de que estés viva siempre que permanezcas lejos de su vista.
– Estoy todo lo lejos que puedo estando en tierra-dije.
– Ah, pero quizás haya otros en la corte que le susurren a la oreja y le recuerden tu existencia.
– ¿Quién? -pregunté.
Sonrió, y eso convirtió su hermoso rostro en algo casi agradable.
– Tenemos muchas cosas que discutir, princesa. Tengo habitación en uno de los mejores hoteles. ¿Quieres acompañarme para discutir sobre el futuro?
Me molestaba un poco la manera en que lo decía, pero era la mejor oferta que podía recibir aquella noche. Bajé el arma.
– Jura por tu honor y por la oscuridad que todo lo devora que es cierto todo lo que acabas de decir.
– Juro por mi honor y por la oscuridad que todo lo devora que todas las palabras que he pronunciado en esta calle son la verdad. Puse el seguro del arma y me la coloqué en la espalda. Cogí la chaqueta del suelo, la sacudí y me la puse. Estaba un poco arrugada, pero serviría.
– ¿Está muy lejos tu hotel?
Esta vez la sonrisa fue más abierta y lo hizo parecer menos perfecto, pero más… humano. Más real.
– Deberías sonreír más a menudo, señor Sholto. Te sienta bien.
– Espero tener motivos para sonreír más a menudo en el futuro próximo.
Me ofreció su brazo, aunque estaba muy lejos. Me acerqué porque había prestado el juramento más solemne de la corte de la Oscuridad y no podía romperlo sin arriesgarse a una maldición.
Le enlacé el brazo. Él tensó los músculos: un hombre es siempre un hombre.
– ¿En qué hotel estás?
Le sonreí. Nunca viene mal ser agradable. Siempre podría ser desagradable más tarde si tenía que serlo.
Me lo dijo. Era un hotel muy bonito.
– Está un poco lejos para ir caminando -dije.
– Si quieres, podemos pedir un taxi.
Levanté las cejas ante esta propuesta, porque una vez dentro del metal de un coche ya no podría producir magia mayor. Demasiado metal provocaba interferencias. Yo podía producir hechizos mayores dentro de plomo sólido si me hacía falta. Mi sangre humana servía para unas cuantas cosas.
– ¿No te sentirás a disgusto? -pregunté.
– No está tan lejos, y busco la comodidad de los dos.
Otra vez sentí que me estaba perdiendo algunos dobles sentidos.
– Un taxi sería fantástico.
Agnes llamó a Sholto.
– ¿Qué tenemos que hacer con Nerys?
Sholto se volvió a mirarlas y su cara era otra vez fría, con esa belleza esculpida que le hacía parecer distante.
– Volved a vuestras habitaciones como podáis. Si Nerys no hubiera intentado atacar a la princesa, no habría resultado herida.
– Te hemos estado sirviendo durante más siglos de los que verá nunca ese trozo de carne blanca y éste es el trato que nos dispensas -dijo Agnes.
– Recibes el trato que te mereces, Agnes. Recuérdalo.
Sholto se dio la vuelta y me acarició la mano, sonriéndome, pero sus ojos tres veces dorados todavía mantenían un rastro de frialdad.
Gethin apareció al lado de Sholto e hizo una reverencia desde la acera. Tenía unas orejas tremendamente largas, como las de un burro.
– ¿Qué precisas de mí, maestro?
– Ayúdales a llevar a Nerys a las habitaciones.
– Será un placer.
Gethin dibujó otra sonrisa con sus dientes, mientras sus orejas le caían enmarcando su cara casi como la de un perro o como la de un conejo de orejas puntiagudas. Se dio la vuelta y se alejó en dirección a las brujas.
– Creo que me estoy perdiendo algo -dije.
Me envolvió la mano con la suya, que estaba caliente, mientras sus robustos dedos se deslizaban entre los míos.
– Te lo explicaré todo cuando lleguemos al hotel.
Había una mirada en sus ojos que había conocido en otros hombres, pero no podía significar lo mismo. Sholto era uno de los guardias de la reina, lo cual significaba que no podía acostarse con ninguna sidhe excepto con ella. Ella no compartía sus hombres con nadie. El castigo por romper el tabú era la muerte por tortura. Incluso si Sholto quisiera arriesgarse a ello, yo no. Mi tía pretendía ejecutarme, pero lo haría deprisa. Si yo rompía su más estricto tabú, también me mataría, pero no sería rápido. Ya me habían torturado antes, es difícil evitarlo en la corte de la Oscuridad. Pero nunca había sido torturada por la mano de la propia reina. Había visto su obra, sin embargo. Era creativa, muy, muy, muy creativa.
Me prometí hace años a mí misma que nunca le daría una excusa para serlo conmigo.
– Ya tengo una sentencia de muerte, Sholto. No me arriesgaré a sufrir tortura, además.
– Si te pudiera mantener viva y segura, ¿qué riesgo tendrías?
– ¿Viva y segura? ¿Cómo?
Se puso a reír, levantó la mano, y gritó:
– ¡Taxi!
En un momento aparecieron tres taxis en la calle vacía. Sholto sólo pretendía llamar un taxi. No tenía ni idea de lo impresionante que era que en Los Ángeles acudieran tres taxis a una calle vacía. También podía reanimar cadáveres que todavía no se hubieran enfriado, y esto era sobrecogedor. Pero llevaba tres años en la ciudad, y un taxi cuando lo necesitabas me impresionaba más que ver a un cadáver caminando. A1 fin y al cabo, había visto a cadáveres caminando antes. Un taxi adecuado era algo completamente nuevo.